Invasión (XIV)

Maxence Van Der Meersch






CAPÍTULO V

I

Judith estaba definitivamente caída. Los alemanes iban abiertamente a divertirse a su casa. La gente la odiaba y la despreciaba, aunque todavía la temía, sabedores de las influencias que tenían aquellas mujeres cerca del enemigo. Y, a pesar de todo, cuando tenían necesidad de algo, acudían humildemente a ella a rogarle un favor de la Kommandantur. Casi todo el pueblo estaba con ella. En Herlem, nadie había hecho tanto bien como aquella prostituta. Por otra parte, ella llevaba a cabo su acción bienhechora con una especie de indiferencia, sin exigir recompensa ni agradecimiento alguno. Aquella extraña mujer seguía estando muy alta, incluso en su caída. Los vecinos acudían a visitarla y hacerle ruegos, como si fuera una autoridad. Intervenía para condonar una multa, en favor de un enfermo o para impedir una requisa. Todo el pueblo acudía a ella. El mismo Lacombe, su padre, envió un día a su mujer para suplicarle que le levantaran una multa de mil marcos que le habían impuesto por haber escondido tocino salado en un horno.

Brook era guardabosque desde hacía diez meses. El antiguo guarda había muerto. Lacombe había aprovechado la ocasión una vez más para nombrar como sustituto a uno de sus favoritos, sin consultar siquiera al Consejo municipal. La guerra autorizaba aquellas licencias, contra las que Marelli había protestado en vano. Brook, que tenía cincuenta y cinco años, era alto y fuerte, tenía el pelo negro y los mostachos erguidos y no podía contener su orgullo por haber podido alcanzar el tahalí y el quepis. El sueño de aquel espíritu chato, obstinado y cazurro, había sido siempre detentar una parte, aunque fuera pequeña, del poder público. Abusaba de ella tiránicamente. Semejante a un señor del monte y de la llanura, ejercía sobre la gente humilde una dictadura tiránica, aterrorizando a los pobres y postrándose a los pies de los poderosos. Los grandes labradores y el barón de Parges le consideraban una especie de criado para todo, y la pobre gente, a la que espantaba con sus amenazas de proceso verbal por una fuente sin limpiar, una gallina vagabunda o un perro sin declarar, se atemorizaban y le tenían por una especie de espíritu del mal al que había que aplacar. Lo más grave era que de todas las contravenciones se aprovechaba directamente la Kommandantur, que percibía las multas, y se beneficiaban los alemanes, de quienes Brook, hábil maniobrero, se había convertido en humilde servidor. Saludaba militarmente a los oficiales, les llevaba las maletas, cuidaba de las estufas en las oficinas, y les hacía encargos. Así se realzaba a sus propios ojos con el innegable prestigio del uniforme. Brook se había imaginado que Judith, por la cual sentía hacía algún tiempo cierta inclinación, se sentiría honrada en aceptar sus homenajes. Pero la extraña muchacha, a pesar de lo prostituida que estaba, conservaba un orgullo especial y guardaba con áspero amor su independencia. Brook no tuvo éxito alguno, pues Judith no hizo el menor caso a los requerimientos del representante de los poderes públicos. El furor del guardabosque llegó a desbordarse al verse rechazado. Se prometió a sí mismo vengarse después de la guerra y, en espera de que llegara el día de la victoria, se tomó un bajo desquite. Judith no iba nunca a la revisión médica. Brook la señaló a la Kommandantur y, a partir de entonces, todo el pueblo la vio cada semana mezclada con las mujeres de mala vida que la Kommandantur reconocía con regularidad.

Pascal Donadieu sufría por aquella vergüenza. Asistir a la caída progresiva de aquella criatura que había amado, era algo que le hacía daño. Y sufría terriblemente, tanto más cuanto que él tampoco se sentía libre de reproches. Desde que los tranvías no circulaban, trabajaba en el racionamiento. Las artimañas de los otros, el hambre y la miseria de su madre le habían obligado a algunos pequeños hurtos de los que guardaba sordo remordimiento. Para conservar su insignificante empleo había tenido que pasar bajo las horcas caudinas de Lacombe, el alcalde.

Este estaba muy disgustado. Había recibido más de una queja por su deplorable gestión con los géneros de racionamiento. Lacombe guardaba cuidadosamente las cartas en su bolsillo. Al final, la gente se había cansado y, pasando por encima de él, se había dirigido directamente al Committee. Este, alarmado, le había mandado varias cartas imperiosas, exigiendo las cuentas y un estado detallado de la distribución.

Lacombe no se sentía muy seguro. Le desazonaba aquel asunto del azúcar vendido a Ingelby, una docena de vagones de los que los habitantes de Herlem no habían visto siquiera un gramo… Y como el alcalde no era hombre muy letrado, terminó por recurrir a Donadieu.

Pascal tuvo que llenar doscientas tarjetas de racionamiento a nombre de personas que habían evacuado de Herlem desde hacía mucho tiempo o que solo habían estado de paso. Aquellas tarjetas justificarían a Lacombe a ojos del Committee. Pero Pascal Donadieu conservaba la desconfianza en sí mismo, la incertidumbre y el disgusto que produce la primera capitulación.

El único que permanecía incorruptible era Marelli, el recaudador de contribuciones. Acudía a la oficina y atendía a la gente con pasividad, como un autómata. Hacía ya tiempo que había renunciado a imponer un poco de justicia en aquel desorden. Sin embargo, se resistía aún a tomar partido. Su sinceridad y sus arrebatos de generosidad le habían hecho sufrir mucho. Incluso le habían arrebatado su casa. Premelle reinaba en ella como dueño y señor, cultivaba el jardín, utilizaba los muebles, mientras Marelli vivía en un pequeño departamento encima del café de la Place.

Un último escándalo le había forzado a intervenir atrayéndose, una vez más, el odio de toda la Comisión municipal. Los alemanes empleaban como obreros a ciudadanos del Municipio, a los que pagaban de la caja municipal. Aquellos hombres recibían siete francos diarios. Los alemanes habían ideado aumentarles el salario tres francos más y retenerles dos a título de retribución voluntaria de guerra, medio indirecto de hacer pagar a la caja municipal dos francos por día y por cabeza a la Kommandantur. Los obreros, contentos, no habían protestado porque ganaban todavía un franco más. Lacombe y Premelle habían pagado sin discusión. Sabían que, en el caso de negarse, los alemanes se cobrarían en los bienes de los labradores y de los ricos.

Marelli se rebeló, protestó, amenazó dar parte al Committee. Se burlaron de él y se habló incluso de excluirlo de las deliberaciones de la Comisión. No había ningún recurso, ninguna apelación contra el arbitrio de Lacombe. Fatigado, al borde de sus fuerzas, Marelli dejó que las cosas siguieran su curso, en espera de una victoria problemática, pero en la que había de creer, a pesar de todo, de la misma manera que algunos creen en Dios. De otra manera sería demasiado horrible. Asistía, sin decir palabra, a las sesiones de la Comisión, cumplía maquinalmente sus funciones de distribuir el racionamiento y sufría pasivamente los ultrajes, las burlas apenas disimuladas de Loeuil, amigo de Lacombe, que encontraba satisfacción en ridiculizar a Marelli, por el que sentía el odio del bribón por el hombre honrado. Donadieu era testigo impotente de aquellas escenas que envalentonaban a Premelle y animaban sus burlas.


II

Lise y su madre, después de haber adoptado a los dos hijos de la muerta, habían abdicado todo orgullo, toda voluntad de resistencia y de independencia respecto al enemigo. Lo que ellas no habían consentido jamás para sí mismas, lo hicieron por los pequeños: trabajar para los alemanes, comerciar con ellos, comprarles y venderles productos, aceptar su ayuda, robar de sus carros e incluso en los campos de los vecinos.

Durante algún tiempo confiaron en poder marchar a Francia. Con Jean muerto y el abate preso en Alemania, nada les retenía allí. Por el contrario, desde Francia podrían incluso ayudar al abate, enviándole paquetes y socorros. Formularon en la Alcaldía su demanda de evacuación. Pero su instancia se extravió y nunca supieron nada más de ella. Lacombe continuaba persiguiéndolas con su odio, con su espíritu vengativo de hombre del campo que no abandona fácilmente a sus víctimas. Hizo desaparecer los expedientes. Lise lo supo por mediación de Pascal Donadieu, pero no pudo hacer nada.

Por otra parte, los Sennevilliers sufrían el oprobio general del pueblo. El deshonor de Fannie había recaído sobre ellas, al aceptar al recién nacido. Muchos ni siquiera sabían lo que había ocurrido. Creían que la pequeña Jeannette era la hija de Lise. Un odio sordo rodeaba a los Sennevilliers, les aislaba, y ellas sufrían tanto más cuanto que aquella intransigencia de los del pueblo se unía al más vergonzoso servilismo respecto al enemigo. La gente iba con sus hijos a recoger fresas, moras, bayas silvestres en los bosques del castillo de Herlem para ofrecérselas a los señores oficiales. El Kronprinz pasó un día por el pueblo en dirección al frente. La gente formó calle y se descubrió respetuosamente. Parecía que muchos hubieran perdido la noción verdadera de las cosas, aceptando la idea de que los alemanes iban a estar allí indefinidamente. Hacia el mes de junio comenzaron los preparativos para una gran ofensiva. Pasaban tropas y más tropas, cañones, material, convoyes interminables de autos y camiones; una invasión tal que hubiera podido creerse que asistían a la emigración de un pueblo. Algunos habitantes de Herlem se regocijaron y decían abiertamente:

—¡Tanto mejor! ¡Que avancen y que ganen terreno! ¡Así nos sentiremos un poco más holgados y estaremos más a la retaguardia…!

Lise hubiera querido comprar trigo, pero no lo encontraba en ninguna parte. Los labradores se lo guardaban a los alemanes, que lo habían requisado de antemano o bien lo vendían en Tourcoing a precios fabulosos. Y Lise no tenía dinero. Para conseguir desechos de molienda se vio obligada a trabajar en las granjas y amasar pan, pan blanco de trigo de dorada corteza y de un aspecto tan apetitoso que, después de haberlo cocido, al verlo sobre la mesa de los granjeros, le parecía imposible que ella lo hubiese amasado y cocido. Le pagaban en salvado y harina ordinaria. Cuando podía, cogía un huevo al pasar por el gallinero o mantequilla de la bodega. Se había llegado a tal extremo, que asegurar la vida era deber primordial que se imponía sobre lo demás. Y el lamentable ejemplo de los demás, que se aprovechaban de todas las ocasiones, había terminado por debilitar en ella la resistencia de su honradez.

Berthe Sennevilliers, la madre, capitulaba también. Acabó por tener tratos con aquellos alemanes que le habían matado un hijo y apresado a otro, que la habían arruinado, saqueado, y que la hacían sufrir. Pero comenzaba a comprender que la mayoría de aquellos soldados, al menos los humildes, no eran menos víctimas que ella misma. En el sufrimiento común, alemanes e invadidos fraternizaban y se solidarizaban fatalmente.

Herlem estaba situado a quince kilómetros de Yprés. Aquella región, enclavada justamente detrás del frente, asistió a la espantosa hecatombe del Ejército alemán, a la agonía del Águila imperial. Los habitantes recibieron a las tropas y las alojaron en sus casas. Berthe y su hija recordaron largo tiempo aquel grupo de cincuenta hombres que invadieron la posada a medianoche. Pero no eran cincuenta hombres, sino cincuenta muchachos, adolescentes apenas formados, frágiles, delgados y pálidos, en cuyas facciones se adivinaba aún, tras la fatiga y el aturdimiento de su bautismo de fuego, un resto del entusiasmo y del idealismo que los había lanzado a la tormenta. Procedían Dios sabía de dónde y aguardaban volver al frente. Llegaron en masa, inundaron la casa, la invadieron y pasaron las noches despiojándose y lavándose. Se excusaban por las molestias que proporcionaban y se echaba de ver que los pobres diablos no estaban todavía habituados a la grosería.

—Nosotros muy sucios, Madame, pero buenos chicos.

Lise y Berthe, una vez despiertas, se sentaron al lado del fuego, sin pensar siquiera en reanudar su sueño y les contemplaban en sus idas y venidas. Era la primera vez que Berthe veía soldados tan jóvenes, muchachos tan frágiles, enfundados en aquel pesado uniforme. Se mostró horrorizada, y ella misma, la irreductible, acabó por proponer a Lise:

—Les vendría bien una taza de achicoria.

Cuando vieron aquel líquido caliente y negro dispuesto para ellos, que no habían pedido nada creyéndose intrusos y malditos, se conmovieron emocionados hasta saltárseles las lágrimas. Bebieron con gratitud el líquido y dijeron:

—¡Ah, Madame, Madame, si pudiéramos regresar a nuestras casas y volver después de la guerra para darle las gracias…! ¡Pensar que vamos a matar hombres cuando no nos atreveríamos ni a matar un conejo…!

Al día siguiente les dieron patatas de sus suministros y, dándose cuenta de que Pierre les contemplaba mientras comían, le llenaron y le sirvieron un plato. Pierre se las llevó a Lise y Berthe y desde entonces lo repartieron todo mientras estuvieron en Herlem. Berthe sentía gran simpatía por aquellos muchachos. Hallaba en ellos la misma desilusión, la misma impresión que demostraban los sinceros, los ingenuos y cándidos. Ellos mostraban hacia los superiores, hacia los jefes, el sufrimiento infinito de las privaciones, la ausencia de los seres queridos, el hambre, el odio al gendarme alemán, al «diablo verde». Detestaban a Puerro espigado, el policía alemán de Herlem, y se burlaban de él, le enviaban a paseo y tomaban partido por los habitantes. Avisaban a Berthe cuando sabían que iba a haber un registro. Escondían las escasa provisiones de ellas en sus paquetes, entre sus equipos, y luego contemplaban con aire burlón cómo Puerro espigado hurgaba todos los rincones de la posada. Hacia los labradores acomodados y los ricos, sentían el mismo desprecio, el mismo odio. Por la noche iban a robar a las conejeras y los gallineros, volviendo cargados de volátiles. Otras veces mataban un ternero o un carnero en los pastos y se repartían la carne con Berthe. Esta sentía por los jóvenes verdadera ternura. Ellos le hablaban de su familia, la escuchaban con expresión filial y le decían pequeñas confidencias, explicándole que habían abandonado la escuela, que aún cursaban el bachillerato, que tenían a su madre lejos y que la echaban mucho de menos. En ellos se advertía, al mismo tiempo, la costumbre de verse odiados, tratados como enemigos por aquellos pueblos invadidos, unida a la invencible juventud de espíritu que se manifestaba al primer testimonio de confianza y de amistad. Una palabra amable, una frase de compasión, bastaba para que se entregaran enternecidos, emocionados, como niños que se confían a quien les demuestra un poco de interés y de piedad.

Y no eran más que niños. Entre ellos estaba Karl, el animoso Karl, hijo de unos pequeños comerciantes de Baviera… Había estado de permiso en su casa antes de partir para el frente y había vuelto con un reloj de pulsera de níquel. Las cifras y las saetas eran fosforescentes.

—Así podrás verlas de noche en la trinchera —había dicho su madre, al entregárselo.

¡Un reloj luminoso! ¡Qué orgullo para Karl! El primer día de su regreso, bajó diez veces a la bodega con la vieja Berthe para admirar la esfera luminosa. Se reía solo, de admiración.

También estaba Reynold, cuya madre trabajaba en Essen en las fábricas de obuses. Tenía aire tranquilo y un rostro pálido. Se preparaba para ser contable cuando la guerra había interrumpido su sueño. Durante su estancia en Herlem, tomó gran afecto al conejo blanco que era el predilecto del pequeño Pierre.

El conejo se llamaba Arthur. Todo el día lo pasaba Reynold junto al fuego o en el suelo de la cocina con Arthur en sus brazos. Le rascaba entre las orejas, lo acariciaba como si fuera un gato, jugaba con él, le besaba el morro y se reía como loco. Arthur arrugaba su morro inquieto y agitaba sus inmensas orejas. Entre el muchacho y aquel animal se había establecido una verdadera amistad.

Wilhelm era un pequeño aldeano, robusto y macizo, que trabajaba de la mañana a la noche. Cavó, rastrilló y sembró el huerto de Berthe. Cortó el heno y expurgó los perales. Trabajaba con entusiasmo, manejando las tijeras, el azadón, el rastrillo, volviendo radiante y satisfecho a la posada cuando anochecía. Y, enfrascado en aquellas tareas, se olvidaba por completo de la guerra. Resultaba difícil imaginarse que aquellos muchachos irían al frente, irían a matarse. Berthe y Lise se sentían temerosas por ellos. ¿Cómo era posible odiar a aquella pobre juventud? A la vieja Berthe le recordaban sus dos hijos y llegaba a olvidarse de que eran alemanes. Les cuidaba, les lavaba la ropa, les reprendía y les profesaba a todos gran afecto. Con una especie de vergüenza confesaba a Lise:

—Me cuesta creer que no son mis hijos.

Otros ayudaban a Lise. Robaban para ella fardos de tejidos de los camiones que pasaban hacia Roulers. Un fardo contenía doce sacos plegados hechos del tejido de lana de Roubaix, que iban a pudrirse al frente como sacos terreros. Vaciaban los paquetes y se los repartían. Con aquella tela, Lise hacía vestidos de niño e iba a venderlos al pueblo. Los soldados descosían los sacos y enviaban la tela a sus familiares de Alemania. Frecuentemente, acompañaban también a Lise a Roubaix, adonde no podía ir sin salvoconducto. Ellos la escoltaban y de aquella manera podía llevar legumbres a la ciudad y regresar con comestibles. Schumann, el enlace, iba cada semana a Bruselas en moto y regresaba con azúcar, que Lise revendía. Todos vivían de ese continuo traficar.

También vendían muchas patatas. Diariamente llegaba un carro con el suministro de los soldados. Lise estaba de acuerdo con los que se ocupaban de la descarga. Ellos se las arreglaban para distraer al conductor y, mientras uno hablaba con él, otro hacía caer en una zanja un saco de patatas que más tarde iban a recoger. También robaban mucho trigo a los labradores, deslizándose boca abajo por los campos y cortando las espigas con unas tijeras.

Aquellos alemanes llevaban una vida muy ruda. Cada mañana hacían varias horas de instrucción. Les obligaban a hacer largos recorridos con todo el equipo, y muchos caían agotados sin poder resistirlo. Bajo sus enormes capotes, sus botas y su voluminoso equipo se veía que no eran más que niños, de miembros delgados, frágiles y rostros apenas sombreados por el bozo. Los que caían agotados demasiado pronto eran atados a un poste como castigo.

Una mañana, supieron que partirían aquella misma tarde. Tenían miedo. A través de la bruma se fueron en dirección a Yprés. Desfilaron por el camino del monte pasando delante de los hornos de cal. Cantaban el Gloria:

¡Gloria, Victoria!
Con el cuerpo y con el alma
Por la Patria…

Muchos saludaban con la mano a los Sennevilliers.

—¡Adiós! ¡Adiós!

Y Berthe les respondía, llorando:

—¡Nuestros soldados! ¡Nuestros soldados!

Habían llegado a ser «nuestros» soldados. Su odio estaba ya olvidado.


III

En la cantera trabajaban prisioneros italianos. Los alemanes habían vuelto a encender los hornos y en ellos se incineraban los muertos del frente. Estaban construyendo una vía férrea desde el frente a Tourcoing, así como abrigos de hormigón armado, blocaos y plataformas para cañones. Se percibía poco a poco la retirada de los alemanes bajo la presión de los vencedores. La línea de fuego se acercaba a Herlem.

Los prisioneros eran horriblemente desgraciados. Al anochecer se evadían, saltando las empalizadas de su campamento y llamaban a la puerta de los Sennevilliers, permaneciendo allí horas y horas para calentarse y tanto unos como otros se exponían a terribles castigos, pero, a pesar de todo, los Sennevilliers les acogían de buen grado, incapaces de cerrarles la puerta y de negar un poco de fuego, agua caliente y luz a aquellos desgraciados. Se habían habituado de tal manera a ver siempre caras extrañas en su casa, que aquello era para ellas completamente normal.

De los jóvenes soldados alemanes, los pobres Marie-Luise enviados a la línea de fuego para intentar el esfuerzo supremo, no había vuelto ninguno. Habían sido demasiado jóvenes, excesivamente inexpertos… Por boca de otros, de los veteranos, se supo que su regimiento había sido completamente aniquilado.

Los que llegaron eran mucho más feroces. Cuatro días después de su llegada, encontraron a Puerro espigado estrangulado en la carretera, con una cadena de acero alrededor del cuello. La Kommandantur acusó a la población civil, y el pueblo fue castigado con el toque de queda a la una, durante quince días.

Parecían salvajes. Llegaron comidos por los piojos, horriblemente sucios, no teniendo bajo su uniforme más que lamentables jirones de ropa interior, devorados por una disentería incurable. Embrutecidos y bestializados, jugaban interminablemente a las cartas al sol, bebían Goldwasser y no pedían más que una cosa: vivir tranquilos allí, no volver al frente y no ver jamás la línea de fuego. Estaban hartos y no querían siquiera andar. Con frecuencia les llamaban de noche para la guardia o para ir a primera línea a llevar el rancho, las municiones y los víveres, o bien iban a buscarlos con urgencia para dar un golpe de mano en algún lugar del frente. Ellos se negaban a cumplir aquella obligación. Permanecían en sus lechos, jurando e insultando a Lise y Berthe, que iban a llamarles, a suplicarles, a decir que les fusilarían si no se levantaban. Era necesario arrancarles de la cama y ponerles en pie… No podían dejar que les fusilaran por indisciplinados. Se marchaban llenos de rabia, furiosos o bien llorando como niños.

Aquello contribuía a estrechar la amistad con ellos. Uno de aquellos soldados tenía un nombre tan complicado que siempre lo olvidaban. Por eso le llamaban con el nombre de su oficio, «el tonelero». Hizo tinas para Berthe y Lise y también les reparó la trilladora. Era necesario pelearse literalmente con él cuando le llamaban para un relevo. Una noche, cuando iba a llevar una caja de municiones, fue muerto.

Max tenía el escorbuto. Era un muchacho corpulento y rubio, hermoso como un Apolo. Se lavaba con limón y aceite sus encías sangrientas y supurantes. Aullaba al hacerse la cura. Hablaba de desertar, de pasar un día u otro las líneas y rendirse. En los bolsillos llevaba manifiestos de Lenin e impresos en los que se hablaba de república. Fue tres veces a la línea de fuego y la tercera ya no volvió.

Julius, su camarada, tenía la fiebre de las trincheras, una de aquellas enfermedades nuevas que no eran más que una manifestación de agotamiento. Cuando le acometía la dolencia, se pasaba la noche delirando. Aunque no se atrevía a decirlo, debía sentir algo, una vaga ternura secreta hacia Lise. Plantó un árbol en el huerto, un retoño de castaño que le dedicó como un recuerdo suyo. Le mataron la primera noche que fue a hacer guardia a las trincheras.

Y así siempre, siempre… Así pasaron centenares y centenares por la posada de los Sennevilliers. Partían una y otra noche y se sabía que ya no volverían más. Se reunían en la plaza del pueblo, seguían el camino del monte y pasaban delante de la posada. El orgullo alemán seguía alentando en ellos. Antes de dejar atrás la última casa, tenían el orgullo de cantar su himno de guerra, su Gloria, grave y lento, fúnebre, sin alegría, sin entusiasmo, monótono, propio de la cadencia de las legiones en marcha, de los hombres que van hacia la muerte:

¡Gloria, Victoria!
Con el cuerpo y con el alma
Por la Patria…

Los que lo han oído cantar en aquellas horas trágicas, entre el pisar de botas, el estruendo de los furgones y el sordo rodar de los cañones, cantado por millares de hombres, en marcha hacia el frente al caer la noche, no olvidarían jamás su terrible grandeza. Había algo patético en aquel sacrificio desesperado de un pueblo.

La miseria era horrible entre los alemanes. Vivían de rutabayas y robaban a los franceses, que a su vez morían también de hambre. Del espléndido Ejército de los primeros tiempos no quedaban más que restos, una caricatura; batallones de viejos exhaustos, de mozalbetes o de raros supervivientes que habían hecho cuatro años de guerra y que semejaban locos. Se veían también muchos locos. Les estaba reservado un inmenso campo cerca del de los prisioneros italianos. A pesar de estar locos, tenían que trabajar. Encendían los hornos, incineraban a los muertos o reparaban las vías férreas bajo la dirección de heridos o inválidos. Cuando más abstraídos estaban en su trabajo, se les veía detenerse súbitamente, hacer grandes saludos al aire o bien arrancarse los pelos entre lamentos. Aquellos eran los más débiles. Los gendarmes alejaban a las gentes que acudían a contemplarlos.

El material estaba tan consumido como sus hombres. No quedaban más que cañones deteriorados y reparados, acabados, aprovechables para desecho, chatarra vieja y enmohecida, uniformes descoloridos, del color de la arcilla, pertenecientes por lo menos a diez muertos y que servían por lo menos a otros diez vivos. Pues los uniformes de los que caían se utilizaban para las nuevas levas. A los hornos llegaban largos cortejos de muertos desnudos, procedentes de los hospitales, atados de cuatro en cuatro en sentido inverso y sostenidos por aros de hierro remachados mecánicamente, como los que sujetan los fardos de lana. Así se les incineraba en los hornos.

Los del frente llegaban vestidos por medio de lo que llamaban un tren, un Decauville, cuya vía unía Tourcoing y sus hospitales con la línea de fuego, pasando por Herlem. Los soldados encargados de la fúnebre tarea desnudaban a aquellos muertos, los incineraban y las ropas volvían a tomar el camino de Tourcoing. Los jefes no eran incinerados. Tenían reservado un pequeño cementerio cerca de la cima del monte. Llegaban metidos en un ataúd de pino, una caja rectangular como la de los hospitales, muy ligera. Sin embargo, en la última época se les sacaba del ataúd, que servía para otros, y se les enterraba tal como estaban. Algunas veces llegaban al cementerio gentes de Alemania. Lise recordaba siempre la visita de un anciano y su esposa, ambos de riguroso luto. En Tourcoing les habían dado un cabriolet con un viejo caballo enganchado y un soldado como cochero, para conducirles hasta allí. Debían ser muy ricos. Llevaban flores a una tumba y se marcharon en el pequeño carruaje con el soldado. La anciana lloraba. ¿De qué rincón de Alemania habrían llegado a través del espantoso espectáculo de su país y de la Francia invadida, a llorar sobre aquella tumba?


El fin…, el fin… Se aproximaba de día en día, cada vez más cercano, más indudable. Había llegado el otoño. Estaba cerca el invierno y sería imposible resistirlo. Los alemanes habían dado de comer trigo verde a sus caballos antes de la ofensiva de julio. Personas y animales se morían de hambre. Los caballos no eran más que risibles caricaturas, jamelgos escuálidos e irreconocibles. Los hombres no le iban a la zaga. El exceso de miseria mataba todo patriotismo. Hacía demasiado frío y estaban demasiado hambrientos. Les daban por día una escudilla de nabos mal cocidos, un poco de agua química y un poco de confitura de glucosa. Los soldados se avergonzaban de mostrar su escudilla a los franceses y se escondían para comer. Los uniformes estaban hechos jirones y no tenían ropa interior. Bajo el grueso uniforme, bajo aquella especie de coraza que hasta el último instante ocultó todas las miserias, iban sin camisa o con ropa interior de mujer, robada aquí y allá. No había tabaco ni dinero, e incluso la alianza, el anillo de boda de los que estaban casados había sido sustituido por un anillo de acero niquelado que sorprendía a las buenas gentes de Herlem. El oro había sido entregado para Alemania. Sí; aquello era el final… A medida que se aproximaba, el ritmo de la existencia de aquellos desgraciados se convertía en frenético. Siempre marchando, siempre andando, de relevo en relevo, de guardia en guardia, sin reposo, sin tregua. Regresaban de la línea de fuego extenuados, deshechos, con barro hasta la cintura. Se lavaban, descansaban y cuando apenas habían tenido un respiro, tenían que ponerse nuevamente en camino en seguida. Marchaban entre juramentos y sollozos. Los pies hinchados apenas podían soportar las botas y tenían que ponerse la guerrera aún mojada y sucia. Partían así, con la desesperación en el alma y teniendo que cantar, a pesar de todo, su Gloria.

No se veía más que un desfile continuo, un rodar de hombres que pasaban; se iban y no regresaban más. Ejércitos enteros parecían derretirse. Era algo horrible.

Al final acabaron por echarse la culpa los unos a los otros. El sajón odiaba al prusiano y este detestaba al bávaro. En el ocaso del Imperio, las nacionalidades se reconstituían. Los bávaros acusaban al emperador y los prusianos al rey de Baviera. Cuando tenía que partir un regimiento sajón instalado en los hornos y sabía que sería relevado por otro prusiano, devastaban el campamento antes de marchar, rompiendo los hornos y los ladrillos, destruyendo las empalizadas, quemando o enterrando lo que no podían llevarse. Preferían dárselo a la población civil, a los franceses, que a sus compatriotas.

También comenzaba a hablarse de república. Entre los soldados circulaban manifiestos firmados por Lenin y Trotski, que decían:

Hermanos soldados:
El ejemplo luminoso de vuestro hermano Liebknecht, los sucesos revolucionarios en la flota alemana, nos prueban que estáis decididos. Ayudadnos, seguid con nosotros la bandera de la paz… ¡Viva la paz! ¡Viva la Revolución Social!

LENIN-TROTSKI.

Había también octavillas atravesadas por una banda negra, roja y amarilla, que decían:

REPÚBLICA

La siguiente orden ha sido dada a los Ejércitos franceses: quien se entregue prisionero a los franceses pronunciando la palabra «República», no será tratado por ellos como prisionero de guerra. Todos los que lo deseen podrán colaborar con nosotros en la emancipación de Alemania. Esta guerra no terminará hasta que sea abatido el espíritu prusiano de los militares y de los junker

Tal propaganda obraba sus efectos, y muchos desertaban. Vendían su modesto equipo a la población civil y una noche cualquiera se iban hacia Menin e Yprés para no volver ya más. Otras veces llegaron unos cincuenta de golpe a casa de los Sennevilliers. Llevaban un carro lleno de vituallas y de sacos, tirado por un viejo caballo blanco y gigantesco, de enorme delgadez anatómica. Se lavaron, hicieron café, comieron y dieron de comer al caballo.

—La guerra terminará, Madame. Nosotros partir, nosotros prisioneros… ¡No más guerra! ¡No más kaputt!

Hacia las diez de la noche, volvieron a cargar su carro, se despidieron de Lise y se fueron hacia el frente con el esquelético caballo.

Comenzó a correr el rumor de que los franceses se aproximaban a Menin. La población evacuó el pueblo y se les vio pasar por Herlem. Día tras día, atravesó la aldea un cortejo lamentable y grotesco, formado por carretillas, cochecitos de niños, traíllas de perros, cerdos, gatos y jaulas con sus canarios. La vieja Berthe no podía contener la risa. Aquella gente estaba loca por llevarse tantas cosas inútiles, tantas pequeñeces… Y en dirección contraria pasaban otras caravanas, grupos siniestros de vagabundos que iban a saquear las ruinas de Halluin. Entre ellos, bribones, mozalbetes y hasta muchachas, que sabían que el pueblo había sido evacuado y que entraban en las casas deshabitadas, regresando con montones de trapos, de ropa blanca, de alfombras, de mantas, de cacerolas y de vajilla. Los pueblos como Halluin fueron botín de la población civil más que del enemigo.

En la población de Herlem se comenzó a hablar de evacuación. Lise y Berthe comenzaron a preparar sus cosas. Berthe amontonaba ropa blanca, recuerdos y objetos diversos, llenando enormes sacos y dándose cuenta luego, con gran desesperación, que no podían levantarlos. Entonces rebuscaba y elegía, lamentándose de no poder llevárselo todo, sin darse cuenta de que, al fin y a la postre, no hacía más que imitar a los habitantes de Halluin, de quienes tanto se había reído antes.

Comenzaron a caer obuses sobre el pueblo. Todas las noches había combates aéreos en lo alto. Se percibía ya claramente el resplandor del campo de batalla, las estrellas fugaces de los cohetes y el resplandor de los obuses, semejante a inmensas sangrientas auroras boreales. Las dos mujeres siguieron empaquetando sus pobres efectos, enterrando todo lo que no podían llevarse consigo.

Una mañana apresaron a Lise cuando sacaba vituallas de Tourcoing. Berthe corrió a casa de Judith. Gracias a ella, Lise no fue encarcelada, pero tuvo que trabajar para los alemanes, arrancando las patatas y las remolachas. Unas quince mujeres hacían aquella tarea en las laderas del monte Herlem. Sobre su cabeza tenían una batería de obuses que disparaban sobre Geluwelt y sobre Yprés. Y los cañones ingleses respondían bombardeando Herlem. Se echaban al suelo cuando un obús pasaba demasiado próximo. Y al anochecer, Lise volvía a su casa con los bolsillos y el corpiño llenos de patatas robadas.

Todo lo que se recolectaba era trasladado a la retaguardia, después de ser pesado, intervenido y contado por la Kommandantur. Hasta los últimos momentos, la Kommandantur siguió siendo un rígido e incomparable instrumento de gobierno y de opresión. El Ejército se disgregaba, la línea de fuego se aproximaba cada noche y la revolución hervía. Pero la Kommandantur seguía alejada de aquel mundo del frente y del fuego. Siempre había existido un abismo entre ella y los combatientes. Se odiaban e incluso llegaban a discutir entre sí. El comandante de una plaza como Roubaix, gran banquero de Francfort, había pagado a peso de oro el derecho de permanecer en la retaguardia. Aquello era sabido por todos. Y semejante divorcio hacía que cuando el Ejército estaba en plena derrota, las Kommandantur siguieran imperturbablemente su papel, recogiendo la cosecha, dictando órdenes, poniendo carteles hasta el último segundo, construyendo locales, abriendo carreteras, preparando las siembras. La víspera de su partida todavía fijaban bandos en la plaza. «Ordeno…».

La actitud era desorientadora. Unos decían:

—¡Se van!

Y otros:

—¡Se quedan! ¡Construyen! ¡Plantan…!

Herlem comenzó a ser bombardeado con frecuencia. Se presentía la evacuación general; mucha gente se marchaba de antemano. No permanecía en el pueblo más que un cuarto de la población. Pero los Sennevilliers no querían ser de los que se marchaban voluntariamente.

«¿Qué hacer, adónde ir, con una vieja, un niño y un niñito de un año?», pensaba Lise.Y encerrados en la posada, escuchaban el silbido de los obuses y de las bombas.

—Pronto habrá terminado todo —decía Lise—. Es el fin, el fin…, el fin…
—No llegará nunca este fin. Mi hijo ha muerto —decía Berthe—. Para mí no terminará nunca…

(Continuará…)

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