Fernando Morote

Visto desde la plazuela, el morro parecía una cabeza clava.
Durante los actos conmemorativos por el centenario del conflicto bélico, el Champero era un adolescente en edad de ser levado. Hacia finales del septenato, rumores largamente extendidos aseguraban que el general Velasco estaba determinado con firmeza a cobrarse la revancha. Gracias al apoyo de sus socios soviéticos, el Perú era considerado una potencia militar en la región. Y Chile, pese al golpe de Pinochet, se encontraba aún en la ruina provocada por Allende. Era el momento propicio para atacar y recuperar lo perdido.
Lo que el Chino no presupuestó fue que Morales Bermúdez y otros altos mandos de las Fuerzas Armadas, hartos de la demagogia con la que había enterrado al país en un foso de caos y desesperanza, tenían sus propios planes. Un nuevo derrocamiento dio inicio a la segunda etapa de una historia castrense que acabaría en 1980 con el regreso de Belaúnde a Palacio de Gobierno.
—Las vueltas que da la vida… —pensó el Champero.
Su esposa le sacudió el brazo.
—¿Quieres subir de todos modos? —le preguntó, apurándolo a terminar su helado de vainilla, pronto a derretirse.
Desde la eliminación del Perú al mundial de Alemania 1974, en el Estadio Nacional de Santiago, hasta el desprecio por el niño rico que vino como parte de un programa de intercambio educativo y terminó robando los suspiros de las chicas que a él le gustaban, el Champero había nutrido un recelo importante. Sus cuentas mentales lo hacían verse con el uniforme puesto y el fusil al hombro una vez llegado el momento de la venganza. Paradójicamente, veinte años después, contrajo nupcias con una ciudadana de idéntica nacionalidad que los vencedores.
Ella, dulce y acomedida, insistió señalando con los ojos la cumbre del peñón:
—¿Subimos, amorcito?
El Champero no dudó. Desde la cima, Arica lucía como una urbe desarrollada en comparación con Tacna. Eso le hervía la sangre. Para consolarse, aferrado a la baranda del mirador, contempló la inmensidad del Océano Pacífico y susurró:
—Es sólo un acantilado…
Su mujer, conociendo lo apasionado que era, se retiró a admirar el Cristo de piedra que recibía con los brazos abiertos a los visitantes. Sabía que en ese momento el Champero —palpando la tierra, acariciando las piedras que sus antepasados habían defendido hasta quemar el último cartucho— no era un turista cualquiera sino un soldado en el campo de batalla rindiendo homenaje a los caídos.
—¡Abrid paso, cobardes! —murmuró él, emulando a Alfonso Ugarte, montado sobre su inquieto corcel, el acero al desnudo, sembrando la muerte en derredor del enemigo— ¡Y aprended a morir por la patria amada!
La señora, confiando que el instante de soledad hubiera ayudado a reponerle el ánimo, abrazó a su esposo por la espalda.
—¿Nos vamos, corazón?
—Claro, mi amor —respondió el Champero.
Pero al girar, sin que ella pudiera escucharlo, mordió una exclamación que le salió del fondo de las entrañas:
—¡Chilenos, concha de su madre!
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