Fernando Morote

Rodeé el perímetro del Tennis Club. Buscaba una señal mientras hollaba las solitarias calles de la urbanización Las Mimosas, una zona residencial con poco ruido. Empujado por la necesidad de ver movimiento para pensar con más claridad, apuré el paso y caminé alrededor del Estadio Gálvez Chipoco. Ambos complejos deportivos habían sido levantados sobre los terrenos que décadas atrás ocupaban el Parque Confraternidad, que contaba con una piscina pública y una laguna donde se alquilaban pequeños botes para niños y enamorados, y el Zoológico, que pese a la selecta diversidad de animales en exhibición sólo estuvo abierto durante 8 años. Lo único que sobrevivía de esas atracciones era la hermosa casa con aires de castillo medieval, que funcionaba como centro cívico sobre una diminuta isla, a la que se llegaba por dos puentes arqueados, detrás de los cuales se elevaba un enorme molino de viento.
Regresé a mi despacho.
La comisaría de la Calle San Martín —el cuarto y definitivo local de la dependencia— ha sido mi hogar todos estos años. Nunca olvidaré el día que me recibió el Gringo Gamboa con su frondoso mostacho y sus lentes Ray-Ban, parado junto a la gruta con la imagen de Santa Rosa de Lima. Fue mi primer jefe. Vivía a dos puertas de mi casa en la quinta de Pedro de Osma, frente a las líneas del tranvía que unía Lima y Chorrillos. Era una maravillosa avenida escoltada por sólidos robles, donde los antiguos ricos construían sus estancias de verano. El departamento que ocupaba mi familia tenía los techos altos y las losetas rojas del piso estaban adornadas con diseños en forma de estrella. En la sala había unas cálidas lamparitas a ambos lados del sillón principal y una mesa de centro con dos ceniceros grandes de metal repujado. Una pequeña ventana daba al pasaje de ladrillos grises. El patio era coronado por un enorme vacío a manera de tragaluz que conectaba con el piso del inquilino de arriba. El comedor estaba separado de la sala por una puerta de vidrio con marcos de madera; la mesa y las sillas sonaban de noche, como si alguien las arrastrara en la oscuridad. Al fondo del pasillo donde se distribuían los dormitorios se encontraba el baño y la puerta que conducía a la lavandería. La cocina estaba adherida al patio donde comíamos sobre unos banquitos de madera mientras veíamos televisión. El baño era frío y estaba acondicionado con sanitarios muy antiguos, una ventana cuadrada de vidrio pavonado permitía ventilar el ambiente.
Cuando me uní a la fuerza, familiares y vecinos siempre me dijeron: “Necesitamos más barranquinos como tú”. Yo les contesté: “Algún día podré recompensar sus esfuerzos”. Sin falsas modestias, considero mi servicio a la comunidad uno de los más sobresalientes que ha visto este distrito. Mi grado de preparación, el nivel de mi condición espiritual, es algo que no abunda en el cuerpo. No ha sido fácil ganar la posición de comisario que tengo ahora. Pero esa noche no pude contenerme.
Todo empezó cuando la jarana en El Plebeyo se encontraba en su punto más caliente. El negro Cayetano vino a bromear en una forma que no era la adecuada. Esa hembra, la que andaba con el señor Colombo, era mía. En la confusión se apagaron las luces y desconectaron los micrófonos. Sólo se oían ruidos, gritos, golpes. Silletazos y varios instrumentos musicales, imagino, partiéndose en el lomo de algunos parroquianos. El tumulto fue inevitable. Se desbarató el show criollo. Una vez que salimos a la calle no me sorprendió que a esa hora hubiesen cortado el alumbrado público. Entonces el balazo en la frente fue fulminante. Sentí que la pandilla completa huyó despavorida. Mi presa se desplomó como un piano que avientan del tercer piso. Con mucha dificultad me lo cargué al hombro. Era un tipo muy pesado. Puro músculo. Huesos de acero. Llegué con él hasta la Avenida Grau y crucé al Paseo Sáenz Peña. La exquisitez de la arquitectura pasó desapercibida a mis ojos. Las calles estaban desiertas. No faltaba mucho para que empezara a aclarar. Hice una pausa en el obelisco de la Avenida San Martín. Me senté a descansar unos minutos sobre la base del monumento al libertador. Tomé un poco de aire para continuar el siguiente tramo. Desde mi ubicación pude ver en un extremo el Morro Solar de Chorrillos y en el otro las playas de La Punta. Bajé por las escaleras del mirador. Ésa fue una de las partes más difíciles. El cuerpo se me escapaba por todos lados. No encontraba la forma de sujetarlo bien. En el malecón me resbalé y caí sobre el cadáver. Me dio asco. Lo miré nuevamente a la cara y me revivió el odio. Busqué una piedra en el acantilado y le reventé la nariz. Entré en pánico. Lo agarré a patadas hasta sentir cómo se quebraban sus costillas. En un efímero arranque de humanidad intenté darle primeros auxilios, pero más bien parecía que le estaba aplicando la extremaunción. No podía dejarlo ahí. Pensé que lo ideal sería tirarlo en un lugar que hiciera sospechar de algún intelectual. Retomé la marcha y ahora lo arrastré porque ya no era capaz de cargarlo. El cielo se había puesto azul. Al pasar por los rieles del funicular pensé rodarlo cuesta abajo para que aterrizara en la pista de la Costa Verde. Seguí creyendo, por ejemplo, que si su cuerpo aparecía en el Pasaje Abregú, cerca de la casa donde vivió el escritor Abraham Valdelomar, o de la mansión del escultor Víctor Delfín, en la Calle Domeyer, la gente pensaría que se trataba de un pleito entre artistas. Sería una especie de alegoría. Me repuse y proseguí el periplo. Me sentía desfallecer. Al fondo vi la cruz de la Ermita. Cuando alcancé la capilla se me ocurrió que el mejor sitio para depositarlo era el Puente de los Suspiros, a fin de estar a tono con el espíritu bohemio del distrito. Antes de irme saqué mi navaja y le hice un tajo en el cuello. Ahí que se rompieran la cabeza con el protocolo de necropsia.
Debo reconocer que soy bastante fotogénico. Mi semblante, más allá de la natural mortificación, no evidenciaba mayores signos de arrepentimiento. No había motivo alguno para alimentarlo.
Me entregué a las autoridades como el buen ciudadano que soy.
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