Paraíso (XIII)

Toni Morrison

toni morrison





Patricia

Sobre la mesa del comedor, pulcramente apilados, había campanas y abetos, recortados en cartulinas verdes y rojas. Todo estaba hecho. Sólo faltaba ribetearlos con purpurina. El año anterior había cometido el error de permitir que los hicieran los más pequeños. Después de limpiarles el pegamento de los dedos y de los codos, y de quitarles motitas de plata del pelo y las mejillas, tuvo que volver a hacer casi todos los adornos. Esta vez se encargaría de las campanas y de los árboles, mientras controlaba cada gota de pegamento. Todo el pueblo ayudaba o se inmiscuía en la preparación de la obra de teatro de Navidad que se representaba en la escuela: los más viejos arreglaban la plataforma y montaban el establo; los jóvenes retocaban las máscaras con pintura. Las mujeres hacían muñecos bebés y los niños dibujos en color de la comida de Navidad, sobre todo postres —pasteles, tartas, barras de caramelo, fruta—, porque dibujar un pavo asado era un reto demasiado difícil para sus pequeños dedos. Cuando los niños hubieran plateado las campanas y los árboles, Patricia pondría un lazo en la parte superior de éstos. La estrella de Oriente era asunto de Harper. La repasaba todos los años, verificaba que las puntas fueran afiladas y que brillara adecuadamente en el cielo de tela negra. Y suponía que el viejo Nathan DuPres pronunciaría las frases preliminares una vez más. Era un hombre encantador, pero no sabía contenerse. Los programas de las iglesias eran más formales — sermones, coros, niños que recitaban y premios para los que conseguían terminar sin tartamudear, llorar o quedarse mudos—, pero era más antiguo el programa de la escuela, que representaba la Natividad e involucraba a toda la población, ya que había empezado incluso antes de que los templos estuvieran construidos.

A diferencia de los años recientes, los días de diciembre de 1974 fueron cálidos y ventosos. El cielo se comportaba como una corista: transformaba sus mañanas pálidas y melancólicas en tardes llenas de bandas de colores. En el aire había un aroma mineral, procedente de la época del Génesis, cuando los volcanes se agitaban y la lava se enfriaba rápidamente bajo un viento incesante. Un viento que frotaba la fría piedra, la esculpía y, finalmente, la rompía en los trozos que tanto gustaban a los geólogos. El mismo viento que en otros tiempos agitaba el cabello de los cheyene y arapajo, y separaba los mechones de los lomos de los bisontes, anunciando a éstos y aquéllos la proximidad del otro.

Patricia había percibido el olor mineral durante todo el día y ahora, después de hacer las listas con las notas y terminar los adornos, miró el cielo corista esperando que repitiera el número habitual. Pero había terminado. Sólo quedaban algunas formas violeta que corrían tras un sol fosforescente.

Su padre se había ido a la cama temprano, agotado por el monólogo que había pronunciado durante la cena sobre la estación de servicio que estaba planeando. Eagle Oil lo animaba: era inútil hablar con las grandes compañías petroleras. Deek y Steward estaban interesados en concederle el préstamo, siempre que pudiera convencer a alguien de que le vendiera el terreno. De manera que ahí estaba la cuestión. ¿Delante de la tienda de Anna? Un buen sitio, pero tal vez no pensaran lo mismo los del Santo Redentor. ¿Al norte, entonces? ¿Junto a la tienda de Sargeant? Allí habría muchos clientes, nadie tendría que recorrer casi ciento cincuenta kilómetros para conseguir gasolina o guardar bidones en casa. ¿En las carreteras? Habría que hacer algo con las dos pistas de tierra que salían al norte y al sur de la calle asfaltada de Ruby hasta llegar a la carretera estatal. Si obtenía la franquicia, tal vez el condado las asfaltase. Aunque sería un problema intentar que la gente se pusiera de acuerdo en pedirlo, ya que los más viejos rechazarían la idea. Les gustaba estar lejos de la carretera, ser accesibles sólo para quienes se perdían o conocían el lugar.

—Pero piénsalo, Patsy, piénsalo. Podría arreglar coches, motores; vender neumáticos, baterías, correas de ventilador. También refrescos, algo que Anna no tuviera. No tiene sentido hacer que se enfade.

Patricia asintió. Una idea muy buena, pensó, como todas sus ideas. Su actividad como veterinario (ilegal, pues carecía de permiso, pero ¿quién sabía o se preocupaba lo bastante como para conducir ciento cincuenta kilómetros para ayudar a Wisdom Poole a tirar de un potrillo que no podía salir de su madre?); su trabajo como carnicero (despellejaba, troceaba, cortaba y refrigeraba los novillos sacrificados que le traían); y, naturalmente, el negocio de ambulancia y coche fúnebre. Dado que había querido ser médico, e incluso había estudiado para serlo, la mayor parte de sus trabajos tenía que ver con el trato con los enfermos o los muertos. La idea de la gasolinera era la primera propuesta no quirúrgica que Patricia podía recordar (aunque los ojos le brillaban cuando hablaba de desmontar motores). A Patricia le habría gustado que fuera médico, que lo hubieran aceptado en una facultad de Medicina. Tal vez entonces su madre aún estaría viva. Aunque, cuando murió Delia, quizás hubiera estado en el hospital interracial de Meharry y no en la escuela funeraria.

Pat subió por las escaleras en dirección a su dormitorio y decidió dedicar el resto de la tarde a su proyecto de historia o, mejor dicho, a lo que había sido un proyecto de historia, pues ya no era nada de eso. Empezó como un regalo para los ciudadanos de Ruby: una recopilación de los árboles genealógicos de cada una de las quince familias. Se trataba de unos árboles invertidos, en los que los troncos estaban suspendidos en el aire y las ramas caían hacia abajo. Cuando los árboles estuvieron completos, empezó a añadir notas a las ramas que indicaban quién había engendrado a quién, explicando, por ejemplo, qué trabajo tenían, dónde vivían, a qué iglesia pertenecían. Algunos de los toques más conseguidos («¿Acaso Missy Rivers, esposa de Thomas Blackhorse, había nacido cerca del río Misisipí? Se diría que su nombre sugiere…») los había sacado de las composiciones autobiográficas de sus alumnos. Pero no volvería a hacerlo. Los padres se quejaron de que se pidiera a sus hijos que chismorrearan, que divulgasen lo que podría ser información privada, incluso secreta. Después de eso, la mayor parte de sus notas procedía de conversaciones con la gente, de la lectura de sus Biblias y del examen de los registros de las iglesias. Las cosas se descontrolaron cuando pidió permiso para ver cartas y certificados de boda. Las mujeres la miraban con recelo antes de sonreír y ofrecerle un poco más de café; entonces se cerraban unas puertas invisibles y pasaban a hablar del tiempo. Pero no necesitaba ni quería seguir investigando. Si bien los árboles todavía requerían algún cambio —nacimientos, matrimonios, muertes—, su interés por las notas complementarias había ido aumentando al mismo ritmo que éstas, y había abandonado toda pretensión de objetividad en sus comentarios. El proyecto pasó a ser totalmente inadecuado para otros ojos que no fueran los suyos. Había llegado a un punto tal que la ce minúscula con que indicaba el matrimonio era una broma, un sueño, una violación de la ley que hacía que se mordiera la uña del pulgar con un sentimiento de frustración. ¿Quiénes eran esas mujeres que, como su madre, sólo habían tenido un nombre? Celeste, Ohve, Sorrow, Ivlin, Pansy. ¿Quiénes eran esas mujeres con apellidos corrientes como Brown, Smith, Rivers, Stone, Jones? Mujeres cuya identidad residía en los hombres con los que se habían casado, en caso de que lo hubieran hecho: una Morgan, una Flood, una Blackhorse, una Poole, una Fleetwood. Dovey le prestó la Biblia de los Morgan durante semanas, pero fueron los veinte minutos que pasó mirando la Biblia de los Blackhorse lo que la convenció de que necesitaría una nueva clase de árbol para avanzar, para registrar con precisión las relaciones entre las quince familias de Ruby, sus antepasados en Haven y, más atrás, en Misisipí y Luisiana. Aquella decisión voluntaria para llenar horas vacías se había convertido en un trabajo intensivo marcado por la mala sensación que, como si fuera polen, se posa sobre la piel cuando uno sabe demasiado sobre sus vecinos. La historia oficial de la población, elaborada desde los púlpitos, en las catequesis y los discursos de las ceremonias, tenía una sólida vida pública. Cualquier nota a pie de página, fisura o pregunta exigía la imaginación viva y la perseverancia de una mente que no aceptaba bien las historias orales. Pat había buscado pruebas en los documentos para que encajaran en las historias, y, ahí donde las pruebas no estaban disponibles, interpretaba; libremente, pero, según creía, con intuición, porque ella era la única que tenía la necesaria distancia emocional. Sólo ella podía imaginar por qué el nombre de Ethan Blackhorse estaba tachado con una línea en la Biblia de los Blackhorse, y qué escondía la gran mancha de tinta que aparecía junto al nombre de Zechariah en la Biblia de los Morgan. Su padre le contó algunas cosas, pero se negó a hablar de otras. Las amigas como Kate y Anna se mostraban abiertas, pero otras de más edad — Dovey, Soane y Lone DuPres— insinuaban mucho y no decían nada. «Oh, creo que los hermanos discutieron por algo», fue lo único que dijo Soane sobre el nombre de su tío abuelo tachado. Y nada más.

Había nueve familias grandes e intactas que hicieron el viaje original, que fueron expulsadas, echadas de Fairly, Oklahoma, y se marcharon para fundar Haven. Sus apellidos habían pasado a formar parte de la leyenda: Blackhorse, Morgan, Poole, Fleetwood, Beauchamp, Cato, Flood y las dos de los DuPres. Con hermanos, esposas e hijos llegaban a los setenta y nueve (u ochenta y uno, si se contaban los niños robados). Junto con ellos, llegaron fragmentos de otras familias: una hermana y un hermano, cuatro primos, un río de tías y tías abuelas al frente de los hijos de sus hermanas, hermanos, sobrinas, sobrinos muertos. Las historias de estos fragmentos, que sumaban unos cincuenta más, emergían en las composiciones escritas de los alumnos de Pat, en los chismorreos y los recuerdos que se comentaban en las excursiones, en las comidas en la iglesia y en las charlas de mujeres mientras trabajaban o se arreglaban el pelo. A las abuelas, sentadas en el suelo mientras alguna nieta les rascaba la cabeza, les gustaba rememorar en voz alta. En esos momentos, los fragmentos de los cuentos emergían como chispas que iluminaban las ausencias que se cernían sobre sus infancias y las sombras que oscurecían su madurez. Las anécdotas marcaban los espacios que se habían sentado con ellos junto al fuego del campamento. Las bromas retrataban los objetos —un anillo, un reloj de bolsillo— que habían asido en su puño mientras dormían, y las ropas que vestían: unos zapatos demasiado grandes que pertenecían a un hermano; el chal de una tía abuela; el gorrito adornado con encaje de una hermana menor. Hablaban de los huérfanos, niños y niñas, de edades comprendidas entre los doce a los dieciséis años, que vieron a los caminantes y les pidieron permiso para seguir con ellos, y de las dos criaturas que robaron por las buenas porque las circunstancias en que encontraron a los niños no les permitía hacer otra cosa. Ocho más. De manera que terminaron el viaje ciento cincuenta y ocho.

Cuando llegaron a las afueras de Fairly, se acordó que fueran a anunciar su presencia Drum Blackhorse, Rector Morgan y sus hermanos, Pryor y Shepherd, mientras los demás esperaban con Zechariah, demasiado cojo por entonces para mantenerse derecho sin ayuda delante de unos hombres desconocidos cuyo respeto pretendía y cuya piedad lo habría destrozado. Había recibido un disparo en el pie — nadie sabía o admitía conocer el motivo ni el autor—, pero la cuestión parecía ser que, cuando la bala entró, él no gritó ni cojeó. Debido a esa herida se vio obligado a quedarse atrás y dejar que su amigo y su hijo hablaran en su nombre. Sin embargo, fue una suerte, porque no tuvo que presenciar el Rechazo; y no tuvo que oír palabras que parecía increíble que unos hombres dirigieran a otros, hombres iguales que ellos en todo, excepto en una cosa. Después, el grupo dejó de estar formado por nueve familias y algunos más para convertirse en una banda compacta de caminantes unidos por la enormidad de lo que les había sucedido. Su horror hacia los blancos era intenso pero abstracto. Reservaban la claridad de su odio para los hombres que los habían insultado de modo demasiado desconcertante para poder contarlo: primero, excluyéndolos; después, ofreciéndoles el ingrediente básico para existir en esa misma exclusión. Todo lo que cualquiera deseaba saber sobre los ciudadanos de Haven o de Ruby se encontraba en las ramificaciones de aquel rechazo concreto por parte de tantos. Pero las ramificaciones de esas ramificaciones eran otra historia.

Pat se dirigió hacia la ventana y la levantó. La tumba de su madre se encontraba en el extremo del jardín. El viento murmuraba como si intentase arrancar las lentejuelas del cielo de crespón negro. Las lilas se agitaban junto a la casa. El rastro mineral había desaparecido bajo el olor a cena que flotaba en el aire. Pat cerró la ventana y regresó al escritorio para preparar otra entrada en su diario.

Arnette y K. D., que se habían casado el pasado abril, esperaban un niño para el próximo marzo. O eso decía Lone DuPres, que debería saberlo. Lone era uno de los niños robados. Fairy DuPres la vio sentada, quieta como una piedra, junto a la puerta de una cabaña hecha con barro y cañas. La visión de la niña callada, vestida con una enagua mugrienta, podría haber sido una imagen desolada más de las que encontraron, si la desolación del lugar no hubiera resultado inolvidable. Fairy tenía quince años y era muy terca. Ella y Missy Rivers decidieron investigar. Dentro de la casa estaba la madre muerta y ni un solo trozo de pan a la vista. Missy gruñó antes de escupir. Fairy dijo, «Maldita sea; disculpa, Señor», y cogió a la niña en brazos. Cuando contó a los demás lo que habían encontrado, siete hombres cogieron las palas: Drum Blackhorse, sus hijos Thomas y Peter, Rector Morgan, Able Flood, el mayor de los Brood Poole y Juvenal, el padre de Nathan DuPres. Mientras cavaban, Fairy dio de comer a la niña pastel de carne mojado en agua. Praise Compton desgarró sus enaguas para envolverla. Fulton Best hizo una cruz bien recia. Zechariah, flanqueado por dos de sus hijos, Shepherd y Pryor, y haciendo descansar su pie malo en el talón, pronunció una oración de difuntos. Loving, Ella y Selanie, sus hijas, recogieron milenrama de color rosa para la tumba. Tuvo una seria discusión sobre qué hacer con la niña, dónde colocarla, porque los hombres parecían inflexibles en su actitud de no añadir un crío medio muerto a los suyos, que también pasaban hambre. Fairy discutió con ellos hasta que cedieron y discutió con Bitty Cato sobre el nombre que debían ponerle. Fairy también se salió con la suya, y la llamaron Lone, solitaria, porque así era como la habían encontrado. Y seguía siendo solitaria, porque no se había casado, y cuando murió Fairy, que la había educado y le había enseñado todo lo que sabía sobre cómo traer niños al mundo, Lone pasó a dedicarse a ello en todos los casos, aunque ahora Arnette insistía en ir a dar a luz al hospital de Demby. Había herido a Lone en lo más vivo (todavía creía que las mujeres decentes tenían sus hijos en casa y las mujeres de las tabernas daban a luz en el hospital), pero sabía que los Fleetwood seguían pensando que ella era culpable en parte del estado de los niños de Sweetie y Jeff, a pesar de que desde el nacimiento del último niño roto de los Fleetwood había ayudado a venir al mundo a otros treinta y dos niños sanos de madres no muy fuertes. De manera que todo cuanto dijo fue que a Arnette le tocaba en marzo del 75.

Pat localizó la ficha de los Morgan y se dedicó a la rama que, por el momento, sólo contenía una línea:

Coffee Smith (también conocido como K. D. [Kentucky Derby]) casó con Arnette Fleetwood.

Se preguntó de nuevo quién era aquel chico con el que se había casado Ruby Morgan. Su nombre, Coffee, era el mismo que tenía Zechariah antes de que se lo cambiara para presentarse al puesto de secretario del gobernador; su apellido era de lo más corriente que se podía encontrar. Lo mataron en Europa, de manera que nadie llegó a conocerlo bien, ni siquiera su mujer. De su fotografía se deducía que no había ni rastro del soldado Smith en su hijo. K. D. era un espejo de la sangre de los Blackhorse y los Morgan.

No había mucho espacio bajo la entrada K. D. Arnette, pero pensó que, probablemente, no necesitarían más. Si vivía, seguramente el niño que esperaban sería hijo único. La madre de Arnette sólo había tenido dos hijos, uno de los cuales había engendrado hijos defectuosos. Además, estos últimos Morgan no eran tan prolíficos como los primeros. No eran como

Zechariah Morgan (también conocido como Big Papa, nacido Coffee), casó con Mindy Flood [nota bene: tía abuela de Anna Flood]

que tuvo catorce hijos, de los que sobrevivieron nueve. Pat deslizó el dedo sobre sus nombres: Pryor Morgan, Rector Morgan, Shepherd Morgan, Ella Morgan, Loving Morgan, Selanie Morgan, Governor Morgan, Queen Morgan y Scout Morgan. Escrita hacia arriba en el margen, con tinta negra Skrip, una de las primeras notas rezaba: «Les costó siete partos llegar a dar a una de sus hijas un nombre de resonancias administrativas, autoritarias, y estoy segura de que se dirigían a ella con el diminutivo Queenie, reinita». Por el dorso de la página se extendía otro comentario, al hilo del nombre de Zechariah y unido a éste mediante flechas: «Se cambió de nombre. Originalmente, se llamaba Coffee, tal vez, una escritura errónea de Kofi. Y puesto que ninguno de los Morgan de Luisiana, como así tampoco la gente de Haven, había trabajado para un blanco llamado Morgan, debió de haber escogido su apellido, así como su nombre, a partir de algo o algún lugar que le gustaba. ¿Zacarías, padre de Juan el Bautista? ¿O por el Zacarías que tuvo visiones; el que vio rollos de maldiciones y mujeres metidas en cestos; el que vio las vestiduras inmundas de Josué convertidas en ropas de gala; el que vio el resultado de la desobediencia? El castigo por no dar muestras de piedad o compasión fue la dispersión de todas las naciones y la desertización de la tierra deleitosa. Todo lo cual encajaba perfectamente con Zechariah Morgan: la maldición, las mujeres metidas en un cesto con una tapa de plomo y escondidas en una casa pero, sobre todo, la dispersión. La dispersión debió de asustarlo. La desintegración del grupo, tribu o consorcio de familias o, en el caso de Coffee, la división de un contingente de familias que habían vivido juntas o muy cerca las unas de las otras desde antes de la batalla de Bunker Hill. No le habría costado imaginar el temor a ver separados a todos a quienes conocía, repartidos por distintos lugares en una tierra extraña, convertidos en desconocidos. Debió de asustarlo no reconocer una línea de la mandíbula, que señalaba a una familia; una forma de mirar o de andar que identificaba a otra. No poder verse a sí mismo recreado en una tercera o cuarta generación. No saber dónde estaban enterradas las generaciones precedentes ni cómo entrar en contacto con ellas al ignorarlo. Ése sería el Zacarías que Coffee habría escogido para sí. Si hubiera oído a alguno de los predicadores contar la historia de Josué y la tiara, le habría llamado la atención. No se habría puesto el nombre de Josué, el rey, sino del testigo con el que hablaban con frecuencia Dios y los ángeles sobre cosas que Coffee conocía».

Cuando preguntó a Steward de dónde había sacado su apellido su padre, él gruñó y dijo que pensaba que originalmente no era Morgan, sino Moyne. O Le Moyne, o algo así, pero que «algunos lo llamaban Black Coffee; nosotros lo llamábamos Big Papa o Big Daddy», como si con eso zanjara la cuestión. Como si estuviera ofendido, porque él no era papá ni papaíto, grande o pequeño. Porque la descendencia de los Morgan era débil. Rector, uno de los hijos de Zechariah (Big Papa), tuvo siete hijos con Beck, su mujer, pero sólo sobrevivieron cuatro: Elder, los gemelos Deacon y Steward, y Ruby, la madre de K. D. Elder murió y dejó a su mujer, Susannah (Smith) Morgan, con seis hijos, y todos ellos se marcharon de Haven hacia estados situados más al norte. A Zechariah aquello debió de parecerle terrible. Para él, esa marcha seguramente equivalía a la «dispersión». Y sin duda, tenía razón, porque a partir de aquel momento la fertilidad cesó aunque la riqueza crecía. A más dinero, menos hijos; a menos hijos, más dinero para cada uno. Suponiendo que uno amasara lo suficiente, y ése era el motivo de que los más ricos —Deek y Steward— tuvieran tanto interés en el matrimonio de K. D. Al menos eso suponía Pat.

Sin embargo, todos y cada uno de los que pertenecían a las nueve familias tenían la pequeña señal que Pat había decidido poner tras su nombre: R8. Una abreviación de «roca ocho», nombre que recibía un nivel muy, muy profundo en las minas de carbón. Personas de un color negro casi azulado, altas y elegantes, cuyos ojos claros y grandes no dejaban entrever qué pensaban de quienes no eran roca ocho como ellos. Descendientes de los que habían estado en el territorio de Luisiana cuando era francés, luego español, francés de nuevo, hasta que fue vendido a Jefferson y, finalmente, convertido en estado en 1812. De los que hablaban una jerga que era en parte español, en parte francés, en parte inglés y totalmente propia. Descendientes de los que, tras la guerra de Secesión, se habían escondido o habían desafiado a los blancos que querían que trabajaran como aparceros en Luisiana. Descendientes de aquellos cuya respetabilidad era tan endémica que consiguieron que tres de sus hijos fueran elegidos para dirigir legislaturas estatales y del condado, y que luego, cuando los echaron sin ceremonias ni pruebas de fechoría alguna, se negaron a creer que lo que pensaban fuera la verdadera razón que les impedía encontrar otro trabajo que no fuese manual. Casi todos los negros expulsados o invitados a abandonar el poder (en Misisipí, en Luisiana, en Georgia) conservaron trabajos intelectuales, aunque de menor nivel, tras las purgas de 1875. Uno de Carolina del Sur terminó sus días como barrendero. Pero sólo ellos (Zechariah Morgan y Juvenal DuPres en Luisiana, Drum Blackhorse en Misisipí) se vieron reducidos a la penuria y, en ocasiones, a las labores agrícolas. Tras cinco gloriosos años de reconstrucción del país, llegaron quince durante los cuales tuvieron que mendigar trabajo en los algodonales, las empresas madereras o los arrozales. Debieron de sospechar, aunque no se atrevieron a decirlo, que la desgracia de su desgracia se debía al único rasgo que los distinguía de sus iguales negros. Roca ocho. En 1890 llevaban ciento veinte años en el país, de manera que asumieron su historia, esos años y su respetabilidad incorruptible, y se pusieron en marcha en su «huida». Caminaron desde Misisipí y Luisiana hasta Oklahoma y encontraron el lugar descrito en los anuncios que llevaban doblados con cuidado en el interior de los zapatos o arrugados en el ala del sombrero, sólo para que los echaran de allí. En esa ocasión, la claridad estaba clara: durante diez generaciones habían creído que la división contra la que luchaban era la existente entre libres y esclavos, ricos y pobres. Algunas veces, pero no siempre, entre blancos y negros. Sin embargo, en aquel momento se les presentaba una nueva separación: entre la piel clara y la oscura. Claro, ya sabían que, para los blancos, existía una diferencia, pero nunca se habían encontrado con que eso tuviera importancia, una gran importancia, para los propios negros. Sin embargo, era lo bastante seria como para que rechazasen a sus hijas como novias; como para que sus hijos fueran los últimos escogidos; como para que los hombres de color se sintieran incómodos al ser vistos en sociedad con sus hermanas. La pureza racial, que siempre habían considerado una virtud, se había convertido en una mancha. La dispersión que alarmaba a Zechariah, porque creía que los agotaría, resultaba ahora aún más peligrosa, ya que si se separaban y los impuros los minusvaloraban, entonces —y eso era tan cierto como la muerte— esas diez generaciones alterarían eternamente la paz de sus hijos.

Pat estaba convencida de que cuando las posteriores generaciones de varones roca ocho se dispersaron, como Zechariah había temido, en el ejército, podrían haber terminado con todo. Tendrían que haber terminado. Lo que ellos llamaban el Rechazo era una quemadura que en 1949 ya había perdido sensibilidad. ¿Era cierto? Oh, no. Los que sobrevivieron a esa guerra en concreto regresaron a casa, vieron en qué se había convertido Haven, oyeron hablar de los testículos que faltaban a otros soldados de color, de las medallas que habían arrancado las bandas de blancos reaccionarios y los Hijos de la Confederación, y conocieron lo que era el Rechazo, segunda parte. Era como contemplar una pancarta en un desfile que rezara: ¡SOLDADOS CANSADOS DE LA GUERRA, NO SOIS BIENVENIDOS A CASA! Así que lo hicieron otra vez. Y, de la misma manera que los caminantes originales no volvieron a buscar una ciudad de color después de que los despreciaran en la primera, esta generación no se sumó a ninguna organización, no combatió en ninguna batalla civil. Consolidaron su sangre roca ocho y, tan altivos como siempre, siguieron avanzando hacia el oeste. Los Nuevos Padres: Deacon Morgan, Steward Morgan, William Cato, Ace Flood, Aaron Poole, Nathan DuPres, Moss DuPres, Arnold Fleetwood, Ossie Beauchamp, Harper Jury, Sargeant Person, John Seawright, Edward Sands y Roger Best, el padre de Pat, el primero en violar la ley de la sangre, que, aunque nadie lo admitía, existía. Se estableció cuando la gente de Misisipí se dio cuenta y recordó que el Rechazo procedía de hombres de color cuya piel era más clara. Hombres de piel más clara, con los ojos azules o grises, vestidos con trajes de buena calidad. No obstante, según contaba la leyenda, fueron amables. Les dieron comida y mantas e hicieron una colecta para ellos, pero fueron inconmovibles en su rechazo a admitir a los roca ocho durante más de una noche. Contaba la leyenda que Zechariah Morgan y Drum Blackhorse prohibieron a las mujeres que probasen aquella comida, y que Jupe Cato dejó las mantas en la tienda, junto con la colecta de tres dólares y nueve centavos pulcramente apilada encima. Soane, sin embargo, aseguraba que su abuela, Celeste Blackhorse, había vuelto sin que la vieran y cogido la comida (no así el dinero) para dársela en secreto a su hermana, Sally Blackhorse, a Bitty Cato y a Praise Compton a fin de que la repartieran entre los niños.

Así se fijó la ley, y perduró tácitamente, porque nunca se hablaba de ella. La única referencia aparecía en las palabras que Zechariah había forjado para el horno. Más que de una ley, se trataba de una adivinanza: «Ten cuidado con el surco de su ceño», en la que el tú (sobreentendido), en vocativo, no implicaba una orden a los creyentes sino una amenaza para aquellos que los habían rechazado. Debió de costarle meses dar con unas palabras —sólo ésas— que tuvieran múltiples sentidos, que parecieran firmes, que exigieran obediencia a Dios, pero que, con astucia, al mismo tiempo no identificaran el nombre propio sobreentendido ni especificasen qué podía hacer el ceño ni a quién. De manera que los adolescentes que Misner organizaba, y que querían cambiarlo para que pusiera «Sé el surco de Su ceño», eran más perspicaces de lo que pensaban. Bastaba ver lo que habían hecho con Menus, a quien habían obligado a devolver a la mujer que había llevado a su casa para casarse. La bonita chica rubia de Virginia. Menus perdió la casa (o se vio forzado a renunciar a ella) que le había comprado y, desde entonces, no había vuelto a estar sobrio. Aunque achacaban sus borracheras de fin de semana a sus recuerdos de Vietnam, y aunque se reían con él mientras les cortaba el pelo, Pat sabía reconocer la desesperación amorosa. Creía haberla visto en los ojos de Menus, al igual que en los ojos de su padre, apenas velada por sus empresas económicas.


Antes de guardar las páginas de K. D., Pat garrapateó en el margen: «Alguien le pegó a Arnette. ¿Fueron las mujeres del convento, como dice la gente? ¿O, aunque no se diga, fue K. D.?». A continuación, cogió la ficha de Best, Roger. Encabezó el reverso de la página donde estaba el titulo con un:

Roger Best c. Delia

Y escribió: «Papá, no nos odian porque mamá fuera tu primera cliente. Nos odian porque parecía una blanca pobre del Sur y estaba destinada a tener hijos que parecieran blancos pobres del sur, como yo, y, aunque me casé con Billy Cato, que era un roca ocho como tú, como ellos, transmití mi piel a mi hija, como tú y todos sabíais que sucedería. Fíjate en el modo en que muchos de los Sands que se casaron con los Seawright se cuidan de que sus hijos se casen con otros miembros de familias roca ocho. Fuimos el primer «problema técnico» visible, pero había otro invisible que no tenía nada que ver con el color de la piel. Sé que todas las parejas querían bodas oficiadas por un predicador, y muchas de ellas lo consiguieron; pero muchas otras pusieron en práctica lo que Fairy DuPres llamó «hacerse cargo». Una viuda joven podía hacerse cargo de la casa de un hombre soltero. Un viudo podía pedir a un amigo o a un pariente lejano que se hiciera cargo de una joven con pocas posibilidades. Como la familia de Billy. De su madre, Fawn, nacida Blackhorse, se hizo cargo el tío de su abuela, August Cato. O, para decirlo de otra manera, la madre de Billy era esposa de su propio tío abuelo. O, de otro modo: el padre de mi marido, August Cato, es también el tío de su abuela (Bitty Cato Blackhorse) y, por lo tanto, también es tío bisabuelo de Billy. (El padre de Bitty Cato, Sterl Cato, se hizo cargo de una mujer llamada Honesty Jones. Debió de ser ella quien insistió en llamar a su hija Friendship, amistad, y probablemente se pondría furiosa al ver que todo el mundo la llamó Bitty durante el resto de su vida). Puesto que Bitty Cato se casó con Peter Blackhorse, y puesto que su hija, Fawn Blackhorse, era esposa del tío de Bitty, y puesto que Peter Blackhorse es abuelo de Billy Cato… bien, es fácil ver el problema de las leyes de la sangre. Cae lejos, lo sé, y August Cato ya era viejo cuando se hizo cargo de la pequeña Fawn Blackhorse. Y nunca lo habría hecho sin el permiso de Blackhorse. Y nunca habría recibido permiso si hubiera tenido mala reputación, porque el formar pareja sin estar casado, o el «hacerse cargo», no sólo estaba mal visto, sino que podía relegar a los fornicadores a un ostracismo tal que no tuvieran más remedio que coger sus cosas y marcharse. Como bien pudo ser el caso de Ethan Blackhorse —el hermano menor de Drum— y una mujer llamada Solace, y, sin duda, se creía que era el caso de Martha Stone, la madre de Menus (aunque Harper Jury no consiguió decidir con quién lo engañaba su mujer). De manera que August Cato rechazó la tentación o cualquier idea de mirar fuera de las familias y pidió a Thomas y Peter Blackhorse que le dieran a Fawn, la hija de Peter. Y tal vez debido a su avanzada edad sólo tuvieron un hijo, Billy, mi marido. Con todo, ahí está la sangre de los Blackhorse, y eso hace que mi hija, Billie Delia, sea pariente —¿en quinto grado? — de Soane y Dovey, porque Peter Blackhorse era hermano de Thomas Blackhorse y de Sally Blackhorse, y Thomas Blackhorse era el padre de Soane y de Dovey. Entonces, Sally Blackhorse se casó con Aaron Poole y tuvieron trece hijos. Aaron quería llamar Deep a uno de ellos, pero a Sally le dio un ataque, de manera que Aaron, con un sentido del humor más siniestro de lo que nadie hubiera pensado, lo llamó Deeper. Billie Delia, no obstante, está enamorada de otros dos de esos trece hijos, y eso no está bien, pero exceptuando las leyes de la sangre y el hecho de que sean dos, no logro imaginar de qué se trata».

Pat subrayó la última frase y, a continuación, escribió el nombre de su madre, lo subrayó con una línea, lo rodeó con un corazón y prosiguió: «Mamá, las mujeres lo intentaron en serio. De verdad. La madre de Kate, Catherine Jury, ¿te acuerdas de ella?, y Fairy DuPres (ya está muerta), junto con Lone y Dovey Morgan, y Charity Flood. Pero ninguna de ellas sabía conducir. Debiste de creer que, en el fondo, te odiaban, pero no todas, quizá ninguna de ellas, porque rogaron a los hombres que fueran al convento en busca de ayuda. La de Dovey Morgan lloraba cuando salió a buscar a alguien de casa en casa: a Harper Jury, el marido de Catherine, al marido de Charity, Ace Flood, y a Sargeant Person (¿cómo es posible que ese negro ignorante no sepa que su apellido es Pierson?). Todas las excusas eran válidas, razonables. Incluso mientras sus mujeres les rogaban, salieron con excusas, porque te menospreciaban, mamá, lo sé, y despreciaban a papá por haberse casado con una esposa sin apellido, una esposa sin familia, una esposa de piel iluminada por el sol, una esposa que era el resultado de la manipulación racial. Ninguna de las dos comadronas sabía qué hacer (se había adelantado y tenía las piernas plegadas por debajo), y querían que viniera una de las monjas del convento. La señorita Fairy había dicho que una de ellas había trabajado en un hospital. Catherine Jury fue a casa de Soane para ver si estaba Deek. No estaba, pero estaba Dovey. Fue ella quien fue a casa de Seawright y después a la de Fleetwood. Fue a todas las casas a las que pudo ir andando. La familia de Moss DuPres vivía muy lejos. También Nathan (que habría enganchado a Hard Goods y habría galopado hasta el fin del mundo). También vivían lejos Steward, los Poole, los Sands y los demás. Al final, consiguieron que Senior Pulliam accediera, pero para cuando tuvo los zapatos atados fue demasiado tarde. La señorita Fairy corrió de tu lado a la casa de Pulliam y le gritó a través de la puerta, demasiado cansada para llamar, demasiado enfadada para entrar: «¡Puedes quitarte los zapatos, Senior! ¡Y ponte ya tu ropa de predicador para ver si llegas a tiempo al funeral!». Y después se marchó.
»Cuando papá volvió, todo el mundo estaba preocupadísimo porque no sabían qué hacer ni cuánto tiempo podían conservarse los cadáveres antes de que, con padre o sin él, con marido o sin él, tuvierais que ser enterradas las dos. Pero papá volvió al segundo día. No hubo tiempo para que os velara adecuadamente. Así que fuisteis su primer trabajo. Y lo hizo muy bien. Estabas preciosa. Con el bebé acunado en un brazo. Te habrías sentido muy orgullosa de él.
»Él no culpa a nadie más que a sí mismo por haber estado fuera, en su graduación como especialista en pompas fúnebres. Hemos discutido sobre ello y no está de acuerdo conmigo en que esos hombres de la roca ocho no quisieron traer un blanco al pueblo; o no quisieron ir en coche a la casa de un blanco para pedir ayuda; o, sencillamente, despreciaban tanto tu piel clara que inventaron excusas para no ir. Papá dice que más de una mujer ha muerto de parto, y yo le pregunto que quién. De manera que la madre sin madre murió y el bebé al que pensabais llamar Faustine, si era niña, o Richard, por el hermano mayor de papá, si era niño, también murió. Era una niña, mamá. Faustine. Mi hermanita. Habríamos crecido juntas. Patricia y Faustine. Quizá demasiado claras de color, pero como hubiésemos estado juntas no nos habría importado. Estaríamos muy unidas. Recuerda que no tengo tíos ni tías, porque todos los hermanos y hermanas de papá murieron de lo que ellos llamaron pulmonía ambulante, pero que debió de ser la epidemia de gripe de 1919. De manera que me casé con Billy Cato, en parte porque era guapo, en parte porque me hacía reír, y en parte (¿o sobre todo?) porque tenía la piel de medianoche de los Cato y los Blackhorse, además del rasgo característico de los Blackhorse, que es el pelo lacio. Como el de Soane y Dovey, y como lo tenían Easter y Scout. Pero murió, Billy murió, y yo cogí a mi nena, tirando a clara, pero en absoluto blanca, y volví a nuestra casita con las pompas fúnebres y tu lápida en el jardín trasero, y desde entonces he estado dando clase a los niños, que me llaman señorita Best, con el apellido de Papá, como hace todo el mundo, ya que fui Pat Cato durante muy poco tiempo».

Hacía ya rato que las palabras habían cubierto el reverso de la página, de manera que utilizaba nuevas hojas para seguir: «También podría decirte que, excepto tú y la madre de K. D., nunca ha muerto nadie en Ruby. Adviene que he dicho «en» Ruby, y están muy orgullosos por ello porque creen que tienen una bendición especial, ya que después de 1953 todos los que han muerto lo han hecho en Europa, en Corea o algún lugar fuera del pueblo. Incluso los niños de Sweetie viven todavía, y Dios sabe que no hay motivo para ello. Bueno, aunque parezca una locura, creo que la pretensión de inmortalidad es el rechazo de este pueblo hacia el negocio de pompas fúnebres de papá, puesto que tiene que esperar a nuestros muertos en combate, a alguien del convento o a que se produzca un accidente para convertir su ambulancia en coche fúnebre. (Cuando murió Billy no quedó nada para enterrar, excepto algunos «efectos», entre los que había un anillo de oro tan retorcido que no cabía en ningún dedo). Creen que papá merece este rechazo porque fue el primero en romper la ley de la sangre, y no me extrañaría que se negaran a morir sólo para evitar que a él le fueran bien las cosas. Al final, ha resultado que los muertos en la guerra y a causa de accidentes en otras ciudades (la señorita Fairy murió en un viaje de regreso a Haven; Ace Flood murió en el hospital de Demby, pero fue enterrado en Haven) han sido todo el trabajo que ha tenido papá, y no es gran cosa. Tampoco lo es el negocio de la ambulancia, de manera que me esfuerzo en convencerlo de que el dinero que me paga el pueblo por enseñar es el dinero de la casa, y ya no tiene que pedir prestado a cuenta de sus acciones en el banco de Deek y debería olvidarse de las estaciones de servicio y todo eso».

Pat se recostó en la silla con las manos juntas detrás de la cabeza, preguntándose qué iba a suceder cuando hubiera más gente tan vieja como Nathan o Lone, si sería necesaria la habilidad de su padre o si harían lo que habían hecho al abandonar Luisiana, si los enterrarían allí donde cayeran. ¿O tenían razón y la muerte no podía entrar en Ruby? Patricia estaba cansada y tenía sueño, pero no podía dejar a Delia todavía.

«Había un buen trecho, entre Haven y esto, mamá. Tú y yo, mamá, entre esos flacos gigantes de un negro azulado; ni ellos ni sus mujeres miraban tu largo cabello castaño, tus ojos con motas de color miel. ¿Papá te dijo que no te preocuparas, que todo iría bien? Acuérdate de cómo te necesitaban; te utilizaban para entrar en las tiendas y comprar provisiones o una lata de leche, mientras estaban aparcados a la vuelta de la esquina. Tu piel sólo era buena para eso. En todos los demás aspectos, les molestaba. Les recordaba por qué existía Haven, por qué tenía que relevarla una población nueva. La ley de «una sola gota» que habían dictado los blancos era difícil de seguir si nadie se daba cuenta de que estaba allí. Cuando cruzábamos una ciudad o cuando el coche de un sheriff estaba cerca, papá nos decía que nos echáramos al suelo, porque habría sido inútil explicarle a un desconocido que tú eras de color y peor todavía decirle que eras su esposa. ¿Soane o Dovey, también recién casadas, mantenían contigo charlas de mujeres? Pensaste que estabas otra vez embarazada, igual que ellas. ¿Hablabais de cómo os encontrabais? ¿Preparabais infusiones contra las hemorroides, os intercambiabais trozos de sal para lamer o residuos de cobre para comer a escondidas? A mí se me antojaba tomar bicarbonato de soda cuando esperaba a Billie Delia. ¿A ti también te pasaba cuando me esperabas a mí? ¿También te daban consejos las otras mujeres que ya tenían hijos, como la esposa de Aaron, Sally, que tenía cuatro? ¿Y Alice Pulliam? Su marido todavía no era reverendo, pero ya había oído la Llamada y había decidido serlo, de manera que, de jóvenes, albergarían buenos sentimientos, serían caritativos. ¿Te dieron la bienvenida de entrada, esperaron a que el horno estuviera montado otra vez o, al año siguiente, cuando volvió el arroyo, te bautizaron para poder hablar contigo directamente, mirarte a los ojos?
»¿Qué te dijo papá en aquella fiesta campestre de la Iglesia Episcopaliana Metodista Africana de Sión que se celebró para los soldados de color destacados en la base de Tennessee? ¿Cómo podíais entenderos? Él tenía acento de Luisiana; tú, de Tennessee. Una música tan distinta, un sonido que procede de otra parte del cuerpo. Debía de ser como oír la letra de una canción con dos músicas distintas, compuestas por dos compositores diferentes. Pero cuando hicisteis el amor, él debió de decirte te quiero, y tú seguro que lo entendiste, y además era cierto, porque yo he visto la desesperación en sus ojos desde entonces, por muy liado que esté inventando negocios».

(Continuará...)

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.