Marcos Tabossi
Foto-Mónica Camocardi
Treinta y siete años completando las mismas planillas, en la misma silla, con el mismo escritorio y frente a una computadora que te cambiaban cada cinco. Despreciaste todo lo que puse a tu alrededor para que vivieras libre: el sol, la brisa, los amigos, los libros, las risas, el amor. Todo. Preferiste construir tu jaula, tu propia cárcel de papeles pintados con cara de próceres.
Ahora subís, pensando en un aumento, en un reconocimiento y en algo que te haga sentir menos miserable. Le escribís a tu actual mujer, le pones que te llamó el jefe, que tenés buenas sensaciones -eso decís, buenas sensaciones, sólo un mediocre puede expresarse así- que intuís un crecimiento en la empresa y que a la noche brindarían. Sentís un pellizco de vitalidad, como si algo de tu mundo cobrara sentido.
Sabés lo que es la muerte súbita, alguna vez escuchaste hablar, pero nunca le diste importancia. Pensabas que se trataba de un castigo y que a un hombre trabajador y obediente como vos nunca le podría pasar.
Ya te di demasiado tiempo y no intentaste nada para mejorar la relación con tus hijos, tampoco volviste a buscar a tus amigos y qué decir de lo que hiciste con tus padres.
Puras promesas incumplidas. Cuando tuvieras tiempo, repetías. Sin darte cuenta que lo estabas teniendo. Ahora no hay más, el tiempo es mío. Te lo presté y se te escurrió entre los dedos. En el anteúltimo escalón, antes de golpear la puerta del jefe. Ahí te espero, me vas a sentir. Lo vas a sentir en tu corazón.
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