Alberto Ernesto Feldman
Estos recuerdos se deslizan entre el trepidante movimiento de un viejo tranvía y el silencio constructivo y enriquecedor de una Biblioteca municipal; la de la calle La Pampa, en el barrio porteño de Belgrano.
Eran maravillosos esos tranvías en los años cincuenta, cuando en época de clases, iban a ciertas horas repletos de estudiantes ingenuos y bullangueros, muchachos y chicas que casi todos los días se encontraban a bordo, formando grupos que cantaban, hacían bromas y compartían todas las alegrías de la edad dorada.
El nuestro era el número treinta y uno, que, derechito por la avenida Cabildo desde el Puente Saavedra, nos llevaba todos los días; a Balbina, que así se llamaba la galleguita de mi corazón, al Liceo de Señoritas Nº1, y a mí, al Colegio Nacional Manuel Belgrano, escuelas que todavía existen, cerca del cruce de las avenidas Santa Fe y Pueyrredón.
Los picos de animación ocurrían los viernes, cuando las perspectivas eran brillantes sólo porque el tiempo era todo nuestro, y los lunes, cuando se contaban los sucesos del fin de semana, mezclados con la ansiedad por los llamados al frente para dar lección.
Es importante recordar que la camaradería y la amistad, lo mismo que el amor, tenían su oportunidad en el viaje, porque las escuelas no eran mixtas en aquel entonces; estábamos en el año 1954. Esos viajes diarios al Colegio, comenzaban casi en la niñez y terminaban en plena juventud, con todos los cambios que las hormonas nos marcaban día a día.
Desde que la vi por primera vez, en el centro de un ruidoso grupo de chicas y chicos, adoré a Balbina en silencio, porque con su sola presencia me convertía en un tembloroso suspirante, con una fuerte propensión a la parálisis respiratoria.
Teníamos trece años. Ella era dueña de unos rulos rubios, un perfil atrevido y unos ojazos castaños que se reían junto con su boca. Yo sólo era dueño de mi timidez.
Como estaban las cosas, difícilmente la primera primavera de la adolescencia nos vería florecer juntos. Vi llegar las vacaciones de invierno con pena: sabía que la extrañaría; pensaba en ella todo el tiempo.
Como lo había sido antes de conocer a Balbina, y como lo fue después de su partida, la Biblioteca de la calle La Pampa, fue siempre mi refugio y mi consuelo, y en esas dos semanas, me instalé en ella y me dediqué al estudio con mayor esfuerzo que nunca, porque al reiniciar las clases, además de volver a ver a la chica con quien soñaba, me esperaban las pruebas escritas de varias materias, y especialmente, las que más me interesaban: Castellano y Literatura.
Leía y tomaba apuntes sobre los libros y las poesías que figuraban en el programa de Primer año. Trabajé mucho y el destino me premió; el último día del receso de invierno, al entrar a la sala de lectura de la Biblioteca con un libro en la mano, una voz conocida me dijo con sorpresa y ansiedad: – ¡Daniel, sentate aquí!…
Era ella. No podía creerlo…, el corazón me dio un vuelco. Por primera vez no estaba en el centro de un círculo, rodeada por sus compañeras y chicos de años superiores, que procuraban llamar su atención o hacerla reír.
—¿Vos también tenés que leer “El Capitán Veneno”?, me preguntó mirando el libro; y sin darme tiempo a contestar, me contó que su madre estaba enferma y ella se ocupaba todo el tiempo de las tareas domésticas y de sus hermanos menores; y ahora, tenía que completar para el lunes un cuestionario sobre ese libro y necesitaba ayuda.
Como yo ya lo había leído, y además lo había explicado muy bien mi profesor de Castellano, hicimos juntos la tarea.
Recuerdo que la primera pregunta, trataba sobre un personaje de la novela, una distinguida anciana venida a menos, que decía “Soy tan condesa como la de Montijo y tan generala como la de Espartero”, y había que explicar que quería decir ella con eso.
En su cuaderno borrador escribí la respuesta a esa y a otras preguntas, y ante su agradecimiento y admiración, perdí mi timidez, me sentí muy feliz y mi corazón comenzó a golpear como un tambor cuando me tomó de la mano al salir de la Biblioteca.
Yo era otro, con ese encuentro había tocado el cielo. La acompañé hasta su casa y volví a la mía cantando y saltando.
Cuando llegó septiembre, la Primavera de 1954 fue lo que debía ser; un himno al primer Amor. Lo nuestro duró poco más de un año, tuvimos otra Primavera más para recordar, pero a fines de 1955, Balbina se mudó a una provincia del norte con su familia, y a pesar de nuestras promesas de futuro, nuestra correspondencia se fue espaciando más y más hasta desaparecer, dejando un sabor dulce y melancólico.
Yo permanecí siempre en el barrio de Belgrano y hoy, que tengo más de setenta años, puedo decir que lo vi cambiar a través del tiempo como en una película en cámara lenta.
Las casas bajas se convirtieron en altos edificios y en la avenida Cabildo, hoy saturada de comercios, automóviles y semáforos, los mágicos tranvías fueron remplazados por ómnibus, primero pequeños y hoy enormes, pero la Biblioteca de la calle La Pampa, sigue estando viva, renovada y en funciones, en la digna vejez de su construcción, y está asociada para siempre en mi memoria a mi primer Amor, la inolvidable Balbina, y al cariño por los libros, comenzando por “El capitán Veneno”, de Pedro Antonio de Alarcón.
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