Ítalo Costa Gómez

La primera vez que me subí a un avión fue a uno de la FAP cuando tenía unos doce años. Mi mamá trabajó durante más de veinticinco años como secretaria de Comando de la Fuerza Aérea del Perú. En esa ocasión nos llevaron a Iquitos. Mi papá siempre trabajaba o estaba peleado con mi mamá y nunca iba a ninguna parte con nosotros, la verdad, siempre hemos sido dos. Empezamos a ir con regularidad. Viajábamos en un avión estilo militar sin ningún tipo de adorno o lujo, pero yo lo vivía alucinado, aunque bastante asustado. Visitábamos un club muy conocido de allá, nos quedábamos unos cuántos días, comíamos riquísimo y disfrutábamos de la piscina.
Cuenta la historia que durante uno de esos viajes conocí a Mito. Le decían así por Jaimito. Era un muchacho flaquísimo, aunque con panza y una agilidad tremenda… ayudaba a limpiar los bungalows y era una especie de «mil oficios». Te compraba el periódico o te llevaba el menú para que eligieras tu almuerzo. Hacía de todo. Siempre estaba sonriendo y de buen humor. Creo que eso me atraía de él. Les digo «creo» porque era muy chiquillo para asegurarte qué era exactamente lo que sentía por él. Solo sé que era algo mucho muy puro.
Una tarde me vio solo sentado en el pequeño jardín fuera de uno de los restaurantes del club. Siempre he sido un niño muy solitario… me aislaba porque era una situación cómoda para mí. Sabía jugar solo, estar solo durante las tardes era típico. Me sentía a salvo en terrenos conocidos. Abandonados. No recorridos por pies ajenos.
-¿Qué estás haciendo, buchisapa? – en tono sarcástico porque así se les dice a los gorditos – dijo con ese dejo maravilloso que ellos tienen (pareciera que siempre están buscando hacerte reír. Son tan amistosos que es imposible no quererlos).
-Estoy jugando.
-Más bien parece que estás en una carapa. ¿No se te antoja un juguito? La calor aburre, ¿di?
-Sí, un poco. No quiero tomar nada, muchas gracias. ¿Quieres jugar a algo? – Su forma de hablar y su sonrisa tan ancha le habían dado el Green Card. Era bienvenido en mi raro mundo. No quería que se fuera.
Ni corto ni perezoso el buen Mito agarró dos tiras largas de lo que parecía ser una planta y las amarró entre sí y al llegar a un tamaño considerable las ató entre un árbol y una escalera para jugar «limbo» y la íbamos bajando entre más «niveles» avanzábamos. Era tan divertida y alta su carcajada ante mis movimientos medio torpes. Llamaba la atención de todos los que estaban cerca. Era un alma limpia.
Él aparentaba no tener ningún problema, parecía nunca haber sufrido, a pesar de que todo indicaba que era un muchachito de una condición muy humilde. Yo me sentía feliz con Mito y él parecía sentirse contento conmigo o al menos eso le gustaba hacerme sentir.
-Ya me tengo que ir, Italito. Me duele la cabeza ya de tanto estar en el sol y creo que hasta juiebre, oshe. Te voy a cutipar, huambrillo. No te vayas a enjuermar. Eso me pasa por andar metido en la cocha, ya vuelta.
[Creo que de ahí nace mi manera de decir «oshe» a las personas cuando busco hacerlas reír]
-Anda nomas, Mito. Gracias por jugar conmigo oshe.
Me sonrió anchísimo. Me miró y más rápido que inmediatamente me plantó un beso. Me dio un piquito. Miren ustedes lo intrépido de este charapita potente y no eran tiempos de masato. La valentía y picardía le nacían al chibolo.
-Hasta pronto, ñañito.
Creo que fue mi primer «beso»… nunca lo cuento como tal porque apenas hubo un roce y nunca más lo volví a ver.
Mito me dio mucha confianza con ese gesto y era lo que más me faltaba. Jamás lo olvidé. Tengo que volver a Iquitos. Me siento muy identificado con su gente. Siempre están de buenas, evitan los problemas y tratan de regalar alegría, baile y tradición a todo el mundo.
Tengo el corazón charapa y quizá un sherete tomando masato esperándome.
Este es del relato su fin, pequeños pillucos. De la historia su final.