Invasión (XV)

Maxence Van Der Meersch






CAPÍTULO VI


I

Tras su estancia en la cárcel de la Fosse-aux-Chenes, Antoinette volvió a casa de su madre y, a los pocos días, cayó enferma. Edith la llevó a ver a un mayor alemán que admitía también las consultas de la población civil. Volvió trastornada de la visita, no dijo a Antoinette nada de lo que había hablado con el médico; pero entre ella y Samuel fue decidido que regresaría a L’Epeule para tratar de recuperar fuerzas. Tenía un pulmón atacado.

Antoinette entró en casa de su padre en un estado de agotamiento y de decaimiento lamentable. Enferma, exasperada y débil, sentía bullir en ella una confusión de sentimientos. Se rebelaba íntimamente contra lo que hasta entonces había compuesto su existencia, sentía un rencor inconfesable contra su madre, que la había dejado llegar a aquel estado, contra su padre, que no había hecho nada por evitarlo, contra ella misma… Un completo trastorno le robaba todos los instantes de descanso.

La vieja casa le gustaba. Allí había pasado toda su infancia. Los primeros tiempos de su estancia fueron agradables. No había nada que la molestara, que la atormentara. Un régimen benigno, mucho reposo, ningún trabajo, algunas raras medicinas y la visita cotidiana del médico constituían toda su existencia. Pero aquellos cuidados contribuían también a estropearla. Samuel y Edith tenían para su hija infinitos agasajos y solicitudes. Su deseo era ley.

Conservaba un resto de vitalidad, no sufría, se pasaba horas enteras en el jardín, leía, conversaba y degustaba su bienestar. Excepto las comidas, que eran un verdadero suplicio para ella, su vida se desarrollaba a un ritmo ligero y fácil, en una ociosidad confortadora y entre distracciones que aún no había gustado jamás, los libros, su violín, su hermoso jardín, la naturaleza.

El jardín de casa de Samuel era bastante grande. Una parte estaba cultivado como un huerto, pero otra había sido abandonada a la invasión de la maleza. Altos frambuesos silvestres ocultaban el muro del fondo. Entre su espeso follaje de un verde claro se abrigaba el cobertizo de las herramientas, donde Antoinette no tardó en tomar parte en aquellos juegos, enriqueciéndolos con todos los recursos de una exuberante imaginación.

Abel y Cecile van Groede, los dos hijos de Flavie, y, sobre todo, Marcel y Armande, los arrapiezos menores de la casa de los Duydt, fueron muy pronto sus amigos. Estos últimos eran dos chiquillos escuálidos, sucios, llenos de piojos y de miseria, siempre hambrientos, escépticos y filósofos, como extraños y ridículos viejecillos.

Los cinco, con el pequeño Cristophe, formaban el universo de Antoinette. Lavaba, peinaba y despiojaba a los pequeños Duydt, sin sentir la menor repugnancia. Ellos se lo dejaban hacer todo con gran estupor. Se divertía en ponerles lazos, flores y rizos. Les daba los manjares que cocinaban para ella y que ni siquiera podía tragar. Pronto, aquellos tres rapazuelos se convirtieron en unos fanáticos de Antoinette y no vivieron más que para ella. A las siete de la mañana, ya estaban en la puerta de los Fontcroix. Antoinette improvisaba juegos desconocidos que la divertían tanto como a ellos, organizaba desfiles en torno al gran jardín, con guirnaldas de follaje, con ramas de frambueso y ramilletes de flores silvestres en el pelo. Y tras aquellas diversiones, alentaba una vaga esperanza: el pensamiento de que aquellas súplicas, aquellas plegarias que los pequeños dirigían al cielo para que ella se restableciera, no serían desoídas.

En el fondo, no sufría aún gran cosa por culpa de su enfermedad. Las distracciones, la ausencia de preocupaciones y la ignorancia de su verdadero caso, hacían que se sintiera casi dichosa. Aguardaba a que la guerra se acabara. Entonces se iría al Midi. El sol de Niza obraría el milagro de curarla. Comenzó a preparar sus maletas con aquella intención. Corría la primavera de 1918. Muy pronto, como cada año, los franceses desencadenarían su gran ofensiva y serían vencedores. Antoinette quería estar preparada para poder partir lo antes posible. Había traído de Lille y de Roubaix retales de sedas, de telas, de tejidos y de todo aquello que le gustaba y que era brillante, resplandeciente, agradable a la vista. Mientras seleccionaba aquellos retales, se veía a sí misma vestida de blanco, de rosa, bajo un cielo de ensueño, entre palmeras y olivares. Ideaba tocados, conjuntos, chales, vestidos y sombreros; toda una sinfonía de alegría y de luz, que armonizaría con la luz de aquellas regiones. No hablaba más que de aquello.

—Cuando estemos en el país del sol, en el país de la luz…

Fue entonces cuando sobrevino el accidente; era la primera advertencia. Una noche que estaba algo fatigada, no logró conciliar el sueño, tosió ininterrumpidamente y se levantó extenuada, inquieta y desasosegada. Dos días después, la dolencia no había cedido. Quiso rebelarse, se levantó por sí sola, se dirigió al jardín, y desfalleció.

Aquella vez se sintió temerosa. Se resignó a permanecer tendida en la silla extensible, a tomar jarabes de creosota, a soportar las inyecciones de arsénico y el aceite de hígado de bacalao. Se atiborró de huevos con vino, acabando por estropearse el estómago que el jarabe de creosota había ya estragado. Todo aquello no sirvió para nada y continuó adelgazando y debilitándose. Se horrorizaba al darse cuenta de que al menor esfuerzo el cansancio hacía mella en ella. Comenzó a preguntarse si no estaría verdaderamente enferma y tuvo momentos de rebeldía en los que se negaba a creer y aceptar tal posibilidad. No, todo aquello no era verdad, era el médico quien la hacía enfermar. Se levantaría, jugaría y comería como si nada le ocurriera. E intentaba hacerlo, pero al cuarto de hora se sentía sin fuerzas. Hubiera podido decirse que había derrochado demasiado pronto toda su juventud. ¿Cuál podía ser su dolencia? Le habían ocultado la terrible palabra, diciendo que padecía una congestión pulmonar. Pero quiso saber más y preguntó a Samuel:

—¿Qué tengo? No es nada grave, ¿verdad? ¿No iré a morirme?

Samuel la reconfortó. En el fondo, ella no aspiraba más que a escuchar una palabra de consuelo en la que creer. Creyendo acelerar su curación, quiso acelerar todos sus caprichos. Deseó beber champaña y Samuel pudo comprar una botella en casa de unos amigos, quiso comer ostras y un animoso alemán fue a buscarlas a Ostende en motocicleta. Otras cosas no podían encontrarse con tanta facilidad y ocasionaba búsquedas y preocupaciones increíbles. Agotó a sus padres y derrochó sin provecho cosas enormemente valiosas en aquella época. Y todo sin el menor resultado.

Siguió empeorando. Pronto fue necesario abandonar la creosota, que le causaba vómitos, y las inyecciones, que afectaban a sus riñones y su hígado. Todo ello sin poder recuperar el sueño ni el apetito. No sufría, pero no había que pedirle que comiera. Se sentía tranquila y feliz, pero adelgazando gradualmente; tosía y escupía un poco de pus. Muy pronto ni siquiera pudo andar y no quiso abandonar su silla extensible ni su cama. Luego, Fontcroix tuvo que llevarla de su habitación al jardín y del jardín a la habitación. No le era posible tenerse en pie.

Al cabo de algunos meses se dio cuenta de que la vida se le escapaba, que huía de ella, sin remedio. Y un día, después de una crisis de tos, experimentó por primera vez una rebelión, terrible; gritó, protestó contra su terrible destino. Quería vivir. ¡Vivir! ¡No podía morir a los diecinueve años! ¿Qué había hecho para merecer aquella muerte? ¿Por qué tenía que morir mientras los demás seguían viviendo? Había trabajado, había padecido más que los otros y se veía recompensada de aquella forma. ¡Qué injusticia! ¡Qué locura haber gastado su vida sin tasa ni tino! ¿Cómo no había podido prever su madre todo aquello? Su madre, solo su madre sería culpable si ella moría, por no haber comprendido su juventud, ni haber sabido protegerla contra sí misma. De día en día, se afirmaba en ella aquella idea, a medida que una forzada familiaridad la unía cada vez más a su padre.

Edith vivía en Roubaix para llevar la tienda y ganar el dinero que le costaba Antoinette. Samuel no se ocupaba más que de la enferma.

Al principio, no había dejado de serle algo molesto. Pero, en seguida, fue desapareciendo toda reserva, y Samuel cuidó a su hija con tanta sencillez, con tanto espíritu paternal, amor y devoción, que pronto Antoinette se encontró a gusto en su compañía. La lavaba, la peinaba, le ayudaba a cambiarse de ropa interior y la llevaba de la silla a la cama. Su paciencia y su solicitud la conmovían. Hubiera podido decirse que toda su vida la dedicaba a otro. Aquello emocionaba a Antoinette. Comenzaba a comprender lo que le había faltado siempre, al ver la atmósfera reconfortante y serena en que crecía su hermano. Allí se vivía una existencia regular que rayaba en la monotonía, pero Antoinette se daba, cuenta de la importancia que tenía aquella regularidad, la profunda repercusión que ejercía sobre el espíritu, el ahorro de fuerzas que reportaba el hábito y la respetabilidad que creaba alrededor de una persona la preocupación de una cierta dignidad en la manera de ser. En la manera moral, Samuel no tenía para Cristophe ningún secreto. Claro, sin llegar tampoco a despertar en él curiosidades peligrosas. Toda su educación se atenía a lo racional. Nunca le amenazaba ni le golpeaba. Edith no era tan delicada y, muchas veces, se dejaba llevar por su furor y le había pegado con frecuencia. Samuel no quería ejercer influencia más que sobre el corazón y la inteligencia. Aquella dulzura le daba resultados extraordinarios.

Y, por contraste, pensaba en su propia vida, en su estúpida existencia. ¡Cuántas fatigas! Comidas apresuradas, cortos descansos, distracciones violentas y agotadoras, tapujos, mentiras de mujer que no sabe cómo hacer ciertas revelaciones a su hija o bien confesiones brutales, abrumadoras para un alma inocente y tierna.

Verdaderamente, su madre había sido culpable de todo. Era culpa suya que Antoinette, a los diecinueve años, hubiese llegado a tan lamentable estado de cuerpo y alma. Tuvo un arrebato de rebeldía, odiando a Edith con todas sus fuerzas. Hubiera querido gritarle: «¡Eres culpable de todos mis sufrimientos!». Por reacción, rechazaba todas las faltas que Edith había hecho recaer sobre su padre. Nada de lo que había dicho era verdad. La víctima, el desgraciado, era su padre. Experimentó hacia él una ola de ternura, de arrepentimiento. Aceptó todos los cuidados con enorme gratitud y depositó en él toda su confianza. Tenerlo a su lado le producía un gran alivio, haciéndole olvidar toda preocupación y toda vergüenza. Como prueba de su ternura y de su arrepentimiento, dejaba que cuidara su pobre cuerpo enfermo, sin sentir ningún temor, como si por parte de él no pudiera ocurrirle nada malo. Representaba su única esperanza. Continuamente le llamaba:

—¡Padre! ¡Padre, ven! Me encuentro mal…

Y Samuel acudía presuroso, hallando pronto un remedio, un alivio para sus sufrimientos. Su sola presencia le bastaba.

—Cuando estás a mi lado me encuentro mejor —decía Antoinette.

Edith veía todo aquello y se entristecía. La dureza de Antoinette, el poco afecto que le testimoniaba, dolían a la pobre mujer, sin que se sintiera capaz de decir nada, sin que se atreviera siquiera a odiar a aquella que pronto ya no existiría. Aceptaba sin chistar la crueldad inconsciente de Antoinette, sus maldades, sus injusticias, aquel odio cuya causa no acertaba a comprender. «Está enferma», pensaba Edith, y se resignaba, sufría sus impaciencias, sus silencios y los desdenes de su querida hija. Al anochecer, volvía a su casa fatigada de trabajar y llorar, angustiada y contenta, al mismo tiempo, por volver a ver a su hija, que la acogía con el mayor mutismo y aspereza. Hubiera querido saber las incidencias del día, conocer el estado de Antoinette. Pero esta apenas respondía, abusando de ese derecho que tienen los enfermos y los condenados a ser tiránicos y crueles. Pero Edith no se quejaba, seguía trabajando pacientemente, consolando en el trabajo su tristeza y al final de cada jornada volvía a hallar de nuevo aquel dolor, aquel tormento. Le llevaba todo lo que ella deseaba, todo lo más apetitoso, interesante y divertido: vino, champaña, pasteles de ciento cincuenta francos, cintas, libros… Antoinette desdeñaba aquellos obsequios y apenas les echaba una ojeada. Edith, triste, resignada, permanecía toda la velada a su lado, en silencio, feliz todavía en su dolor por aquel instante de escasa alegría. Samuel la compadecía y la llamaba a la cocina para decirle:

—No te inquietes, sigue débil. Pero va bien. Hoy se encuentra un poco mejor…
—Ya me doy cuenta de que la pobre está agotada —decía Edith llorando, pero consolada.

Por otra parte, Samuel comprendía bien lo que ocurría en el alma de su hija y se inquietaba. Terminó por hablarle con dulzura de aquello. Antoinette se sorprendió profundamente. ¿Su padre saliendo en defensa de Edith? No pudo menos que decirle:

—No la quieres, ¿verdad? Te ha hecho sufrir…
—¿Qué quieres que haga? —respondió Samuel—. No la juzgues mal. Ha tenido una infancia muy desgraciada. Está acostumbrada a considerar el mundo como una selva poblada de animales salvajes. ¡Esa es la causa de todo! Siempre ha tenido que luchar para vivir. Es muy dura esa existencia. Además, yo también tengo la culpa. Hubiera debido comprender que ella y yo no estábamos hechos el uno para el otro. Me tomé el matrimonio a la ligera, como una diversión, creyendo poder jugar con la vida, cuando en realidad hubiera debido considerarlo con más seriedad. Tanto yo como tu madre, hemos tenido que tocar las consecuencias. Hubiera podido intentar cambiarla. Pero me rebelé en seguida… Los dos cometimos equivocaciones. Tu madre ha pecado por ignorancia, no por falta de amor a ti. Y yo, más instruido que ella, tengo mi parte de responsabilidad en tu desgracia…

Comprendía perfectamente que era necesario detener aquella oleada de odio que invadía a su hija. Ella necesitaría toda su serenidad para hacer frente a la prueba final. Y fue aproximándola insensiblemente a su madre, haciendo que Antoinette la admirara y la amara con mayor fuerza.


II

El mes de julio fue caluroso. Antoinette sintió deseos de tomar baños de sol. Se hizo trasladar al centro del jardín, permaneciendo a pleno sol durante toda la jornada en medio del pequeño grupo de niños. Al anochecer le aumentó la fiebre y no pudo conciliar el sueño. Hacia medianoche, tuvo un brusco acceso de tos. Sintió que una oleada espesa le subía de la garganta a la boca. La encontró de un sabor y espesor extraños, se sentó en la cama, encendió la luz y contempló su pañuelo: era sangre. Fue tanta su emoción que cayó presa de un síncope.

El pánico fue general. A pesar de lo intempestivo de la hora, Samuel corrió a casa de Clara Broeck. Un oficial puso a su disposición un soldado y le hizo un salvoconducto para que pudiera ir a buscar un médico. Lo encontró en seguida y regresaron en su compañía al callejón.

Antoinette no recobró el sentido hasta el amanecer. Creyeron que moriría aquella noche.

No pudo recuperarse de aquel golpe. Había comprendido que no podía abrigar esperanza alguna, que iba a morir. Las horas de vida que le quedaban no eran más que una tregua.

La soledad y el sufrimiento fueron, a partir de aquel instante, sus únicos compañeros. Cuando recordaba su vida anterior, se extrañaba de que pudiera haberla vivido. Había sido una criatura loca, abandonada a su propia suerte, a los azares del destino. Debía de haber otra cosa en la vida del hombre. Recordó entonces sus lecturas, sus lejanas y confusas aspiraciones hacia un ideal, hacía un mejoramiento. La vida debía de tener un sentido, un fin, una utilidad. Antoinette se dedicó a buscar con todas sus fuerzas aquel sentido, aquel provecho, aquella meta. No podía aceptar que fuera tan inútil, tan increíblemente vacía como se le había presentado a ella misma. Estaba ya llegando al final de aquella siniestra aventura que la había echado al mundo, en un hogar desunido en el que acechaba la discordia, entre dos seres que se detestaban y que la habían obligado a vivir tan estúpidamente, tan inútilmente como iba a morir. A fuerza de buscar, de sondearse presa de aquel misticismo, de aquella exaltación de un espíritu abandonado a la soledad, a la meditación y al sufrimiento, creyó haber hallado aquel fin, aquella misión, una extraña misión. La muerte contra la que se había rebelado, que había creído inútil, estúpida y cruel, podía tener un sentido: unir nuevamente a sus padres, sellar con su sufrimiento su reconciliación…

Se daba cuenta de su miseria moral. No sentía hacia ellos rencor ni cólera. No sería culpa suya si moría, pues más bien que culpables habían sido ciegos. Les compadecía, pues estaban condenados a la lucha, obligados a batallar para ello, sin poderse resignar, como ella se resignaba. Sobre todo, su madre la afligía. Era una pobre mujer hundida en las tinieblas, atada a la materia, ligada a su hija con un amor que era casi físico, carnal. ¿No era su deber unir aquellos dos seres tan desgraciados, librarles de aquella separación que a nada conducía? Trazó lúcidamente un esquema mental de lo que ocurriría después de su muerte. Samuel tenía a su lado al pequeño Cristophe. Su madre, en cambio, se quedaría sola. Era necesario que aquella unión forzosa, impuesta por su enfermedad, no se rompiera después de su muerte. Pensó con frialdad que si lograba durar hasta que terminara la guerra, su muerte sería mucho menos dolorosa para quienes la rodeaban. Habría probablemente un flujo de vida nueva, una oleada de mayor actividad, que contribuiría a alejar pronto su recuerdo. Estaba segura de que Christophe sería también un buen lazo de unión. Sería su consuelo, su esperanza. Ya les veía más inquietos por él, más prontos a la solicitud. Y ella misma le hacía objeto de una gran ternura, presintiendo el papel inmenso que tendría que representar el día de mañana.

Algunas veces, sin embargo, una ráfaga de rebeldía y de pasión aventaba aquellos pensamientos consoladores. Su voluntad flaqueaba y atravesaba entonces una crisis de horror. Es muy duro estar viviendo en espera de la muerte, sobre todo cuando se tienen diecinueve años y la vida llama y aguarda. ¡Vivir! ¡Andar, correr, comer, cantar, viajar, jugar, vivir la vida…! ¡Qué difícil era renunciar a todo ello! Sobre todo, sentía el temor de que se olvidaran de ella una vez hubiera muerto, de que su recuerdo no lograra triunfar sobre el tiempo. ¿Sería inútil su sacrificio? ¿Serían la discordia y el odio más fuertes que ella misma? ¿Lograrían destruir el lazo que iba a unir a sus padres con el recuerdo de su muerte…? Era, más que nada, aquella idea, el pensamiento de que su sacrificio no serviría de nada, de que moriría para nada, lo que le hacía desesperarse.

Pero aquellas rebeldías eran cada vez más raras. Decrecían en número y en intensidad, a medida que se debilitaban sus fuerzas. A pesar de todo su horror, la muerte no atemoriza al hombre, porque, al mismo tiempo que se pierden las energías, va desapareciendo progresivamente el apego a la existencia. La muerte siempre es menos dolorosa de lo que se supone. Antoinette iba conquistando lentamente aquella paz.

La vida se deslizaba así en aquel gran jardín, bíblico, frondoso y lleno de sombra y de sol, en medio de su pequeño grupo de niños, sus discípulos. Profesaba a aquellos niños un amor puro. Había comenzado por amarlos por sí misma, de una forma egoísta, por la distracción que le reportaban. Se había servido de ellos como un medio de ganar el cielo, haciéndoles cantar y rogar formando una pequeña procesión alrededor del gran jardín. Ahora su espíritu se elevaba hasta amarlos por sí mismos. Hubiera querido serles útil, hacer de su alma un reflejo de la grandeza humana, para que cuando recordasen haberla visto buena y resignada les sirviese también a ellos de ejemplo y los ennobleciera. Hubiese querido dejar grabada su alma, como una luz, una aparición de leyenda en medio de aquel hermoso jardín silvestre…

Desde la cama, dirigía todavía sus juegos. Trataba a los niños como a un pequeño rebaño, les daba de comer, los lavaba, los cuidaba siempre que tenía fuerzas para ello. Parecía que, a pesar de su juventud, Antoinette, guiada por una misteriosa presencia, hubiese adivinado milagrosamente el único medio de permanecer en el corazón de los hombres: haciéndose amar. Aquellos pequeños se convirtieron en fanáticos admiradores suyos. No se sentían felices más que a su lado. Marcel, Armande, los Van Groede, pasaban el día en casa de Samuel, sin que los padres experimentaran la menor inquietud. Flavie van Groede, más discreta, lograba retener algunas veces a Abel y Cecile. Pero ellos se escapaban y corrían al lado de Antoinette. Volvían al mediodía para comer y se marchaban en seguida. Dos o tres veces se los encontró escondidos en el jardín de Antoinette, donde habían proyectado pasar la noche.

Tenían para con ella pequeñas atenciones, inocentes delicadezas. A gatas recorrían los jardines y los setos para coger las flores que más le gustaban. Hurgaban hasta en la basura, llevándole orgullosos los ramos medio marchitos que ella había mandado tirar y que reconocía sin poder decir nada. A veces surgían entre ellos disensiones, rivalidades, disputas por una atención, un asomo de preferencia que ella testimoniase más a uno que a otro. Ella debía poner paz entre ellos. Eran delicados y estaban llenos de intuición. Muchachos como Marcel y Armande Duydt mostraban una preocupación de complacencia, un espíritu de devoción inexplicable en ellos, educados duramente en un ambiente sin ternura. Se hubiesen echado a llorar si ella les hubiese rechazado la ofrenda de sus viejos juguetes. Adivinaban sus momentos de cansancio y entonces dejaban de gritar y corretear por los parterres y avenidas sentándose a su lado alrededor de su pequeña y frágil reina de diecinueve años…

Empezó el otoño. Lentamente, el gran jardín bíblico perdió su hermoso aspecto. Se aproximaba el invierno. Antoinette notaba que la invadía el mismo frío, el mismo silencio de la naturaleza. Abandonó su mundo de luz de hierbas altas y de flores silvestres y se instaló definitivamente en el salón de la casa.

En la chimenea ardían hierbas y hojas secas. La guerra no terminaba. Antoinette sufría en la espera. Debía vivir hasta el fin de aquella guerra, para sus padres. En medio de la inmensa renovación de la existencia, una vez acabada la guerra, su pérdida les sería menos cruel. Pero la guerra continuaba. Corría el mes de setiembre de 1918. ¡Hacía ya tanto tiempo que se decía que los alemanes estaban derrotados! Y a pesar de todo no se retiraban. ¿Y si se quedaban para siempre? Nadie se atrevía a responder a tal pregunta. Antoinette reservaba el resto de sus fuerzas, pues deseaba ver a las tropas francesas o inglesas antes de dejar de existir. Lo único que temía era vivir hasta el último instante y morir cuando estuvieran a punto de ser liberados.

Desde luego se presentía el fin cercano. Cada día tronaba el cañón más cerca. Tropas y más tropas partían hacia el frente. Llegaban continuamente soldados que buscaban alojamiento, extenuados, que decían:

—Pronto habrá terminado todo. ¡Ya no tenemos siquiera qué comer!

Pero entretanto seguía el frío, el hambre y la terrible opresión de un Estado Mayor férreo que seguía metódicamente en sus construcciones, sus vías férreas y sus refugios como si quisiera mostrar a los invasores su voluntad de no marcharse.

Antoinette rechazaba aquellos pensamientos. Tenía necesidad de todas sus fuerzas, de todo su valor. Le dolía la espalda como si tuviera una gran herida en el omóplato y decía a Samuel:

—Ponme la mano en la espalda, padre…

Y así, con la mano de su padre sobre su espalda, se dormía sintiéndose algo más aliviada. Samuel no se atrevía a moverse y permanecía inmóvil con el brazo dolorido horas y horas contemplándola.

Hacia primeros de octubre los alemanes comenzaron sus preparativos de evacuación. Minaron los pilares de los puentes y decretaron el éxodo general de todos los hombres. Samuel estaba obligado a partir con los demás, pero se negó a ello y preparó un martillo de cuatro libras detrás de la puerta decidido a matar al primer policía que fuera a buscarlo. Pero llegó el último día sin que hiciera aparición ni un solo «diablo verde».

Una tarde se supo que los puentes iban a saltar. La ciudad sería probablemente bombardeada. Había en casa de Fontcroix una gran bodega. Bajaron allí la cama de Antoinette. Y al anochecer el propio Samuel la llevó al recinto abovedado. Algunos vecinos les habían pedido hospitalidad. Entraron en silencio en aquella bodega oscura, llena de humo, iluminada siniestramente por la oscilante claridad rojiza de una mecha metida en grasa derretida. Fueron a ver a Antoinette, que estaba postrada en su colchón junto al tragaluz, aspirando alguna rara ráfaga de aire puro. Luego se instalaron en un rincón.

Pasaron así la noche. Las mujeres rezaban y los hombres dormían. Antoinette no hacía ni lo uno ni lo otro. Samuel había permanecido en el jardín arriesgando su vida, a fin de poder prestar en seguida socorros en caso de que la casa se hundiese.

Hacia las tres de la mañana, después de haber llevado un poco de agua fresca a su hija, volvió a salir al jardín. Los alemanes debían haberse marchado ya. Además, todavía tenía el martillo preparado. Se pegó a una pared baja que una explosión no lograría derribar. Reinaba una paz inmensa. El cañón había enmudecido. Había un gran silencio. La ciudad, envuelta en las sombras, aguardaba.

Samuel siguió allí inmóvil. La solemnidad de aquella hora esperada durante mil quinientos días y mil quinientas noches le llenaba de emoción. ¿Qué ocurriría? ¿La destrucción final, la liberación? Se sentía emocionado, angustiado. Luego, bruscamente, se acordó de su hija moribunda… Entonces, todo aquello dejó de tener valor… La liberación llegaba demasiado tarde. Desesperado, sé echó a llorar.

Desde la bodega vieron amanecer. La angustia aumentaba a medida que llegaba el día. Antoinette aguardaba resignada, con el alma arrebatada en la serena y suprema visión de su calvario, sumida en una meditación tan elevada que casi era una plegaria. A su alrededor, en la atmósfera de la bodega, llena de humo y pesada, la claridad del día que entraba por el tragaluz creaba un halo mágico, semejante a un camino de luz que llevara al más allá. Después, comenzaron las explosiones. Duraron mucho tiempo. Finalmente, una gran detonación muy cercana les hizo lanzar un grito de horror. Habían volado el Pont des Arts y la vía férrea. Una humareda color rosa se filtró por el tragaluz. El pequeño Christophe se echó a llorar.

—Padre… Padre…

Nadie sabía dónde estaba Samuel. Una ráfaga de cascotes y piedras cayó ruidosamente sobre la techumbre. Después, se hizo un largo silencio. ¿Habría terminado ya todo o iría a empezar el bombardeo? Se pusieron a cuchichear con timidez. ¿Qué ocurría? Transcurrió una media hora. Afuera, la claridad era completa.

Antoinette, sentada en su colchón de almohadas, dirigió hacia el tragaluz su rostro demacrado. Súbitamente, hizo un gesto.

—Silencio.

Desde el exterior oyeron la voz de Samuel, que gritaba por el tragaluz:

—¡Se acabó! ¡Se acabó!


III

Félicie y Flavie siguieron a los Duydt, que iban a saquear el carbón que, según decían, quedaba en la estación. Estaban volando los puentes, pero merecía la pena arriesgar la vida por el carbón. No acertaban a darse cuenta de que la guerra estaba terminándose.

Entraron en la estación por la rue de l’Ouest. La hallaron invadida por una multitud de pillastres, esa hez que sale únicamente los días de motín, incendio o catástrofe. Mozalbetes, muchachas, granujas, bribones de toda especie iban y venían, derribando las puertas de los almacenes, las oficinas y los vagones. El puente que cruzaba la estación se había derrumbado, cortado por la dinamita. El vestíbulo de la estación estaba lleno de cascotes y sin un cristal. Las marquesinas que cubrían los andenes se habían derrumbado. Y entre aquella devastación pululaba una multitud que tiraba de carretillas, que llenaba sus sacos, llevándose briquetas de lignito, tablones, madera vieja, fusiles, metralla y de todo. Había aún muchos alemanes mezclados con la población civil. La gente se peleaba constantemente por aquel botín. Los alemanes no se atrevían ya a utilizar sus armas. La multitud se daba cuenta de ello y ya no les temía, llegando incluso a amenazarles. De vez en cuando, la explosión lejana de un puente lanzaba al cielo una columna de humo negro.

Hacia las nueve de la mañana, apareció en el cielo una escuadrilla de aviones. Volaban bajos y muy rápidos. Su objetivo parecía ser la estación. Súbitamente salieron de ellos unos puntos negros. Toda la multitud echó a correr, escondiéndose bajo los vagones, en las esquinas, en las construcciones, por todas partes, habitantes y alemanes confundidos. Las bombas causaron grandes destrozos. Al salir de sus refugios, vieron los rieles torcidos y levantados como raíces arrancadas. Corrieron a reanudar su saqueo, mientras los alemanes abandonaban la estación, alejándose por la vía en dirección a Pont d’Alma y Tourcoing.

Félicie y Flavie emprendieron el regreso a su casa, con el saco de cok y lignito. Las calles estaban aún desiertas. La mayoría de la gente seguía en los sótanos. Los aviones volaban sobre la ciudad. Al llegar a L’Epeule vieron que empezaban a abrirse algunas ventanas. Los que se asomaban a ellas preguntaban a los transeúntes:

—¿Dónde están? ¿Todavía están aquí? ¿Ha terminado ya?

Ellas respondían con un gesto vago:

—Se han marchado… Se han marchado…

Pero no había alegría en sus palabras, sino una especie de indiferencia a causa de su agotamiento. Las gentes fueron aventurándose a salir. Abrían los postigos, sacaban un pedazo de bandera y la retiraban en seguida, sin atreverse a ondearla todavía. Incluso en su ausencia, aquellos terribles alemanes seguían despertando en el corazón de la gente el terror y la sumisión.

Por la tarde, se hallaban de nuevo en la estación cuando entre la turba, que seguía su saqueo, hubo una gran agitación. Alguien gritó:

—¡Los ingleses! ¡Ya están aquí los ingleses!

Todos se precipitaron hacia la rue de la Gare. Ellas siguieron a los demás, corriendo con la multitud hacia la Grande Place. En la lejanía, a vanguardia, avanzaba una banda militar, que interpretaba algo que apenas se distinguía en la baraúnda. En medio de aquella multitud llegaron a la plaza.

La Grande Place era un mar humano. Todo Roubaix parecía haberse congregado allí. Un océano encrespado de cabezas se extendía a todo lo ancho de la plaza, contenido tan solo por los muros de la imponente nave de piedra del Ayuntamiento. En medio, los ingleses, delgada serpiente de color caqui, apenas lograban abrirse paso. La multitud les rodeaba, se acercaba a ellos, les abrumaba con entusiasmo. Todos querían verlos, tocarlos, llevarlos en triunfo. Un clamor formidable de gritos, de llantos y de aullidos se alzaba al cielo. Grupos frenéticos golpeaban las inmensas pizarras donde los alemanes colgaban sus bandos y donde podía leerse aún el «Yo ordeno…», símbolo de la opresión. Saltaban hechas astillas, desmenuzadas por el furor de la multitud. Esta parecía estar presa de una frenética irritación. Cerca de la rue Neuve, un grupo de soldados alemanes que se había escondido en los sótanos para rendirse voluntariamente, salió y se dirigió hacia la gendarmería conducido por ingleses, bajo las injurias, los abucheos y el lanzamiento de toda clase de objetos y de golpes. Los puños se alzaban amenazadores a su paso y ellos, muy pálidos y asustados, trataban de protegerse con los codos. En la esquina de la rue Saint George, la plebe rodeaba a una mujer, la amante de algún alemán, a quien las gentes de su barrio arrastraban por el pelo, a la que propinaban al pasar una lluvia de puntapiés y puñetazos y de bofetadas, al mismo tiempo que la llenaban de insultos. Se empujaban para alcanzarla, para tocarla, pellizcarla, arrancarle la piel, la carne, el pelo, hacerla gritar, aullar, sufrir cada vez más. No era más que un pingajo sangriento y gimiente. Un hombre levantó la mano mostrando orgullosamente a la gente un puñado de pelo ensangrentado. Ante el Ayuntamiento, una multitud crispada, frenética, contemplaba a un audaz que, pegado a la piedra como un murciélago, aferrándose a los intersticios, trepaba hasta el reloj. Empuñó las saetas y les hizo dar una vuelta, poniéndolas a la hora francesa. Una especie de rugido saludó aquel gesto simbólico. Todos aclamaban sin cesar, fuera lo que fuera. No se hacían distinciones. El estruendo había llegado a un punto en que se había hecho ensordecedor. Con la boca abierta y gritando con todas sus fuerzas, la gente no oía más que su propia voz. Por doquier sonaban gritos, entremezclándose, confundiéndose. Sobre la escalinata, debajo mismo del arco de la entrada central, un grupo de fanáticos trepaba uno encima de otro hasta alcanzar la bandera alemana que ondeaba bajo la bóveda. El asta crujió y se rompió. Arrojaron la inmensa bandera, que fue rasgada en mil pedazos por una multitud histérica, en medio de una tempestad de risas, de llantos y de gritos, de injurias, de abucheos. De pronto, espontáneamente, desde un rincón de la plaza se elevó, ganando en intensidad, un canto tumultuoso, salvaje, una Marsellesa todavía indistinta y confusa, que fue engrandeciéndose, tomando cuerpo y triunfando, dominándolo todo, entonada por veinte mil gargantas.

Flavie y Félicie no regresaron a su casa hasta el anochecer. L’Epeule ardía de regocijo. Los ingleses tomaban posesión de la ciudad. Por doquier se veían grupos de alemanes que se habían escondido y que se rendían al paso de los soldados. Cuando las dos mujeres llegaron frente al cabaret «Bac á Puces», vieron a Otto, el desertor, que acababa de entregarse a los ingleses, después de haber estado escondido durante cuatro años.


Los alemanes salieron de Herlem aquel mismo día por la mañana. Las tropas inglesas los perseguían de cerca. Los aviones volaban sobre ellos, arrojándoles bombas sin cesar. Los últimos habitantes del pueblo se habían refugiado en los sótanos. Los dos «diablos verdes» de la Kommandantur fueron los últimos en marcharse. Por los tragaluces los vieron alejarse en bicicleta, acompañados por sus grandes perros. Hubieran deseado correr detrás para ajustarles las cuentas, pero nadie se atrevió. Se resistían a creer que se hubieran marchado definitivamente.

Hacia el mediodía, disminuyó el cañoneo hasta cesar por completo. La gente salió de los sótanos. En la plaza hallaron a un alemán muerto sobre la cureña de una pesada pieza de artillería, cuyo corto cañón de gran calibre llevaba grabada en su cureña en caracteres góticos la divisa de los Hohenzollern: Ultima ratio regis.

Los ingleses llegaron dos horas después. El Ayuntamiento, con Lacombe a la cabeza, los recibió solemnemente. Marelli, asqueado, se abstuvo.

Y mientras unos en la plaza se entregaban con toda su alma a los arrebatos de entusiasmo, otros, sedientos de venganza, recorrían el pueblo. Tenían mucho odio que vengar. Brook, el guardabosque, satisfaciendo su antiguo rencor, mencionó, entre otros, el nombre de Judith Lacombe. Unos cincuenta fanáticos corrieron hacia el monte. Pero no hallaron a nadie.

Judith había sido advertida. Pascal, movido por un resto de piedad, la había prevenido de la venganza del guardabosque. Le aguardaba la cárcel. Abandonó su casa y se unió a la columna de alemanes que se retiraban hacia Bélgica.

No era la única. Muchas mujeres habían seguido su ejemplo. Como no podían seguir viviendo en Francia, intentaban empezar una nueva vida en Alemania. Siete u ocho de Herlem seguían a la tropa. Los alemanes se burlaban de ellas. Al llegar a Courtrai, la indisciplina cundía en la tropa. Pero allí encontraron elementos todavía intactos. Subsistía la Kommandantur y la administración con toda su rigidez. Se hizo cargo de aquella tropa y organizó la evacuación. Las mujeres fueron rechazadas. No les valió de nada suplicar, echarse a los pies de los oficiales, llorar, explicarles que las matarían si volvían a Francia.

—No necesitamos p… en Alemania —les contestaron.

Las expulsaron. Judith vagó durante algunos días, y, cuando sus fuerzas la abandonaron, volvió a Herlem.

Brook la detuvo al día siguiente. Allí había otras mujeres, aproximadamente unas quince entre culpables e inocentes. Pues todos habían escogido aquel momento para dar rienda suelta a sus odios. Entre aquellas mujeres estaban también Lise Sennevilliers con la niña de Fannie. La gente sabía que la pequeña Jeanette era hija de alemán. Habían apresado a Lise en su casa, porque muchos pretendían que la pequeña era de ella.

Los del pueblo acudían en grandes grupos a injuriarlas, a lanzarles por los tragaluces y las aspilleras basuras y cubos de agua.


IV

Antoinette no supo nada de aquel desencadenamiento de pasiones, de entusiasmo, de odios y de venganza. Estaba ya desligada del mundo, aislada y recogida en su ultimo refugio, en el fondo del viejo salón sombrío y triste de los Fontcroix. Allí daba fin a su existencia terrestre, sin tener otro contacto con el exterior que la reducida perspectiva de su gran jardín desnudo, que contemplaba a través de los altos ventanales. Casi no hablaba; pensaba en cosas vagas e inciertas durante horas y horas, mientras sus padres velaban a la cabecera y la rodeaba aquella pequeña cohorte de admiradores infantiles.

Sin embargo, pudo realizar aún uno de sus mayores sueños. Una mañana, Edith se presentó acompañada de un inglés, un soldado que había encontrado en la calle y al que había conseguido hacerle entrar hablándole en una mezcla de francés y alemán. Todos seguían utilizando con los ingleses aquel idioma compuesto al que tan acostumbrados estaban. El soldado la había seguido, sin comprenderla. Al ver a Antoinette, quedó sobrecogido. Ella lo contempló durante largo rato, contenta y triste al mismo tiempo. Aquel soldado representaba lo que durante tanto tiempo había esperado: la liberación, el final de la guerra. Alargó los brazos hacia él, tocó su uniforme y los botones de cobre de su guerrera. Después, cerró los ojos y se echó a llorar.

Todavía duró seis días. Ya no se movieron de su lado. Samuel la cuidaba como si fuera un niño. Ya no leía, ya no hablaba. Vivía como si estuviera sumida en un ensueño interior. Acudían a verla como se visita a una santa. Permanecía postrada, tranquila, rodeada de sus pequeños discípulos, iluminada por un intenso resplandor interno y como absorta en una contemplación de su sacrificio y de su misión. Una ceguera feliz y mística le evitó hasta el último instante que la asaltara la duda. Muy pocas veces llegaba a intuir la probable inutilidad de su holocausto.

Tenía el pensamiento siempre puesto en los suyos. Por ellos, más que por sí misma, temía la separación. Se daba cuenta de que los cuidados que le prestaban, la preocupación que les causaba, llenaban toda su vida, en todos sus momentos. ¡Qué vacío dejaría cuando ella faltara! Acostumbraba decirle a Samuel:

—Cómo te voy a faltar, querido padre…

Hubiera querido que su muerte fuera una lección a los ojos de su hermanito, para que él supiera evitar todo lo que la había sumido a ella en aquel estado. Así, su muerte también sería útil para Christophe.

Hubiera querido dejar el menor número posible de recuerdos materiales, de aquellos objetos que se contemplan después y que hacen revivir las heridas. Aceptaba aquella prueba con una milagrosa presencia de ánimo. Hizo que Edith deshiciera los baúles y las maletas que ella misma había preparado para su viaje a Niza y al Mediodía. Halló así aquellas telas claras, aquellos sombreros de paja y flores de terciopelo y de seda; todas aquellas cosas alegres que había esperado poder llevar cuando estuviera en la región del sol. Se acordó de aquellas palabras y sus ojos cobraron un nuevo valor, un sentido simbólico y penetrante. Se sintió desfallecer, lloró una vez más por sí misma, por su juventud, por toda aquella vida en flor que desaparecía.

Fue su último desfallecimiento. A partir de aquel instante, vivió en paz hasta que llegó el fin.

Durante la mañana del domingo, tuvo varios síncopes. Se sobrepuso penosamente, cayendo después en un letargo parecido a la muerte, que obligó a Edith a comprobar diez veces con un espejo si todavía respiraba.

Se despertó al anochecer, recobrando una especie de lucidez. Experimentaba algo confuso, una especie de angustia fisiológica. Le parecía haber regresado de muy lejos, haber salido de una eternidad de sueño y de tinieblas. El mundo le parecía nebuloso, casi irreal. Nuevamente sintió que se deslizaba hacia un abismo de tinieblas. Sus ojos volvieron a cerrarse y se dio perfecta cuenta de que iba a morir.

Lanzó un grito desesperado. Era la llamada instintiva a aquellos que la habían puesto en el mundo, que la habían protegido, defendido.

—¡Padre…!
—¡Antoinette, Antoinette, estamos aquí! ¡Estamos cerca de ti!

Se dio cuenta de que la cogían de las manos.

Volvió a abrir los ojos. Miró a su padre y a su madre con una expresión que no era ya de este mundo. Se traslucía en ella un pensamiento intenso, una angustia suprema, una súplica penetrante que no podía ya expresar. Hubiera querido recordarles por última vez su voluntad y decirles:

—Amaos en mi recuerdo.

Pero solo acertó a mover los labios, sin poder pronunciar palabra.

Entonces, con un postrer esfuerzo, cogió sus manos, las unió, manteniéndolas entre las suyas, con una presión patética y muda, utilizando sus últimas fuerzas para mantenerlas así. Vieron cómo su frente se nublaba lentamente, deslizándose insensiblemente hacia las tinieblas.

No volvió a recobrar el conocimiento. Estuvo dos días con el estertor de la agonía. Hacía un ruido horrible, como si en el fondo de aquella garganta pura de diecinueve años se debatiera algo inmundo. Su rostro había cambiado. Parecía haber envejecido y era difícil reconocerla. La barbilla saliente, los ojos hundidos, profundos y duros y las facciones enjutas le daban un aspecto extraño, como de preparación para la eternidad.

Edith y Samuel la velaron. Aquella agonía fue el remate de la obra de Antoinette y sirvió para unirles cada vez más. Juntos, unidos a aquella carne, que era la suya propia, permanecían atentos al menor movimiento del rostro de la moribunda. Nada importaba para ellos más que aquellos segundos cuyo recuerdo perduraría toda su vida. Se sintieron morir con ella cuando una tos ahogada truncó el ritmo regular de su estertor. Le dieron de beber, abriendo a la fuerza sus apretados dientes. Y aquel ser delgado y horrible que había sido Antoinette contrajo la mandíbula y mordió la cuchara como si todavía quisiera luchar. Fue una tortura interminable.

Sus pequeños discípulos se pasaron aquellos días en la casa. Hacia las doce del tercer día, cuando estaban con Christophe en el cobertizo del fondo del jardín, oyeron que les llamaban:

—¡Christophe, Abel, Armande! ¡Aprisa!

Acudieron enloquecidos. Vieron a Edith y Samuel, desesperados, sosteniendo el busto descarnado de un ser irreconocible, una especie de Cristo de ojos apagados, largo cabello flotante y luminoso con los brazos en cruz y la boca abierta, como si en el momento de entregar su alma hubiese lanzado un grito.


V

El holocausto de Antoinette no sirvió para nada. Aquellos cuya inconsciencia, discordia o imprevisión habían sido causa de su pérdida y por quienes había aceptado la muerte, no permanecieron unidos. Unos meses después, Edith y Samuel se separaron de nuevo. Resucitó en ellos un largo pasado de odio conyugal que no había podido disipar el puro rostro de la mártir y despertaron nuevamente los rencores, las intolerancias, los egoísmos, las voluntades violentamente opuestas y rebeldes. A partir de las primeras discusiones, Samuel comprendió que la herida subsistía y que volvería a abrirse. Se separaron sin aguardar más tiempo para no exasperar con su contacto su sufrimiento y su miseria.

La muerte de la pobre Antoinette no sirvió para nada. ¿Qué puede el sacrificio de una pequeña víctima de diecinueve años contra los rencores, los odios, los egoísmos y toda la vida en su más cruda realidad?

Nada. Por lo menos, en este mundo…

(Continuará…)

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