Fernando Morote

“Sana, sana, colita de rana”
APÓLOGO
ÉRASE UNA VEZ, en los tiempos de la dictadura, un joven hermoso que curaba a las personas y un anciano amargado que no le creía una palabra. El joven hermoso era un Sanador y el anciano amargado, un Periodista.
El Sanador lucía como un ángel; el pelo largo cayendo sobre sus hombros, su semblante irradiaba luz y paz. Los rasgos beligerantes del Periodista, con la calva brillante y el cuello arrugado, rezumaban dureza y arrogancia.
Cuenta la historia que el Sanador, con una simple imposición de manos, reconfortaba enfermos que sufrían diversos males, dolencias y trastornos. Tumores cerebrales, defectos físicos, alteraciones mentales se desvanecían bajo su aura sin necesidad de intervenciones quirúrgicas ni fármacos. El Periodista, poseedor de un furioso escepticismo, consideraba estos dones un insulto para el intelecto y una amenaza para la ciencia médica.
Ante la creciente fama del Sanador, el Periodista lo tildó de charlatán y santurrón, advirtiendo a sus lectores y televidentes que aquellas enseñanzas inspiracionales, tan alabadas en la actualidad, ya habían sido enunciadas con mayor belleza y resplandor siglos atrás por los grandes filósofos de la humanidad. Entonces decidió emprender una minuciosa investigación para desenmascarar al supuesto gurú.
Tremenda fue la sorpresa del Periodista cuando descubrió, al llegar una mañana muy temprano, una nutrida multitud agolpada frente al portón de la mansión ocupada por el Sanador en las afueras de la ciudad. Los visitantes esperaban ansiosos en sillas de ruedas, muletas, bastones y hasta ambulancias o autos de lujo mientras el personal de seguridad, uniformado con trajes azules, entregaba tarjetas con turnos de atención.
Abriéndose paso a empujones, el Periodista logró asomarse a la rendija de la fachada. El Sanador caminaba serenamente por su amplio jardín: vestía una larga y elegante túnica blanca, su rostro de niño sugería que frisaba los 20 años de edad. Tras su apacible figura, la frescura cristalina de una piscina en forma de riñón rebosaba en el paisaje rural rodeado de árboles y montañas.
Inquieto, el Periodista comenzó a hacer preguntas. Confirmó que la gente adoraba a ese chico imberbe que hacía milagros, supo que peregrinos viajaban desde países lejanos para verlo. También se enteró de que el Sanador no cobraba tarifas u honorarios, sólo recibía donaciones voluntarias; eventualmente vendía botellitas de agua con facultades sobrenaturales. Más de un millonario beneficiado, sin embargo, le cedió una jugosa fortuna como signo de agradecimiento.
Conforme avanzaba la hora, percatándose de que algunos vecinos empezaban a salir de sus casas para dirigirse al trabajo o limpiar sus entradas, el Periodista los abordó en busca de información. Varios comentaron que la presencia del Sanador en su barrio era una molestia porque el bullicio urbano del que huían los había invadido de nuevo. La gran cantidad de extraños que pululaba en los alrededores les producía una agobiante sensación de peligro. Otros declararon que la calle se llenaba de comerciantes ambulantes ofreciendo toda clase de viandas y bebidas, lo que convertía al lugar en un muladar infestado de letrinas públicas. Señalaron además que la policía o la municipalidad nunca llegaban a restablecer el orden.
La estupefacción del Periodista aumentó cuando constató que esos mismos residentes, hostiles al principio, veneraban ahora al Sanador por haberlos liberado de múltiples padecimientos. Incrédulo, continuó atacando y envileciendo la filantrópica labor de su gratuito antagonista, afirmando que el hermoso joven no era más que un bribón y un farsante.
Hasta que un día el Periodista cayó gravemente enfermo. Sus iniciales malestares estomacales se transformaron en ataques fulminantes que derivaron en una severa necrosis pancreática, dejándolo abruptamente tirado en el piso. Intentó recuperar su salud por medio de tratamientos convencionales y medicamentos tradicionales. Nada funcionó. Su condición se deterioró con prontitud. Se sentía como un trapo sucio a punto de ser desechado. A pesar de su resistencia, un colega le sugirió acudir al Sanador que había estado fustigando y denigrando por meses.
Derrotado, sintiéndose el tipo más miserable del planeta, una tarde no le quedó más remedio que sumarse a la cola de aquellos que clamaban la divina ayuda del Sanador.
—Amado hermano —le dijo éste, al aceptarlo en su despacho—, abre tu corazón. Te abrazo con el alma.
El Periodista cayó de rodillas, aferrándose a las piernas del Sanador quien, acariciándole la cabeza, añadió:
—Debes saber que Dios jamás te abandona.
La enfermedad física es el resultado del desasosiego interior. Para derribar los muros de tu negatividad, propongo un esfuerzo integral y permanente de tu parte.
Asintiendo con actitud suplicante y la vista bañada en lágrimas, el Periodista dijo:
—Pídeme lo que quieras.
—Dime una cosa, hermano ¿tú te quieres?
A partir de ese momento el Periodista se entregó devotamente al cuidado del Sanador. Cada semana acudía a reunirse con él, como cumpliendo un rito religioso. A veces lo hallaba desnudo y descalzo, paseando por los campos del valle aledaño.
—Busca siempre la verdad, amado hermano —le decía—. Para alcanzarla debes matar el deseo.
En ocasiones lo encontraba sentado frente al caballete.
—Pintar es plasmar esperanza en un lienzo —sostenía—, una forma de hacer el amor, no sexual, sino espiritual.
En un recorrido de relajación por su inmenso e idílico predio, el Sanador le habló sobre la oración y la meditación.
—La gente suele usar la oración como último recurso —manifestó—. Los desdichados dicen sin pensar ‘sólo queda rogar a Dios’. Eso es un error: expresa desesperación y abandono.
—Nadie me enseñó a orar —confesó el Periodista—, sólo a rezar.
—Un penoso desperdicio, hermano—sostuvo el Sanador—. La auténtica oración es un tesoro.
Sobre el arte de la meditación, el Sanador agregó:
—He descubierto que, debido a mi temperamento, la mejor forma de detener mi mente es poniendo mi cuerpo en movimiento.
—Creía que para meditar había que estar quieto y en silencio —argumentó el Periodista.
—No necesariamente —aclaró el Sanador—. El regocijo interno, la sensación de dirección, que experimento cuando bailo con los ojos cerrados al ritmo de la música es lo que yo defino como un contacto profundo y consciente con la Energía Cósmica.
El Periodista, intrigado por los misterios y secretos eternos que el Sanador le revelaba, preguntó una vez:
—¿Cómo se puede obtener calma y armonía en un mundo atravesado por la violencia?
El Sanador lo asombró con la simplicidad de su respuesta:
—El ser humano precisa modificar drásticamente sus hábitos alimenticios y seguir una dieta libre de elementos tóxicos: son cadenas que obstruyen la virtud. Ese detalle, aparentemente frugal y fútil, es lo que desencadena la locura que deviene en agresiones mutuas a nivel individual, social, nacional, mundial.
El Periodista no podía concebir, en su majestuosa ignorancia, el poder trascendental que el Sanador representaba en la tierra. Finalmente comprendió por qué éste se había erigido como una celebridad, un conferencista aclamado en los círculos místicos, un maestro de vida para las nuevas generaciones, un erudito de las vibraciones sensoriales. Y en las postrimerías de su existencia, fue testigo privilegiado de cómo un hombre casi 50 años menor que él, fuente inagotable de sabiduría y amor, lo rescató de la esclavitud del ego y lo salvó de una muerte indigna, marcada por la culpa y el miedo.
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