Invasión (XVII)

Maxence Van Der Meersch







CAPÍTULO VIII

I

De vuelta de Bruselas, adonde se vio obligado a seguir la retirada alemana, Pascal Donadieu supo que su padre había muerto. Su madre recibió con pocas horas de intervalo dos telegramas:

«Simón Donadieu gravemente enfermo».

«Simon Donadieu muerto».

Tres horas tardó Donadieu en atravesar la región de Calais y treinta y dos en ir de Lille a París. Fue aquel un viaje interminable, hecho en trenes repletos de gente y con los cristales rotos, atravesando toda la campiña que había sido frente y que estaba convertida en un paisaje maldito. Al paso de los vagones, se notaba cómo los rieles se hundían en la tierra recientemente removida.

Apenas llegó a París, corrió al hospital. Pero cuando llegó, ya habían enterrado a su padre. Le entregaron con toda solemnidad un puñado de papeles y la dirección de la casa donde había vivido Simon. Era en el sexto piso de un insignificante hotel de la rue de Flandre.

Pascal se dirigió allá. Fue a pie, porque no estaba acostumbrado al «Metro» y tampoco tenía suficiente dinero para alquilar un taxi. A su alrededor bullía el París eterno y ruidoso, fatigándole con su movimiento y su algarabía. El vertiginoso e incesante desfile de tranvías, autos, taxis, autobuses y coches, fluyendo por la calzada como un río incesante e interminable, le aturdía. Los cafés estaban iluminados, rebosantes de luz, de cristales, de espejos, de níqueles. La muchedumbre pasaba y parecía arrastrarse con alocados remolinos en torno de los quioscos de periódicos, de los vendedores de flores y de las bocas del «Metro». Pasaban las mujeres jóvenes, encantadoras, empolvadas y sonrientes. Los vendedores voceaban los periódicos de la noche. Las parejas, los ociosos y los mortales felices tomaban el aperitivo detrás de los grandes cristales de los cafés. Los escaparates, rebosantes de luz, fascinantes, parecían cuajados de esplendor, mostrando joyas, pieles, perfumes, guantes, modas y lencería. Todo el lujo y el fausto de una vida brillante, ligera y fácil, toda la alegría embriagadora de la enorme ciudad del placer se ponía de manifiesto en aquella hora.

Pascal apresuraba el paso, apretando con la mano el paquete de papeles que llevaba en el bolsillo. De su mente no se apartaba el pensamiento de su padre muerto y todo aquel espectáculo le atenazaba el corazón. Y la existencia dura y sin ningún resplandor que había pasado durante cuatro años, se rebelaba en su interior contra aquella fiesta de los ojos y los sentidos. Se había vuelto un asceta. Aquellas privaciones terribles y casi sobrehumanas le habían dejado como herencia una rigidez, una austeridad puritana. Lo artificial le repugnaba, porque había sido demasiado grande el sufrimiento para aceptar aún una concepción frívola del mundo y de la existencia.

«Esto es la guerra para la gente de aquí —se decía Pascal—. Han vivido así todos estos años, acaso han sido felices, mientras nosotros…».

Pensaba en Lille, en Roubaix, Tourcoing y otras ciudades muertas. Estaban llenas de ruinas que se desplomaban, de moribundos con rostros pálidos y alucinantes. En su agrio egoísmo conservaba Pascal un odio intenso contra París, contra el resto de Francia, que había sido feliz, sin sufrir, sin ver nada. Algo en su fuero interno le decía que la gente de aquellas regiones que no habían sido asoladas por la gran tormenta, no podría comprender nunca a los individuos, y que aquello constituiría para el porvenir una fuente de incomprensión y de injusticia.

En la rue de Flandre halló el hotel. Un modesto hotel sin pretensiones, cuyo piso entresuelo mostraba algo que quería ser una apariencia de lujo; un pedazo de alfombra, una escalera con baranda de cobre y unas flores, transformándose del primer piso para arriba en una suciedad triste. Pascal se hallaba ya en el primer rellano cuando la portera le llamó con acritud:

—¿Qué quiere?
—Me llamo Pascal Donadieu y subía a la habitación de mi padre.
—¡Ah! Es usted el hijo de Simon Donadieu. Entre; entre en mi casa…

Tuvo que descender y entrar en la portería. La portera era una mujer obesa y entrada en años. Parecía muy emocionada.

—Vivía aquí. Su habitación está todavía pagada. Podrá usted dormir en ella si lo desea. Están aún sus cosas. Su padre era una excelente persona. Me hablaba de usted muchas veces. ¿Está usted solo en París? Podemos cenar juntos esta noche. Hará dar vueltas a la mesa y «le» hablaremos…

Dijo estas últimas palabras con aire solemne y confidencial, como si se tratara de algún importante secreto. Pascal comprendió que la mujer era espiritista.

Cenaron juntos. Les acompañaron a la mesa el hijo de la portera y su marido. Comieron pan, salchichón, una sopa de queso y vino tinto. Hablaron del difunto, de la guerra y del Norte. Pascal llevó todo el peso de la conversación, y los demás le escuchaban con atención. Intentó explicar lo que había visto y sufrido, pero, por más que se esforzó, solo halló pobres frases completamente triviales.

—Hemos sufrido mucho. Hemos pasado hambre… las bombas, los cañones y los boches… Les aseguro que ha sido una prueba terrible.

En el fondo, él mismo se extrañó también de que cuatro años de martirio no pudieran ser expresados más hondamente, con mayor intensidad. Trataba de dar a los que le escuchaban la sensación de la agonía sufrida y se daba cuenta de que jamás llegaría a hacerlo.

Pero era inútil. Se daba cuenta de que no lograría nunca emocionar a nadie. Todos asentían con la cabeza, pero en su gesto había algo maquinal y cortés. El hijo de la portera dijo:

—Sí… sí… Aquí también hemos sufrido hambre. También nos han bombardeado y poco ha faltado para que no llegáramos a tener también en París a los boches.

Mientras hablaba, Pascal se dio cuenta de que en sus palabras había la rebeldía, la indignación de quien se siente menospreciado. Comparar aquel París intacto, alegre, brillante, apenas deslucido por la guerra, aquella muchedumbre feliz, aquella abundancia y aquel lujo, con las ciudades invadidas, destruidas funerarias en medio de sus ruinas, de sus industrias muertas, con los pueblos donde la tuberculosis, el hambre y el frío habían diezmado la población, con sus calles donde crecía la hierba, donde se derrumbaban las casas destrozadas, con los interiores sin muebles, puertas ni cristales, sin luz y sin fuego, era tener la certeza de que los habitantes de aquellos dos mundos tan diferentes no lograrían entenderse jamás.

Dio las buenas noches a todos y se dirigió a la habitación de su padre, pequeño aposento con una cama y una maleta por todo mobiliario. La maleta estaba hecha, pues sin duda su padre había esperado regresar al hogar. Pensando en los suyos, había dispuesto en el fondo algunas latas de conserva, vino, café, algunos libros y un diccionario donde Pascal encontró algunas flores secas entre las hojas.

Se sentó en el borde de la cama y hojeó el montón de papeles que le habían dado en el hospital. La mayor parte de ellos eran boletines de hospitales, pues su padre había sido trasladado de uno a otro. Había también algunas cartas dirigidas a su hijo y que ni siquiera había echado al correo. Mientras las leía, Pascal lloraba.

Metido en un gran sobre amarillo plegado en dos, encontró un pliego escrito a lápiz, que era una especie de testamento fechado en 1916, casi borrado e ilegible, que contenía unos cuantos consejos y recomendaciones, un poco ingenuas en su gravedad; pero que traslucían la angustia de mi padre, de un hombre envejecido que presentía que no podría legar a su hijo la valiosa experiencia de la vida, sabiduría tan penosa de adquirir, e intentaba sintetizarla en un último mensaje, burda y torpemente, de una manera trágica y solemne:

Para mi hijo Pascal, si llega a ocurrirme algo:
Es necesario, hijo mío, tener mucho valor en la vida y también trabajar mucho. No tendrás derecho a adquirir una buena situación, a menos que te hayas preparado para lograrla. Instrúyete mucho, sobre todo en lo que creas que vas a destacar. No mientas nunca. Tampoco hables de política, a menos que hayas hecho de ella un oficio; pero te advierto que es ese un oficio bastante feo.
Si Alemania vence, no te quedes dentro de sus fronteras. Aprende un oficio cualquiera de mecánico o electricista, y márchate a América con tu madre para vivir con tu tío Pablo. Allí seréis más felices que si te haces alemán.
Cuida mucho de tu madre. Maldice esta guerra que nos ha separado y venera mi recuerdo como yo te he amado.

SIMÓN DONADIEU

Lenta y piadosamente, Pascal fue repasando con la punta de su lápiz la escritura casi borrada. Trataba de imaginarse a su padre escribiendo aquella carta, en aquella habitación estrecha, bajo el cielo negro de París. No pudo contener unas lágrimas que brotaron de sus ojos. Comprendió súbitamente que había perdido más de lo que se figuraba. Su padre podía haberle dado experiencia y amor, algo que, a pesar del esfuerzo desesperado de Simón Donadieu, aquel pedazo de papel nunca podría remplazar.


II

Después de su tentativa de evasión, Hennedyck cumplió cuatro meses de streng arrest en el calabozo. Estuvo muy cerca de la muerte. Sus cartas de protesta terminaron por conmover, finalmente, a las autoridades, y, terriblemente delgado, preso de una gastroenteritis espantosa y medio calvo, lo trasladaron al hospital de Beul, pequeña ciudad situada a orillas del Rin.

En comparación con la tortura de la cárcel, su nueva situación pudo considerarse como buena. Los acontecimientos eran cada vez más favorables a Francia, y la ruina del Imperio parecía precipitarse. Ante la derrota, aquellos países renanos se acordaron de cuando habían sido franceses bajo el cetro de Napoleón, y algunos alemanes llegaron a hablar de ello a Hennedyck durante su estancia en el hospital. Este, a su vez, seguía día a día la catástrofe en las informaciones de la Gaceta de Colonia. Así se enteró de la liberación del Norte, de la retirada alemana y de la revolución en Bruselas. El 9 de noviembre, abdicó el Káiser. El 11 se firmó el armisticio, y al día siguiente, por la mañana, ya estaban expuestas en la Alcaldía de Beul las condiciones escritas con yeso en una gran pizarra negra. La muchedumbre desfilaba ante ella, las leía en silencio y luego regresaba consternada a sus casas. Algunos protestaban en voz alta:

—¿Es posible que hayan aceptado esto?

Hennedyck no tardó en ser liberado y entonces habló con el tono imperativo de un jefe. El cambio fue rápido y brutal. Todos esperaban ver llegar cuanto antes a los aliados a Beul y temían las represalias. Suplicaban a Hennedyck que intercediese por ellos, y él aprovechó la buena disposición de los que hasta entonces habían sido sus carceleros para pedir algo de dinero, y luego subió a uno de los trenes que salían para Suiza. Viajó entre un tumulto de soldados ebrios e indisciplinados. Pero, al llegar a la frontera, le fue imposible seguir adelante. Suiza temía el contagio de la revolución comunista y había cerrado herméticamente sus puertas. Hennedyck se dirigió a pie hacia el Rin, lo atravesó en Saint-Louis y llegó hasta Mulhouse. Desde allí un coche militar lo llevó a Belfort, continuando luego en tren hasta París. El 22 de noviembre, por la noche, entraba en Roubaix.

Se dirigió rápidamente hacia su casa. Pero la mansión familiar estaba vacía y saqueada. La multitud había roto los cristales y los malhechores habían robado los muebles. No quedaba siquiera un criado.

Loco de inquietud, Hennedyck se encaminó a la fábrica. Penetró en el patio y a la vista de tanta desolación no pudo reprimir un temblor. Las salas del hospital no eran más que ruinas y escombros. Toda la sala de tintes se había derrumbado con la explosión que había cortado la vía férrea. Los telares estaban completamente destruidos. Y un montón de hierros retorcidos y oxidados se elevaba en su lugar hasta el techo. Hennedyck no se atrevió siquiera a bajar a las restantes naves de los sótanos. La chimenea estaba destrozada por una bomba, partida en dos.

En un rincón apenas habitable, pero menos destrozado, halló al portero. El anciano cultivaba coles de Bruselas en el talud de la vía férrea. Había convertido el patio en huerto y con el producto de aquello iba viviendo. Se asustó al reconocer a su patrono. Hennedyck le hizo ansiosamente todas las preguntas que se agolpaban en sus labios y solo con gran dificultad pudo lograr que le relatara la aventura de Emilie y su desaparición.

Durante una semana vivió como loco, sumido en la más oscura desesperación, queriendo huir de allí y retenido tan solo por la falta de dinero, durmiendo en un despacho casi en ruinas y pensando en venderlo todo a precio de terreno y abandonar Roubaix, desaparecer. Hubiera dado cualquier cosa por saber dónde estaba Emilie. Sentía la necesidad de insultarla, de pegarle y de matarla. A veces pensaba ir a Alemania, llegar hasta Berlín para buscar a Von Mesnil y abrirle la garganta. Le consumió una intensa rabia y sentía unos enormes deseos de torturar. Por eso no pudo contener un grito de alegría y de odio al recibir la carta de Bruselas.

La mandaban desde la Comisaría Central de policía Habían recogido a Emilie en un estado físico lamentable, sin dinero, medio loca, y muerta de hambre. Durante tres días se había negado a dar ningún nombre, ninguna dirección. La habían trasladado, luego, al Hospital de San Juan y pedían a su marido que fuera a verla o que, al menos, diera a conocer sus intenciones respecto a ella.

La primera reacción de Hennedyck fue una explosión de ira satisfecha, el rugido del odio ya saciado. Estaba vengado. Dejaría abandonada a Emilie a su desventura, renegaría de ella y trataría de olvidarse hasta de su nombre. Por él podía morirse, como un animal cualquiera…

Pero después fueron volviendo a su mente los recuerdos, las imágenes de un tiempo feliz y le pareció oír la llamada de aquella Emilie asustada y enferma a quien él había querido tanto. ¿Cuál sería el fin que su decisión le reservaba? ¿Moriría en aquel hospital? ¿Qué sería de ella si salía con vida? ¿Adónde iría? Sin dinero, sin amigos ni honor, podía considerarse una mujer acabada. Quizá le aguardaba el arroyo, la calle… Le pareció ver aquel cuerpo delicado, que él tanto había venerado y cuidado, manchado, prostituido, pasto de la humana bestialidad. Y entonces comenzó a sentir las alucinaciones del recuerdo. Le parecía que le llamaban los recuerdos de sus miradas, de sus palabras, de su voz dulce, siempre un poco temblorosa y velada, como ocultando una emoción contenida…

¿Por qué no verla una vez más? Solo verla… Con eso no se comprometía a nada. No estaba obligado a llevársela consigo y para su tranquilidad prefería saber lo que había sido de ella… Se repetía una y otra vez estas razones, queriendo justificar ante sí mismo la imperiosa necesidad que sentía de volver a verla.

Al tercer día se fue a la estación y partió para Bruselas. Una vez allí, se dirigió al Hospital de San Juan, donde tanto habían sufrido Verlaine y Rimbaud.


III

Desde el fondo de su calabozo, Decraemer y el abate Sennevilliers vieron llegar la victoria de noviembre.

Una delegación de obreros y soldados enviados desde Colonia por los dirigentes revolucionarios llevó a Rheinbach la orden de poner en libertad a los soldados encarcelados por deserción, traición o negativa a obedecer órdenes.

El abate, que seguía siendo Vertauesnmann, hombre de confianza del director, preguntó a los delegados:

—¿Y nosotros? ¿En qué situación quedamos?
—Hagan ustedes lo que quieran.

Cuando el rumor se propagó por la cárcel, empezó una terrible efervescencia. Se hablaba de revolución, de insurrección. El abate, cuyo antiguo prestigio se había acrecentado, hablaba de igual a igual al director, que se había vuelto cortés y sumiso llegando a discutir con él. No cabía duda de que sería peligroso dejar marchar por las carreteras hacia Bélgica a un grupo de hombres agotados, exangües, minados la mayoría por las enfermedades, pues eso sería tanto como tener la seguridad de que no volverían a ver su país. Había que organizar un tren, aprovechando los convoyes que se dirigían hacia Bélgica a buscar el resto de material alemán.

Aquellos mismos días se tuvo noticia de que acababa de firmarse el armisticio, y aquello acabó por consolidar la posición del abate.

Una de las estipulaciones era que los presos políticos debían ser liberados en su totalidad. Se vio cumplida inmediatamente, pero entonces recayó en el abate la tarea de calmar a los impacientes. Se organizaron tres grupos. El abate fue el último en partir, en el último tren —igual que el capitán de un navío—, con su amigo Decraemer, que se hallaba agotado y sin fuerzas.

Fue un viaje terrible, horriblemente largo, hecho en vagones llenos hasta los topes, con gente colgada de los estribos y arracimada en los pechos. Unos callaban, otros gritaban y otros se quejaban. Era aquella una extraña mezcla de sufrimiento, de miseria y de entusiasmo. Las últimas fuerzas de muchos moribundos se quemaban en aquella exaltación loca. Para otros, aquella osadía final se quedaría en la memoria, como una horrible pesadilla.

El viaje terminó en Lovaina. Allí acababa la línea y había que esperar varios días hasta que terminaran de tender la otra. El abate y Decraemer, que no tenía siquiera fuerzas para andar, y a quien había que sostener, como si se tratara de un inválido, pudieron acomodarse en casa de un profesor de Derecho. Este les otorgó una cordial hospitalidad. El abate prodigó sus cuidados a Decraemer, teniendo que agradecerle una vez más haberle salvado la vida.

Mas a pesar de sus desvelos por el enfermo, no dejó de buscar la manera de seguir el viaje. Se enteró que una caravana de camiones iba a dirigirse a Francia con enfermos y heridos y no vaciló un instante en solicitar una plaza para Decraemer. Se despidieron con emoción y el enfermo pudo partir, por fin, hacia su hogar.

Tres días más tarde fue organizado un tren que se dirigía a Ostende y a Francia. El abate dejó Lovaina con el resto de los compañeros de cárcel y, al día siguiente, llegaron a Ostende. Luego se dirigieron hacia Dunkerque. Pero al llegar a la frontera francesa, tanto él como sus compañeros fueron detenidos. Resultó completamente inútil que declararan su condición de prisioneros de los alemanes, pues eso no les libró de sufrir un humillante interrogatorio uno tras otro. Por lo que pudieron deducir, se les tomaba por espías que regresaban a Francia.

Vigilados por una escolta, les trasladaron a la estación de Chyvelde, camino de Dunkerque. Los soldados franceses del pelotón que les conducía hablaban del campo de concentración donde se dirigían y donde tendrían que sufrir una cuarentena física y moral, donde serían acosados a preguntas y sometidos a todas las revisiones médicas imaginables. En aquellos campos había prisioneros alemanes, evacuados de las regiones del Norte, espías, gentes que habían colaborado con el enemigo; toda la hez que la marea de la guerra había arrastrado hasta allí. El abate, al oír aquellas descripciones, se sintió indignado. ¿Aquella era la acogida de la madre patria que siempre había soñado?

Descendieron en la estación de Dunkerque y atravesaron la ciudad en grupos, avergonzados de su aspecto y bajo las miradas de la muchedumbre que los creía presos alemanes. Súbitamente, al doblar la esquina de una calle, el abate se metió en un portal y dejó que el grupo siguiera adelante. Estaba libre.

Pidió prestado dinero y una sotana a un sacerdote de Dunkerque. Dos días después estaba en Herlem, donde la anciana Berthe le acogió llena de alegría, con el pequeño Pierre de la mano. El regreso de su hijo era para ella un verdadero milagro.

Le explicó que Lise estaba encarcelada en Roubaix con la pequeña Jeanette, la hija de Fannie.


Los sótanos del Ayuntamiento de Roubaix estaban llenos de gente. Los presos se amontonaban allí de cualquier manera. Un Tribunal militar, compuesto por un oficial francés, otro inglés y uno belga, juzgaba a aquellos y a aquellas de quienes se sospechaba que habían colaborado con el enemigo.

Allí había prostitutas, traficantes de oro, delatores, obreros que habían trabajado para la Kommandantur y dueños de locales que les habían reservado sus habitaciones. También había muchos inocentes, que expiaban el odio de cualquier vecino envidioso. Un torrente de cartas anónimas inundaba diariamente los despachos de los oficiales. El método de venganza era cómodo y discreto. Del Midi, de París, de Lyon y de Evian llegaban cartas, denuncias, calumnias. Los evacuados se vengaban desde lejos. Y ver en aquellos sótanos muchos inocentes mezclados con los verdaderos culpables, por la cobardía y la maldad de los hombres, descorazonaba y asqueaba, haciendo dudar sobre las posibilidades de la victoria.

Gracias a los buenos oficios de su hermano, Lise pudo comparecer en dos días ante el tribunal. Fue declarada inocente y puesta en libertad.

Antes de marchar le preguntaron qué pensaba hacer con la niña, aquella hija de alemán que tenía consigo. El oficial belga le dijo que en su patria se habían abierto grandes hospicios dispuestos a encargarse de aquella infancia maldita. Pero Lise no quiso abandonar a Jeannette y la adoptó.

Regresó sola a Herlem, pues el abate, después de lograr que pusieran en libertad a Judith, había ido a acompañarla a un convento de Lille. Sabía que no podría regresar jamás a Herlem y soportaba con resignación el rencor general que la envolvía. Había hecho muchos favores durante la guerra, gracias a su influencia cerca de las autoridades alemanas, pero los mismos a quienes había favorecido se volvían ahora contra ella. Su padre renegaba de ella, y Estelle, cuyo marido había vuelto de la guerra, tampoco tenía demasiados motivos para desear su vuelta. Verla encerrada en un claustro era una reparación para el honor de los Lacombe. Así, como otras muchas, encontraría consuelo en la religión.

Durante algún tiempo, un gran número de mujeres invadió los conventos o casas religiosas de la región. Algunas eran sinceras y se acogían al claustro desesperadas por la marcha o la muerte del soldado alemán al que habían amado. Otras, en cambio, huían tan solo de la justicia, preocupadas por evitar el odio de sus vecinos o familiares y esperando que el tiempo echara un velo de olvido sobre su antigua vida.

En Herlem hallaron, por fin, los Sennevilliers el reposo y la soledad, la paz necesaria, el olvido de los hombres, que tanto ansiaban y que se había convertido en su único deseo. El pueblo se recuperaba lentamente. Lacombe había sido propuesto para la Legión Honor. Humfels y él acababan de marchar a la Argentina, encargados por el Gobierno de la reconstitución del ganado perdido en las regiones invadidas. Marelli, que constaba oficialmente como difunto en el Ministerio de Hacienda, tuvo que reintegrarse a sus funciones, tropezando con la resistencia de todos aquellos que habían invadido los puestos de la Administración pública durante la guerra. También acababa de recibir con cuatro años de retraso aquella orden de partida que tanto había deseado, en octubre de 1914.

Brook, el guardabosque interino, terminó trágicamente su vida. Aquel tirano rural, demasiado viejo y muy poco instruido para ser guardabosque, se vio obligado a reintegrarse a la vida civil en cuanto llegaron los primeros desmovilizados. Tuvo que resignarse a verse sin aquel adquirido poder, abandonar su quepis y su chapa y no ejercer más su autoridad. No pudo resistir aquel golpe y se colgó en su casa, prefiriendo la muerte a la pérdida de su antigua gloria.

La cantera de los Sennevilliers estaba solitaria e inactiva. No volverían a explotarla en mucho tiempo. Quizá fuera el pequeño Pierre quien remprendiera la obra cuando alcanzara la edad necesaria para ello; pero, entretanto, la cantera no era más que el punto de paseo para los enamorados de Herlem y los aficionados a la pesca de gobios y de carpas.

Emilie Hennedyck, devuelta a Roubaix por su marido, había ido a esconder su miseria y su vergüenza junto a los Sennevilliers. Y el abate podía satisfacer en los hijos de Fannie aquel instinto de paternidad que es más necesario al corazón que al cuerpo. Volvió también a reanudar sus queridas traducciones latinas.

Aparte de eso, nada había cambiado. Las casas de labor volvían a adquirir vida al compás de las cosechas. Los medios rurales habían vivido bien, comiendo y bebiendo sin sufrir casi nada, como todos aquellos que están junto a la tierra madre. Los bonos de requisa fueron cambiados por billetes de Banco. Así serían pagadas las cosechas de cuatro años. La paralización de antes de 1914 había desaparecido para dar paso a una gran actividad, a una formidable demanda de cereales. Se abría para los cultivos la era de los negocios fáciles. Y el viejo barón Des Perges, dueño de la tierra donde se asentaban todas aquellas casas de labor, era cinco veces más rico que antes de la guerra, después de aquella sorprendente y automática revalorización de la tierra que disfrutaba, sin haber hecho nada para merecerlo.

(Continuará…)

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