Ítalo Costa Gómez

¡Qué hermosa era la tele de mi país cuando yo era chico! Mi padre es productor de televisión y eso me permitió estar cerca a ese mundo desde muy pequeño. Me la pasaba moviendo pompones en el programa de Almendra Gomelsky, me sentaba a ver a los Torbellino estudiar sus libretos, me colaba en el talk show de Maritere Braschi de quién viví enamorado toda la vida. Cuando fui creciendo fui descubriendo que me apasionaba el mundo de las comunicaciones y que tenía algo de buen ojo para saber qué podía funcionar y qué no. Estudié periodismo y ya no iba a los programas de la tele y la radio a jugar sino a participar, a opinar, a aportar dentro de mi inexperiencia y entusiasmo. Son los jóvenes los que pueden hacer nueva televisión porque trabajan con amor y con la expectativa en el cielo. Para tener ideas tienes que trabajar apasionado.
También empecé a analizar los cambios que se estaban produciendo en la pantalla chica. La tele de los ochentas era muy exigente y pulcra. La tele de los noventas era buena, pero menos distinguida. La tele a partir del 2000…
Dejaron de llamar a productores que exigieran calidad en los libretos y una fuerte preparación en los artistas que existían en programas como «Risas y Salsa», «La máquina de la risa» o «El Jefecito». De pronto todo se volvió muy improvisado.
Las novelas peruanas que triunfaron en el extranjero – como «Pobre Diabla», «Isabella, mujer enamorada», «Luz María», etc. – dejaron de escribirse y emitirse para pasar a las series cortas que no exigían grandes talentos actorales ni una muy buena historia detrás. Los programas culturales como los que hacían Pablo de Madalengoitia o Marco Aurelio Denegri desaparecieron del mapa. Los programas concurso al estilo de «¿Quién quiere ser millonario?» con Guido Lombardi pasaron a ser reality shows. Los programas informativos ya no contaban con figuras de la talla de Humberto Martínez Morosini. Los espacios deportivos dejaron atrás el conocimiento, respeto y amplia cultura que demostraron periodistas como Emilio Lafferranderie «El Veco» o Pocho Rospigliosi para darle cabida a imitadores de locutor argentino que no pueden pronunciar «Gran Bretaña». Los programas infantiles como «Hola Yola» o «Nubeluz» se extinguieron porque los gerentes piensan que hacer un programa para niños implica mucha inversión y que los pequeños no compran productos y por lo tanto las empresas no pondrán su spot comercial en ese tipo de programas; ahora a los pequeños de casa no les ponen ni dibujos animados, nada. No hay.
Para presentar un programa piloto a un canal hay que tener muchos contactos y aún así no hay garantía de que un productor lo vea. Compañeros míos han grabado programas piloto con su propia plata, programas de preguntas y respuestas, espacios de danzas folclóricas, alquilando teatros, luces, cámaras profesionales. Nunca nadie les respondió, ni por cortesía.
¿Qué pasó? Creo que la era tecnológica cambió la forma de hacer televisión. Ahora se tiene que presentar algo vistoso – bonito y barato – que dé rating. No se exige más que el presentador sea de primera, ¿Para qué? Si va a presentar reportajes del Día del Pollo a la Brasa y con quién está saliendo el guapo Nicola Porcella. No piden reportajes bien estudiados y no le dan mucho chance a rostros nuevos a menos que sea para que bailen en el programa de Maju Mantilla y Tula, para que hagan bulla en el show de Gisela o si tienen parentesco con algún rostro ya consagrado.
La inversión es mínima. Les pagan sumas irrisorias a las nuevas figuras, a los actores y equipo de producción. Estas personas no se preparan como si los fuera a ver todo un país y las que sí lo hacen pues no aceptan trabajar por menos del sueldo mínimo. ¿El resultado? Tenemos una televisión mediocre, repetitiva y poco entretenida. Preferimos una serie en Netflix, ver una película en YouTube o irnos a canales extranjeros en una.
La falta de inversión en buenos escritores, dramaturgos, productores y artistas, el alto rating que consigue lo «facilito», sumado a lo indiferentes y poco exigentes que nos hemos vuelto como televidentes hace que nos den el plato sin sazonar, con la carne a medio cocer y que no saquemos ningún provecho de lo que consumimos.
La televisión peruana no siempre fue así.
Siempre podremos recordar «El valor del saber», «El tío Jhonny», las entregas de cine de Pepe Ludmir y los espectáculos musicales. No todos los programas de hoy son malos (La Voz – Perú, Yo Soy, entre otros tienen estilo y son entretenidos), pero lo que la mayoría nos brinda es para llorar.
¿Tiempos que no volverán?
Es lo más seguro, lamentablemente.