Lucas Berruezo

IV
Sábado, 2 de julio de 2022
HORROR EN CASTELAR: VECINOS LINCHAN A HOMBRE EN UN CASO DE JUSTICIA POR MANO PROPIA
El hecho sucedió ayer, en Castelar, partido de Morón, en la calle Lobos al 1700. Un grupo de personas se acercó al domicilio de un hombre que, según ellos, le habría pedido fotos íntimas a una niña de ocho años. La madre, que estaba entre las personas, señaló al acusado e indicó su casa. A partir de ese momento, la violencia se desató. La víctima, cuyo nombre aún no trascendió, se encuentra internada en el hospital de Haedo, donde llegó en estado grave tras perder grandes cantidades de sangre. Hasta el momento, se desconoce la naturaleza de las heridas.
***
Domingo, 3 de julio de 2022
SOSPECHOSO DE PEDOFILIA FUE CASTRADO:
NUEVO PARTE MÉDICO
El hombre de Castelar, sospechado de pedirle fotos íntimas a una niña de ocho años, fue mutilado por un grupo de personas (entre las que estaba la misma madre de la menor). Según trascendió en un nuevo parte médico, el hombre ya se encuentra fuera de peligro, aunque las heridas que sufrió, que incluyen la mutilación de sus genitales, serían irreversibles. Cuando se preguntó por qué no se procedió a la reconstrucción de la zona y a la implantación de los órganos sexuales, el profesional de la salud respondió que no se encontró ninguno de dichos órganos en la escena del hecho. Los hombres y las mujeres que irrumpieron en el domicilio se los habrían llevado.
III
Lo que encuentra la policía es una casa destruida, al menos en su planta baja. Un living completamente dado vuelta, lleno de escombros y de cosas rotas. Y en el centro de ese living, un hombre tirado, sin sentido, con los pantalones bajos hasta las rodillas y un enorme amasijo de carne en el lugar donde deberían estar sus partes íntimas. La sangre desborda la herida y forma un charco a su alrededor.
Ya no hay rastros de los agresores. Lo que fueron a hacer, lo habían hecho y se habían marchado. Se pueden ver algunas huellas de zapatillas en el piso de baldosas. Son marcas de sangre. Los dos policías, un hombre alto, moreno, y una mujer de tez también morena, aunque rubia, se miran. A los pocos segundos, escuchan que se abre una puerta en el piso de arriba. Unos pasos descienden por la escalera. Por fin, en el descanso aparece una mujer, vestida con ropa deportiva. Empieza a gritar. Baja de a varios escalones a la vez. Se tira encima del hombre y sigue gritando. La agente se le acerca. Le cruza los brazos por los hombros. Trata de contenerla. Su compañero mira de nuevo hacia el descanso y ahora ve a un nene, de unos siete u ocho años, con un celular en la mano. Está duro como una estatua. No dice nada. No se mueve. El hombre se acerca. Mientras lo hace, llama por la radio a una ambulancia y a otro patrullero.
II
Después de un día agotador, en el que no paró de responder mails a lo largo de toda la jornada laboral, Matías Costa se deja caer sobre el sillón de la sala de su casa. Con su pie derecho se saca su zapatilla izquierda y con el izquierdo, ya descalzo, la derecha. Finalmente, apoya los dos pies sobre la mesita ratona, cuidando de no tirar nada. La sensación es sumamente satisfactoria, y no quiere arruinarla rompiendo algo, que traería, sin remedio, las represalias de Verónica, su esposa.
Introduce sus dos manos entre su propia cintura y la del jean (una posición que, ignora por qué, le resulta muy cómoda) y cierra los ojos. Está solo, con la luz de apenas una lámpara de pie y con un poco de música de Pink Floyd de fondo. Verónica trabaja en un proyecto importante de diseño en el estudio de arriba y Ciro está en su pieza, usando su celular, que le pidió ni bien había llegado del trabajo.
Para cerrar la escena con un halo mágico, es viernes, por lo que no tiene que preocuparse por madrugar al otro día. Los sábados son los únicos días en los que puede dormir todo lo que desea. Los domingos, por el contrario, se reúnen con la familia de Verónica en la casa de la madre de ella. Siempre van sus tres hermanas con sus esposos e hijos. Un verdadero caos, que lo desgasta injustamente para arrancar el lunes con menos energía de la que debía tener. Pero eso no importa en este momento. Falta todavía para el domingo. Mucho más para el lunes. Es viernes, es de noche y está tranquilo en el sofá, con sus manos en la cintura, los pies en la mesita ratona y el tema «Hey You» saliendo de los altoparlantes.
Matías no tiene muy en claro lo que es la felicidad, pero ahí, en el sillón, cree que ni siquiera tiene que preguntárselo.
Cierra los ojos y se deja llevar por la música.
***
Cree escuchar, desde la calle, un ruido como de murmullo creciente que se impone a «Comfortably Numb». No le presta atención. Es viernes por la noche. De seguro algunos adolescentes salieron a disfrutar del fin de semana. Pasarán de largo y quedarán en el olvido.
El primer golpe lo siente poco después (no más de unos minutos después), sobre la puerta de madera. Es raro, porque su casa tiene un jardín delantero de casi 15 metros y una reja que impide el acceso a él. Quien haya golpeado tuvo que haber saltado la reja o…
Otro golpe, que ahora se sintió cerca de la puerta, aunque no en ella. A unos pocos centímetros, sobre la superficie de la pared.
…arrojado algo.
Un nuevo golpe. Y otro. Otro más. Algunos con mucha fuerza.
—¡Matías! ¡¿Qué pasa?! —grita Verónica desde el estudio.
Matías se incorpora en el sillón, sacando sus manos de la cintura y mirando en dirección a la ventana. Desde donde está no ve más que el resplandor de la luz de la calle. Lo que sí, el murmullo que había escuchado es ya una multitud de voces y gritos. La música apenas se oye, como un caprichoso artista que se empecina en seguir con su show a pesar de estar en medio de un terremoto.
Más golpes. Uno da en la ventana y el vidrio tiembla en su marco. Por poco, piensa Matías en medio de su propia confusión, no se rompe.
—¡Matías! —vuelve a gritar Verónica.
—¿Papá? —pregunta Ciro desde el descanso de la escalera. Matías mira para allá y lo ve, asustado, con sus calzoncillos de Flash y su remera de Linterna verde. En su mano tiene su celular, que brilla como un espejo de luz. Tiene ocho años, pero el miedo lo hace parecer más chico.
—No pasa nada, Ciro —responde Matías al tiempo que se pone de pie—. Andá a la pieza.
Otro golpe, este de nuevo sobre la puerta. Ya no hay voces, sólo gritos. Muchos gritos. Y muy fuertes.
Ciro se da media vuelta y sube corriendo las escaleras. Sus pies descalzos hacen un ruido sordo contra la madera de los escalones.
Con lentitud, creyendo que moverse despacio era equivalente a moverse con cuidado, Matías se acerca a la ventana. Desde una de las puntas, la más alejada de la puerta, y protegido visualmente por la cortina, mira hacia afuera.
Queda sorprendido. Shockeado.
En la vereda hay un grupo de personas. No adolescentes que quieren divertirse, sino adultos que están enojados. Muy enojados. Gritan y tiran cosas. Algunos agarraron la reja y la mueven de atrás hacia delante. Por cómo se bambolea, ya ni parece una reja. Parece pasto sacudido por el viento.
—¿Matías?
La voz le llega desde sus espaldas. Se da vuelta y en el mismo lugar donde segundos antes había estado Ciro, ahora está Verónica, con una calza negra y una enorme remera blanca con una lata de sopa Campbell estampada en ella.
—¿Qué pasa?
Un golpe, sobre la ventana. Matías retrocede.
—No sé.
—¡Hijo de puta! —se escucha desde afuera—. ¡Te vamos a matar!
Un estruendo semejante a una explosión metálica le indica que la reja acaba de ceder ante la presión del gentío. Una decena de siluetas aparece frente a la ventana. Sus sombras son dignas de una película de terror. Los golpes se empiezan a escuchar en la puerta, que vibra ante cada embestida.
—Andate arriba —dice Matías—. Encerrate con Ciro y llamá a la policía.
—¿Y vos?
—Ahí voy. Voy a tratar de trabar la puerta con algo. ¡Vos apurate! ¡Llamá ya!
Verónica desaparece por el descanso de la escalera, mientras que Matías se acerca al sillón y lo empieza a mover. La idea que tiene, apenas entrevista en su mente inundada de miedo, es llevar el sillón hasta la puerta, después la mesa vestida que está a unos metros, después la mesita ratona donde hasta hacía poco tenía apoyados los pies, después (si le daban las fuerzas) un modular de madera de algarrobo. Pero todo eso no se trata más que de una proyección, ya que la puerta cede mucho antes de que alcance siquiera a interponer el sillón.
Tres hombres entran a la casa. Matías los ve, aterrado. Delante de sus ojos, no son personas, son monstruos, salidos del infierno de la noche. Ellos lo ven a él y parecen dudar. Se miran y esperan. De pronto, se separan, formando una especie de pasillo. Aparece una mujer, gorda, con el pelo oscuro lleno de canas y la cara cubierta de pozos, que le clava la mirada. Sus facciones se transforman.
—Es él —dice—. El hijo de puta, pedófilo de mierda.
Los hombres vuelven a mirarlo. Ya no son monstruos. Ni siquiera eso. Son demonios. Se le acercan en menos de un segundo y lo agarran de los brazos. Uno se le pone atrás y le pasa el brazo por el cuello. Matías apenas puede respirar. Quiere decir algo, preguntarles qué están haciendo, decirles dónde guarda los dólares, las joyas que Verónica heredó (en secreto para que no se enteraran sus hermanas) de su abuela, cualquier cosa que hiciera que se vayan. Pero los hombres no lo dejan hablar. Tampoco le preguntan nada. Sólo se quedan ahí, agarrándolo, mientras la mujer los mira y mientras otros hombres y mujeres entran a la casa y se van ubicando a su alrededor.
Con todos ya adentro (o al menos eso le parece a Matías), la mujer se acerca, se ubica frente a él y, con sus dos manos, le desabrocha el cinturón y los botones de su jean.
—Vas a pensarlo dos veces antes de pedirle fotos a una nena, hijo de puta —dice.
De alguna parte (Matías no puede verlo), saca un cuchillo y lo blande, con actitud juguetona. Parece sonreír, aunque la sonrisa no está en sus labios, sino en sus ojos.
Entonces, Matías siente que una mano se mete dentro de sus calzoncillos, revuelve y agarra su pene y sus testículos.
No entiende. Una sensación intensa, como una corriente eléctrica, le cruza todo el cuerpo.
—No vas a joder más —dice la mujer, y baja el cuchillo.
Matías sigue sin entender, incluso cuando el dolor lo inunda como un río desbordado, arrastrándolo a la inconsciencia, pero no sin antes ver, en la mano sanguinolenta de la mujer y ante sus ojos, un montón de carne que se parecía demasiado a unos órganos sexuales masculinos.
I
Tirado en la cama de su habitación, Ciro sostenía el celular de su papá ante su cara. En la pantalla, Rocío, su compañera del colegio, le sonreía desde el Messenger con esa dentadura tan linda como incompleta: uno de sus dientes le estaba creciendo, por lo que dejaba un hueco considerable que pronto se vería rellenado.
—¡En serio! —dijo Rocío—. ¡Es de Sonic!
—¡No te creo! —respondió Ciro, estallando en un acceso de risa.
—¡Es verdad!
—¡Las nenas no usan bombachas de Sonic!
—¿Por qué no?
—¡Porque es de nenes!
Los dos rieron.
—¡No hay cosas de nenes! —afirmó Rocío, retorciéndose de risa.
—¡Sí que hay!
Ciro empezó a reír tanto que casi se le cae el celular. Por suerte, pudo sostenerlo bien antes de que se le resbalara de sus manos. Si se le llegara a golpear o, mucho peor, a romper, su papá no se lo prestaría más, y no podría volver a hablar con Rocío ni mirar videos de YouTube ni jugar al Minecraft.
—¡No hay bombachas de Sonic! —siguió Ciro.
—¡Sí hay! Vas a ver.
Se quedaron en silencio. Ciro, acostado sobre su cama; Rocío, aparentemente sentada en su habitación, con una pared violeta atrás en la que había un póster de una chica con unos patines al hombro. Finalmente, ella dijo:
—Ahora la busco y te la muestro. ¡Vas a ver que tengo razón!
A Ciro no le extrañó eso. Rocío siempre tenía razón.
Desde la sala, Ciro escuchó que su mamá lo llamaba para comer.
—Bueno, me tengo que ir —dijo—. Está la comida. Hablamos mañana.
—Dale —respondió Rocío—. Pero vas a ver que es verdad lo que te digo.
—Ok.
Cortaron. A los pocos segundos, cuando Ciro ya estaba bajando las escaleras, el celular recibió una imagen de parte de Rocío. No se veía mucho, salvo un Sonic medio distinto al del videojuego. La foto había sido tomada tan de cerca que el dibujo aparecía borroso y no había forma de saber si pertenecía a una bombacha o a una hoja de papel. De cualquier manera, Ciro le creía a su amiga. Había Sonics en bombachas.
La voz de su mamá se volvió a escuchar, ya casi enojada.
Pegó un salto y bajó los últimos escalones. Justo antes de sentarse a la mesa, le devolvió el celular a su papá.
Minutos después, Ciro ya no recordaba nada de la conversación que había tenido con Rocío ni de la foto que ella le había mandado.