LA TOALLA MANCHADA DE SANGRE (IV)

Fernando Morote





Las rampas empedradas de la Bajada de los Baños me hicieron coger velocidad. Envuelto en el aroma de los ficus y las buganvilias, rodé hasta los Baños Municipales donde una multitud de jóvenes se lanzaba al mar en busca de olas. La plataforma de la rotonda central estaba lista para dar inicio a la orquesta y el baile.

Retorné al Puente de los Suspiros y crucé los 31 metros de la estructura de madera. A poco de culminar su construcción, pobladores de la época se encargaron de difundir la leyenda acerca del despechado joven limeño que, trepado sobre las barandas, se arrojó al vacío por el amor de una bella barranquina.

Bordeando el camino accedí al mirador que remata la punta sobresaliente del cerro. La vista y el olor del océano siempre han sido como una droga excitante para mí. El pozo de los deseos no estaba reservado sólo para los enamorados. Me asomé con respeto y lancé mi petición. Confío de corazón que sea atendida. Antes de retirarme saludé con una venia al busto de Chabuca Granda; sus valses y su garbo son parte de nuestra herencia.

No. Recorrer la escena del crimen esa madrugada no fue un sueño.


Más allá de confirmar convenios tenebrosos con directivos municipales para obtener irregularmente licencias de funcionamiento o directamente operar sin ellas, en la sección de registros y padrones encontré algunos nombres interesantes, más que nada italianos y japoneses. Pablo parecía poco interesado en el tema. No era extraño verlo en horas laborables recorriendo las playas de la Costa Verde en su arenero amarillo. Tampoco tenía escrúpulos de pasearse por la sede edil en ropa de baño y camisas hawaianas. Su padre, el burgomaestre, le garantizaba el puesto en la alcaldía. Egoavil era un apellido perfecto para su personalidad: denotaba habilidad de ego; un ego hábil que justificaba sin hesitación por qué los baños públicos, instalados detrás de la glorieta del Parque Municipal, se encontraban en estado calamitoso. El hedor a orin fermentado y materia fecal en descomposición era insoportable, pero su sueldo no corría ningún peligro.

Debido a mi interés por los antecedentes de algunos vecinos, me sugirió acudir a la biblioteca. La antigua sede del palacio municipal lucía deprimente. Los estantes vacíos, las mesas llenas de polvo y la señora del mostrador, dormida.

Salí al parque y me puse a observar detenidamente el escudo del distrito, incrustado sobre la torre de madera, debajo del enorme reloj. Noté el simbolismo del acantilado, el sol poniente y la iglesia. Y pensé por qué estarían ausentes del diseño los tradicionales molinos de viento, si el distrito es conocido precisamente como la Ciudad de los Molinos.



El chino Oshiro era uno de los habitantes más flacos de Barranco. Con su mandil blanco atado a la cintura —el lazo extraordinariamente grande— parecía un sorbete envuelto en una servilleta. Sus jugos surtidos, preparados a base de huevo, leche y algarrobina, eran una de las especialidades de su puesto establecido en la esquina de Grau y 28 de Julio. El estridente sonido de su licuadora sólo hallaba competencia en el que producía la tortuosa máquina cosedora del cojo Teodoro, que tenía una renovadora de zapatos en un espacio aledaño al suyo.

—Es que esa mujer estaba muy buena —afirmó—. Chiquita, rubia, provocadora. Qué cuerpo…Mi señora no paraba de meterme codazos para que le quitara la vista de encima. Pero le digo una cosa: por una hembra como ésa, cualquiera se muele a golpes con otro.

Mientras hablaba, su manzana de Adán se descolgaba como un péndulo haciendo saltar sus enjutas mejillas mientras sus lentes no cesaban de resbalarse sobre su nariz.

—¿Se trenzaron ahí mismo? —pregunté.
—No. Salieron a la calle. Casi todo el mundo los siguió. Se armó un escándalo.
—¿Viste lo que pasó afuera?
—No. Mi señora no quiso quedarse. Cuando vio que la cosa se ponía fea me dijo “Negro, vámonos a la casa. Va a pasar algo grave aquí y no quiero saber cómo acaba”. Lo único que alcancé a escuchar fue que uno de ellos vociferaba: “¿Por qué me obligas a hacerlo? ¿Por qué me obligas a hacerlo?”.

¿“Negro” le decía su mujer al chino Oshiro? No tuve agallas para preguntar por qué. Seguí dando vueltas.


Enzo Cuero, el dueño de la Farmacia Americana, podía ser un buen prospecto. Con un apellido así, el hombre estaba condenado desde su nacimiento a ser un truhán. Su raya al medio, tan marcada en la cabeza que la hacía ver como un libro abierto, presentaba una rigidez inusual. La gente lo conocía por sus malas mañas. En los semáforos nunca se detenía en la misma línea, se quedaba siempre unos metros rezagado para fisgonear a los otros conductores sin ser visto. Luego les metía el carro y encendía la direccional cuando ya estaba adentro. Pero eso era lo de menos. De chico robaba los pantalones a sus compañeros del colegio mientras hacían educación física en el gimnasio. Nadie lo tomaba en serio. El pobre tenía un espantoso tic nervioso. Movía el cuello para atrás y para adelante, sin parar, a toda velocidad. No era un cabeceo de sueño sino como si de pronto estuviera diciendo “sí, sí, sí” y al instante dijera “no, no, no”. Durante un campamento en Cerro Azul se acostó dentro de la carpa, pero sus convulsiones nocturnas hicieron que amaneciera con la cabeza afuera, congelada por el frío. Cuando terminó la secundaria dejó de ser gracioso. Empezó a tirar perro muerto en los restaurantes. Pedía la cuenta y le decía al mozo “ya vengo, tengo que hacer una llamada importante”; entonces desaparecía, se largaba. Después de unos años inició un ciclo de estafas a exalumnos y profesores. Recurría al clásico timo: “tengo el auto malogrado, préstame unos billetes para salir del apuro y te lo devuelvo mañana mismo”. Luego empezó con lo de la mamá muerta, la abuelita grave, el perro atropellado. Más tarde salió con lo de la venta de electrodomésticos y los seguros de vida. Poco a poco fue creciendo y perfeccionándose. Implementó un repertorio de tácticas. Hasta embaucó gente con lo de las visas a Estados Unidos. Ahora se dedicaba a adulterar las medicinas. No sé cómo acabó de boticario.

Tenía que conseguir un hueso menos duro que ése.


De la pérgola situada junto a la compañía de bomberos, en el Jirón Unión, caminé hasta la Plazuela San Francisco. Mi madre me enseñó a utilizar la poesía como fuente de razonamiento lógico. Me detuve a contemplar la casa de José María Eguren en la Calle Colón. La presencia de lilas y campanillas otorgaba un aire místico al entorno. Por algún motivo que no supe identificar recordé una escena de mi niñez. Era un velorio a mediodía en la iglesia cobijada por campanarios y palmeras. Una camioneta con publicidad de una florería estacionó frente al atrio donde se congregaba un pequeño número de personas vestidas de negro. Un hombre uniformado de gris bajó de la cabina, abrió la puerta de la tolva y descargó una corona mortuoria. Entonces salieron tres individuos más con las caras cubiertas por antifaces de burda tela. El desconcierto primó en la multitud aglutinada. Sentí las manos de mi madre jalándome contra su pecho. Los sujetos comenzaron a gritar improperios. Por el rabillo del ojo alcancé a ver que portaban armas de fuego. Los deudos del muerto eran despojados de sus pertenencias, algunos entregaban voluntariamente su dinero, sus joyas.

Ya desde entonces Barranco había empezado a perder la poesía que siempre tuvo.

(Continuará…)

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