Carlos E. Luján Andrade

Joselito levantó la mirada y leyó: «Sexo con gordas. Te enseñamos a complacer a ese mastodonte». Era la portada del semanario Sexum. No repasó los otros insólitos titulares en donde también daban consejos sexuales, sino que sus pensamientos quedaron fijos en la imagen de Carmencita, la voluminosa mesera que le servía su menú en el restaurante del mercado. Desde hace varias semanas él percibía que aquella mujer lo deseaba, al menos eso creía por la risita con la que lo recibía cada sábado cuando él se sentaba a pedir su menú de sopa de morón con tallarines. Aunque él sabía que ella era una mujer de buen diente y carecía de dinero para invitarla a almorzar. Y ese era el otro problema de Joselito: que no tenía trabajo fijo. De cachuelo en cachuelo juntaba algunos billetes para pagar su cuarto alquilado, del que ya tenía varias semanas de pago atrasado.
Al mediodía iba a un kiosko cercano y leía los titulares de los diarios para ver si el mundo había cambiado en algo y su suerte también. A veces, el kioskero le pasaba la voz sobre algún trabajo del que se enteraba ya que tenía una pizarra de corcho donde los transeúntes colocaban sus anuncios. Joselito era una persona menuda, así que los trabajos que requerían fuerza física no eran de su preferencia, pues a los pocos días de empezar a laborar en alguna obra de construcción, debía abandonarla al sufrir lesiones en la espalda o en sus brazos. A pesar de hacer barras en cualquier tubo que encontraba, la fuerza muscular le estaba negada. Cuando el maestro de obras lo veía llegar en su primer día de trabajo, lo barría con la mirada, hacía un comentario entre dientes y lo colocaba a mezclar el cemento. Joselito sabía que cuando encontraba oportunidades así, duraría poco tiempo y que el dolor que padecería sería prolongado.
Al terminar de leer todos los titulares, metió las manos a los bolsillos y contó sus monedas. Sintió dos de un sol y una de cinco. No son suficientes, pensó. Sabía que en la noche volvería el dueño del cuarto y le pediría que le cancelara los días atrasados. Peor aún, quizás desde temprano lo estaría esperando en la puerta. No podía regresar si no conseguía algo de dinero.
Caminó varias cuadras pensando en dónde podría buscar algún empleo. Vio los letreros de las peluquerías donde necesitaban barberos y él no sabía cortar el cabello, los de las tiendas que solicitaban vendedores con cartera de clientes y él tampoco la tenía. Ya había recorrido esas calles cientos de veces sin suerte. Así que decidió arriesgar un sol de las monedas que guardaba en el bolsillo y tomó una combi hacia el distrito más cercano con destino a la avenida más transitada. Era una jugada riesgosa porque de no encontrar nada, perdería dos soles al tener que gastar una moneda más para regresar.
Cuando bajó en las primeras cuadras, la mañana le pareció muy agitada. Las personas se empujaban gritándose unas a otras, se le acercaban tramitadores a ofrecerles servicios que no entendía y él solo los esquivaba intentando llegar al extremo de la avenida para poder ver si en algún local comercial ofrecían trabajo. Mientras caminaba, al intentar no atropellar a nadie, posó su mirada en el suelo donde algunos ambulantes promocionaban pequeños objetos de aseo personal, juguetes o adornos a precios cómodos. Pensó que si tuviera algo de dinero, compraría algunos y los podría vender como ellos, pero no tenía ni para un menú. Así que intentó dejar de mirar para no distraerse de su objetivo. Al fin observó que en un local pedían a un joven para repartir volantes. Se acercó y preguntó cómo era el asunto. Una señora con el rostro avejentado, de gruesas arrugas y pestañas grandes, lo miró fijamente y con desgano le dijo, de manera imperativa: «Me repartes estos quinientos volantes y te doy veinte soles, ven dentro de tres horas y que no te sobre ninguno. ¡Cuidado con botarlos por ahí! Te estamos vigilando». Al momento de darle el fajo de volantes le indicó que si preguntan por los servicios, que venga para acá. Joselito lo tomó y dando media vuelta los comenzó a leer: «¿Quieres que él/ella vuelva rogando a tus pies?, ven con Doña Toña, la diosa bruja del amor y estarán a tu merced. Magia Negra y Blanca. 100% garantizado». A Joselito esas cosas no le gustaban. Siempre le tuvo miedo a esas prácticas porque su abuela creía en ello y lo asustaba de pequeño diciéndole que a su abuelito lo atrapó con magia y que lo tenía encerrado en una caja de zapatos. Durante toda su infancia nunca entendió a qué se refería con aquello, pero la idea de ver a su abuelo atrapado en un lugar tan pequeño lo aterrorizaba.
A los veinte minutos de intentar repartir aquellos volantes se aburrió. La mayoría de las personas no le querían recibir y quienes lo hacían, los arrojaban al suelo unos pasos más adelante. Joselito, de cuándo en cuándo, miraba a los lados para ver si en realidad lo estaban vigilando; quería deshacerse de algunos por el camino. Sin embargo, no se atrevía a hacerlo. Le urgía el dinero. Aunque cada vez que pensaba en lo que necesitaría para pagar su cuarto, sabía que tendría que pasar muchos días trabajando duro y parejo. Casi al terminar la tercera hora de volantear, se acerca a una muchacha retaca y regordeta con el cabello apretado. Le alcanza el papel, ella lo sujeta y se queda leyendo. Él se da media vuelta para seguir repartiendo cuando escucha que alguien le grita desde atrás: «¡Oiga!, ¿qué es esto?» Joselito le dice que es para que encuentre el amor de su vida. La joven le increpa: «¡Usted no sabe que esto es obra del diablo! Jehová es el único que puede disponer de la vida de la gente. En su voluntad y poder está la salvación de su alma. Lo que estás haciendo está mal. Te están llevando por el camino del demonio. ¿Quién es la bruja que te ha poseído?, ¿quién es?» La pequeña mujer se le fue acercando cada vez más rápido. Joselito se alejó sin quitarle la vista, pero la mujer continuaba hablando cada vez más fuerte y con la mirada fija, espetando pequeñas pero abundantes gotas de saliva mientras alzaba el brazo y sus manos hacían puño arrugando el volante. No tuvo más opción que salir corriendo para evitar que la joven lo pudiera alcanzar.
Al terminar la tarde, ya no tenía volantes ni voluntad para continuar. Al regresar donde la bruja, no la encontró, en su lugar estaba parada otra, una más alta y de rostro huesudo con unas cartas españolas que las enseñaba a los que pasaban a su lado. Joselito le preguntó por la otra mujer y le respondió que ya no regresaría hasta el día de mañana.
Descorazonado porque no tendría el dinero para ese mismo día, siguió caminando, esperando hallar algún otro lugar donde encontrar un pequeño trabajo. Se acercaba a las tiendas donde la gente esperaba con sus paquetes y se ofrecía a cargarlos, pero se negaban al verlo con tanto entusiasmo por hacerlo. Así intentó por varios minutos hasta llegar a una pollería en la que solicitaban a un mesero. El local estaba vacío, un salón rodeado de ventanas y con las baldosas pegajosas por la grasa. Atravesó la puerta de vidrio y un muchacho desarreglado lo mira y le alcanza la lista del menú. Él lo bloquea con su mano y le dice que viene por el trabajo. Le responde que no está el encargado pero que necesitan alguien ahora. Que le podrían pagar por ese día pero que mañana debía regresar para conversar con el administrador. Joselito aceptó y se colocó el mandil aunque antes fue a lavarse las manos. El baño estaba iluminado con un viejo foco amarillo de cincuenta vatios, apenas salía un hilo del grifo de agua, lo suficiente para quitarse la tinta de los volantes repartidos. Durante las primeras dos horas apenas entraron clientes. Joselito estuvo sentado en un extremo de la pollería viendo un programa de televisión donde un hombre vestido de mujer contaba chistes groseros con los que reían los pocos comensales que lo acompañaban. A él también le causaba gracia. No se carcajeaba, pero los disfuerzos del humorista le dibujó una sonrisa a su rostro melancólico y agotado. Con el pasar de las horas, la noche se asentaba y el local se llenaba de gente. Fue ahí cuando comenzó su verdadero trabajo. Iba y venía, llevando salchipapas, arroz chaufas, gaseosas, pollos a la brasa, sánguches, etc. Ya ni podía ver de reojo la pantalla del televisor, solo un estallido de carcajadas, proveniente de la gente, lo despertaba del aturdimiento que le provocaba el barullo del local.
A las once de la noche entró una pareja de enamorados, al menos eso le pareció a él. El hombre era alto y gordo, y la mujer era bajita con el cabello quemado. Ella hacía disfuerzos intentando llamar la atención del hombre. Percibió ebriedad en su comportamiento. Se acercó y le pidieron dos cuartos de pollo, pero el gordo insistió en que le dieran las presas de la parte pecho del ave. Cuando Joselito fue a hacer el pedido al cocinero, este le dijo que no había, que solo se podía pedir un pecho con una pierna. Cuando él vio en un rincón del horno varios pechos, le preguntó que por qué no les daban esos. El cocinero, con el rostro adusto, le dijo que eran para ellos, los empleados, y que de ahí él también comería. Al regresar le explicó al cliente que solo le podrían darle un pecho y una pierna juntos. Ante la negativa, el gordo comenzó a alzar la voz. Le dijo a Joselito que así no debería ser. Que él está pagando por ambas presas y tiene derecho a que le den lo que pide. Le intentó explicar la situación, que era política del restaurante. Cuando el cliente escuchó lo de la política, soltó una carcajada y le espetó que era un ridículo, que era un restaurante mugroso y que deberían agradecer que todavía existan personas que quisieran comer ahí. Joselito, aburrido de la insolencia del cliente, le respondió alzando la voz: «¿Qué quiere?, ¿qué me coma la parte de la pierna del pollo? Nosotros estamos separando el pecho porque es nuestra cena. Así que si quiere, váyase a otro lado y no moleste». Apenas terminó de hablar, el cliente se levantó de su asiento y lo empujó. Joselito cayó sobre una mesa repleta de platos y vasos sucios. Se puso torpemente de pie e intentó golpearlo en la cara, pero este lo esquivó y los otros meseros lo detuvieron y lograron evitar que lleguen al intercambio de golpes. El cliente se fue vociferando e insultando mientras que a Joselito, aprovechando que lo tenían sujeto, lo sacaron del restaurante. Los demás le increparon que por qué le quería pegar al cliente, que quizás este puede llamar a la policía y los podrían involucrar en problemas graves. Él les pidió su dinero por las horas trabajadas y estos le sonrieron con burla, le dieron veinte soles y le hicieron un ademán para que se alejara.
Era ya casi la medianoche aunque las calles mantenían el bullicio vespertino. Era viernes, así que transitaban todavía los borrachos, prostitutas, ambulantes y gente que simplemente quería pasar el tiempo en una avenida repleta de luces tétricas. Joselito sabía que ya podría regresar a su cuarto porque el casero se habría ido a dormir. Caminó hacia una esquina, solo a tres cuadras de la pollería, y vio a una combi celeste detenida con las luces apagadas aunque con el motor encendido. Se acercó y le preguntó al conductor si iba de regreso por su ruta. El chofer lo miró, acercó su cara hacia donde estaba y le preguntó: «¿Joselito?, ¡sí!, ¡eres tú!» Era Marlon, su amigo del colegio. Lo saludó con entusiasmo: «Oye, hace tiempo que no nos juntamos. ¿Qué haces?» Joselito le contó sus peripecias laborales de ese día y este le invitó a ser su cobrador por esa noche, ya que el amigo que siempre lo acompañaba nunca llegó, así que decidió salir solo. Le dijo que trabajaría por la madrugada para aprovechar el movimiento de la gente noctámbula del fin de semana.
Joselito ya había sido antes cobrador de combi, así que algo de experiencia tenía. Aunque nunca lo había sido de noche. Apenas terminó el colegio, su tío se compró un vehículo de esos y le dijo que le ayudara y así fue por unos meses hasta que le robaron el carro. La combi de Marlon estaba iluminada en interiores con una luz azul y se escuchaba un ensordecedor volumen de música reguetonera. Le decía que necesitaba subirle a la música porque si no se podría quedar dormido ya que había estado trabajando en una construcción por la tarde.
Luego de subir y bajar decenas de pasajeros durante toda la larga avenida, se sube trastabillando una muchacha joven, quizás de unos diecinueve años y vestida de fiesta. Sin duda, estaba bebida. Joselito la ve pasar a su lado y ella, con la mirada perdida, se dirige hacia el fondo no sin antes empujar a los que se encontraban sentados. Con el pasar de los minutos, él la observaba de reojo y veía que su cabeza se iba apoyando contra la ventana quedándose lentamente dormida. Marlon le hablaba a Joselito gritando, contándole de los amigos comunes del colegio y de cómo es que ellos se estaban ganando la vida en estos momentos. Cuando ya quedaban solo un par de pasajeros que se bajaron prontamente, Joselito le menciona a Marlon sobre la muchacha ebria en el fondo de la combi. Su amigo le dice que ya se levantará, que esperarán hasta el final del paradero para despertarla. Sin embargo, Joselito se inquietaba porque no conocía bien a su amigo y tampoco sabía dónde estaría el paradero final. Así que durante una parada del semáforo se le acerca a la chica, la sujeta del brazo, la mueve y le dice: «Amiga, amiga, ya despierta». La mujer abre los ojos y ve la cara escuálida de Joselito, casi encima de ella, y comienza a gritar con desesperación: «¡Auxilio!, me quiere violar». Sacó la cabeza por la ventana y siguió gritando cada vez más fuerte. Marlon voltea y le pregunta qué es lo que pasa. Joselito se queda quieto y mudo mirándola asustado mientras ella continúa pidiendo auxilio.
Solo minutos después apareció un patrullero que intervino la combi para averiguar por el escándalo. Se llevaron a los tres a la comisaría. La chica al llegar se volvió a quedar dormida, mientras que Joselito y Marlon dieron su declaración y luego los llevaron a la carceleta hasta esperar que la agraviada despierte. Finalmente, la mujer recobró la conciencia, la revisó el médico legista, no encontrando ninguna agresión. Ella no recordaba ninguno de los últimos hechos y solo les reclamaba a los guardias de la comisaría que la llevaran a su casa. Cuando se les preguntó por ambos sujetos, no los reconoció.
Ya a las ocho de la mañana, la policía los dejó salir. Joselito y Marlon fueron hacia el depósito donde estaba la combi y se subieron a ella. Ambos regresaron casi sin decir nada, pero con el volumen fuerte de la radio intercambiaron un par de frases. Marlon le dijo que se sentía culpable por lo sucedido y le ofreció quedarse con la mitad de lo recaudado durante la madrugada. Joselito le agradeció por aquel gesto y le pidió que lo dejara a una cuadra de la avenida que estaba cerca del edificio donde vivía.
Se despidieron con un abrazo y quedaron en verse después. Joselito caminó y metió las manos a los bolsillos. Sintió en los dedos muchas monedas que le dieron cierta tranquilidad. Ya tendría para pagarle algo al dueño de su cuarto. Se acercó al kiosko y volvió a ver los titulares. Pero ahora le pidió al kioskero el semanario Sexum del que había leído su titular el día de ayer. Se lo colocó bajo el brazo y se fue a tomar desayuno para sentarse y leerlo, y a esperar el mediodía a que abrieran el restaurante. Ya tenía un poco de dinero para invitarle una buena cena a Carmencita.
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