Carlos E. Luján Andrade

La necesidad de perennizar nuestra visión de la realidad es una condición casi innata de la naturaleza humana. Tales testimonios atraviesan el tiempo y son la muestra de los diferentes mundos que la humanidad ha vivido. Los libros representan eso. Cada volumen escrito es una perspectiva muy personal de aquello que ha visto un individuo en su existencia.
De niño me gustaba jugar en una escalera de cemento a medio construir. Esta se encontraba flanqueada por paredes a las que les faltaba el tarrajeo. Así que me sentaba en los escalones a observar la superficie irregular de los ladrillos y el cemento seco que sobresalía. Era un pequeño ecosistema donde se podía hallar arañas y otros insectos que usaban dicho lugar para construir sus nidos. Sin embargo, entre todos esos ladrillos, destacaba un trozo de madera rectangular colocado verticalmente y encajaba perfectamente entre toda esa construcción noble. No era grande. Era casi la mitad de un bloque de ladrillo. Su superficie era áspera atravesada de arriba hacia abajo por ranuras, y justo en el medio, estaba insertada una pequeña semi-argolla. A pesar de buscarle una función a tal enigmático objeto, nunca supe para qué se colocó tal pedazo de madera y menos el trozo de metal. Como esta era parte de una casa que mi abuelo construyó, y él ya había fallecido, imaginaba alguna razón misteriosa que ya no se podría descubrir. Pero lo primero que vino a mi mente fue que era como una pequeña puerta. Varias veces imaginaba que la abría. Con mis pequeños dedos sujetaba la argolla e intentaba jalarla hacia afuera con la ilusión de que algún día esta se abriera. Y a pesar de que nunca lo logré, sentado en el escalón, fantaseaba en lo que podía haber detrás de esa pequeña puerta imaginada. De niño, nuestras preocupaciones son pequeñas pero acorde a nuestro tamaño, son tan grandes como las que tenemos de adultos. Así es que cuando deseaba salir del presente, me sentaba en ese escalón, observaba el bloque de madera y comenzaba el escape de la realidad. La sensación de confort era inmediata.
Narro este episodio de mi niñez porque al comenzar a tener el gusto por la lectura años después, empecé a recolectar los libros y revistas que encontré desperdigados por la casa, y los ordené en un viejo aparador simulando una pequeña biblioteca. Al observarlos, tuve la misma sensación de estar siendo testigo de pequeñas puertas colocadas en una también pequeña habitación de un solitario tercer piso. Dichos libros hacían que un espacio reducido parezca infinito. Por las tardes, paseaba mi vista por los libros en fila y releía los títulos, primero imaginando de lo que podrían tratar tales tomos. Sea del tema que sea, despertaba mi curiosidad por lo que trataban. Cuando me animaba a abrirlos, no siempre comprendía lo que ahí estaba escrito y eso aún me parecía más misterioso y apasionante. Era un asomarse por una puerta en la que solo la cabeza y un brazo atraviesan el dintel y se observa tímidamente un mundo desconocido. Poco a poco las palabras comenzaron a darme sus significados y lo que se percibía nebuloso, ahora ya era más claro y me invitaba a ir cada vez más lejos. Las habitaciones se hacían más grandes porque cada libro ofrecía una interpretación del mundo pasado y presente, entendible o con indicios de que algún día lo podría comprender.
Entonces, un lugar repleto de libros es infinito. El vértigo sentido al estar cerca de ellos es porque la construcción de diferentes realidades sobrepasan la imaginación propia, tomando en cuenta que las artes y la literatura son como una bitácora de un alma transitoria que desea dejar una prueba de su paso por este mundo. Si es cierta la idea de que estamos solamente de paso y el cuerpo es un vehículo que hace posible la experiencia de la vida terrenal; entonces, las manifestaciones literarias y artísticas son la confesión de cómo vimos este mundo según nuestra experiencia. Es decir: ver, observar, analizar, concluir y plasmar. ¿Hay alguna verdad en esa visión? Solo para los espíritus afines. Cada cual toma estos testimonios y los hace suyos o no. ¿Acaso no hacemos eso con las pruebas arqueológicas de civilizaciones desaparecidas? ¿Qué terminamos concluyendo cuando desciframos sus enigmáticos símbolos? Que podremos tener un indicio de cómo entendían su entorno, aunque jamás lo lleguemos a conocer a plenitud. Hacerlo nos hace explorar aún más los límites de la conciencia humana porque el presente no es suficiente. No podemos conocer nuestra propia condición con lo observado en este tiempo, sino que se deben abrir las puertas del pasado, que en realidad son las puertas de la conciencia y mente de los diferentes seres humanos que ordenando sus pensamientos en arte y literatura, nos han heredado una visión de su mundo.
No he perdido la costumbre de ejercitar la imaginación cuando estoy ante un libro. Al verlos colocados en los anaqueles, observo miles de extrañas puertas que esconden la conciencia y la multiplicidad de universos que contienen. Confesaré que tengo una imagen más. Que aquel joven individuo que observaba desde afuera esos enigmáticos tomos, hace mucho que entró en alguna de esas puertas y no volvió a salir jamás; y así sucesivamente a otros y otros libros más. Al final, uno se ha perdido en un laberinto de universos y quién sabe si ahora vivo dentro de la conciencia de un hombre del pasado, pues existo con sus paradigmas y con el orden que imaginó para las cosas de este mundo. También podemos volver de ellos, escapar de esas puertas y entrar en otras. La vida está en ampliar aquel universo en el que decidimos alojarnos para así ser eternos.