A libro abierto

John Huston

john huston




Capítulo 1

Durante la mayor parte de los últimos cinco años, he estado viviendo en Puerto Vallarta, Jalisco (México). Cuando llegué aquí por primera vez, hace casi treinta años, Vallarta era un pueblo de pescadores de unas dos mil almas. Sólo había una carretera que lo comunicaba con el resto del mundo, y ésta era intransitable durante la estación de las lluvias. Llegué en una pequeña avioneta, y tuvimos que espantar al ganado de un campo en las afueras del pueblo para poder aterrizar. Había un taxi y un hotel, el Paraíso, que hospedaba a los marineros, arrieros y vendedores ambulantes. Lo mejor era tener una habitación en el piso superior; el Paraíso tenía un retrete en cada planta y todos rebosaban.

En los años siguientes volví a Vallarta varias veces. Una de estas veces fue en 1963, para rodar La noche de la iguana. Fue a causa de esta película por lo que el mundo oyó hablar de este lugar por primera vez. Visitantes y turistas vinieron a montones. Antes de La noche de la iguana la población era de unas 2.500 personas. Después de la película, creció prodigiosamente y en la actualidad ronda las 80.000. Hoy día brotan hoteles y edificios de apartamentos, desnudos como setas, surgiendo de la exuberante selva verde.

Ahora estoy viviendo en Las Caletas, donde he alquilado unos 6.000 metros cuadrados de terreno a la comunidad india de Chacala; el gobierno mexicano ha cedido a estos indios una larga franja de litoral y una extensa región interior. Para llegar a donde yo vivo tienes que recorrer en coche unos veinticinco kilómetros hacia el sur de Puerto Vallarta, hasta una pequeña aldea de pescadores llamada Boca de Tomatlán, donde la carretera se aparta de la costa y se adentra en las montañas. En Boca tienes que coger una panga (un bote de fibra de vidrio con motor fueraborda) y navegar hacia el sur unos treinta minutos hasta Las Caletas.

Tengo arrendada la finca por diez años, con una opción por otros diez. Después, la tierra y lo que construya sobre ella volverán a manos de los indios. No me importa demasiado lo que ocurra dentro de veinte años.

Las Caletas es mi tercer hogar. El primero estaba en el valle de San Fernando, a las afueras de Los Ángeles. El segundo fue St. Clerans, en el Condado de Galway, en Irlanda. Me atrevería a decir que Las Caletas será el último. No hay carreteras para llegar allí, y es improbable que llegue a haberlas; el pueblo más próximo está a hora y media de camino a través de la jungla. Las Caletas tiene el mar de frente y la jungla a su espalda, y por esta razón uno puede pensar que se trata de una isla. Está asentada dentro de los límites de una inmensa bahía, la Bahía de Banderas. Soplan los huracanes del Norte y del Sur. Han hecho estragos en Mazatlán y Manzanillo, pero las montañas circundantes desvían las grandes tormentas de Bahía de Banderas. Provocan grandes olas pero nunca nos azotan los fuertes vientos.

Las Caletas se compone de seis viviendas en diferentes niveles. Más que casas son refugios, donde no hay habitaciones de verdad, aparte de la despensa. Una pared circunstancial sirve para dar algo de intimidad. Estamos protegidos por lonas del viento y de la intemperie.

Gladys Hill, mi veterana secretaria, vive aquí. También una chica mexicana de unos veintitantos años, Maricela, que es lo único que conservé de mi último matrimonio. Maricela lo maneja todo, incluyéndome a mí. Las Caletas no existiría sin ella.

Aquí la vida se hace al aire libre. Por la noche los animales salvajes bajan a inspeccionar los cambios que he hecho en sus dominios: coatíes, zarigüeyas, ciervos, jabalíes, ocelotes, boas, jaguares. Encontramos sus huellas y pisadas por las mañanas. Bandadas de frenéticos papagayos vienen volando al alba, y parlotean sin parar. Suben, bajan, hacen piruetas como un solo pájaro, se posan en la copa de los árboles, parloteando. Despegan, dan una vuelta rápida o dos y desaparecen… parloteando.

Después de la salida del sol la selva se tranquiliza, pero en el mar siempre sucede algo. Hileras de pelícanos rastrean las olas, gaviotas y otros pájaros marinos se lanzan en picado cuando la superficie de la bahía hierve y bulle de sardinas o bancos de otros peces pequeños. Hay una manta raya que actúa regularmente a unos cincuenta metros de la orilla. Siempre salta dos veces. La primera vez es para llamar la atención. Después lanza sus mil quinientos kilos de peso tan alto fuera del agua, que puedes ver las pintas que tiene en su vientre blanco. Ballenas grises, ballenas jorobadas, orcas y marsopas surcan las aguas del litoral. Estamos intentando llevar un control de las ballenas grises, ya que éste es el lugar más al sur en el que se las ha visto nunca.

Los inviernos aquí tienen una claridad deslumbrante. Durante nueve meses casi no llueve. Para la primavera los verdes de la jungla se han tornado en un oliva pardusco. A finales de junio las nubes empiezan a acumularse. Van engordando y descendiendo hasta que se sitúan a media altura en las laderas de las montañas. La atmósfera se hace cada vez más pesada. Entonces, un día los cielos se abren y la lluvia cae torrencialmente. Instantáneamente hay explosiones de color en toda la jungla: orquídeas, aves del paraíso y toda clase de flores. Y cada noche hay un despliegue de aparato eléctrico por encima del mar, iluminando el horizonte como si fuese una impresionante batalla de artillería entre dos mundos.

Ahora que tengo una cierta edad, estoy siguiendo un viejo dicho irlandés acerca de vivir junto al mar: «Cicatriza viejas heridas. Reaviva el espíritu. Estimula las pasiones de la mente y del cuerpo y, sin embargo, da tranquilidad al alma».

Estoy contento de haber llegado a este momento de la eternidad, pero por mi vida que no sé cómo lo he conseguido. He perdido el curso de los años. Me resulta increíble tener setenta y tres años, pero, enfrentado a la evidencia contenida en este libro, tengo que aceptar el hecho. Era habitual que yo fuera el más joven dentro de un grupo. Ahora, de repente, soy el más viejo.

He vivido muchas vidas. Tengo tendencia a envidiar al hombre que ha protagonizado sólo una, con un solo trabajo, una sola esposa, en un solo país, bajo un solo Dios. Puede que no sea una existencia excitante, pero al menos cuando tiene setenta y tres años, él sabe que los tiene.

He perdido muchos amigos, pero unos cuantos están todavía vivos y coleando: Willy, Paul, Hank, Billy, Peter, Giacomo, Sam y otro Sam. Más mujeres han sobrevivido, pero es que todas son más jóvenes que los hombres: Suzanne, Marietta, Lillian, Olivia, Maka, Cherokee, Irene, Liz, Dorothy, Leslie, Annie, Betty y Gladys. Cuento estos nombres como un pirata cuenta sus trofeos al final de un largo viaje.

Mi vida se compone de episodios fortuitos, tangenciales y dispares. Cinco esposas: muchos enredos, algunos más memorables que los matrimonios. La caza. Las apuestas. Los pura raza. Pintar, coleccionar, boxear. Escribir, dirigir e interpretar más de sesenta películas. Desisto de encontrar cualquier continuidad en mi trabajo de una película a otra; lo destacable es precisamente lo diferentes que son las películas entre sí. Tampoco puedo encontrar un ápice de coherencia en mis matrimonios. Ninguna de mis esposas ha sido ni remotamente parecida a las otras… y ciertamente ninguna de ellas se parecía a mi madre. Forman un grupo heterogéneo: una colegiala; una dama; una actriz de cine; una bailarina y un cocodrilo.

Mi único sueño recurrente es uno en el que estoy avergonzado de estar sin blanca y tener que ir a pedirle dinero a mi padre; algo que sólo ha sucedido una o dos veces, y en esas ocasiones él insistió en darme el dinero. Sucedió una vez que yo estaba completamente sin blanca y no recurrí a él y, cuando tiempo después se enteró, se sintió profundamente ofendido. ¿Por qué, entonces, tengo yo este sueño en el que me siento débil, disoluto y desamparado? No concuerda con nada, ni simbólicamente ni de otra forma. Es un sueño casual…


Capítulo 2

Dejó unas pocas cosas: un revólver Colt 44 con las cachas de nácar; un reloj de oro, y un par de navajas de afeitar. A mí me pusieron su nombre: John Marcellus Gore. Era mi abuelo.

Recuerdo que el abuelo Gore tenía el pelo blanco y un florido bigote blanco y que era alto y delgado. Por supuesto que todo el mundo te parece alto cuando tienes tres o cuatro años, pero creo que él lo era de verdad. Era también un alcohólico que periódicamente se iba de borrachera, en el transcurso de las cuales sencillamente desaparecía.

A veces —esto me lo contó mi padre— el abuelo manifestaba sus intenciones por adelantado: iba a estar en un determinado hotel en tal y tal ciudad y mi padre tenía que ir a recogerlo un día concreto. Mi padre aparecía según lo concertado y decía:

—Está bien, John, es hora de quitarse la borrachera. Me dijiste que lo harías hoy.
—¿Dije yo eso?
—Sí.
—Está bien. Lo dejaré.

Y lo hacía. «Aunque tiene otros defectos —decía la gente—, la palabra de John Gore es sagrada».

Algunas veces el abuelo se mantenía sin beber durante un par de años, luego cogía una curda que podía durar semanas o incluso meses. No había noticias suyas durante mucho tiempo, y luego la familia recibía una carta o un telegrama diciéndonos su paradero. Solía pasar que estaba en las últimas, hundido en la habitación de un hotel de una ciudad, Dios sabe dónde, algunas veces a centenares de kilómetros. Generalmente era mi madre quien iba a recogerlo y, por norma, lo metía en un hospital donde pudiera desintoxicarse.

Mi madre me llevó con ella en una de estas excursiones. Fue a Quincy, Illinois. Estaba lloviendo; mi madre llevaba un paraguas e íbamos caminando debajo de grandes árboles que debían ser arces. Llegamos a una casa blanca que tenía un césped en medio del cual había un gran árbol. Cuando llegamos, llovía muy fuerte. El abuelo estaba sentado en el porche delantero de la casa. Se puso de pie al ver que nos acercábamos y mi madre lo saludó y le dio un beso en la mejilla. Ella me levantó para que yo hiciera lo mismo. Recuerdo su mejilla sin afeitar. Luego mi madre se sentó en el balancín del porche conmigo a su lado.

—¿Cómo está Deal? —preguntó el abuelo. Deal era como él llamaba a la abuela.

De repente hubo una luz cegadora y un tremendo estampido. El aire se llenó de ozono. Mi madre se cayó del balancín y se quedó de rodillas.

—¿Está Deal bien de salud? —preguntó el abuelo.

Yo miraba fijamente al árbol del patio delantero, partido por la mitad y humeante, y pensé: «Esto debe ser lo que quiere decir estar bebido… ¡el abuelo ni siquiera se entera cuando cae un rayo!».


John Gore había sido tamborilero en el Ejército Confederado. Remontó el río Ohio algunos años después de la guerra y visitó Marietta, Ohio, donde conoció a Adelia Richardson. Adelia tenía dos hermanas, Ada y Metta. Ada se casó más tarde con un contratista rico y se fue a vivir a Greensburg, Indiana; y el futuro marido de Metta era un ministro de la Iglesia Episcopaliana con una parroquia en Hartwell, Ohio. La seguridad no jugó ningún papel en la elección de Adelia. Se casó con el aventurero John Gore. Su hija, Reah Gore, fue mi madre.

El padre de Adelia, William P. Richardson, había sido ascendido a general después de Chancellorsville, donde luchó como coronel de infantería del Regimiento Número Veinticinco de Voluntarios de Ohio. Conservo una espada que le regalaron los cabos y oficiales no comisionados del Veinticinco de Ohio, justamente antes de la batalla de Chancellorsville, donde perdió un brazo y vio diezmado a su regimiento. Tengo una copia del discurso de aceptación de Richardson:

El valor de este regalo está inconmensurablemente realzado por el hecho de que lo he recibido de hombres que han probado su valor defendiendo a su país en muchos campos de batalla… El dinero, la influencia o el favoritismo pueden procurar regalos como éste, pero la estima y la confianza de hombres valientes no puede ser comprada.

Cuando mi madre era todavía una niña, el abuelo Gore tomó parte en la competición por las tierras de Oklahoma, donde montó un pura sangre en la carrera para conseguirlas. La gente no sólo competía por parcelas individuales, sino que se ponían de acuerdo y estacaban los pueblos. Luego, por supuesto, intentaban conseguir que su pueblo fuera la capital del condado. Cualquier pueblo que consiguiera ser la capital del condado conseguía el ferrocarril, asegurando así la prosperidad de la ciudad y de sus habitantes, mientras que los pueblos que la perdían normalmente caían en el olvido, convirtiéndose en aldeas o en ciudades fantasmas. Todo estaba en juego; la hostilidad crecía entre las poblaciones rivales y a menudo terminaba en un tiroteo. Siempre que se habilitaban nuevas tierras para asentamientos —en Oklahoma, Texas, Kansas— tenían lugar batallas de ese tipo.

John Gore formó parte de todo esto. Empezó a editar periódicos en muchos de estos pueblos recién creados, después de convencer a los fundadores del pueblo para que invirtieran en una rotativa. Pero incluso cuando los esfuerzos del abuelo en los negocios tenían éxito, pasado un tiempo se ponía en marcha, dejando a la abuela que vigilara sus asuntos mientras él buscaba pastos frescos.

La abuela me contó que en una ocasión, durante los conflictos a los que llamaron las Guerras de Capitalidad de los Condados, el pueblo en el que vivían ella y John Gore fue invitado por un pueblo rival a una reunión para discutir pacíficamente la solución de sus problemas. Fueron media docena de hombres, entre ellos mi abuelo. Entraron cabalgando en el pueblo, y observaron que todas las ventanas estaban cerradas y las persianas echadas. Presintiendo el peligro, espolearon a los caballos y se dieron la vuelta recorriendo la calle principal al galope. Tres de ellos fueron abatidos por disparos de rifle. John Gore fue uno de los que consiguió escapar. Después de lo ocurrido se desencadenó una guerra.

Una semana después mi abuela estaba en el porche delantero del almacén general con algunas otras personas. Un hombre llegó en su carreta, se apeó y empezó a subir las escaleras pasando junto a ella. La abuela lo reconoció; ella conoció a su familia en Ohio. Se saludaron afectuosamente y hablaron de amigos comunes. La abuela le preguntó dónde vivía ahora y, por desgracia, dio el nombre del pueblo rival. Por descontado que le habrían pegado un tiro en el acto si la abuela no se hubiera interpuesto entre él y los otros. Le interrogó y descubrió que el hombre había estado de viaje durante varias semanas y no tenía ni idea del reciente derramamiento de sangre. Haciendo caso omiso de sus aturdidas preguntas, le dijo:

—No es momento de preguntas. Monta en tu carreta y sigue tu camino. Ni siquiera mires atrás.

Su amigo hizo lo que le dijo y no le sucedió nada.

Una vez en Boulder, Colorado, el abuelo ganó en el juego una gran suma de dinero, se emborrachó y compró tres salones. Luego abrió las puertas e invitó a todo el pueblo a emborracharse. La abuela salió del hotel para buscarlo y descubrió lo que había hecho. Paró al primer hombre sobrio que encontró en la calle y le vendió los tres salones por un dólar.

Mis abuelos conocían a algunos de los personajes más famosos de la frontera, incluyendo al comisario fronterizo Bat Masterson. Sucedió que una vez el abuelo se había marchado Dios sabe dónde, durante algún tiempo, y Masterson vino a ver a mi abuela. Le preguntó:

—¿Está usted bien, señora Gore?

Ella respondió:

—Sí.

Pero entonces Bat sacó su cartera y se la dio a ella. Estaba llena de billetes grandes.

—¿Qué es esto, Bat?
—Bueno… es hasta que John regrese.
—No puedo aceptarlo.
—Por supuesto que puede. Conozco a John. Él me lo devolverá.

La abuela le dio las gracias y le dijo:

—Todavía no lo necesito, Bat, pero sabré adonde acudir si me hace falta.

Uno de los más tempranos recuerdos de mi madre era el haber dado un paseo a caballo sobre las rodillas de Bat Masterson.

Algunas veces durante estos períodos itinerantes, trasladándose de un pueblo a otro con el abuelo, la abuela enviaba a mi madre a una escuela de monjas en St. Louis. Fue en St. Louis, en la Feria Mundial de 1904, donde mi madre conoció a mi padre y se casó con él, un joven actor ambulante llamado Walter Huston.

Mi padre nació en 1884 en Toronto, Canadá, de madre escocesa, Elizabeth McGibbon, y padre irlandés, Robert Huston. La familia puede ser rastreada hasta el siglo trece y llegar a un soldado de fortuna cuyas armas y proezas sirvieron al rey de Escocia. Su nombre fue Hugh de Padvinaw, y fue recompensado por sus servicios con lo que ahora constituye la Heredad Huston, cerca de Johnstone, Escocia, entonces conocido como «el pueblo de Hugh».

La rama de los Huston de la que yo desciendo emigró a Irlanda del Norte a principios del siglo XVII y en 1840 mi bisabuelo Thomas dejó el Condado de Armagh para irse a Canadá. Su hijo, mi abuelo Robert, fue un ebanista cuyas obras fueron muy solicitadas en una época de refinada artesanía. Hoy día puede haber piezas suyas sin firma en los museos de Canadá; según mi padre, su trabajo era de gran calidad.

Mi padre tenía un hermano, Alec, y dos hermanas, Nan y Margaret. Él era el más joven de la familia. Mientras los niños estaban todavía en la escuela, su padre, Robert, salió de caza un día con un grupo de amigos. Cuando el grupo subía una empinada colina, Robert se adelantó a los demás y se perdió de vista. Cuando sus amigos llegaron a la cima, Robert estaba allí tendido, muerto.

Alec se hizo cargo de la familia y la mantuvo. Tenía cierto talento como dibujante y se hizo pintor de carteles así como inventor. Alec no sólo puso el pan en la mesa para su madre, hermano y hermanas, sino que también dedicó sus esfuerzos a que los demás pudieran continuar sus estudios escolares y más tarde seguir una carrera. Nan recibió una buena formación musical y llegó a ser profesora de piano. Margaret cantaba desde que era niña. Cantaba en las iglesias y durante la adolescencia dio también recitales privados en casas de gente acomodada. Cuando tenía dieciocho años, un grupo de mujeres de Toronto la tomó bajo su protección y organizaron un recital formal para ella. Fue anunciado como el Recital Benéfico Margaret Huston. El dinero recaudado esa tarde, más donaciones particulares, fue empleado en enviar a Margaret a estudiar a París. En el transcurso de unos pocos años llegó a ser una soprano dramática de gran reputación.

Walter empezó a actuar en casa cuando tenía diez años, usando las sábanas de su madre como disfraces. A los quince años tuvo una aparición en una obra protagonizada por Rose Coghlan y llamada White Heather. Desde ese momento el teatro fue su vida. Próximo a cumplir veinte años, se fue de gira con una compañía de repertorio. Años más tarde, lo que mejor recordaba fue el hambre que pasó, una serie de trenes, policías, pensiones, sucias callejuelas y teatros ruinosos y tener que lavarse su propia ropa. Pero, a pesar de todas las penalidades, disfrutaba siendo actor, pavoneándose arriba y abajo por las calles de los pueblos donde actuó y jactándose de sus viajes y su experiencia mundana.

Walter consiguió un trabajo durante el verano de 1902 en Detroit como el héroe en una obra llamada In Convict Stripes. El malvado era el guardián de la prisión donde el héroe era encarcelado. En el momento culminante, habiendo sido despreciado por la heroína, el vengativo villano colocaba a una niña muy querida por ella encima de una caja de dinamita, encendía la mecha y se iba. Entonces el héroe, en el momento crítico, cogía una cuerda, que casualmente colgaba de una viga, se columpiaba a través del escenario y rescataba del peligro a la niña. Sólo entonces la dinamita —por medio de un ingenioso mecanismo similar a una gran ratonera— explotaba, provocando una lluvia de rocas de goma sobre el escenario.

Para evitar que se lastimara la niña, en esta escena se usaba un maniquí. Algunas veces, cuando Walter descendía y lo rescataba, el muñeco se partía, dejando a nuestro héroe agarrando un torso que derramaba serrín. Aparentemente esto no hacía perder la ilusión a la audiencia, porque el aplauso siempre era entusiasta. Después Walter reaparecía con una niña de verdad en sus hombros y el aplauso era todavía más clamoroso. El malvado también reaparecía al final de la representación, andando majestuosamente por el escenario y enseñando los dientes, para ser silbado y abucheado. Antes de que Walter se uniera a la compañía, Mary Pickford había interpretado el papel de la niña; la había reemplazado Lillian Gish.

Después de abandonar Detroit, la compañía recorrió el Medio Oeste y el Oeste en la modalidad diez–veinte–treinta, nombre debido a los precios normalizados de las entradas: diez, veinte o treinta centavos. (En esa época había dos clases de compañías ambulantes, las de un dólar máximo y las de dos dólares máximo. Las de diez– veinte–treinta eran las más miserables de todas las compañías de teatro.)

Cuando dejó de representarse In Convict Stripes, Walter se unió a otras compañías de repertorio, todas ellas ambulantes. Él y otros cuatro jóvenes actores juntaron su dinero y se fueron a Nueva York, donde compartieron una habitación en la calle 38, que sólo tenía una cama. Todas las noches echaban una moneda al aire para ver quién ocuparía la cama. A las tres semanas, Walter consiguió un trabajo —en el que le pagaban tres dólares— como figurante en la compañía del Metropolitan Opera House, que tenía en cartel la obra El Cid, presentando a un nuevo tenor italiano llamado Caruso.

La gran oportunidad de mi padre se presentó unas semanas más tarde cuando fue elegido de entre setenta esperanzados hambrientos para interpretar un pequeño papel en la producción de Richard Mansfield, Julio César. El sueldo por este trabajo era de veinticinco dólares por semana, y Walter estaba muy contento. No era solamente por el dinero; ¡por fin iba a recitar unos versos en una obra con Richard Mansfield! Era una oportunidad de oro.

Los versos decían:

¡Preparaos, generales!
El enemigo se acerca con gallarda ostentación;
¡Su sangrienta insignia de combate está alzada,
y hay que hacer algo con rapidez!

La noche del estreno Walter llegó hasta: «¡Preparaos, generales!»… y se quedó completamente en blanco. Después de un rato de terrible silencio, miró la amenazadora cara de Richard Mansfield y le oyó sisear: «¡Sacad a este idiota de aquí, que se vaya al infierno!». Mi padre contaba esto como uno de los peores momentos de su vida. Avergonzado y amargamente desilusionado, decidió dejar el teatro… para siempre.

Siendo muchacho mi padre había sido un buen jugador de hockey en Toronto, y por algún tiempo jugó en un equipo de Brooklyn antes de regresar al teatro —a pesar de su juramento— por la puerta trasera. En 1903 fue contratado como ayudante del director de escena de una producción titulada The Bishop’s Move, con W. H. Thompson en el papel principal. Thompson, que entonces tenía alrededor de cincuenta años, era un caballero de la vieja escuela, un buen actor y un hombre amable y comprensivo. Para cuando dejaron de representar The Bishop’s Move, Walter estaba lo suficientemente recobrado de su fracaso en Julio César como para buscar otra vez un trabajo de actor, y fue contratado inmediatamente por una compañía para hacer una gira con una obra llamada El signo de la cruz, con un sueldo de treinta dólares por semana. Walter estaba de gira con esta obra cuando conoció a mi madre en la Feria Mundial de St. Louis.

He leído crónicas que decían que mi madre se oponía rotundamente a que Walter fuera actor. Esto no es verdad. Después de que se casaran en 1904, ella acompañó a mi padre en su gira con una compañía que llegó hasta Arizona. Mi padre me contó que en el Medio Oeste, cuando actuaban con mucho público, tenían la costumbre de alejarse rápidamente del pueblo, ¡de otra forma, un pelotón de gente del pueblo hubiese ido tras ellos para quitarles el dinero recaudado! Y en el Lejano Oeste el público se tomaba la representación tan en serio que mi padre y los demás actores tenían que formar una barrera para proteger al villano de la gente del pueblo, que le esperaban a la salida del escenario.

Esta compañía ambulante debió encontrarse con demasiados pelotones, porque finalmente fue a la quiebra, y mis padres se quedaron tirados en las salvajes tierras de Arizona. Telegrafiaron a John Gore pidiéndole dinero, que él les envió inmediatamente con una invitación para que fueran a vivir durante un tiempo con él y con la abuela. Estaban viviendo en Nevada, Missouri, porque John Gore había ganado en una partida de póker la compañía de luz, agua y electricidad del pueblo. Cuando mis padres llegaron, el abuelo nombró a mi padre ingeniero jefe de la compañía.


Nevada, Missouri, fue donde yo nací el 5 de agosto de 1906, pero no me quedé allí mucho tiempo. Unos meses después de que mi padre asumiera sus deberes como ingeniero, estalló un incendio en el pueblo. El jefe de bomberos llamó pidiendo más presión de agua y mi padre se la dio. Al parecer no debería haberlo hecho, o quizá manipuló una válvula equivocada, porque la conducción principal de agua se rompió. Toda la parte del pueblo que estaba en uno de los lados del camino ardió completamente. Abandonamos precipitadamente el pueblo —a medianoche en una carreta— y nos dirigimos a la frontera del estado.

Aunque el corazón de mi padre estaba realmente en el teatro, ahora tenía una esposa y un hijo que mantener, así que continuó en su empeño de llegar a ser ingeniero. Su siguiente trabajo fue en un hotel de Indianápolis, dirigiendo las instalaciones de energía. Al poco tiempo le ofrecieron un trabajo en la planta generadora de luz y energía de Weatherford, Texas. Mis primeros recuerdos son de Weatherford: sentado en la silla de montar delante de mi madre, de noche, hipnotizado por el ruido de cascos del caballo sobre las piedras del camino. Y fue allí donde dije las primeras palabras que se recuerdan. Mis padres entraron en la habitación y me pillaron con una de las corbatas de mi padre alrededor del cuello. Levanté una de las puntas de la corbata y dije: «¡Colmillos venenosos!».

Ellos me habían llevado a ver una exposición de serpientes el día anterior.

Mis recuerdos de infancia en Weatherford son agradables, pero fue allí donde el matrimonio de mis padres empezó a hundirse. Walter se esforzaba al máximo en ser un buen marido y un buen padre, pero había nacido para actor y no podía olvidarse de ello.

Su hermana Margaret se lamentaba de lo que él estaba haciendo con su vida. Pensaba que estaba desperdiciando su talento. Después de una gira de conciertos por Europa, Margaret volvía a Nueva York y le pidió a Walter que se encontrara allí con ella. Mi padre le escribió, pero no dijo nada sobre Nueva York. Mi madre le preguntó si iba a ir.

—No —dijo mi padre—, no voy a ir.
—¿Por qué no se lo has dicho así a Margaret?

Mi padre no respondió.

—¿Quieres ir?
—Sí.
—Bien, ¡entonces, ve!

Se fue, y esto fue el final de su matrimonio. Escribía con frecuencia y nos mandaba dinero, pero nunca volvió a casa después de esto.

Los planes que su hermana Margaret tenía para él fracasaron. Permaneció durante algún tiempo con ella en un elegante apartamento de Nueva York. Margaret le retiró los alfileres de corbata y le instó a que dejara de comprarse trajes tan llamativos. Mi padre intentó complacerla, pero secretamente no le caían bien sus amigos de la clase alta. Pensaba que sus vidas eran superficiales y anodinas y no podía entender por qué usaban ropas en las que nadie se fijaría.

No pasó mucho tiempo antes de que volviera a la carretera.

Fue este período de su vida el que él describía como el de actuaciones «de repertorio y de barraca», haciendo doblete algunas veces como traga–sables y como funambulista. Recorrió todas las ciudades del país con más de 20.000 habitantes, y una vez me habló de hoteles en tierras lejanas en los que se advertía: NO SE PERMITEN PERROS ¡NI ACTORES! Después de algunos años trabajando solo, montó un número con una primera figura llamada Bayonne Whipple, que funcionó. Anunciados como «Whipple–Huston», ella y mi padre hicieron una gira por los circuitos de Keith y Orpheum. Walter escribía sus propios diálogos y canciones, inventaba números de baile, tocaba los tambores e ideaba efectos con trucos mecánicos. Uno de sus inventos fue patentado: el mecanismo de una cara de goma que usaba en una pieza corta satírica llamada Spooks. Títulos de algunas de sus canciones fueron: «I Haven’t Got the Do–re–mi», «I’ve Got a Good Job» y «Why Speak of it». Años más tarde, cantó estas canciones para mí, además de otras cuyos títulos he olvidado.

Walter y Bayonne representaron la pieza Spooks, entre otras, durante unos cinco años, componiendo y diciendo diálogos que mi padre describía como lindantes con la idiotez, pendientes de las reacciones del público, que era tan sofisticado que apenas alcanzaba una educación primaria. En una de estas pantomimas, mi padre interpretaba a un conserje. Él hizo su propia gorra, recortó las letras de una tela de color vivo y cosió la palabra CONSERJE sobre la visera. Luego se miró en el espejo y observó que las letras estaban al revés. Desconcertado, cogió unas tijeras, descosió las letras e intentó recomponerlas. Contando esta anécdota años más tarde, mi padre dijo:

—¡Como comprenderás, esto sólo puede hacerlo un imbécil!

Recordando este período de la vida de Walter, me sorprendo de la transformación que tuvo lugar en los siguientes veinte años. Me maravillo de que fuera el mismo hombre que después llegó a ser amigo íntimo de gente como Bernard Baruch, George C. Marshall, Arturo Toscanini y Franklin D. Roosevelt. Si alguna vez hubo un gusano que llegara a ser mariposa, ése fue mi viejo.

La abuela leyó en voz alta para mí durante toda mi infancia. Una de mis lecturas favoritas mientras estábamos todavía en Weatherford fue una copla larga llamada «Yankee Boodle Dandy». Me encantaba, y tenía que leérmela una y otra vez. Un día ella no pudo encontrar sus gafas, así que yo se la «leí» a ella. Yo no sabía leer, por supuesto, pero me sabía los versos de memoria y cuándo tenía que volver las páginas. La siguiente cosa de la que tuve conciencia fue de que estaba en un escenario de Dallas, recitando estos versos vestido con un traje de «Tío Sam». Durante mi actuación yo salía de una gran sombrerera en mitad del discurso de un presentador y recuerdo que él decía la frase:

—Cuarenta y ocho versos… y sólo tiene tres años y siete meses…

Hice varias actuaciones en los teatros de Texas, y mi madre me alababa exageradamente. Me dijo que yo estaba manteniendo a la familia, y me enseñó un sombrero nuevo y un vestido púrpura que ella dijo que había comprado con mi «trabajo». Tiempo después, estando yo sentado de cara a la pared castigado por algo que había hecho, le pregunté a mi madre:

—¿Cómo puedes hacerme esto a mí… después de todo lo que he hecho por ti?
—¿Qué has hecho tú por mí?
—Te compré un vestido púrpura, ¡eso es lo que he hecho!

Ahí la pillé, cogida en su propia red.

Durante este mismo período tuve un compañero de juegos al que llamábamos Hoppadeen. Era algo parecido a un dinosaurio, supongo, porque era tan alto como un poste de telégrafo, y tenía unos ojos tan grandes como bañeras. Y era mágico; podía encogerse, entrar en la casa y dormir debajo de mi cama. En el teatro siempre esperaba pacientemente bajo mi asiento. Cuando estábamos preparados para irnos, llamaba a Hoppadeen, pero algunas veces —como un perro— no venía, y yo pedía a los acomodadores que miraran bajo los asientos con sus linternas, en busca de mi animalito.

Hoppadeen desempeñó un papel importante en mi vida durante un par de años. Mi madre y la abuela lo utilizaban para lo que querían. Cuando yo salía a jugar, le daban a Hoppadeen sus instrucciones:

—No permitas que John cruce la calle.

Y yo no lo hacía. No podía dejarlo mal.

El abuelo se había ido —Dios sabe adónde, a California o Alaska—, así que la abuela pasaba el tiempo con sus dos hermanas o con mi madre y conmigo. De vez en cuando el abuelo se presentaba, luego volvía a irse. Casi siempre estaba fuera.

Mi madre tenía un anillo de diamantes que le había regalado John Gore. Siempre que se quedaba sin dinero, mamá empeñaba el anillo. Una vez en Greensburg, tío Alec y tía Ada observaron que no lo llevaba en el dedo. Buscaron en su monedero, donde encontraron la papeleta de empeño y recuperaron el anillo para ella. Tío Alec era uno de los hombres más excéntricos de la ciudad. Recuerdo que nos reímos mucho de él el día que cogió un abrigo de Ada —una prenda particularmente femenina— del perchero, se lo puso y se fue con él puesto por toda la ciudad hasta su oficina. Él nunca se fijaba en lo que llevaba puesto.

Fui a la escuela primaria en Greensburg. Después de Greensburg —supongo que fue porque no quería que resultara una carga para sus tías—, mi madre me metió en un internado. Era desgraciado allí así que me envió a otro. Era más desgraciado en el segundo sitio, así que dejé de ir a la escuela y mi madre y la abuela me enseñaron a leer y a escribir y las cuatro reglas ellas mismas.

Fue alrededor de 1910 cuando mi madre empezó a trabajar como reportera. Trabajó para varios periódicos: el Star de St. Louis, el Enquirer de Cincinnati, la Gazette de las cataratas del Niágara y el Tribune de Minneápolis. Recuerdo que estando en una de estas ciudades apareció mi madre en un estado de gran excitación hablando sobre el Titanic. La palabra, sin relación con el suceso, permaneció en mi memoria.

Nunca me cansaba de viajar con mi madre de ciudad en ciudad. Siempre me han gustado los trenes. Recuerdo muy bien el olor, el aspecto, el sabor del hollín, el sonido al pasar sobre las traviesas y puentes, el andar por los vagones, los pies separados y luchando por no perder el equilibrio. Estaba la emoción de dormir en la litera de arriba y el lujo de los vagones restaurantes. Y yo admiraba a los mozos y camareros a quienes algunos negros llaman ahora despectivamente «Tíos Tom». Ellos constituían una raza distinta: dignos, corteses, de hablar suave. Lamento su desaparición. De todos los americanos, ellos eran los de mejores modales.

A menudo, cuando la abuela no estaba con nosotros, mamá tenía que contratar a una niñera para cuidarme, y esto permitió mi introducción al sexo. Me recuerdo tendido en una cama con la niñera. Su falda estaba subida y su trasero estaba desnudo. Yo pasaba la mano sobre él, lo acariciaba y descansaba mi mejilla contra él. Recuerdo haberme sentido profundamente decepcionado cuando, poco tiempo después, mi madre echó a la niñera.

Tía Margaret dio un concierto en una de las ciudades en las que mi madre estaba trabajando, y después del concierto fuimos a visitarla a su camerino. Recuerdo haberme quedado a solas con Margaret poco después, en la habitación del hotel. Cantó para mí. Era un tipo diferente de música que yo nunca había oído antes, probablemente de Debussy. Años más tarde me contaron que Margaret fue la primera mujer que cantó composiciones de Debussy en los Estados Unidos, y tengo entendido que ella fue una de las más destacadas intérpretes de las canciones de Hugo Wolf.

Mi madre se divorció de Walter en 1912, y él y Bayonne Whipple se casaron en 1915. El abuelo Gore se mudó a San Francisco ese mismo año y mi padre y Bayonne se reunieron con él allí a petición suya. El abuelo quería que Walter le ayudara en la puesta a punto de un plan con el que, según él, se harían todos más ricos que Rockefeller.

Mi madre se enfadó mucho cuando se enteró de que Walter y su nueva esposa estaban viviendo con su padre. Ella siempre enviaba por Navidad seis preciosas corbatas a John Gore. Ese año, llena de rencor, se fue al sótano de oportunidades de unos grandes almacenes, compró seis corbatas vulgares y baratas y se las envió con las etiquetas del precio pegadas.

Mi madre también se volvió a casar. Su nuevo marido fue Howard Eveleth Stevens, el ingeniero jefe —y más tarde vicepresidente— de la compañía de ferrocarriles Northern Pacific. Stevens era viudo y tenía dos niños pequeños, Howard y Dorothy, los dos más jóvenes que yo. Todos los trajes de Stevens era del mismo color: gris oscuro. Todos sus zapatos eran negros y todas sus camisas eran blancas.

Mi madre, la abuela y yo fuimos a vivir con Stevens a Miriam Park, un agradable barrio de St. Paul, Minnesota. Era la primera vez en mi vida que vivía en una calle y tenía vecinos… y mi madre daba fiestas. Estoy seguro de que el ingenio de mi madre y su falta de convencionalismo conquistaron a Stevens. Y para ella, nuestra nueva estabilidad debe de haber sido atractiva comparada con la vida que habíamos llevado hasta ahora.

Stevens era un hombre bondadoso. Solía llevarme a los partidos de béisbol. Había una habitación con mesa de billar en la casa y él me enseñó los trucos del juego, en el que, si no llegué a ser un especialista, por lo menos fui lo bastante bueno para, años más tarde, ¡ganar la copa de billar Ira Gershwin! Stevens tenía un vagón de ferrocarril privado, y en ocasiones me llevaba con él de viaje. Le tomé mucho cariño.

Mi padre nos visitó cuando estábamos en St. Paul, y recuerdo que esto resultó un problema para mí. Mi madre me había dicho que llamara «papá» a Stevens y esto era lo que había estado haciendo. Obviamente, yo no podía llamar «papá» a los dos. Durante un momento fugaz pensé que debía llamar «padre» a Walter. Finalmente resolví el dilema no dirigiéndome a ninguno de ellos directamente. Esto me obligó a dar muchas vueltas, pero de alguna forma me las apañé.

Después de que nos mudáramos a St. Paul, mi madre perdió la pista de su padre. Simplemente desapareció. Luego, un día la abuela recibió un telegrama de Waco, Texas, diciendo que John Gore había muerto allí. Mi madre se fue sola y asistió a su entierro.

Había muerto una noche en un sórdido hotel del centro de la ciudad. Una botella de whisky vacía estaba en el suelo al lado de la cama. Había dos cajas de telescopio llenas de gabardinas, que había estado vendiendo de puerta en puerta. En una esquina de una de las cajas mi madre encontró seis corbatas baratas, con las etiquetas del precio pegadas todavía en ellas.

(Continuará...)

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