El crimen de lord Arthur Savile (FINAL)

Oscar Wilde






4

En Venecia se encontró con su hermano, lord Surbiton, que acababa de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos dos semanas encantadoras. Por la mañana montaban a caballo por el Lido o iban de un lado para otro por los canales verdes en su alargada góndola negra; por la tarde solían recibir visitas a bordo del yate, y por la noche cenaban en Florian’s y fumaban innumerables cigarrillos paseando por la plaza. A pesar de todo, lord Arthur no era feliz. Todos los días recorría la columna de defunciones del Times, esperando encontrar la noticia de la muerte de lady Clementina, pero siempre sufría una decepción. Empezó a temer que le hubiese ocurrido algún accidente, y sintió muchas veces no haberle dejado tomar la aconitina cuando quiso ella probar sus efectos. Las cartas de Sybil, aunque llenas de amor, de confianza y de ternura, tenían con frecuencia un tono triste, y a veces pensaba que se había separado de ella para siempre.

Al cabo de quince días, lord Surbiton se cansó de Venecia y decidió recorrer la costa hasta Rávena, pues oyó decir que había mucha caza en el Pinetum. Lord Arthur, al principio, se negó de forma tajante a acompañarle; pero Surbiton, a quien quería muchísimo, le persuadió por fin de que si seguía viviendo en el hotel Danieli se moriría de tedio, y el día 15, por la mañana, se dieron a la vela con un fuerte viento nordeste y un mar bastante picado. La travesía fue agradable, y la vida al aire libre hizo que reaparecieran los frescos colores en las mejillas de lord Arthur, pero hacia el día 22 volvieron a invadirle sus preocupaciones con respecto a lady Clementina, y, a pesar de las exhortaciones de Surbiton, regresó en tren a Venecia.

Cuando desembarcó de su góndola en los escalones del hotel, el dueño fue a su encuentro llevando un telegrama. Lord Arthur se lo arrebató de las manos y lo abrió, rasgándolo con brusco ademán. ¡Éxito total! Lady Clementina había muerto de repente, por la noche, cinco días antes.

El primer pensamiento de lord Arthur fue para Sybil, y le envió un telegrama anunciándole su regreso inmediato a Londres. Enseguida ordenó a su criado que preparase el equipaje para el rápido de aquella noche, quintuplicó la propina a su gondolero y subió hacia su habitación con paso ligero y corazón alegre. Allí le esperaban tres cartas. Una de Sybil llena de cariño, con un pésame muy sentido; las otras, de la madre de Arthur y del notario de lady Clementina. Parecía ser que la vieja señora cenó con la duquesa la noche antes de su muerte. Encantó a todo el mundo con su gracejo y esprit, pero se retiró temprano, quejándose de dolor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su lecho, sin que pareciese haber sufrido en modo alguno. Se avisó entonces a sir Mathew Reid, pero era ya inútil, y fue enterrada en Beauchamp Chalcote el día 22. Pocos días antes de su muerte escribió su testamento. Dejaba a lord Arthur su casita de Curzon Street, todo su moblaje, sus efectos personales, su galería de cuadros, menos la colección de miniaturas, que legaba a su hermana lady Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que dejaba a Sybil Merton. El inmueble no valía mucho, pero el señor Mansfield, el notario, deseaba vivamente que acudiese lord Arthur lo antes posible porque había muchas deudas que pagar, ya que lady Clementina no pudo mantener nunca sus cuentas en regla.

A lord Arthur le conmovió mucho aquel buen recuerdo de lady Clementina, y pensó que el señor Podgers tenía que asumir una grave responsabilidad en aquel asunto. Su amor por Sybil dominó, sin embargo, cualquier otra emoción, y la plena conciencia de que había cumplido su deber le tranquilizó y le dio ánimos. Al llegar a Charing Cross ya se sentía dichoso por completo.

Los Merton le recibieron muy afectuosos. Sybil le hizo prometer que no toleraría ningún obstáculo que se interpusiera entre ellos y quedó fijada la boda para el 7 de junio. La vida le parecía, una vez más, brillante y hermosa, y toda su antigua alegría renacía en él.

Sin embargo, pocos días después, mientras lord Arthur confeccionaba el inventario de la casa de Curzon Street junto con el notario de lady Clementina y con Sybil, quemando paquetes, cartas amarillentas y desechando extrañas antiguallas, la joven lanzó de pronto un grito de alegría.

—¿Qué has encontrado, Sybil? —inquirió lord Arthur, levantando la cabeza y sonriendo.
—Esta bombonerita de plata. ¡Es preciosa! Parece holandesa. ¿Me la regalas? Las amatistas no me sentarán bien, creo yo, hasta que tenga ochenta años.

Era la cajita con la cápsula de aconitina.

Lord Arthur se estremeció, y un rubor repentino inflamó sus mejillas. Ya casi no se acordaba de lo que había hecho, y le pareció una extraña coincidencia que fuese Sybil, por cuyo amor pasó todas aquellas angustias, la primera en recordárselo.

—Tuya es, desde luego. De hecho fui yo quien se la regaló a lady Clem.
—¡Oh, gracias, Arthur! ¿Y este bonbon, me lo das también? No sabía que le gustasen los dulces a lady Clementina. La creía demasiado intelectual.

Lord Arthur se puso pálido como un muerto, y una idea horrible cruzó por su imaginación.

—¡Un bonbon, Sybil! ¿Qué quieres decir? —preguntó con voz ronca y apagada.
—Sí; hay un bombón dentro, uno solo, rancio ya y sucio… No me resulta nada apetitoso. Pero ¿qué sucede, Arthur? ¡Estás muy pálido!

Lord Arthur saltó de su silla y cogió la bombonera. Dentro se hallaba la píldora ambarina, con su glóbulo de veneno. ¡A pesar de todos sus esfuerzos, lady Clementina había fallecido de muerte natural!

La conmoción que le produjo aquel descubrimiento fue superior a sus fuerzas. Tiró la píldora al fuego y se desplomó sobre el sofá con un grito desesperado.


5

El señor Merton se quedó muy desconsolado ante aquel segundo aplazamiento, y lady Julia, que había encargado ya su vestido para la boda, hizo todo cuanto pudo por convencer a Sybil de la necesidad de una ruptura. A pesar del inmenso cariño que Sybil profesaba a su madre, había entregado su vida a lord Arthur, y nada de lo que le dijo aquella pudo torcer su voluntad. En cuanto a lord Arthur, necesitó varios días para reponerse de su cruel decepción, y por espacio de una temporada tuvo los nervios descompuestos. Sin embargo, recobró pronto su excelente sensatez, y su criterio sano y práctico no le dejó titubear durante mucho tiempo sobre la conducta a seguir. Ya que el veneno había fallado por completo, era preciso emplear la dinamita, o cualquier otro explosivo de este género.

Así pues, examinó de nuevo la lista de sus amigos y parientes, y después de maduras reflexiones decidió volar a su tío, el deán de Chichester. A este, que era un hombre de gran cultura y talento, le entusiasmaban los relojes. Tenía una colección maravillosa de esos aparatos, colección que abarcaba desde el siglo XV hasta nuestros días. Le pareció a lord Arthur que aquella afición del bonachón deán le proporcionaba una excelente base para realizar sus planes. Pero agenciarse una máquina explosiva era ya otra cosa. El London Directory no le ofrecía ninguna indicación respecto a ello, y pensó que le reportaría muy poca utilidad dirigirse a Scotland Yard: allí no se enteran nunca de los hechos y movimientos de los dinamiteros sino después de una explosión, y ni siquiera entonces.

De pronto pensó en su amigo Rouvaloff, un joven ruso de tendencias muy revolucionarias, a quien conoció el invierno anterior en casa de lady Windermere. El conde de Rouvaloff estaba escribiendo una vida de Pedro el Grande. Fue a Inglaterra con el propósito de estudiar los documentos referentes a la estancia del zar en ese país, en calidad de carpintero naval, pero todos sospechaban que era agente nihilista, y era evidente que la embajada rusa no veía con buenos ojos su presencia en Londres. Lord Arthur pensó que aquel era el hombre que le convenía, y una mañana se dirigió a su casa de Bloomsbury para pedirle consejo y ayuda.

—¿Al fin piensa usted ocuparse seriamente de política? —preguntó el conde de Rouvaloff cuando lord Arthur le expuso el objeto de su visita.

Pero este, que detestaba las fanfarronadas, se creyó en la obligación de explicarle que las cuestiones sociales no ofrecían el menor interés para él, y que necesitaba un explosivo para un asunto puramente familiar.

El conde de Rouvaloff le contempló un momento lleno de sorpresa, y luego, viendo que hablaba en serio, escribió una dirección en un pedazo de papel, firmó con sus iniciales y se lo dio a lord Arthur, diciendo:

—Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esa dirección, mi querido amigo.
—No la conocerán —exclamó lord Arthur echándose a reír.

Y después de estrechar de forma amigable la mano del joven ruso, se precipitó a la escalera, y ordenó a su cochero que le llevase a Soho Square.

Una vez allí lo despidió y siguió por Greek Street hasta llegar a un lugar llamado Bayle’s Court. Cruzó un pasaje y se encontró en un curioso cul-de-sac, que parecía ocupado por un lavadero francés, pues de una casa a otra se extendía toda una red de cuerdas cargadas de ropa blanca que agitaba el aire matinal. Lord Arthur siguió derecho hacia el final de ese secadero, y llamó a la puerta de una casita verde. Después de una corta espera, durante la cual todas las ventanas del patio se llenaron de cabezas, abrió la puerta un extranjero, de aspecto bastante hosco, que le preguntó en un malísimo inglés qué deseaba. Lord Arthur le tendió el papel que le había dado el conde de Rouvaloff. No bien lo hubo leído, el individuo se inclinó, invitando a lord Arthur a penetrar en una habitación reducidísima del piso bajo. Pocos minutos después, herr Winckelkopf, como le llamaban en Inglaterra, se precipitó en el aposento con una servilleta al cuello manchada de vino y un tenedor en la mano izquierda.

—El conde de Rouvaloff —dijo lord Arthur, inclinándose— me ha dado ese papel de presentación para usted, y deseo con viveza que me conceda una breve entrevista para una cuestión de negocios. Me llamo Smith, Robert Smith, y necesito que me proporcione usted un reloj explosivo.
—Encantado de recibirle, lord Arthur —replicó el malicioso y pequeño alemán, estallando de risa—. No me mire usted con esa cara de asustado. Es mi deber conocer a todo el mundo y recuerdo haberle visto a usted una noche en casa de lady Windermere; espero que Su Excelencia esté bien de salud. ¿Quiere usted acompañarme mientras termino de almorzar? Tengo un excelente pâté, y mis amigos llevan su bondad hasta afirmar que mi vino del Rin es mejor que ninguno de los que pueden beberse en la embajada de Alemania.

Y antes de que lord Arthur hubiese vuelto de su asombro se encontró sentado en la salita del fondo, bebiendo a sorbos un Marcobrünner de los más deliciosos en una copa amarillo pálido, grabada con el monograma imperial, y charlando de la manera más amistosa con el famoso anarquista.

—Los relojes explosivos —dijo herr Winckelkopf— no son buenos artículos para exportar, ni aun consiguiendo hacerlos pasar por la aduana. El servicio de trenes es tan irregular, que, por regla general, estallan antes de llegar a su destino. A pesar de ello, si necesita usted uno de esos aparatos para uso doméstico, puedo proporcionarle un artículo excelente, garantizándole que ha de quedar satisfecho del resultado. ¿Puedo preguntarle para qué fin piensa usted destinarlo? Si es para la policía o para alguien relacionado con Scotland Yard, lo sentiré muchísimo, pero no puedo hacer nada por usted. Los detectives ingleses son nuestros mejores amigos, y he comprobado siempre que, gracias a su estupidez, podemos hacer todo cuanto se nos antoja. No quisiera tocar ni un pelo de sus cabezas.
—Le aseguro —replicó lord Arthur— que esto no tiene nada que ver con la policía. Para que usted lo sepa: el mecanismo de relojería está destinado al deán de Chichester.
—¡Caramba! No podía yo imaginarme ni por lo más remoto que fuese usted tan exaltado en materia religiosa, lord Arthur. Los jóvenes de hoy no se apasionan por eso.
—Creo que me alaba usted demasiado, herr Winckelkopf —dijo lord Arthur, ruborizándose—. El hecho es que soy un completo ignorante en teología.
—¿Se trata entonces de un asunto meramente personal?
—Meramente personal.

Herr Winckelkopf se encogió de hombros y salió de la habitación. Unos minutos después reaparecía con un cartucho redondo de dinamita, del tamaño de un penique, y un precioso reloj francés, rematado por una figurita, en bronce dorado, de la Libertad aplastando a la hidra del Despotismo.

El semblante de lord Arthur se iluminó de alegría al verlo.

—Esto es justo lo que necesito. Y ahora dígame usted cómo estalla.
—¡Ah, ese es mi secreto! —respondió herr Winckelkopf, contemplando su invento con una justa mirada de orgullo—. Dígame usted tan solo cuándo desea que estalle y regularé el mecanismo para el momento indicado.
—Bueno; hoy es martes y si puede usted mandármelo enseguida…
—Imposible. Tengo una infinidad de encargos; entre otros, un trabajo importantísimo para unos amigos de Moscú. Pero, a pesar de todo, se lo mandaré mañana.
—¡Oh! Llegará a tiempo —dijo lord Arthur de forma cortés— si queda entregado mañana por la noche o el jueves por la mañana. En cuanto al momento de la explosión, fijémoslo para el viernes a mediodía en punto. A esa hora el deán está siempre en su casa.
—¿El viernes a mediodía? —repitió herr Winckelkopf.

Y tomó nota en un gran registro abierto sobre una mesa, al lado de la chimenea.

—Y ahora —dijo lord Arthur levantándose— haga el favor de decirme cuánto le debo. —Muy poca cosa, lord Arthur; se lo voy a dejar al precio de coste. La dinamita vale siete chelines con seis peniques; la maquinaria de relojería, tres libras con diez chelines; y el porte, unos cinco chelines. Me complace sobremanera poder servir a un amigo del conde de Rouvaloff.
—Pero ¿y su molestia, herr Winckelkopf?
—¡Oh, nada! Obtengo un verdadero placer en ello. No trabajo por el dinero, vivo solo para mi arte.

Lord Arthur depositó cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa, dio las gracias al pequeño alemán por su amabilidad y, rehusando lo mejor que pudo una invitación para entrevistarse con varios anarquistas en un té-merienda el sábado siguiente, salió de casa de herr Winckelkopf y se marchó al parque.

Los dos días siguientes los pasó en un tremendo estado de agitación. El viernes a mediodía se dirigió al Buckingham en espera de noticias. Durante toda la tarde, el estúpido portero de servicio fijó en la tablilla telegramas de todos los lugares del país con los resultados de las carreras de caballos, las sentencias de divorcio, el estado del tiempo y otras informaciones semejantes, mientras la cinta telegráfica desenrollaba los detalles más aburridos sobre la sesión nocturna de la Cámara de los Comunes y sobre un ligero ataque de pánico en la Bolsa de Londres. A las cuatro llegaron los diarios de la noche, y lord Arthur desapareció en el salón de lectura con el Pall Mall, el St. James’s, el Globe y el Echo, ante la gran indignación del coronel Goodchild, que quería leer el extracto de un discurso que había pronunciado aquella mañana en el palacio consistorial, con motivo de las misiones sudafricanas y la conveniencia de tener en cada provincia un obispo negro. Y el coronel sentía, no se sabe por qué, una gran animadversión hacia el Evening News. Ninguno de aquellos periódicos contenía, sin embargo, la menor alusión a Chichester, y lord Arthur comprendió que el atentado había fracasado. Fue para él un terrible golpe, y durante algunos minutos permaneció abatidísimo. Herr Winckelkopf, a quien visitó al día siguiente, se deshizo en excusas complicadas, comprometiéndose a proporcionarle otro reloj, que abonaría él, o una caja de bombas de nitroglicerina a precio de coste. Pero lord Arthur no tenía ya ninguna confianza en los explosivos, y herr Winckelkopf reconoció que estaba hoy día todo tan falsificado que era difícil proporcionarse hasta dinamita sin adulterar. Sin embargo, el alemán, aun admitiendo que el mecanismo de relojería podía ser defectuoso en alguna pieza, confiaba todavía en que el resorte del reloj funcionase. Citaba en apoyo de su tesis el caso de un barómetro que envió una vez al gobernador militar de Odessa, preparado para estallar al décimo día, y que permaneció imperturbable por espacio de tres meses. También era verdad que cuando estalló no hizo añicos más que a una doncella, pues el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes; pero, al menos, aquello demostraba que la dinamita, regida por un mecanismo de relojería, era un poderoso agente, aunque algo inexacto. Lord Arthur halló un poco de consuelo con aquella reflexión, pero estaba predestinado a sufrir un nuevo desengaño. Dos días después, cuando subía la escalera, la duquesa le llamó a su tocador y le enseñó una carta que acababa de recibir del deanato.

—Jane me escribe unas cartas encantadoras —le dijo—; lee esta última; es tan interesante como algunas de las novelas que nos remite Mudie.

Lord Arthur se la arrebató de las manos. Estaba redactada en los siguientes términos:

Deanato de Chichester,
27 de mayo

Queridísima tía:

Mil gracias por la franela para el asilo Dorcas, así como por la guinga. Estoy del todo de acuerdo con usted en estimar absurdo ese afán de lucir cosas llamativas; pero hoy día todo el mundo es tan radical y tan no religioso que resulta difícil hacerles ver que no deben adoptar los gustos y la elegancia de la clase alta. ¡Lo cierto es que no sé adónde vamos a llegar! Como dice papá a menudo en sus sermones, vivimos en una época de incredulidad.
Hemos tenido un gran jaleo estos días con motivo de un relojito enviado a papá por un admirador desconocido el pasado jueves. Llegó de Londres, con porte pagado, en un cajoncito de madera, y papá cree que le ha sido remitido por algún oyente de su notable sermón sobre el tema «¿El libertinaje es la libertad?», pues el reloj está coronado por una figura de mujer con un gorro frigio en la cabeza. Yo no encuentro esto muy correcto, pero papá dice que es histórico, y sus razones tendrá. Parker desembaló el objeto y papá lo colocó sobre la repisa, en la chimenea de la biblioteca. Estábamos todos sentados en esa habitación el viernes por la mañana, cuando en el preciso momento en que daba las doce el reloj, oímos como un ruido de alas, salió un poco de humo del pedestal de la figura y la diosa de la libertad se desprendió, ¡y se rompió la nariz contra el reborde de la chimenea! Maria se impresionó mucho, pero fue una cosa tan ridícula que James y yo estuvimos riéndonos un buen rato, y el mismo papá se divirtió. Cuando examinamos el reloj vimos que era una especie de despertador, y que, disponiendo la aguja sobre una hora determinada y colocando pólvora y un fulminante debajo del martillo, se producía el estallido a voluntad. Papá dijo que era un reloj demasiado ruidoso para tenerlo en la biblioteca, así es que Reggie se lo llevó al colegio y allí sigue produciendo pequeñas explosiones durante todo el día. ¿Cree usted que le gustaría a Arthur un regalo de boda así? Supongo que debe de estar muy de moda en Londres. Papá dice que estos relojes sirven para hacer un bien, porque enseñan que la libertad no es duradera, y que su reinado acaba en el desmoronamiento. Dice también papá que la libertad fue inventada en tiempos de la Revolución francesa. ¡Es una cosa atroz!
Voy a ir dentro de un momento al asilo Dorcas, y les pienso leer la carta de usted, tan instructiva. ¡Qué cierta es, tía, su idea de que, dada su clase de vida, no debieran llevar lo que no les corresponde ni les sienta bien! De verdad creo que su preocupación por el vestir es absurda, habiendo tantas otras cosas graves en que pensar en este mundo y en el futuro. Me alegro mucho de que su popelín floreado sea de tan buena fábrica y de que el encaje no se rompa. El miércoles llevaré a casa del obispo el vestido de raso amarillo, que tuvo usted la amabilidad de regalarme; creo que hará un gran efecto. ¿Tiene usted lazos, tía? Jennings dice que ahora todo el mundo lleva lazos, y que las enaguas se usan encañonadas. Reggie acaba de asistir a una nueva explosión. Papá ha mandado llevar el reloj a la cuadra; me parece que no aprecia este reloj tanto como al principio, aunque le halague mucho haber recibido un regalo tan bonito e ingenioso, pues demuestra que se escuchan sus sermones y que sirven de enseñanza.
Papá le envía recuerdos e igualmente James, Reggie y Maria, que esperan que tío Cecil se encuentre mejor de su gota.
Ya sabe usted, querida tía, cuánto la quiere su sobrina

JANE PERCY

P. S.: Contésteme a lo de los lazos. Jennings insiste en que están muy de moda.

Lord Arthur contempló la carta con un aire tan serio y triste que la duquesa se echó a reír.

—¡Mi querido Arthur! —exclamó—, ¡no volveré a enseñarte una carta de una muchacha! Pero ¿qué piensas de ese reloj? Me parece un invento verdaderamente curioso y me gustaría tener uno así.
—No me inspiran gran confianza esos relojes —dijo lord Arthur con triste sonrisa.

Y, después de besar a su madre, salió de la habitación.

No bien llegó a la suya, se desplomó sobre un sofá con los ojos arrasados de lágrimas. Había hecho cuanto podía por cometer el crimen, pero dos veces fracasaron sus tentativas sin que él tuviese la culpa. Intentó cumplir su deber, pero parecía que el Destino le traicionaba. Estaba abrumado por el sentimiento de esterilidad de sus buenas intenciones, por la inutilidad de sus esfuerzos en un acto honrado. Quizá hubiera valido más romper su compromiso con Sybil. Ella sufría, eso sí; pero el dolor no podría aniquilar un carácter tan noble como el suyo. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre hay alguna guerra en la que un hombre puede hacerse matar, o una causa por la que puede dar su vida. Y si la vida no tenía aliciente para él, la muerte no le aterraba. ¡Que se cumpliese su Destino! No haría nada por evitarlo.

Se vistió a las siete y media y se marchó al club. Allí estaba Surbiton con un grupo de jóvenes, y lord Arthur se vio obligado a cenar con ellos. Su frívola conversación, sus gestos indolentes no le interesaban, y en cuanto sirvieron el café les dejó con la disculpa de una cita. Al salir del club, el conserje le entregó una carta. Era de herr Winckelkopf, que le invitaba a ir a la noche siguiente a presenciar un paraguas explosivo que estallaba al abrirse, el último grito de los inventos, que acababa de llegar de Ginebra. Lord Arthur rompió la carta en pedazos. Estaba decidido a no realizar nuevos experimentos. Vagó luego por los muelles del Támesis, y permaneció varias horas sentado a orillas del río. La luna asomó a través de un velo de nubes rojizas, como una pupila de león, e innumerables estrellas salpicaron de lentejuelas el firmamento insondable como un polvillo dorado extendido sobre la cúpula purpúrea. De cuando en cuando una enorme barcaza se balanceaba sobre el río cenagoso y se deslizaba siguiendo la corriente. Las señales del ferrocarril, primero verdes, se volvían rojizas a medida que los trenes atravesaban el puente con estruendo. Al poco rato sonaron las doce con un ruido sordo en la torre de Westminster, y la noche pareció vibrar con cada sonora campanada. Después se apagaron las luces de la vía. Solo una siguió brillando como un gran rubí sobre un poste gigantesco, y el rumor de la ciudad fue debilitándose.

A las dos, lord Arthur se levantó y se encaminó paseando hacia Blackfriars. ¡Qué irreal!, ¡qué semejante a un extraño sueño le parecía todo! Al otro lado del río las casas parecían surgir de las tinieblas. Se hubiera dicho que la plata y la oscuridad reconstruían el mundo. La enorme cúpula de St. Paul se dibujaba como un globo en la atmósfera negruzca.

Al acercarse a la Aguja de Cleopatra, lord Arthur divisó a un hombre asomado al parapeto del río, y cuando llegó, la luz del farol, que caía de lleno sobre la cara, le permitió reconocerle.

¡Era el señor Podgers, el quiromante! El rostro carnoso y arrugado, las gafas de oro, la sonrisa enfermiza y la boca sensual eran inconfundibles.

Lord Arthur se detuvo. Una idea brillante le iluminó como un relámpago. Se deslizó con suavidad hacia el señor Podgers y en un segundo le agarró por las piernas y lo tiró al Támesis. Se oyó una blasfemia, el ruido de un chapoteo y… nada más. Lord Arthur contempló con ansiedad la superficie del río, pero no pudo ver más que el sombrero del quiromante, que daba vueltas en un remolino de agua plateada por la luna. Al cabo de unos minutos el sombrero desapareció también y ya no quedó ninguna huella visible del señor Podgers. Hubo un momento en que lord Arthur creyó divisar una silueta gruesa y deforme que se abalanzaba hacia la escalerilla próxima al puente. Pero casi enseguida se agrandó el reflejo de aquella imagen, y cuando volvió a salir la luna, desapareció definitivamente. Entonces le pareció haber cumplido los mandatos del Destino. Lanzó un profundo suspiro de alivio, y el nombre de Sybil apareció en sus labios.

—¿Se le ha caído a usted algo? —dijo de repente una voz a su espalda.

Se volvió de golpe y vio a un policía con su linterna sorda.

—Nada que valga la pena —contestó sonriendo; y tomando un coche que pasaba se dirigió a Belgrave Square.

Los días siguientes alternó entre la alegría y la preocupación. Había momentos en que casi esperaba ver entrar al señor Podgers en su cuarto; y, sin embargo, otras veces comprendía que el Destino no podía ser tan injusto con él. Fue por dos veces a casa del quiromante, pero no pudo decidirse a tocar el timbre. Deseaba con toda su alma conocer la verdad y al mismo tiempo la temía.

Y al fin la supo. Se hallaba sentado en el salón de fumar del club, y tomaba el té escuchando, aburrido, a Surbiton, que le cantaba la última canción cómica del Gaiety, cuando el criado trajo los diarios de la noche. Cogió el St. James’s, y, hojeándolo con ojos distraídos, de repente se topó con este titular:

SUICIDIO DE UN QUIROMANTE

Palideció de emoción y empezó a leer la noticia, que decía lo siguiente:

Ayer por la mañana, a las siete, fue hallado el cuerpo del señor Septimus R. Podgers, el eminente quiromante, devuelto por el río en la ribera de Greenwich, frente al hotel Ship. Este infortunado señor desapareció hace unos días, y en los centros quirománticos se sentían vivas inquietudes respecto a su paradero. Se supone que se suicidó a influjos de un trastorno momentáneo de sus facultades mentales, provocado por un trabajo excesivo. Así lo ha reconocido por unanimidad el dictamen forense, emitido esta tarde. El señor Podgers había concluido un tratado sobre la lectura de la mano humana, que será publicado en breve y ha de suscitar, sin duda alguna, un gran interés. El finado tenía sesenta y cinco años y, según parece, no ha dejado familia.

Lord Arthur salió con gran precipitación del club, periódico en mano, ante la gran estupefacción del conserje, que intentó inútilmente detenerle, y se hizo conducir a Park Lane a toda prisa. Sybil, que miraba por la ventana, le vio llegar y algo pareció decirle que traía buenas noticias. Corrió a su encuentro y, al mirarle a la cara, comprendió que todo marchaba bien.

—Mi querida Sybil —exclamó lord Arthur—, ¡casémonos mañana!
—¡Qué chiquillo más loco! ¡Y el pastel de boda sin encargar! —replicó Sybil, riéndose entre lágrimas.


6

Cuando se celebró la boda, unas tres semanas después, St. Peter estaba lleno de una verdadera multitud de personas de la más elevada alcurnia. Ofició de un modo conmovedor el deán de Chichester, y todos los asistentes estuvieron de acuerdo en reconocer que no habían visto nunca una pareja tan seductora como la que formaban los novios. Pero eran más que hermosos; eran felices. No sintió lord Arthur un solo momento lo que había sufrido por amor a Sybil, y ella, por su parte, le daba lo mejor que puede ofrendar una mujer a un hombre: respeto, ternura y amor. En su caso, la realidad no mató a su romance. Y conservaron siempre la juventud de sus sentimientos.

Algunos años después, cuando habían nacido dos preciosos niños, lady Windermere fue a visitarles a Alton Priory, antigua y encantadora finca, regalo de boda del duque a su hijo; y sentada una tarde con Sybil bajo un tilo, en el jardín, contemplando al niño y a la chiquilla que jugaban correteando por la rosaleda como dos suaves rayos de sol, asió de pronto las manos de Sybil y le preguntó:

—¿Eres feliz, Sybil?
—¡Sí, mi querida lady Windermere, soy feliz! ¿Y usted?
—No tengo tiempo de serlo, Sybil; me encariño siempre con la última persona que me presentan. Pero generalmente, en cuanto la conozco a fondo, me aburre.
—¿No la entretienen ya sus leones, lady Windermere?
—¡Oh amiga mía! Los leones no sirven más que para una temporada. En cuanto se cortan la melena se convierten en los seres más insufribles del mundo. Además, si se porta una de un modo cariñoso con ellos, se portan ellos, en cambio, muy mal con una. ¿Te acuerdas de aquel horrible señor Podgers? Era un inicuo impostor. Como es natural, al principio no lo noté, y hasta cuando me pidió dinero se lo di, pero no podía yo soportar que me hiciese la corte. Me ha hecho odiar de veras la quiromancia. Ahora mi pasión es la telepatía. Resulta mucho más divertida.
—Aquí no puede hablarse mal de la quiromancia, lady Windermere. Es la única cosa sobre la cual no le gustan a Arthur las bromas. Le aseguro a usted que se la toma en serio por completo.
—¿No querrás decirme, Sybil, que tu marido cree en ella?
—Pregúnteselo usted y lo verá, lady Windermere. Aquí viene.

Lord Arthur se acercaba, en efecto, por el jardín, con un gran ramo de rosas amarillas en la mano y sus dos hijos jugueteando a su alrededor.

—¿Lord Arthur?
—A sus órdenes, lady Windermere.
—¿Se atreverá usted de verdad a mantener que cree en la quiromancia?
—Claro que sí —dijo el joven, sonriendo.
—Pero ¿por qué?
—Porque le debo toda la dicha de mi vida —murmuró él, arrellanándose en un sillón de mimbre.
—¿Qué le debe usted, mi querido lord Arthur?
—Pues Sybil —contestó él, ofreciendo las rosas a su mujer y mirándose en sus ojos violeta.
—¡Qué tontería! —exclamó lady Windermere—. ¡No he oído en mi vida una tontería semejante!

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