Invasión (XVI)

Maxence Van Der Meersch





CAPÍTULO VII

I

Desde el mes de octubre, Emilie Hennedyck vivía en Bruselas, donde había seguido la retirada del Ejército alemán, abandonando el pequeño departamento en el que vivía recluida, despreciada y temida por los vecinos, sin ver a nadie más que a Rudolph. No había vuelto a tener noticias de Patrice Hennedyck. Sabía que había pasado algunos meses en Rheinbach y luego en un hospital. Cada semana le mandaba un paquete de ropa blanca y comida. Pero nunca le escribía. Trataba de no pensar en un posible regreso de su marido. El porvenir no le pertenecía. Vivía, como muchas gentes, encerrada voluntariamente en el presente, resignada a que la fatalidad trace su vida, en la imposibilidad de sentirse con ánimos de hacer nada, de pensar que pudiera perjudicarle o serle de utilidad. Su vida estúpida, inútil y lenta estaba obsesionada perpetuamente por iguales remordimientos, llena de insomnios, de desfallecimientos, de toda clase de males. Se daba cuenta con horror de la subordinación que en ella tenía lo físico a lo moral, de la repercusión que una conciencia agitada ejercía sobre, el equilibrio corporal. Y Von Mesnil lo comprobaba también con sorpresa, viéndose obligado a invertir sus propias teorías y a admitir que, si bien el cuerpo gobierna la salud del alma, esta hace lo mismo a la inversa con creces. Se había metido en aquella aventura sin pararse a reflexionar, divertido por la probable conquista, llevado por aquella especie de automatismo del aficionado a las mujeres, que trata de seducir y gustar instintivamente sin darse apenas cuenta del desastre que se avecinaba. La derrota de Alemania hacía sufrir a Von Mesnil, el escéptico, un dolor casi inconsciente que apenas se atrevía a confesarse a sí mismo. Sentía un odio sordo hacia todo lo que era francés, incluso hacia la propia Emilie. Además, desde el principio, aquella liaison había sido bastante precaria para él. Incluso en los momentos que se había creído sincero, había existido una duda en el fondo de sí mismo, una reserva que era producto del escepticismo de quienes han conocido demasiado a las mujeres y que saben, por haberlo experimentado, que la pasión más intensa puede curarse y que nunca se muere de amor. Como era médico, se estudiaba a sí mismo, se desdoblaba y sabía perfectamente que los entusiasmos puros del corazón y del espíritu pueden no ser en el fondo más que el sordo empuje sensual de la carne.

En su interior la razón no se ofuscaba nunca. Al terminar la guerra —y el trance se aproximaba— se abriría fatalmente entre Alemania y Francia un profundo abismo. Cualquier fusión, cualquier contacto, sería imposible durante largo tiempo. La ruptura sería fatal, necesaria.

Al principio, jamás acostumbraba hablar de aquellas cosas con Emilie. No sabía adónde la llevaba. El silencio que mantenían en una especie de acuerdo tácito les proporcionaba una especie de felicidad, que Emilie no se atrevía a romper exigiendo una explicación.

Había llegado a Bruselas a principios de octubre en el tren de las mujeres. Precedió algunos días a Von Mesnil. Lo aguardó durante dos semanas, errante como una pluma en el aire, en medio de aquella ciudad y de aquel país extranjero.

Escribió a Von Mesnil. Él no respondió, pero se reunió con ella quince días más tarde. Alquilaron una pequeña habitación en una calle modesta, junto al Palacio de Justicia, en un barrio populoso. Von Mesnil iba a verla por las noches de cuando en cuando. Tenía un trabajo enorme. Los hospitales estaban llenos de heridos. La retirada alemana se estaba convirtiendo en derrota. Y aunque no lo confesara, Von Mesnil sufría en su orgullo germánico y descargaba sobre Emilie una parte de su odio contra la raza victoriosa. Ella lo comprendía. Pero se sentía tan feliz y le estaba tan reconocida por haberse reunido con ella, que se lo perdonaba todo. En Bruselas llevaba una existencia triste, aburrida, sin esperanzas, entre la agitación de la ciudad excitada por la próxima liberación. Allí no estaban dominados ni agotados, como en el Norte de Francia, porque los alemanes habían tratado bien a los belgas, a quienes pensaban anexionar al Imperio en caso de haber salido victoriosos. Se encontraban alimentos y ropa. La impresión de ahogo que se sentía en el Norte no existía y los espíritus se mostraban rebeldes. En las paredes se veían caricaturas del comandante alemán Von Arnheim. Se decía que el Norte había sido liberado y que pronto los alemanes serían derrotados. Los ánimos hervían incluso antes de la partida del enemigo.

A principios de noviembre, Emilie salió una mañana, como de costumbre, a distraerse entre la agitación de las calles del centro. Al descender del Palacio de Justicia en dirección al palacio del rey y la Cámara de Representantes, se dio cuenta de que en la rue de Lovaina, delante del Palacio de la Nación, no había centinelas. Siguió andando. La reja del palacio estaba abierta. En el patio una gran multitud de personas, entre las que también había alemanes, estaba congregada bajo el gran balcón sobre la entrada principal. En el balcón tres hombres de uniforme vociferaban por turno. La multitud gritaba, aplaudía. Los transeúntes y los soldados que pasaban por la calle acudían a engrosar aquella tumultuosa muchedumbre.

Emilie se acercó. Los tres oradores repetían por turno el mismo discurso en alemán, en francés y en flamenco. Gritaban: «¡Muera el Káiser! ¡Los capitalistas han querido la guerra! ¡Viva la revolución! ¡Mueran los jefes! ¡Mueran los oficiales!». Prolongados gritos les respondían.

Aquella multitud se iba haciendo de minuto en minuto más nutrida, integrada, sobre todo, de elemento civil más que de soldados. La gente se encaramaba en las ventanas, en las rejas y algunos carros estaban convertidos en tribunas. Algunos hombres se habían subido sobre los cañones para oír mejor.

Súbitamente, se produjo un gran revuelo entre el público. ¡Se marchan! Todo el mundo seguía el cortejo. Soldados, civiles, niños y mujeres, mezclados y vociferando. Se escuchaba un canto indistinto. Dos o tres mil hombres descendían por la rue de Lovaina. Al llegar a la plaza de Lovaina, el torrente humano se estrechó, haciéndose más tumultuoso, avanzando como una rápida corriente por la estrecha rue de Comediens. Aquel flujo humano lo arrastraba y lo barría todo, absorbiendo a las gentes que hallaba a su paso. El torrente se hinchaba, se agrandaba, cantaba, descendiendo al azar y, sin que nadie supiera por qué, en dirección a los bulevares. La gente gritaba, bramaba, reía. Banderas rojas ondeaban sobre la multitud. Los comerciantes cerraban apresuradamente sus tiendas. La chiquillería corría a unirse al humano torrente y el estruendo de los cañones rondando sobre el empedrado atronaba el espacio con un ruido ensordecedor.

Llegaron así a los Grandes Boulevares. Emilie, en la acera, se dejaba arrastrar, deseando ver lo que ocurría. Llegaron a la vista de la fuente monumental de la plaza de Brouckére. Los grandes hoteles que habían servido de alojamiento para los oficiales estaban cerrados. Emilie, casi a la cabeza de aquel alud, contemplaba con gran interés lo que ocurría a su alrededor. El cortejo se detuvo. Dos cañones se adelantaron hasta el centro de la calle. Unos soldados los arrastraron hacia los hoteles, calzando después las ruedas. A su alrededor, personas civiles y mujeres contemplaban curiosamente la maniobra. Encima de los cañones había todavía hombres sentados. Una formidable inconsciencia inmovilizaba a aquella multitud sin inquietudes.

Emilie alzó maquinalmente los ojos hacia la blanca fachada de uno de los grandes hoteles. En aquel preciso instante, vio cómo una de las persianas del primer piso se levantaba unos veinte centímetros y asomaba algo oscuro. Ocurrió con la rapidez del relámpago. El siniestro crepitar de la ametralladora sembró el pánico a su alrededor. Se escuchó un formidable clamor de espanto. Los soldados abandonaron las piezas. Uno de los que estaban sentados a horcajadas sobre el cañón levantó los brazos, gritó y rodó por el suelo como un muñeco. La gente huyó enloquecida, golpeándose, empujándose. Fue una desbandada espantosa. En diez segundos quedó vacía la calle. Alrededor de las piezas estaban tendidos dos o tres cuerpos. Una segunda ráfaga acompañada de un seco crepitar se estrelló contra el pavimento, sin alcanzar a nadie. Desde los portales de las casas, los soldados comenzaron a disparar contra el hotel. La ametralladora enmudeció.

Emilie huyó, como los demás. A su alrededor, la gente se peleaba por alejarse antes. Recibió golpes, fue levantada en vilo, rechazada dos o tres veces y lanzada rudamente contra un muro. Cayó de rodillas, se levantó y siguió adelante. Y en medio de un tumulto indescriptible, entre violencias, gritos, brutalidades de una plebe enloquecida por un terror salvaje y sobrehumano, alcanzó la esquina de una calle, en la que se refugió jadeando.

Transcurrieron unos minutos hasta que pudo recuperar el aliento. Estaba fatigada y deprimida. No se veía casi a nadie en torno suyo. Descendió lentamente en dirección a la rue Neuve, donde halló un gentío tranquilo y extraordinario ambiente de seguridad, de tranquilidad casi increíble en un lugar tan cercano a los Grandes Boulevares. Todavía se escuchaban disparos, pero la gente apenas parecía preocuparse. Ni siquiera prestaban atención. Emilie siguió adelante, en dirección a la rue des Fripiers, entre una masa de gente que charlaba, andaba y reía. Algunos grupos de curiosos hacían comentarios entre sí. Se sabía que ocurría algo, pero todos ignoraban de qué se trataba. Se oía con sorpresa el crepitar lejano que parecía proceder de la Estación del Norte y nadie se alarmaba. Aquel fuego de fusilería, aquella revolución en un rincón de Bruselas, no atemorizaba mucho más que el anuncio de un gran incendio.

Muchos alemanes recorrían las calles. Delante del edificio de Correos, en la rue Neuve, un centinela seguía guardando la puerta imperturbable, pero a su lado, en torno suyo, a lo largo de las aceras, los demás soldados tiraban sus equipos: armas, mochilas, máscaras de gas, así como bayonetas, fusiles, correajes y cartucheras. Lo vendían todo, llamando a la gente y ofreciéndoles los objetos más inverosímiles. La población civil les rodeaba, eligiendo y comprando objetos como recuerdo. El grotesco mercado se prolongó pronto a lo largo de la rue Fripiers y de la rue aux Herbes. Desde lejos se veía a los alemanes agitar aquellos objetos y ofrecérselos a la gente. Pasaban oficiales riendo con sus hombres, alentando aquel desorden que no se atrevían a reprimir. Sin embargo, en la esquina de una calle, Emilie vio a uno de ellos que se peleaba con tres mocetones. Querían arrancarle su Cruz de Hierro y su charretera. Una mujer trataba de separarlos, tirándole del brazo y sollozando:

Komm, Karlt, komm

Muy cercanos sonaron tres disparos. Un automóvil atravesó por entre la multitud repleto de oficiales que agitaban una bandera roja. Los soldados rodeaban el vehículo, gritando:

—¡Revolución! ¡Revolución!

Más lejos era imposible seguir avanzando. Todo un regimiento de Intendencia liquidaba sus equipos: caballos, carros, arneses, harina. Hombres vestidos de paisano iban con el fusil al hombro y otros examinaban bayonetas y cascos. Un soldado ofreció a Emilie un gran sable de oficial por diez marcos y otro una ametralladora por veinticinco francos.

—Funciona muy bien, muy bien —insistía el hombre.

Los objetos que la gente no quería eran destrozados por los mismos soldados. Parecían haber enloquecido. Fraternizaban con la población civil y hubieran abrazado a todo el mundo.

—¡La guerra terminada, terminada…! ¡Revolución…!

Unos lloraban medio locos y otros bailaban. En las ventanas de los pisos, muñecos de paja vestidos de uniforme y colgados por el cuello representaban al Káiser. La gente salía y colgaba de sus ventanas, como trofeos, las cacerolas de cobre y los objetos de bronce salvados de los registros. Y entre aquel delirio y aquella confusión un largo convoy de camiones conducidos por soldados borrachos pasaba a toda velocidad, en dirección a la parte alta de la ciudad. Los hombres ebrios vacilaban en las vueltas, como un mar de espigas agitadas por el viento; levantaban botellas, armas y banderas rojas y gritaban, dirigiéndose a la multitud:

—¡Revolución! ¡Revolución!

Emilie trató de abrirse paso penosamente. Alcanzó, por fin, calles más tranquilas y aminoró el paso, aliviada, con la impresión de que acababa de verse arrastrada involuntariamente a un cataclismo. Regresó a casa, a las dos pequeñas habitaciones amuebladas que habitaba detrás del Palacio de Justicia, situadas en el tercer piso de un edificio más que modesto, casi pobre. La ventana alta y estrecha daba sobre la inmensa escalera del ala este del enorme edificio del palacio.

Apenas hacía media hora que estaba allí, cuando llamaron a la puerta. Era Rudolph. Llevaba puesto su abrigo gris, casco y una maleta de cuero en la mano.

—¿Ya estás aquí?
—Sí —repuso él, sentándose.
—¿Por qué llevas esa maleta? ¿Te marchas? ¡Contesta!
—Sí, me voy.
—¿Adónde?
—Regreso a Alemania.
—¿A Alemania?
—Sí; tengo el tiempo justo. Creo que dentro de cinco días… Además, he recibido orden de partir.
—Entonces, ¿te marchas? ¿Dónde te veré? ¿Dónde podré reunirme contigo?

Él no respondió en seguida. Echó mano a su cartera y dijo:

—No quiero que te quedes sin recursos. Te dejaré algunos miles de marcos…
—Está bien.

Dejó el dinero sobre la mesa y vaciló.

—Toma —dijo—, toma…

Emilie repitió:

—¿Dónde te veré, Rudolph?

Von Mesnil se dio cuenta de que ella no comprendía y murmuró:

—¿Dónde me verás?
—Sí.
—Pues…, no sé… ¿Estás segura de que podremos vernos, Emilie?
—¿Cómo?
—¿Dónde esperas poder verme?

Emilie palideció y contestó:

—Yo… no sé…, tú debes decirme dónde… En algún lugar de Alemania, donde quieras… Sabes que iré adonde sea preciso, no tienes más que decírmelo…

Von Mesnil agitó la cabeza.

—Emilie, ¿es que no comprendes? Hemos sido vencidos, la guerra ha terminado. Durante mucho tiempo estarán rotos todos los lazos entre franceses y alemanes. Transcurrirán veinte años antes de que se restablezcan las relaciones, los intercambios. Ni el alemán en Francia, ni el francés en Alemania podrán vivir tranquilos. No sé, no veo la manera…

Ella le interrumpió brutalmente:

—¿Qué quieres darme a entender? ¿Adónde quieres ir a parar?
—¿Qué quieres que te diga, Emilie? He venido a despedirme de ti. Es preciso que nos despidamos.
—¿Despedirnos? ¿Separarnos? ¿Estás loco? ¡Desvarías! ¡No quiero separarme de ti! Te amo y permaneceré a tu lado, te seguiré, me marcharé contigo. No quiero vivir aquí, sin saber dónde podré volver a verte ni cuándo… Dime dónde debo ir. ¿A Suiza? ¿A Holanda? Tú mismo me hablaste de América del Sur… Responde, responde cualquier cosa.

Le cogió del abrigo, zarandeándole, apretándose contra él.

Von Mesnil respondió con dulzura:

—Sabes perfectamente que es imposible.
—¿Imposible? ¿Por qué?
—Te repito que es mejor que nos despidamos.
—Estás loco.

Él no respondió.

—¿Y todo lo que me prometiste, lo que juraste? ¿Todo aquel amor, aquella ternura? No creo que entonces mintieras. Dijiste, prometiste…

Él levantó la cabeza y sus palabras traslucieron su escepticismo.

—Se juran tantas cosas…
—¿Qué dices?
—Jamás pensé que pudieras llegar a creerlo…

Emilie lo contempló con estupor. Ante ella se revelaba un hombre nuevo, un desconocido, desenmascarado repentinamente. Murmuró:

—¿Y eres tú quien me lo dice? ¿Tú? ¡Imposible!
—Verdaderamente, Emilie, no creo que llegaras a creer que una aventura tan equivocada como la nuestra tuviera otro fin que este. Al fin y al cabo, estás casada. Hubieras debido reflexionar y no dejarte arrastrar por la fantasía. No soy completamente responsable de lo ocurrido. ¡La imaginación de las mujeres!

Ella siguió contemplándolo con asombro. Súbitamente, gritó:

—¿Entonces, me has mentido, me has traicionado, te has burlado de mí?

Von Mesnil se encogió de hombros.

—¿Cómo pude pensar que te lo tomarías todo al pie de la letra? Las palabras, las promesas vagas, toda esa mascarada no es más que el telón de fondo de la felicidad. Se sabe perfectamente que son artificiales y se aceptan; eso es todo. Además, es posible que al hacerlas fuera sincero. Se cometen tantas locuras… Pero he sabido detenerme a tiempo.

Se interrumpió unos segundos y luego prosiguió:

—Creí que me habías comprendido. Creí que me había dado a conocer lo suficiente para que no esperaras nada de mí…

Ella siguió contemplándolo con odio y temor. Súbitamente, exclamó con brutalidad:

—Es cierto; eres alemán.
—¿Qué dices?
—Que eres de esa raza maldita que ha atraído sobre su cabeza la ira divina y que será castigada.

Él palideció de rabia y de vergüenza. La cogió por la muñeca y gritó:

—¡Cállate!

Emilie se desasió violentamente.

—¿He acertado, Rudolph? En realidad, parece que amas algo a tu Alemania. Por eso estás siendo castigado en tu orgullo. Sí; es eso lo que te hace sufrir. De haber sido vencedor, quizás hubieses permanecido a mi lado. Pero, al resultar vencido, me rechazas, tu orgullo te aleja, recuerdas que soy francesa y que los míos te han vencido. ¿Verdad que he acertado?
—¿Callarás de una vez?
—¡No! ¡No! Estás siendo castigado en tu orgullo. ¡Márchate! ¡Vuelve a tu Alemania! Ya has causado bastante daño, como todos los tuyos. Has hecho la guerra a tu manera, sembrando la ruina, la afrenta y el destierro. Me has robado la felicidad, la vida, cubriéndome de vergüenza, embruteciéndome hasta el fondo de mi ser. Conoceréis el hambre y la ruina, el peso de los vencedores en vuestras ciudades, en vuestra riqueza. Tendréis que soportar que nuestros soldados besen a vuestras muchachas. ¡Ojalá pueda veros un día pidiendo clemencia a nuestros pies, ser testigo de cómo os matáis y destruís a vosotros mismos, cubriendo la tierra de víctimas y de proscritos! Y a ti, Rudolph, hombre sin ideal, sin fe, libertino, destructor de almas, solo te deseo una cosa, una sola cosa: que veas envuelto en llamas, anegado en sangre y arruinado a tu maldito país y que mueras a tu vez. ¡Vete!

Le escupió al rostro. Él retrocedió y se limpió lentamente la mejilla. Sus facciones parecían las de un muerto.

Emilie se alejó, encerrándose en la habitación del fondo. Él se acercó a la puerta. Llamó casi humildemente:

—Emilie, Emilie…

Pero ella no respondió. Maquinalmente, Von Mesnil volvió al centro de la pieza, se enjugó el sudor de la frente, arregló delante del espejo su cuello de oficial y se golpeó ligeramente las mejillas para que la sangre volviera a ellas. Salió y descendió lentamente la escalera de caracol. Le parecía seguir oyendo aún la furiosa imprecación de Emilie.

Una vez en la calle, dio algunos pasos y se detuvo repentinamente. Delante de él, a algunos metros, en un cruce, pasaba un grupo, mejor dicho, una cuadrilla de soldados. Iban con el uniforme desabrochado, la mayoría sin armas, tirando de unos carros, cantando, empuñando banderas rojas, seguidos de oficiales que cantaban con ellos, arrastrando carros cargados de botín. Símbolo de una Alemania a la deriva, de un pueblo acabado.

Von Mesnil permaneció inmóvil, contemplando el sorprendente espectáculo. Sintió cómo su corazón se desgarraba. Lágrimas de rabia llenaban sus ojos y su rostro estaba congestionado. Se precipitó sobre los oficiales. Pero un grupo de soldados lo había visto avanzar. Le detuvieron, lo rodearon. Un enorme bávaro adelantó hacia su pecho una mano velluda y larga para arrancarle la Cruz de Hierro.

—¡Camarada oficial…!

No siguió hablando. Von Mesnil retrocedió. Todo lo que había de fe, de orgullo y de generosidad en aquel hombre que se había creído escéptico inundó su corazón en una ola de sangre. El cañón de su «Browning» tocó la barbilla del bávaro. El disparo hizo saltar los sesos del hombre.

Emilie se había echado encima de la cama, con la cabeza en la almohada y los ojos cerrados. No había oído siquiera la marcha de Rudolph. Las lágrimas la sofocaban y se sentía morir.

De pronto, sonó un disparo en la calle, seguido de un griterío y otros disparos. Tuvo un presentimiento horrible, abrió la ventana y se asomó. Al final de la calle, un grupo rodeaba algo y una cuadrilla de alemanes se alejaba cantando. Bajó rápidamente la escalera. El grupo era muy compacto y apenas pudo abrirse paso.

—Un boche… ¡Le está bien empleado! ¡Pobre hombre!

A codazos pudo llegar a la primera fila. Reconoció inmediatamente el cuerpo que estaba tendido en el suelo. Se precipitó sobre él y en medio del grupo hostil, arrodillada, sollozante, sostuvo aquella cabeza amada, gritando, llorando, gimiendo:

—¡Rudolph! ¡Rudolph! ¡Soy yo…! ¡Responde! ¡Soy yo…!

Pero él ya estaba muerto.

En torno suyo, la multitud parecía cada vez más exasperada. Cayeron algunos golpes sobre Emilie. La arrancaron brutalmente del lado del cadáver y a puntapiés, a puñetazos y a empujones la alejaron de allí. Llovieron las injurias y los golpes, mientras recogían el cadáver de Von Mesnil, aquel hombre que había tenido a gala no creer en nada y que había muerto por defender un símbolo, una idea…


II

Alain, Bidard y François abandonaron Prémesques el 30 de setiembre de 1918 con todos los trabajadores forzados del campamento. Los alemanes se llevaban en su retirada a todos los hombres de la región. Reunieron así en Lille, en la ciudadela, una enorme multitud de habitantes de la ciudad, forzados a retroceder hacia Bruselas. Los dos primeros y Bidard comenzaron entonces su accidentado viaje a través de Bélgica, en compañía de cuatro estudiantes con los que habían trabado amistad en la ciudadela. Lograron hacerse con un pequeño carro alemán al que pusieron la inscripción «BKK6». Bidard, que era poeta, lo rebautizó con el nombre de La Golondrina. Al principio, lo arrastraron por turno, pero luego «encontraron» un asno. Otras cuadrillas poseían carruajes franceses, sacados, asimismo, de la ciudadela y marcados con la inscripción «433o R. I.». Tiraban de ellos bueyes y hombres. Y así se lanzaron a través los campos, dirigiéndose hacia Bruselas a través de la región ondulada que forma el límite entre Francia y Valonia. Al principio, fueron bien acogidos en todas partes, pero luego la región fue volviéndose hostil. Los habitantes hablaban el flamenco. No era posible entenderse bien con ellos. Estaba extendido el robo y el pillaje. A veces, tenían que abrirse paso a la fuerza hasta una casa o una granja para dormir. Alain, nombrado jefe de la cuadrilla, tenía seis hombres a sus órdenes y lucharon dos o tres veces con campesinos. Un gendarme alemán quiso quedarse con el burro y ofreció un buey a cambio. Ellos rehusaron. El gendarme tenía un revólver, pero ellos eran siete. Lograron pasar. Otro quiso obligar a la cuadrilla a que desmontara un hangar de aviación. Y también lograron pasar.

Una noche, llegaron a Audenaerde. La pequeña villa estaba invadida por una tumultuosa multitud de evacuados. Alain buscó inútilmente un lugar donde alojarse. Decidieron ir más lejos y, a pesar de la fatiga y la oscuridad, se pusieron en marcha. El asno había llegado al límite de sus fuerzas y hubo que arrastrar el carro. Alcanzaron finalmente un pueblo en la orilla izquierda del Escalda. De nuevo se vieron obligados a abrir por la fuerza la puerta de una posada, a exigir paja y a instalarse como en un país conquistado. Establecieron turnos de guardia y así pasaron la noche.

Durante la noche, una ola de evacuados invadió a su vez el pueblo. Y a la mañana siguiente, cuando Alain fue a informarse, se enteró de que iba a organizarse un servicio de suministros para ellos.

Vivieron allí doce días. Terminaron por hacerse amigos de los posaderos donde se habían albergado a la fuerza, compartiendo con ellos el racionamiento. Pero una mañana, el burgomaestre fijó un bando en las paredes del pueblo; por orden de la Kommandantur, todos los emigrantes debían ponerse en marcha hacia Bruselas.

Alain no quiso que partieran. Permanecieron escondidos en la posada, mientras todos los hombres se marchaban. Así, pudieron enterarse a la mañana siguiente que la Kommandantur no había ordenado absolutamente nada. Todo era una estratagema del burgomaestre, deseoso de librar su Municipio de aquellas molestas cuadrillas de pillastres.

La orden de la Kommandantur no apareció hasta tres días después. Aquella vez fue oportuna. Era imposible permanecer más tiempo allí. Decidieron partir, y remontando el Escalda sin atravesarlo, salir al encuentro de los ejércitos aliados. El plan fue de Alain. Abandonaron el carro, llevaron consigo lo que les fue posible y partieron a lo largo del río en la mañana del 25 de octubre. No iban muy de prisa.

Al mediodía se detuvieron a comer en la posada de un herrador. A media comida, llegó un regimiento alemán que se batía en retirada, completamente derrotado. Alain, Bidard y los demás huyeron, ocultándose en un pajar, encima del establo. Hacía allí un calor insoportable y se vieron obligados a quitar algunas tejas para poder respirar. Por los intersticios de los tablones veían el patio, del que se elevaba una algarabía terrible. Los alemanes invadieron la casa, vaciaron sus carretas, mataron un buey y encendieron una enorme fogata que alimentaron con las astillas de un mobiliario robado. Subieron un barril de cerveza de la bodega, lo desfondaron y empezaron a beber y a cantar. Sobre una carretilla había un gran piano vertical que un oficial aporreaba con toda su fuerza. Los pedazos de buey iban asándose lentamente y los soldados disparaban al aire salvas de fusil y de revólver. Destrozaron los cajones y los carros, pegaron fuego a una motocicleta y echaron a la hoguera uniformes, muebles, todo lo que encontraron. Persiguieron a los habitantes de la casa, atemorizados, besando a la mujer y a las hijas.

—¡Guerra terminada, Madame! ¡Los ingleses en seguida aquí!

Las obligaron a bailar y a beber a la fuerza, mientras la hoguera del patio tomaba proporciones enormes. La bacanal fue haciéndose cada vez mayor. Alain y sus compañeros se preguntaban si el fuego no prendería en el establo. Pero tampoco se atrevían a bajar. Aquellos borrachos podían igual fusilarles que besarles. La orgía duró toda la noche, entre gritos, una música infernal, peleas, riñas y bailes. Continuamente iban llegando nuevos grupos que fraternizaban con los primeros. Tiraban las armas, se besaban, empezaban a beber, a bailar, a gritar, soldados y oficiales, todos mezclados en medio de un horrible tumulto.

Al amanecer reanudaron la marcha sin haber dormido. Se alejaron en dirección al Escalda, en forma de rebaño, sin armas, agotados y borrachos. Hasta una hora después, Alain y sus compañeros no se atrevieron a bajar del pajar. Cuando se alejaban de la posada devastada, vieron aproximarse en la lejanía nuevas fuerzas. Un regimiento alemán que se batía ordenadamente en retirada, en columna de a cuatro, con el fusil en bandolera, con orden riguroso en silencio y flanqueados por sus oficiales. Era aquel un engranaje intacto de la maravillosa máquina que estaba siendo descompuesta y destruida. Después del espectáculo presenciado hacía poco, resultaba sorprendente aquella disciplina, aquel orden y aquella rigidez del regimiento en marcha. Se llegaba a pensar en algún gigantesco organismo en el que, por extraña casualidad, algunas partes hubieran permanecido intactas y sanas, en medio de la descomposición general. Sobre sus cabezas silbaron algunos obuses. A su espalda tronaba un cañón y desde el cielo les vigilaba un globo cautivo.

Alain y sus compañeros reanudaron la marcha en dirección al tronar del cañón. Siguieron el Escalda. Atravesaron húmedas praderas y estanques llenos de juncos y de agua verdosa. Procuraban siempre andar al abrigo de arbustos y de árboles. El tronar del cañón se hacía cada vez más intenso y cercano. Los obuses silbaban en el cielo, sin que pudieran adivinar de dónde procedían. Cuando el estruendo se hacía demasiado fuerte, se tumbaban unos instantes en alguna zanja y volvían a reanudar su marcha. Terminaron por atemorizarse de verdad. Alain y Bidard conservaban su sangre fría, pero François y los demás querían huir y volver a Audenaerde. La línea de fuego estaba cada vez más cerca. Aquel estruendo semejante al de una fragua aumentaba a cada segundo.

Corrían con la cabeza entre las manos después de haberse desprendido de todos los paquetes, las mochilas, los morrales. Los más jóvenes no podían reprimir su temblor.

Fue preciso detenerse. Estalló una granada a pocos pasos. Se echaron al suelo, sin osar levantarse en largo rato. Súbitamente, salieron tras un seto unos hombres con uniforme azul, que empuñaban el fusil. Detrás de ellos tronaba la artillería invisible.

—¡Los franceses! —gritó Bidard.

Alain se quitó su camisa caqui y la hizo ondear con todas sus fuerzas como una bandera. Los demás hacían gestos a su alrededor, gritando, aullando, llorando a la vez. De un bosquecillo próximo salió algo desconocido. Una masa de acero que avanzaba arrasando todo lo que hallaba a su paso, aplastando los matorrales como un enorme animal: un tanque. Se adelantó hacia ellos con un enorme rugido y tuvieron que contenerse para no huir corriendo. El tanque se detuvo y de su interior salió un hombre, un oficial francés.

Le rodearon alborozados, cogiéndole las manos.

—¡Mi teniente! ¡Mi teniente! ¡Franceses! ¡Somos franceses!

Le abrazaron, le besaron, le mojaron con sus lágrimas. Él se desasió con expresión a la vez contenta y disgustada.

—Sí, sí… Todo esto está muy bien. Pero ¿qué hacéis aquí?

Se lo explicaron todos al mismo tiempo, confusamente. No comprendió nada. A su alrededor se deslizaba la ola rápida y tumultuosa de la línea de fuego; tanques, infantería, fuerzas de ametralladoras. Todo aquello avanzaba como una marea. No hallaban resistencia y el avance era de veinte kilómetros diarios.

Llegaron unos camiones, rodando a campo traviesa y oscilando como navíos. El oficial hizo detener al conductor de una camioneta. Ordenó a los siete muchachos que subieran a ella y el camión dio media vuelta, retrocediendo hacia retaguardia. Dos soldados sentados en el interior guardaban aquella carga.

Se detuvieron en el patio de una casa de labor. Descendieron del camión. Les condujeron ante un capitán que había habilitado su oficina en el comedor de la casa.

—¿Espías? —preguntó.
—¿Espías? ¿Nosotros?
—Su documentación.

Nadie tenía ningún documento. Rebuscaron en sus bolsillos, no hallaron más que tarjetas alemanas, papeles de la Kommandantur. Después de cuatro años, nadie tenía otra cosa.

—Sí, sí —dijo el capitán—. Ya lo veo… Me entran ganas de mandaros a los siete al paredón.
—¡Mi capitán! —suplicó Alain—. Espere algunos días; infórmese de nosotros, le juramos…

Estaban horrorizados. ¿Habrían sufrido tanto, habrían luchado durante tanto tiempo para que los mismos franceses los fusilaran? ¿Morirían estúpidamente en el momento final? Los siete se echaron a llorar.

Hurgaron en sus bolsillos, tratando de acumular pruebas, sin convencer al oficial. Finalmente, por milagro, uno de los estudiantes encontró en su bolsillo una antigua tarjeta del Instituto Industrial del Norte, con fecha de 1913. Aquello convenció al capitán. Declaró:

—Está bien. Voy a interrogaros por separado y sin que podáis consultaros de antemano. Si la declaración de uno de vosotros difiere de la de los demás, os fusilaré a todos.

Les encerró por separado, interrogándolos uno tras otro.

Alain, jefe de la cuadrilla, fue el último. Pasó minutos terribles. Contó la verdad. Nunca había tenido tanto miedo de equivocarse, de olvidarse de algo. ¡Se presta a veces tan poca atención a lo que va ocurriendo! En aquellos momentos su vida dependía, precisamente, de su buena memoria y por eso hizo la declaración como si se estuviera confesando, hurgando, sondeando en su memoria y palideciendo cuando llegaba a algún punto del que guardaba confuso recuerdo.

—¿Eso es todo? —le preguntó el oficial.
—Es todo.
—¿Estás seguro de que no tienes nada más que decirme?
—Yo… Mi capitán, no me acuerdo de nada más…
—¿Estás seguro de que tus camaradas no han dicho otra cosa?

Alain sintió que le invadía un sudor frío.

—No, mi capitán… No he dicho más que la verdad… Si mis amigos han dicho otra cosa, se han equivocado… ¡Dios mío, es horrible!

Y faltándole súbitamente el valor, se echó a llorar.

—Está bien —dijo el oficial.

Garabateó algo en un papel y luego se lo entregó a Alain.

—¡Te has escapado por muy poco, muchacho! ¡Aquí tienes tu salvoconducto!

Nunca les había parecido la vida tan bella como a lo largo del camino que les condujo a Avelghem, ya completamente libres. La región estaba vacía y desierta, las casas saqueadas y los pozos llenos de siniestros avisos: «Contaminado». No habían comido desde el día anterior. No sabían lo que hallarían en Roubaix, en el Norte. Pero acababan de escapar a la muerte y la guerra había terminado.

A la entrada de una casa, poco antes de llegar a Avelghem, vieron a un soldado francés.

—Un francés. Un francés.

El soldado les hizo entrar en la casa a los siete. En el interior había un sargento y una docena de soldados que estaban comiendo un estofado de carnero rociado con vino tinto. ¡Qué delicioso! Se repartieron la comida. Los siete comieron y bebieron a placer, desquitándose de una abstinencia de cuatro años, cuatro años sin carne, sin patatas, vino ni alcohol. Pronto estuvieron los siete terriblemente excitados y fuera de sí Cantaron la Marsellesa y se cansaron de gritar arrebatados de entusiasmo. Era la juventud demasiado contenida y que ahora estallaba con toda su fuerza.


Alain llegó a Roubaix el día siguiente. ¿Qué haría? ¿Qué encontraría en Roubaix? ¿Qué habría sido de su madre? ¿Y los pequeños? ¿Cuáles serían las nuevas condiciones de vida que todos los hombres de buena voluntad se proponían establecer después de la guerra? ¿En qué condiciones se podría trabajar? ¿Lograría readaptarse, civilizarse de nuevo? Y en caso de conseguirlo, ¿cuánto tiempo seguiría llevando en su rostro las huellas de aquella ruda existencia? Sería muy duro volver a rehacer un mundo de paz.

A medida que se internaba en Roubaix, iba apoderándose de él una sorda angustia. Encontraba a la ciudad resucitada, llena de soldados, de ingleses, franceses; gentes que corrían y vehículos que circulaban rápidamente, transportando víveres y dando animación a las calles. Por doquier los comercios volvían a abrir sus puertas y se veían muchas tiendas de antigüedades, cuchitriles instalados de cualquier manera con grandes letreros que anunciaban: «Compro y vendo toda clase de artículos».

Llegó a L’Epeule. Vio algunas caras familiares, pero nadie lo reconoció. La lucha le había convertido en un hombre, le había dado un aspecto más viril. Al llegar a la entrada de la callejuela, un extraño presentimiento le sobrecogió. Súbitamente, se reprodujo en su mente el recuerdo de la terrible noche de su evasión de Prémesques, cuando había acudido en busca de asilo y se había visto obligado a regresar poco después. Haciendo acopio de valor, siguió andando. La puerta de la casa, despojada de su cerradura de cobre, se abría por medio de una cuerda. La empujó y entró en la cocina de Félicie, una cocina que a duras penas reconoció; desnuda, sin mobiliario, sin escalera. Una escalera de mano comunicaba con el piso superior. No había alacena, puertas ni tablones.

Se asomó al patio y gritó:

—¿No hay nadie por ahí?

Oyó unos pasos detrás de él y una voz débil, una voz de anciana, que decía:

—¡Alain! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío…!

Antes de que él la hubiese reconocido, ya su madre lo había abrazado, estrechándolo fuertemente entre sus brazos.

No se había perdido nada. Empezaría una vida nueva. Volverían a rehacer su hogar, su felicidad… Se olvidarían de todo. Olvidaría el negro recuerdo de sus sufrimientos. Serían felices, felices como antes, más que antes, ahora que Alain había luchado y se había convertido en un hombre. Además, estaba aquella carta, aquella bendita carta que Félicie entregó radiante a su hijo y en la que Juliette Sancey le anunciaba su próxima vuelta y decía que no le había olvidado.

(Continuará...)

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