Carlos E. Luján Andrade

El coleccionismo es una actividad curiosa. Acaparar objetos con el afán de agruparlos y clasificarlos no tiene demasiada lógica si es que vemos tal hecho como que las cosas son para ser usadas. Las personas que deciden practicarlo tienen motivos que a veces son de difícil explicación. De niño adquirí la costumbre de coleccionar tapas de botella. Como de pequeño no tenía dinero para comprar objetos costosos, opté por hacerlo con algo muy común. Recuerdo con claridad que tal práctica la comencé porque construí una pequeña ballesta con madera, ganchos de ropa, clavos y una liga. La idea no fue propia, sino que la copié cuando un niño me amenazó con esta. Las pocas luces que tuvo para elaborarla, le hizo fallar, ya que el clavo con el que sujetaba las ligas estaba directamente en la trayectoria del proyectil, que consistía en una tapa de botella (chapa). Así que le cambié de ubicación al clavo y la efectividad fue del 100%. De esta manera, comencé a buscar municiones o chapas para siempre tener con qué disparar. Las buscaba por todos lados: en el piso de las bodegas, mercados, veredas, etc. Mi objetivo era esperar a que el niño que me agredió volviera y poder vengarme. Nunca regresó, y con el pasar del tiempo mi pequeña arma la comencé a dejar en un rincón de la casa. Lo que sí me quedó fue el interés por recoger las chapas. Las tenía en una bolsa plástica. Al regresar del colegio, la sacaba de debajo de mi cama y sentado en el suelo las observaba una a una encontrando detalles en cada una de ellas: tonalidad de colores, formas del logo de la bebida, año (si es que aparecía), si estaban dañadas o no, rareza de la marca y otras características más que ya no recuerdo. No tenía otro objetivo que verlas. Al aburrirme de examinarlas, las devolvía a la bolsa y llegué a tener dos repletas. Al ser recogidas del suelo, se imaginarán los sucias que estaban, pero eso no me importaba. A la que sí le importó fue a mi madre. Un día las dos bolsas desaparecieron. Nadie me dio razón de su paradero. Mi madre me dijo que deberían estar por ahí. Las busqué un tiempo y luego lo olvidé. Estoy seguro que mi madre las arrojó a la basura porque esa sería la única explicación. Nadie aparte de ella tenía interés por las actividades que hacía por mi cuenta.
A veces las colecciones no tienen sentido para uno. Los motivos de su existencia no son claros en un primer momento ni para el que las inicia. Luego de ver el montón de objetos apilados es que se intenta encontrar la razón de su acumulación. Eso es parte del carácter de la persona, una condición que nos dice mucho de uno. Leí en un artículo donde se cuestionaba el consumismo, que la gente tiende a acumular objetos cuando la sociedad en la que se vive está pasando por una etapa de crisis social y económica. Como el futuro es incierto, los individuos comienzan a acumular objetos porque no saben si después tendrán la capacidad adquisitiva para comprar unos nuevos. Es un coleccionismo obligado. Nos rodeamos de cosas como un tipo de guarida mental que nos protege de la incertidumbre del futuro. Mi casa de los ochentas, estuvo llena de pequeños objetos que mis abuelos guardaban para un futuro uso. En un tiempo, tuvo sentido tal previsión. Los ochentas en el Perú fueron tristes: la inflación y la violencia terrorista nos hacían sentir vulnerables. En las calles se veía pobreza y se sentía ansiedad. En los años más difíciles, la moneda se devaluaba; así que el dinero que uno poseía para comprar algo, luego de unos días, no servía para nada, es así que era comprensible la aprensión por las cosas. Mi abuelo hizo de viejas baterías de auto macetas para sus plantas medicinales. Las mismas botellas plásticas que tuvieron que ser usadas para aplicarle suero en sus últimos días de vida, mi abuela las usó también para cultivar plantas. Mi curiosidad me llevaba a buscar entre las cosas de mis padres y abuelos, objetos de un tiempo pasado. Estaban ahí como una muestra de épocas de incertidumbre que nunca viví o recordaba poco.
Con el pasar de los años, observé que las cosas guardadas ya no tenían razón para mantenerlas en los cajones. La situación económica y social del país fue mejorando y para cada necesidad, había dinero para satisfacerla. Los objetos almacenados pasaron de ser una alternativa para la carencia a ser recuerdos. Se generaba un conflicto al momento de decidir si debía echarlas a la basura porque las veía como un testimonio de la vida pasada familiar.
Una frase que me llevó a recolectar objetos con los que me encontraba sin necesidad de buscarlos, fue cuando a los veinte años visité el Instituto Riva-Agüero. Quería de alguna manera colaborar en una actividad donde hubiera libros. Me indicaron que necesitarían manos para recopilar los documentos de este político e intelectual peruano ya que ellos custodiaban sus archivos. Miré varias cajas repletas de papeles. Cuando pregunté sobre lo que ahí había, las bibliotecarias me dijeron que eran innumerables recibos, facturas, notas, certificados y otros documentos. Yo les pregunté que por qué Riva-Agüero guardó todo eso, y una de ellas me respondió: “Es que tenía sentido de la historia. Si tú observas la dirección de este recibo y el lugar al que perteneció, puedes saber qué había en tal lugar en el año en que vivió Riva-Agüero”. Esa reflexión inoculó en mí la necesidad de también dar de mi parte para dejar un testimonio de mi paso por este mundo. Así que de vez en cuando guardo un volante, publicidad, boleto de bus, recibos de compra, envases de galletas o de cualquier golosina que me parezca curiosa, etc. Esto lo hago con la finalidad de que si algún curioso desea saber algo de la época en la que existí, estas aparentes naderías le darán una idea de cómo funcionaba mi sociedad. Puedo afirmar que es un tipo de coleccionismo involuntario, motivado por la idea de no desaparecer del todo para las generaciones posteriores.
Quizás lo más importante será dejar una señal del valor que ciertas cosas tuvieron para mí porque cuando uno ya no esté presente, eso mismo que significó tanto, para los ojos ajenos serán solo objetos sin sentido que terminarán en un tacho de basura u ofrecidos al mejor postor. Y si bien algunos serán cotizados a altos precios por la rareza de su existencia, el valor económico que tendrán, distará del real aprecio por el que uno los conservó.
El coleccionar objetos da pistas de lo que más nos impresionó del mundo que vivimos. Nuestro hogar confiesa en las cosas acumuladas, un museo de las ideas, emociones, estética o los más efímeros entusiasmos.
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