Fernando Morote

“¿Una trágica confusión?”
RESPONSO
Buenas tardes. Muchas gracias a todos por su presencia. Nos encontramos reunidos para rendir homenaje y recordar a nuestros queridos familiares, amigos y compañeros, conmemorando los 40 años de su partida, ocurrida el 26 de enero de 1983.
El país se encontraba en esa época entrando en un estado de democracia, después de haber atravesado un largo período de dictadura militar. De pronto, como una fiera al acecho, esperando el momento propicio para atacar a su presa, irrumpió en el escenario nacional la sombra del terrorismo. El entonces presidente Fernando Belaúnde Terry, ingenua e irresponsablemente, no le prestó atención y lo dejó avanzar, calificando a sus militantes como abigeos de poca monta, bandidos sin ideología, casi inofensivos, que constituían un mal pasajero, destinado a desaparecer en corto tiempo.
Cuando sucedieron los luctuosos acontecimientos, Sendero Luminoso llevaba ya 24 meses de intensa actividad, ganando una guerra no declarada frente a un gobierno pusilánime, incapaz de controlarlo y detenerlo. Parte de la estrategia subversiva consistía en lavar el cerebro de los campesinos y convencerlos de que su cruzada ofrecía el método más eficaz para tomar el poder y desquitarse de las décadas de oprobio que habían sufrido por generaciones.
La comunidad de Uchuraccay, ubicada en la provincia de Huanta, al norte del departamento de Ayacucho, se hallaba rodeada de cerros y cumbres escarpadas. Era un caserío paupérrimo con viviendas de adobe y techos de calamina para guarecerse precariamente de la lluvia, el viento y el frío. Su posición geográfica servía como ruta accesible para el comercio con otros poblados de la zona, pero al mismo tiempo representaba una trampa para los comuneros que, dedicado a la agricultura y la ganadería como medios de subsistencia, no tenían dónde huir cuando los terroristas llegaban a saquear sus despensas, quemar sus casas, secuestrar a sus hijos y ultrajar a sus mujeres. Conscientes de su absoluto desamparo, decidieron organizarse en cuadrillas de ronderos —los denominados comités de defensa— cuya misión era velar por sus propiedades y proteger a su gente.
La ciudad de Huamanga, erigida de manera natural en sede de una permanente convención de periodistas, albergaba enviados especiales de periódicos y revistas que pugnaban por información relevante acerca de las acciones subversivas y de las respuestas oficialistas. Las noticias eran mínimas y, cuando llegaban, se distorsionaban fácilmente.
Entre los hombres de prensa circulaba, más que nunca, el principio de que “la obligación de un periodista no es respetar la ley sino informar” para lo cual, muchas veces, tenían que romper algunas reglas y exponer su integridad física. Basados en esta realidad, nuestros hermanos reunidos en el Hotel Santa Rosa, donde se hospedaban, y ante la diversidad de versiones, muchas de ellas contradictorias, que corrían acerca de la reciente matanza de terroristas en el poblado de Huaychao, decidieron efectuar in situ sus propias pesquisas. Dudo que ignoraran estar encaminándose hacia la boca del lobo. Éstos no eran hombres ingenuos, quizás alguno más inexperto que los otros, pero todos prevenidos de que Ayacucho había sido declarado en estado de emergencia; por lo tanto, resultaba evidente el peligro de la excursión informativa.
Huaychao no era el único paraje donde se escuchó que los comuneros habían matado terroristas, pero cobró notoriedad a raíz de las elogiosas declaraciones por parte del comandante de las fuerzas armadas en la zona. El paisaje agreste y solitario, alejado de cualquier sesgo de civilización, poblado de ovejas, llamas y vicuñas, por el que transitaron a lomo de mula y luego a pie nuestros periodistas, podía ser la postal ideal para una nota de amor, escrita desde un rincón perdido del planeta. De improviso, de las cumbres inhóspitas aparecio un grupo de campesinos ataviados con ponchos y ojotas. Con miradas desconfiadas bajo los cucuruchos de alpaca cubriéndoles la cabeza, se sujetaban los pantalones con pitas y cuerdas; desconocían las correas de cuero, pero portaban en sus manos hondas y huaracas. Dadas las predominantes condiciones de incertidumbre, esas figuras fantasmales surgidas de la nada podían haber sido miembros de una comunidad indígena, policías camuflados como paisanos o terroristas disfrazados de pastores.
El encuentro ocurrió aproximadamente a las 4 de la tarde. A nuestros periodistas les pidieron identificarse, también abrir sus maletines y mochilas. Ellos mostraron sus acreditaciones y teleobjetivos, indicando los medios para los que trabajaban. No fue suficiente. ¿Qué sucedió en la discusión? ¿Surgió una confusión fonética? ¿Los comuneros entendieron “terroristas” cuando oyeron la palabra “periodistas”? El problema en la comunicación no fue el idioma sino el miedo, la sospecha, la desconfianza. Debido a la tensión y el estado de pánico en que vivían, no es aventurado pensar que los comuneros hayan caído en el error de confundir a los periodistas con una columna de Sendero Luminoso, más aún cuando los vieron aproximarse acompañados de un lugareño, como Juan Argumedo que fungía de guía, y una cara muy conocida para ellos, la de Severino Morales, a quien asociaban directamente como colaborador de los subversivos.
Willy Retto tuvo la destreza y osadía de tomar las fotos que ilustran no sólo el recorrido que hicieron hasta las puertas de Uchuraccay sino también los momentos previos a sus propias muertes. Observar a Jorge Sedano de rodillas se puede interpretar de múltiples maneras. Atrás se divisa el sistema de vigías apostado por los comuneros en los cerros. En las imágenes se distingue una expresión de frustración y agobio en el rostro de los involucrados durante el intento de diálogo.
La franela roja con que uno de nuestros amigos envolvía su cámara fotográfica pudo, sin ninguna dificultad, empujar a los comuneros a pensar o deducir que estaban frente a terroristas disfrazados de periodistas. Esos compatriotas nuestros habían pasado por situaciones similares tantas veces antes, siendo víctimas de brutales vejámenes, que habían perdido completamente la tolerancia, volviéndose sujetos escépticos y paranoicos. Ellos nunca se habían beneficiado de las leyes oficiales. No era realista esperar que ahora respetaran ciertos protocolos. Pese al pedido de nuestros compañeros de ser entregados a la policía, fueron conducidos ante las autoridades comunales. Allí un juicio sumario selló su destino.
No fue fácil determinar cuántos miembros tenía la comunidad de Uchuraccay en ese momento, pero se llegó a estimar que al menos 40 participaron en la masacre. En 30 minutos nuestros seres queridos habían fallecido. Las armas homicidas, encontradas en la escena del crimen, fueron principalmente herramientas de trabajo para la agricultura y ganadería. La poesía natural de las alturas andinas, esa fatídica tarde, fue salpicada, manchada, impregnada de sangre inocente.
Por el estado en que se encontraron los cuerpos, no es complicado deducir que no fue una ejecución castrense, por lo general fría y certera. Este desolador panorama lucía más como un linchamiento masivo provocado por el odio y el rencor, acumulados o fermentados, durante siglos contra el opresor venido de fuera o de lejos, que sólo se acercó para explotar, jamás para ayudar.
Los trágicos sucesos de Uchuraccay constituyen la mayor matanza de periodistas en la historia de la humanidad. Nunca en ninguna parte del mundo fueron asesinados tantos periodistas juntos en una sola acción. El hecho ocurrió poco después de que el gobierno decidiera enviar a la Infantería de Marina a Ayacucho para colaborar con el Ejercito y la Policía en su combate contra Sendero Luminoso. Eso alcanzó para elaborar una teoría de conspiración contra el régimen, argumentando que las fuerzas armadas hicieron un montaje perfecto para culpar a los comuneros por los asesinatos que ellas mismas cometieron.
Cuando bajé esa mañana del helicóptero, a 4000 metros de altura sobre el nivel del mar, sentí asco y náuseas por pertenecer a la raza humana. De golpe fui dolorosamente consciente otra vez que somos nosotros, aquellos que nos consideramos civilizados, la única especie sobre la faz de la tierra capaz de perpetrar semejante atrocidad y estupidez. Matar a otros por el simple hecho de tener diferencias ideológicas, sociales, económicas, religiosas, raciales, sexuales o de cualquier otra índole es síntoma inequívoco de un cerebro atrofiado, de un alma podrida.
Los Sinchis habían asegurado a los comuneros que el apoyo para ellos llegaría por aire y que Sendero Luminoso vendría a pie. Los comuneros, al darse cuenta de su fatal error, decidieron borrar las huellas. Juan Argumedo y Severino Morales tenían que ser eliminados para evitar que actuaran como testigos.
El gobierno, por su parte, se hallaba en la encrucijada de no poder reconocer la existencia de muertos sin haber sido sometidos previamente a un debido proceso. Un Estado de Derecho no podía arrogarse el lujo de verse envuelto en un escándalo internacional admitiendo que ejecutaba ciudadanos, por muy terroristas que fueran, desconociendo las leyes del sistema democrático.
Algunos sectores de la prensa y, por ende, de la opinión pública —altamente influenciable por su incapacidad de análisis y reflexión—, acusaron directamente al gobierno por la tragedia. Muchos periódicos lanzaban discursos líricos de defensa y homenaje a nuestros periodistas, pero en el fondo lo único que les importaba era vender más ejemplares a costa de sus muertes.
En los años que siguieron a la matanza, prácticamente el resto de la población de Uchuraccay fue exterminado por los terroristas. La Comisión de la Verdad y Reconciliación no fue creada para impartir justicia. Los juicios penales que se desarrollaron no fueron más que un festín de irregularidades procesales, explicaciones sin sentido, pretextos absurdos e hipótesis cuestionables.
Los indígenas en nuestro país han sido históricamente relegados, abusados y explotados. Cuando viven en el campo son usados miserablemente como bestias de carga. Cuando vienen a la ciudad son tratados como basura que debe ser apartada de la vista y el olfato de los otros habitantes. ¿Qué esperamos de ellos a cambio de eso? ¿Comprensión, empatía, solidaridad? Lo que recibimos es terrorismo por un lado y autodefensa por otro. Éste es el resultado de un mal ancestral que nos carcome las entrañas como nación, ya que no hemos sido capaces de ofrecer a nuestros indígenas la oportunidad de construir su propia identidad ni la posibilidad de identificarse con nosotros.
¿Nos hemos puesto a pensar, en algún momento, que incluso los terroristas tenían madres que imploraban y suplicaban a sus hijos no entrar en una guerra fratricida en la que no había posibilidad de ganar? No es mi intención en absoluto defender a los terroristas. Igual que otras lacras de la sociedad, el terrorismo tampoco es justificable desde ninguna óptica, pero en cierto modo su aparición puede ser entendible, debido a las desatenciones y desprecios de los que han sido objeto sus fanáticos, de manera ininterrumpida, a lo largo de nuestra historia.
Nuestros periodistas, al margen de sus ideas y posiciones políticas —todos trabajaban en medios de oposición al gobierno, aunque con diferente actitud y en distinto tono—, resaltaban por su valor, abnegación y compromiso. El día de hoy recordamos aquí a Eduardo de la Piniella, redactor agudo con profundas convicciones socialistas; a Pedro Sánchez, estupendo fotógrafo que conseguía imágenes insólitas; a Félix Gavilán, agrónomo con solo 5 años ejerciendo el periodismo; a Jorge Mendívil, el más joven de todos, empeñoso y batallador por causa de su salud; a Willy Retto, dueño de un talento natural para la fotografía, que cultivó desde niño; a Jorge Sedano, el mayor del grupo, alegre y conversador, fundador del diario para el que trabajaba; a Octavio Infante, dedicado reportero de una gaceta huamanguina; y a Amador García, enviado especial de un prestigioso semanario de la capital.
Mientras el país recibía con júbilo la noticia sobre la matanza de terroristas a manos de comuneros en el poblado de Huaychao, nuestros queridos periodistas empezaron a plantearse las preguntas propias de su profesión: ¿Quién mató realmente a los subversivos? ¿Fueron en verdad los comuneros? ¿O fueron más bien los Sinchis de la Policía, quienes habían adquirido funesta fama debido a su ferocidad? ¿O quizás fueron los Infantes de Marina, que no hacía mucho habían sido desplazados a la zona de emergencia?
Nosotros también, a 40 años de sus muertes, seguimos planteándonos muchas preguntas, por ahora sin respuesta satisfactoria: ¿La matanza de terroristas a manos de los comuneros en el poblado de Huaychao incluyó niños, como algunas fuentes afirmaron? ¿Por qué la violencia en manos del Ejército debía ser censurada o escondida y en manos de los comuneros, celebrada y aplaudida? ¿No era acaso Ayacucho zona de emergencia? ¿Por qué, entonces, los controles de tránsito eran tan débiles? ¿Fue el poder del gobierno quien silenció a nuestros periodistas por ir en busca de la verdad? ¿Estaba el gobierno intentando, a su vez, ocultar los abusos y excesos de las fuerzas armadas? ¿O estaba solamente haciendo hasta lo imposible por maquillar su negligencia frente a la desprotección de periodistas y comuneros en la zona? ¿Fue el propio Comando Militar quien ordenó sembrar en los cadáveres de nuestros periodistas la bandera roja con la hoz y el martillo para hacerlos ver como simpatizantes o militantes de Sendero Luminoso? ¿Quién puso la cámara fotográfica de Willy Retto y la libreta de notas de Pedro Sánchez en la cueva donde fueron encontradas semanas después de la masacre? ¿Quién estaba tratando de ocultar esas evidencias y deshacerse de las pruebas? ¿Acaso los comuneros eran lo suficientemente ingenuos para pensar que colocándolas lejos de la vista de otros, en lugar de destruirlas, bastaba para eludir su responsabilidad? ¿Por qué el gobierno permitió que llegaran dichas fotos y notas a destino judicial, si esa entrega incriminaba a la Policía, el Ejercito o la Marina? ¿Fue por ese motivo que días más tarde ocurrió un incendio, aparentemente accidental, en el edificio donde se archivaban los citados documentos gráficos? ¿Por qué la Comisión Vargas Llosa no incluyó un detective especializado o experimentado entre sus miembros, si a la postre se trataba de investigar un crimen? ¿Por qué no armaron el mismo revuelo, expresaron la misma indignación y levantaron la misma protesta, la prensa en particular y la ciudadanía en general, cuando jóvenes reclutas eran enviados por el gobierno como carne de cañón para combatir contra un enemigo invisible? ¿Por qué no esa misma reacción ante la muerte cruel que sufrían los oficiales y suboficiales del Ejército, la Marina y la Policía emboscados cobardemente en los recodos agrestes de los Andes? ¿Nuestros queridos amigos, al perder su vida en una misión informativa, se convirtieron automáticamente en mártires, héroes o santos?
No se puede afirmar alegremente que los comuneros eran seres primitivos que vivían más en otro siglo que en la edad contemporánea, pero tampoco es sensato pensar que fueran asesinos profesionales. El drama para ellos en esos años fue que, siendo propietarios autóctonos y originales de la tierra, se encontraban en medio de dos fuerzas opuestas. El comunero que, en las imágenes tomadas por Willy Retto, parece vestir pantalón militar y usar reloj de pulsera, puede haber recibido esas prendas como regalo interesado. En toda guerra se emplean métodos de ese tipo para atraer adeptos. Los terroristas empleaban el chantaje; los militares, el soborno. Los campesinos eran la parte más débil de esa trilogía en conflicto.
El gobierno también pudo haber querido desaparecer a nuestros periodistas para evitar la denuncia de su estrategia militar convocando, enrolando, concientizando, adiestrando, azuzando a los comuneros como tontos útiles, convirtiéndolos en combatientes extraoficiales contra Sendero Luminoso, y mantener limpias sus manos democráticas.
La famosa bandera roja con la hoz y el martillo, encontrada entre las pertenencias de los periodistas, es otra clara muestra de que hubo alguien intentando justificar sus actos. Los Sinchis de la Policía y los Infantes de Marina pudieron haber planeado y ejecutado esa acción para culpar a los terroristas, reemplazando una franela de protección para los aparatos gráficos por un emblema inequívoco de Sendero Luminoso. La famosa bandera blanca no existió; era simplemente un pañuelo incluido entre los artículos personales de uno de nuestros amigos.
Las fotos de Willy Retto presentan imágenes que sugieren hechos, pero no determinan con precisión lo que en realidad ocurrió esa tarde de Enero de 1983 en las alturas de Uchuraccay. Su interpretación depende de quién las vea y las afiliaciones ideológicas que tenga.
Nuestros periodistas no debieron morir, estaban cumpliendo su deber. Los campesinos no debieron morir, estaban defendiendo su tierra. Las autoridades no debieron morir, estaban velando por su pueblo. Los militares no debieron morir, aun cuando morir era parte de su trabajo. Los terroristas no debieron morir, los terroristas no debieron ser terroristas.
En las hostilidades contra Sendero Luminoso, nadie respetó la vida humana, los límites ni las leyes. Todos cometieron atrocidades, moviéndose dentro de un ineludible círculo vicioso, acorralados en un miserable callejón sin salida. Como en cualquier guerra, no hubo buenos ni malos; sólo hombres que perdieron su humanidad y se convirtieron en bestias debido al miedo.
Los familiares aquí presentes tienen el derecho de recibir consuelo, apoyo y sosiego por la pérdida de sus seres queridos. El perdón no es suficiente. La reconciliación se logra sólo a través de la reparación por el daño causado.
¿Cómo lograrlo? Seguimos intentado averiguarlo.
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