Fernando Morote

Llamo a la puerta con dos toques discretos. Me echa un virulento vistazo de arriba abajo. Sus mofletes inflados resultan tan coquetos como sus ubrecillas lacerantes. Tras una breve pesquisa de antecedentes, me deja entrar. A modo de prolegómeno me invita a tomar café y me sirve unas galletas. Me cuenta que su trote de madrugada la deja muerta. ¿En serio?, le pregunto. Me parece que exagera. Peor aún: me queda claro que miente. No le creo una palabra. Sus rizos dorados se amontonan de manera incomprensible en un moño de corte renacentista. Se desabrocha la hebilla del zapato y suelta el lazo que rodea su tobillo. Se supone que vengo a desatorarle las tuberías, pero termino metiéndome con ella en la tina. Esparzo las sales aromáticas y regulo la temperatura del agua. La convenzo de que nada supera mi método para distender los músculos. Exenta de prejuicios, alarga hacia mí sus vértebras cervicales.

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