Stanislaw Lem

Capítulo 6
HA LLEGADO EL MOMENTO de hablar sobre algo que he venido insinuando: esas actividades especiales, intensas y, sobre todo, personales, a las que me entregué por completo tanto en la escuela como en casa. El que pudiera hacer tantas cosas, y enseguida se verá la ingente cantidad de cosas que fueron, me sorprende hoy, cuando casi no tenemos tiempo para nada. Es evidente que aprovechamos más el tiempo cuando somos niños, y si nos esforzamos podemos alargarlo para hacer más sitio, como pasaba con los bolsillos de mi uniforme de escuela, en los que, manteniendo la tradición, guardaba más cosas de las que cabían. ¿O tal vez era aquel espacio el que favorecía a los niños? Es casi imposible, y sin embargo mis bolsillos contenían rollos de cuerda (para nudos marineros y algunas urgencias), una colección de mis tornillos favoritos, un cortaplumas, gomas de borrar que desaparecían (¿me las comía?), una cadenita de latón de la cisterna del baño, bobinas, cintas elásticas, un transportador, un compás pequeño (que no era para la clase de geometría, sino para usarlo contra Z., el gordinflón que se sentaba delante de mí), un frasco lleno de cerillas machacadas (un veneno y también un explosivo), una lente de aumento llena de arañazos, una cartera gastada, varios tesoros que la naturaleza me brindaba según las estaciones (bellotas, castañas), medio yo-yo (inútil pero de alguna manera muy valioso), un pequeño puzzle con cuadros móviles, llamado el 15, otro puzzle con tres cerditos (un juego de agilidad, bajo un cristal redondo), sin mencionar el contenido de mi pupitre, que acarreaba de casa a la escuela y de la escuela a casa. Dicho contenido me servía para elaborar los documentos identificativos, y realmente no sé cómo ni cuándo tuve la idea.
Trabajaba en clase, bajo el pretexto de estar tomando apuntes, oculto tras mi cuaderno abierto y un poco levantado con la mano izquierda; trabajaba mucho y con calma, siempre en solitario y nunca enseñaba nada a nadie. Superé mi periodo de aprendizaje y procedí a especializarme. Lo logré durante mi segundo y tercer año de secundaria. Primero cortaba hojas pequeñas de papel del cuaderno (el papel tenía que ser satinado) y las doblaba en dos para confeccionar un librito que ataba con un método especial. El número 560 de la insignia de nuestra escuela estaba hecho de pequeñas espirales de hebras de plata finas como cabellos, y con eso cosía los lomos de los libritos. Tras acumular un buen número de libritos de distintos tamaños, cosa importante, creé las cubiertas con los mejores materiales: cartulina y papel de dibujo. Forré algunos libritos especiales con un cartón de alta calidad que cortaba de las tapas de los libros de ejercicios de clase. Al sonar el timbre del recreo lo escondía todo en la bolsa, para retomar en la clase siguiente el lento y minucioso trabajo de rellenar las páginas vacías. Usaba tinta china, lápices de colores y monedas finas como sellos que colocaba en los lugares apropiados.
¿Y de qué tipo de documentos de identidad se trataba? Había de todo: los que conferían autoridad sobre un territorio, con limitaciones, y documentos de autorización, así como títulos, licencias y garantías, y en las páginas más largas estampaba cheques varios y pagarés, certificados para kilogramos de mineral, normalmente platino y oro, y comprobantes de piedras preciosas. Hacía pasaportes para reyes y emperadores, les asignaba dignatarios y cancilleres para los que expedía documentos de urgencia, y diseñé unos meticulosos escudos de armas. También elaboré salvoconductos especiales con validaciones y autorizaciones, y como tenía mucho tiempo libre todo el protocolo parecía no acabarse nunca. Empecé a llevar al colegio viejos sellos de postales que modificaba para hacer escampas y fui creando una jerarquía, desde los pequeños sellos triangulares hasta los rectangulares, pasando por los más importantes, que eran unos círculos perfectos (material top-secret) con símbolos místicos en el centro que harían caer de rodillas a cualquiera. Desarrollé un gusto por esa labor y expedí permisos para coleccionar diamantes tan grandes como cabezas, y a los permisos les añadí cláusulas, y a éstas apéndices, ascendiendo cada vez más en el reino del poder y de la autoridad, hasta que los únicos documentos válidos estaban codificados y protegidos por un sistema de símbolos y contraseñas precisos. Algunos documentos incluso tenían sus pequeños manuales descifradores, pues su significado era pasmoso; sin ellos sólo eran páginas numeradas llenas de una caligrafía ininteligible.
En aquel tiempo leí una historia que me impresionó muchísimo. Era un cuento sobre una expedición que viajaba al corazón de África. Los exploradores cruzaban montañas y junglas y daban con una tribu desconocida de salvajes poseedores de una palabra terrible que sólo podría pronunciarse in extremis, pues quien la escuchaba se convertía en un montón de gelatina de más o menos un metro de alto. Esos montones estaban descritos con precisión, así como las simples estratagemas que utilizaban esos salvajes para no convertirse ellos mismos en gelatina: se tapaban los oídos cuando pronunciaban la terrible palabra. Recuerdo esa palabra terrible, y al principio no reuní el coraje suficiente para pronunciar la en voz alta, impresionado por el destino de un científico, incrédulo, que se reía cuando el único superviviente y miembro de la expedición narraba los hechos y pronunciaba la palabra con las trágicas y gelatinosas consecuencias. La palabra capaz de transformarte en gelatina era Ämälän.
Si consideramos esta historia desde el ventajoso punto de vista actual, me pregunto si la intención del autor era o no la del humor. De serlo, no lo capté. De hecho no me creí la historia, si bien me quedó el temor de que algunas palabras podían causar resultados fatales. Lo razoné: si algunos sonidos pueden llevar a una persona al trance hipnótico, por qué no pueden ciertas combinaciones de sonidos tener un efecto aún mayor, no a través de la magia, sino mediante la influencia de ondas que actúan en el aire y van hacia el oído… y así sucesivamente.
La palabra Ämälän reclamaba claramente un lugar en la esfera de las autorizaciones, en la que ya me había especializado a fondo. Me inspiró muchas contraseñas. Al no ser un mal estudiante, nadie hurgaba en mi bolsa, ni en mis libros o cuadernos. Eso me benefició, ya que habrían descubierto libritos por docenas; algunos estaban escritos, otros sólo en blanco, y el resto eran muestras experimentales. Sin ningún éxito, por desgracia, intenté incrementar el poderío de los documentos con marcas y filigranas. Mi gusto por los detalles realistas no se vio satisfecho en este caso, pese a innumerables intentos.
Estaba construyendo un reino de autorizaciones universales, de poder universal, aunque esas palabras tan concretas no aparecían en el curso de mi esfuerzo creativo. Siguiendo mi instinto burocrático, desconfié directamente de las ideas trascendentes y me ceñí al sistema de centímetros-gramossegundos. Es decir, siempre especifiqué en unidades de medida fiables lo que el portador del documento podía hacer. Cada uno de los libritos en blanco llevaba un número de serie, las firmas acreditativas y los sellos con las autenticaciones colocados en la parte inferior, por cuanto su validez era indiscutible. Como es natural, las páginas en blanco contaban con una línea perforada y podían desgajarse del librito con facilidad. Tras muchos intentos y otros tantos fallos, lo conseguí gracias a una ruedecilla dentada que saqué de un despertador y que siempre llevaba en el estuche del lápiz, que, a su vez, contenía una cuchilla de afeitar de mi padre para cortar hojas. Más de una vez y sin querer corté hasta el pupitre, pero eso siempre pasó inadvertido.
Puede parecer extraño que jamás mostrara a mis amigos ninguna de esas facturas de sacas de rubíes, ni ningún documento de los Imperios de Ultramar. Se hubieran burlado, y para mí todo eso no era ninguna broma. Lo que tal vez sentía, sin saberlo, era el temor y la angustia del artista cuando se le pide una explicación de su obra en términos de significado: ¿qué es exactamente y para qué sirve? La respuesta hubiera sido que era sólo por divertimento, aunque hubiera mentido, al menos en parte, porque había mucho más. ¿Qué? Hoy todavía no lo sé, pero aun así tenía razón. En la actualidad las personas se quejan de la decadencia del arte, de la falta de ideas, de la poca profundidad y de la experimentación frívola y de la moda efímera. Pensamos así sobre todo frente al influjo continuo de las obras del pasado, las catedrales de Florencia y Siena, los misterios del antiguo teatro chino, o los rituales africanos. Al salir de una exposición de arte paleolítico o de la Capilla Sixtina, nos preguntamos qué ha sido del espíritu humano. ¿Por qué ha perdido su capacidad de concentrarse, de crear, de generar, de mandar con esa fuerza dominante y convincente que tienen los árboles, las nubes, los cuerpos de los animales y de los hombres? Se nos dice que los artistas han dejado de ser el pararrayos que atrapa y acumula la energía. Se nos dice que el arte ha sido aniquilado por la posibilidad de la elección sin límite, por el hecho de que las convenciones no son más que convenciones, y el artista sabe que puede escribir o pintar con cualquier estilo y sobre cualquier tema sin llegar a producir nada grande. En su libertad encuentra el sepulcro para su talento.
Observemos la fotografía de unos astronautas que salen de su nave al espacio exterior. ¡Qué impropio es el cuerpo humano para el infinito! ¡Qué inútil es! Refleja su absurdidad en cada movimiento, privado de límites que le protegen y justificando la resistencia a la tierra, a las paredes, al techo. No es por casualidad que el astronauta adopta la posición del feto en el vientre, doblegando la cabeza, encorvando las rodillas, manteniendo los brazos junto al cuerpo; no es por casualidad que la cuerda que lo conecta a la nave parezca un cordón umbilical. Somos optimistas, dinámicos, estamos llenos de determinación y de objetivos sólo cuando estamos presos por la gravedad; únicamente en la esclavitud de la gravedad nuestro cuerpo encuentra su significado y cada articulación y cada nervio tienen un uso y, por lo tanto, son bellos. El objetivo natural, lo inevitable, el sentimiento de estar ante la presencia de la única solución posible de un problema, eso es lo que evocan todas las grandes obras de arte. Según Miguel Ángel (con su espesa barba desafiante y con pliegues en la túnica, con los pies descalzos mostrando las venas), Dios no salió de la mente del artista por casualidad. El artista tuvo que trabajar en consonancia con una literatura de dictados absolutos, remontándose hasta el Génesis. Un Miguel Ángel de hoy, con una alma irresoluta fomentada por el escepticismo, esa gran plaga del conocimiento, encuentra dilemas, paradojas, absurdidades a cada paso, algo con lo que nunca soñó el maestro del Renacimiento. Las uñas del dedo del pie de Dios son cortas. Si tuviera el cuerpo como el de un hombre, serían unas uñas más largas. Y puesto que Dios dura eternamente, deberían crecerle como cuernos serpenteantes que fueran desde los pies descalzos hasta todas las galaxias, llenando el cielo con espirales arrolladoras de queratina. ¿Alguien podría pintar algo así? Y si no, nos enfrentamos al problema de la pedicura divina. ¿Sus uñas son cortas por un milagro o porque alguien se las ha cortado? Seguro que alguien que puede apartar el Sol de su camino puede detener el crecimiento de las uñas de sus pies. Ambas soluciones son inaceptables: una porque apunta a un salón de manicura, y la otra por blasfema. No, esas uñas tienen que ser cortas sin que quepa la menor discusión o análisis de ningún tipo.
Nos encontramos aquí con una limitación impuesta que hace que el arte sea posible, pues el arte contesta a múltiples cadenas de preguntas potencialmente infinitas con un acto de fe. Está claro que el rigor de la liturgia debe interiorizarse, y es necesario colocar voluntariamente el ardiente cilicio. La barrera, más que imponerla la policía, tiene que aceptarla un corazón ardoroso. Hay barreras espirituales y barreras policiales y éstas no inspiran grandes obras, porque la policía controla a otros y no es el funcionario de su propio arte, un adorador de sus normas y reglas. La orden debe venir de arriba y el límite viene impuesto por la revelación. Es necesario aceptarlo sin exigir nada a cambio, igual que no cuestionamos ni las hojas ni las estrellas, ni la arena sobre la que caminamos. La fe ocupa una realidad que es completamente inflexible, absoluta, y el espíritu —sólo en esas cadenas resulta obediente, aunque en su obediencia intenta expresar el mundo y a sí mismo— crea a partir de la libertad absoluta. Esto vale para todas las formas de arte marcadas por una gran solemnidad y que reglamentan la ironía, la distancia, el humor. ¿Cómo es posible alumbrar la grava, o el ala de un pájaro, los movimientos del Sol y de la Luna? O bailar: su libertad es una ilusión, el bailarín sometido a la tiranía de la música, que gobierna cada uno de sus movimientos, y la expresión individual estriba sólo en el estrechísimo margen que queda en la interpretación.
Sí. Pueden existir límites sublimes fuera de la religión, pero para ello tienen que tener un estatuto sagrado; uno debe creer que son inevitables y no inventados. El conocimiento de que algo es capaz de ser completamente de otra manera, el rechazo de lo inevitable en favor de un océano de técnicas conscientes, de estilos, de dispositivos, pone grilletes a las manos y las mentes a través de la libertad de elección. El artista, como el astronauta en el espacio ingrávido, deviene totalmente impotente, sin nada a lo que sujetarse.
En esa temprana y burocrática fase de mi creatividad llegué a aproximarme al sagrado manantial del arte. Lo que para Miguel Ángel eran tronos celestiales, cetros y ángeles, eran para mí las autorizaciones que elaboraba. Nos equivocaríamos si interpretáramos que yo dejaba correr libremente mi imaginación. Era un esclavo por voluntad propia de la liturgia burocrática, un mezquino burócrata del Génesis, un estudiante regordete transformado en un modesto oficinista del Decálogo puesto al día por la divina gracia administrativa de la misma Burocracia. Hoy, en el mucho más tenebroso y autoconsciente estado de creatividad, no dudaría en llevar este tema hasta el absurdo más cómico, dispensando licencias para moverse por las galaxias y dataciones para épocas geológicas. Volviendo a lo que decía, igual que Miguel Ángel no estaba preocupado por las uñas de los dedos del pie, yo jamás cuestioné el derecho de la ley a redactar certificados de nacimiento a los recién nacidos, dado que en mi inocencia yo igualaba los documentos legales con lo Absoluto, y así podía permanecer en el umbral del arte. Concentrándome en la letra y en las rúbricas selladas, y asegurándome de que los documentos en blanco estaban bien y con las firmas bien ubicadas, estaba en predeterminada armonía con la ortodoxia de las autorizaciones, a la que todas las dudas, vacilaciones e indeterminaciones eran por completo ajenas.
Mis primeros pasos fueron pequeños, vacilantes, pero cogieron el rumbo apropiado. Jamás llegaron más allá de mi autoridad, pese al hecho de que, o tal vez porque desconocía que yo era su instrumento. Por consiguiente, no rellenaba los documentos con la identidad de reyes o primeros ministros: dejaba espacios en blanco también para las fotografías y para las firmas, y guardaba los documentos emitidos «a petición del portador» en un compartimiento especial de mi bolsa que cerraba con dos botones, para asegurarme de que no cayeran en malas manos. En los temas relacionados con la tesorería fui especialmente cuidadoso para evitar cualquier posibilidad de fraude o de apropiación indebida. Especifiqué las sumas, las cantidades, el poder de compra de las monedas a mi disposición, y partiendo del dudoso valor del oro en general intercambiado por barras y lingotes (mis comprobantes daban una precisa descripción del lingote que yo mismo homologué, usando mis libros de Física); mi modelo era el lingote de platino iridio, guardado en Sèvres, cerca de París (que me servía como medida de un metro), y daba incluso las dimensiones de las pepitas, tal y como se describían en los libros de Karl May y de Jack London, y se pagaban con bolsas de cuero atadas con un lazo. Obtenía la información necesaria del libro Las maravillas de la naturaleza del profesor Wyrobek, y permitía el desembolso de rubíes, espineles, calcedonias, crisoprases, malaquitas y ópalos, listados en talones desgajables el grado de las gemas, el corte, los quilates, el número pedido, y hacía además hacía libritos con unos bonos especiales, cupones que me plantearon un dilema. Por ejemplo: ¿era correcto darle a alguien un plato de platino a través de canales oficiales? Mi instinto burócrata me decía que no, que las palabras como dar o regalar resultaban inapropiadas. Desembolsar, adjudicar, entregar eran los términos correctos. Además, con una cadena de oro lo peor que podía hacerse era llevarla puesta, mientras que un plato, incluso de platino, servía para comer en él; digamos que se trataba de algo ofensivo para la previsora mente de un administrativo. ¡Oh! No había deseo alguno por las cosas materiales que me empujaba a una lluvia de perlas y esmeraldas (contadas una a una). El pago por servicios prestados era sólo una parte inseparable del mundo que había creado. Ideé salvoconductos especiales, también según una jerarquía (Puerta Exterior, Puerta Intermedia, Primera, Segunda y Tercera) con recibos que los guardas arrancaban. Los vestíbulos interiores y los pasillos estaban estrechamente vigilados, y sus nombres eran conocidos hasta los escalafones inferiores; el siguiente, más interior, era sólo conocido a través de un código, y poco a poco iba surgiendo una forma de la nada, un edificio, un Castillo increíblemente alto, con un «Centro del Misterio» innombrable ni siquiera por los más osados; el lugar en el que una vez traspasadas todas las puertas, los vestíbulos y los guardianes, ¡podías por fin recibir la autorización absoluta!
Ahora me es fácil describirlo, pero qué lejos estaba entonces de ese Centro, avanzando como un humilde y concienzudo escriba, con caligrafía medieval, paciente como una hormiguita estilizando mayúsculas y minúsculas, ¡y sin saber cómo ni cuándo mis incunables atravesarían la línea que separa el librito del Libro, ni cómo ni cuándo el escriba se tornaría escritor, y el copista, artista!
Fui adquiriendo cierta destreza, incluso usé tinta roja para que el Departamento resultara más polifacético. Sabiamente seguí los convencionalismos y me satisfizo el mantenerlos. No era muy pródigo en la emisión de documentos de Reinos, pues se trataba de mucho poder en manos de una sola persona. Hubiera sido fácil disponer de pasaportes universales que abrieran todas las puertas del Castillo y todas las criptas que guardaban los tesoros. Sin embargo, y voy a recordarlo para hacer honor a la verdad, nunca redacté tales pasaportes. Recuerdo un librito que preparé para un inspector extraordinario y plenipotenciario. Cada página estaba coloreada con un tono distinto. Lo recuerdo presentando la primera hoja, sin duda ante los funcionarios inferiores, una página ordinaria con sólo dos sellos triangulares. Los guardas de las puertas abrían los pernos a regañadientes. Y luego, con un leve giro, mostraba la segunda hoja, en verde, ahora frente a los rígidos funcionarios. Luego, en la mesa del cuartel de guardia arrojaba la tercera y cuarta página, de un blanco deslumbrante, con el gran sello redondo, rojo sangre. Lo miraban atentamente, temblando, y saludaban mientras el hombre avanzaba hasta la puerta principal, donde estaba el Guardián General de las Puertas, que un momento antes permanecía inaccesible, metido en un uniforme bellamente adornado con gotas de oro, en ese momento empapado en sudor por el celo oficial puesto en la tarea, y el sonido de la cerradura abriéndose y mezclándose con el tintineo de las medallas sobre su pecho. Y el anciano es una imagen militar: alzando su brillante espada, honrando no a la persona que cruza el umbral sino al documento que el emisario lleva en mano ¡Qué delicia el pensamiento de ese trasiego maravilloso de los salvoconductos, esas crecientes dosis de «poder perfectamente legal»! ¡Ni las escenas de batallas de Sienkiewicz, ni ningún rugido de cañones podrían igualar jamás el murmullo de los Cupones de Poder colocados sobre la mesa gris entre los muros grises del Castillo! No puedo llegar a comprender la magia oculta en el Gran Sello, pues en su centro reposa el mismísimo Signo Secreto, esto es, un «código sin clave», lo que significa que quien lo lleva tiene que ser un emisario del Innombrable.
¿Se trataba acaso de un inspector enviado por el Creador? ¿De un ejecutor del propio Dios Todopoderoso? No lo sé. Salió de la nada y cuando completó su trabajo, regresó a la nada.
¿Realmente imaginaba todo eso tan artísticamente y con tanta precisión? Sí y no. Al dar autorizaciones aceptaba también su autoridad. Así, entre ellos y yo surgían lazos y tensiones que, a su vez, me mostraban qué camino seguir. No construía historias ni tramas: ellos mismos se transformaban en seres, poblando los espacios vacíos de documentos concretos. Los papeles dirigían el complejo drama del Departamento. Eran el Sol alrededor del que giraban, como astros, los Tronos, Guardianes y Siervos. De esa forma, tenía que estar siempre presente, en cada lugar y en cada momento, para entregar si era preciso el documento adecuado, sin el cual el asunto que nos ocupaba (su país, su mundo) se consumiría, se desvanecería y perecería. La burocracia no sólo puntuaba la acción, sino que la creaba.
Pensemos en la modernidad de este descubrimiento durante la secundaria. Ignorando las reglas de la escritura, lo que hice fue fortalecer el escenario, la atmósfera, sin describir ningún personaje ni escena directamente. Cada elemento del drama del Departamento se colocaba sólo por inferencia, por extrapolación. A partir de documentos particulares se podían deducir las vidas aludidas, igual que uno deduce a partir de la sombra de una rama la existencia de un árbol, el Sol y las leyes de la óptica. La antinovela de la segunda mitad del siglo XX se centra únicamente en objetos, aunque mi ascetismo universal fue más allá de la antinovela, ¡pues yo sólo escribía, en el ejercicio de una autoabnegación postrera, formas en blanco! Y al hacerlo arrojaba al mar el anticuado trasfondo del paisaje o del aspecto de una ciudad, y la caracterización de la psicología y los tradicionales giros y complicaciones del argumento, así como las fórmulas retóricas de la literatura, los cansinos engaños de sintagmas, determinantes y adverbios. No usaba estructuras, ni nuevas ni viejas, ni arquetipos, no citaba pensamientos grandilocuentes ni palabras punzantes, pegaba mis sellos, rotulaba, troquelaba las hojas. Llegaba al corazón del asunto cada vez, pues a través de esa abstinencia total de literatura pude comprobar que es posible expresar en silencio todo un universo entero.
Mi imaginación burocrática era tal que esos documentos no podían prepararse en una sola línea, pues ciertos períodos, como los dinásticos, tenían un sinfín de versiones, a veces paralelas, otras veces intrincadas, y otras eran como archipiélagos en muchas dimensiones. Durante las clases de Matemáticas y de Latín, cuando el rigor de la disciplina me hacía imposible dedicarme a otras cosas, fingía estar escuchando, si bien mentalmente repasaba las autorizaciones que emitiría ese día, y saboreaba lentamente el caleidoscopio que formaban. Me fijaba en una sucesión de filas a lo largo de las que podía construir un número infinito de variaciones para cada secuencia de acontecimientos.
¿No llegué a perderme en esa inmensidad? A fin de cuentas, no guardaba archivos y sólo me guiaba por el instinto de la rutina burocrática de esos trámites. No conocía un camino a través del laberinto de papel, pero el propósito era vagabundear con gracia y con garbo. Los errores fueron errores administrativos sin importancia, una mota en la fotografía de la Existencia, una ligera mácula en una reproducción fiel. Con todo, un verdadero edificio de errores, apropiadamente complejo, puede convertirse en una morada para el alma, un trono del libre significado, una estructura cada vez menos dependiente de los prototipos, una versión de las cosas liberada de los dictados del naturalismo; en resumen, una nueva versión de la realidad opuesta a ella. Está claro que la culminación del error es un sistema filosófico. Esto es, una proposición de valores por los que vale la pena vivir y morir. Ése es el camino ascendente, y las malas interpretaciones se tornan revelaciones, una mentira pomposa se torna épica, violencia contra la lógica poética, y la obstinada persistencia en el error es la mayor fidelidad de la que un hombre es capaz.
Creo que mi odisea documental en secundaria cumplió con esas condiciones. Realicé documentos tan estúpidos, que su estupidez creció hasta la perversión (como cuando otorgué a los conspiradores una autorización de golpe de Estado para cometer un regicidio en palacio). Dejando aparte el sentido común, adquirieron un sentido lírico, ya que mezclé dinastías con cámaras de tortura, erarios, cuerpos administrativos y reglamentaciones, rompiendo las cadenas espacio-temporales, forzando que la documentación fuera contradictoria con los documentos, poniendo párrafos en disputa interna, cancelando coronaciones, trastocando cumpleaños y ejecuciones. Era tan descuidado que cometí crimen laese legitimationís, y dejé la puerta abierta incluso a expectativas apocalípticas. Cierto, tal confusión la produjo sólo la mano abstraída y despistada que sujetaba el sello, si bien un destinatario con ojo avizor no sólo hubiera puesto más que orden en aquel caos, sino que hubiera lanzado una interpretación distinta y diabólica: diciendo que no se trataba de errores accidentales sino de efectos sísmicos de secretas batallas, que incluso en el propio Departamento no había un acuerdo completo, que las facciones antagónicas estaban enzarzadas en una lucha cruel, que ciertos Departamentos intentaban con alevosía menoscabar a otros, y que incluso lo más alto de lo alto no tenía el control total sobre el Gran Sello, pues los escalafones forcejeaban con ellos en una lucha sin tregua, constante, y ese silencioso forcejeo burocrático era, en su desesperada irreprochabilidad, como el eterno girar y girar de las palabras en el espacio. Y como no sólo cometí errores sino que los repetí a menudo, en mi creación fui asistido por dos espíritus modernos: la oscuridad y el tedio.
¿Pero cómo podría esperarse (alguien preguntará) que a un niño gordinflón que hacía garabatos se le otorgara tal voluntad interpretativa? ¿No es una broma demasiado forzada? Mi respuesta es: en el Arce también pasamos por alto y silenciamos la absoluta necesidad de la voluntad interpretativa del público. Enseñamos y aprendemos que una obra de arte es como un rastrillo que reposa en la oscuridad. Quien tropieza con él se puede herir en la cabeza, quedando deslumbrado por una luz repentina, y lo mismo ocurre con una obra brillante: quien la observa queda herido por una inesperada y repentina dicha. Esta noble mentira está tan profundamente arraigada, que cuando años después de los episodios aquí descritos tuve que escapar de la Gestapo gracias a un «chivatazo», dejé tras de mí, entre mis pertenencias, un cuaderno de poemas escrito a mano. Lamenté su pérdida para nuestra cultura nacional, aunque también resultaba convincente pensar que aquellos perseguidores, si entendían el polaco, quedaron estéticamente asombrados. Más adelante este recuerdo me sacaría los colores, pero sólo porque me di cuenta de lo terribles que eran mis sonetos. Aún no comprendía que, en aquella situación, la calidad de la poesía era del todo irrelevante. Ese mundo nuestro hubiera sido distinto si los corazones de la Gestapo hubieran tenido sensibilidad para la poesía. El Arte no coacciona a nadie; nos transporta sólo si consentimos que nos transporte. Consecuentemente, es el elemento de mutuo consuelo, es el elogio que revierte en elogio, es el «hoy por ti y mañana por mí» y por tanto es el fraude y la prevaricación colectiva. Gombrowicz nos abrió los ojos al respecto.
Aunque aún hay más, en un nivel más elevado: acerca del talento para la lectura. Cualquier niño es capaz de leer el ingenuo cuento de La Cenicienta, pero sin sofisticaciones y sin Freud, ¿cómo verlo como un ballet de perversión ideado por un sádico para masoquistas? Hoy el rebatir que codo lo obsceno está oculto subliminalmente en los cuentos de hadas sólo muestra su ingenuidad. Por consiguiente, diríamos que el detective en la novela Las gomas de Robbe-Grillet era un chapucero, según el texto literal de la obra, y que el caprichoso comportamiento de Hamlet surge a parcir de que Shakespeare incorporaba en la obra muchos elementos distintos de versiones anteriores. El científico moderno apunta al cielo, donde las estrellas se esparcen al azar, y sin embargo codos sabemos que integran las formas zodiacales de dioses, animales y personas. En general podemos ennoblecer una obra o tacharla de superficial, dependiendo del telón de fondo que le otorguemos en el escenario de nuestra mente como lector. Tampoco se trata de un telón de fondo pasivo, sino de un sistema de referencias en el que un palo roro podría sugerir una rama estilizada del Japón antiguo, y una piedra encallada se nos podría antojar una escultura que expresara el humor de nuestro tiempo fragmentado. Así, venidos con un error de manos a boca, podríamos gritar: «¡Incoherencia!» o por el contrario: «¡Brillante disonancia!» o: «¡El abismo bosquejado por la agrietada intención del caparazón de la lógica!». Es obvio que no codo el mundo puede fijar un telón de fondo completamente nuevo para el mundo del arce; para ello hay expertos, que a veces suelen estar perdidos. De ahí surgen el debate, las querellas y las conferencias. Y los artistas no ayudan, son cada vez menos explícitos y más crípticos cuando roca hablar de su trabajo, hablan para enriquecerlo semánticamente. Se supone que en los plenos de ayuntamientos y en consejos varios nadie queda demasiado impresionado ante los esfuerzos creativos de un estudiante de secundaria. Pero si conocemos el mecanismo del fenómeno, y el fenómeno es el mismo, al menos podemos exigir un tratamiento similar, y no sólo en nuestro propio interés, sino porque sospechamos que en las profundidades de las polvorientas bibliotecas yacen sin descubrir muchos Musils y Canettis, tantas obras que nunca tendrán el reconocimiento si no las ayudamos y abogamos por ellas.
Yo, sin embargo, a los doce años ignoraba todo eso. Escrupuloso con el poder que nos limitaba, incluso con el poder soberano, y siendo anónimo en mi labor de hormiguita, desaparecí en el mismo mundo que había creado. Nunca llegué a los extremos, nunca permití la inflación de documentos y, gracias a esa constante modestia, pude fusionar lo sagrado con lo realista. Digo lo sagrado porque utilicé como axioma que desde el Principio había una Autorización; digo realista, porque mi actividad la sugería el propio Espíritu del Tiempo. Y si en alguna ocasión se me solicitaba una Licencia Todopoderosa, un potente Documento de Documentos con sellos como soles de cera roja y garladas de cuerdas multicolores, concebido en el Summus Auspiciis del Caos, donde las cláusulas y los archivos se arremolinan aún libremente alrededor de la «Escalera del Departmento» (que en otro contexto se convirtió en la «Escalera al Cielo»), yo me aplicaba a esa tentación, a ese sacrilegio, al ávido deseo de conseguir llegar al Corazón de golpe, como si percibiera que sería un esfuerzo en vano, como si el intento estuviera condenado al fracaso. Fue sólo mediante una gran concentración y un gran esmero puesto en los detalles como logré emitir la factura por un centenar de sacos de polvo de oro vulgar a pagar al portador (pero sólo de la Quinta Orden), y también el librito cosido con hebras de plata del Ejecutor, de Categoría II. Oculto bajo la cubierta de un libro de texto, unifiqué en mi pupitre la Existencia con la Obligación, y sólo así logré elevar la burocracia, que por naturaleza es algo estéril e inanimado, al nivel del Arte. Sobre las alas de la autorización me elevé por encima del gran valle de lágrimas, y en tanto volaba arranqué de la no existencia palabras enteras en un solo movimiento, ayudado por una ruedecilla dentada de un despertador. Antes de cumplir los trece emparejé la literatura con los gráficos (ambos necesarios para la elaboración de documentos) y creé así un nuevo movimiento. El Autorizacionismo: esto es, el arte sacroburocrático bajo el doble patrocinio, metafísica e indirectamente, de san Pedro y de la Policía en una sola persona, pues los documentos acreditativos se emiten, a fin de cuentas, para que alguien los examine. No es que me creyera mi obra. Seguramente sólo era un juego al que jugaba durante las clases de Historia, de Geografía, e incluso (¡lástima!) de polaco, y aun así…, aun así nunca enseñé esos documentos a nadie, y tal era mi estado de ánimo que, si me hubiera encontrado en plena calle con una autorización para desenterrar un tesoro en la Montaña de Arena, hubiera estallado de alegría, pero no me hubiera sorprendido en absoluto…, y es que, y eso es algo difícil de expresar, aunque era consciente de que no emitía documentos auténticos, al mismo tiempo sentía que había en ellos algún rescoldo de verdad. Y no era del todo un sinsentido, aunque al mismo tiempo lo fuera. Hablo de un sinsentido exclusivamente literario. Sabía perfectamente que nadie honraría mis comprobantes de sacas y rubíes, y de que no valían ni un groszy, aunque si no hubiera creado ese tipo de valores, tal vez hubiera creado otros. ¿De qué tipo? Un tipo de valor que era intrínseco, como las catedrales de Orvieto y de Siena, que un ateo intenta desacreditar, soslayar diciendo que son edificios muy grandes con rayas blancas y negras como de pijama. Resultaba más sencillo, claro, reírse de mi catedral, que no era ni material, y que existía no como una cosa sino como una metáfora o, como diría un cibernético de hoy, como un modelo análogo de relaciones multivalentes, de polisemia. Al sentir que nadie entendería lo que ni yo mismo podía expresar con palabras, que sólo se vería en ello mi infantilismo, lo mantuve en silencio y preservé el secreto.
Desgraciadamente todo el trabajo de ese periodo se extravió, incluyendo el más valioso, el decreto en materia de Educación Física, estampado con una moneda de dos groszy (de la rara serie de los Sellos Inferiores) y reforzado con un pedazo de cordón de zapato amarillo que anudé entre clase y clase. También perdí el permiso de encarcelar a «sospechosos», impreso en Código Rojo con contraseñas y en el que utilizaba la Clave Secreta, de Primera Clase (mi conocimiento sobre códigos derivaba sobre todo de Las aventuras del buen soldado Schweik). Las obras se extraviaron, pero el camino quedaba abierto, y prometía.
Como todo ese trabajo administrativo lo hacía en la escuela secundaria (en casa no tenía la paciencia para sentarme, mientras que en clase no me quedaba más remedio), en casa podía leer libremente, y leer muchísimo. Leía La isla de los sabios de Buyno-Arctowa, que era un tipo de premonición de la ciencia ficción. Aún extenuado por el trabajo como estaba, y por tanto en mi burbuja, ejercí de tesorero en el consejo escolar y nunca fui capaz de cuadrar las cuentas, por lo que mi padre tenía que darme un zloty o dos cada mes. No era malversación de fondos públicos. Simplemente ocurría que las cuotas de groszy se me mezclaban en la mente con los sacos de oro y diamantes que desembolsaba, y la confusión llevaba a esos déficits.
Cumpliendo horario de oficina como un burócrata profesional, en casa no miraba nunca las autorizaciones. Aparte del tutor, la francesa y la cena, únicamente me entretenía con un modo completamente distinto de creatividad: los inventos. En la escuela, preocupado con mi Departamento, no pensaba en ellos, mientras en casa, a la más mínima, todos mis pensamientos se movían en esa otra dirección. Eso no me preocupaba. Me hubiera costado decidir cuál de las dos actividades consideraba de mayor importancia. Era como un hombre con dos mujeres. Un hombre sincero y devoto de ambas, un hombre que sabe cómo dividirse entre ambas, porque lo ha estudiado todo con detalle.
De vuelta a casa, sabía dónde comprar alambre, cola, parafina, tornillos, papel de lija, y cuando mi asignación era insuficiente podía acudir a mi tío, al hermano de mi madre, o idear algún plan. Mi tío (yo le llamaba por su nombre de pila, casi como si fuera un compañero de clase) solía tener arrebatos de generosidad, lo cual no agradaba a mis padres. A menudo me daba una moneda de cinco zloty, con el rostro de Pilsudski; no lo guardaba en mi monedero, sino que lo metía, para asegurarme, en el puño. Recuerdo que caminaba por la ciudad con la dulce moneda en la mano y me sentía como Harun al-Rashid yendo de incógnito. Mi vista se fijaba en los escaparates de las tiendas y enseguida convertía esa moneda de plata en cientos de cosas en las que invertirla; pero de repente, y tan dura y miserablemente como un millonario, no era condescendiente con mis deseos. Por lo general invertía mi capital en inventos, y me di cuenta de que los inventos de verdad hacen eso, pues pueden consumir muchísimo dinero sin dejar rastro. Y sin dar resultados.
Como burócrata estaba tranquilo, pues es inimaginable la burocracia apasionada. Como inventor no lo estaba. La llamada sagrada de la tecnología llameaba en mi interior. Por ella hice sacrificios sangrantes, pues tenía hemorragias a menudo, y los dedos vendados, y era terco como una mula, pues, aunque me desanimaba siempre, me revitalizaban las ideas nuevas, que me infundían nuevo ánimo. Durante un tiempo trabajé en un motor eléctrico que se parecía al motor de vapor de Watt, pero que, en lugar de un pistón y de una rueda volante, integraba una bobina cuyo campo magnético absorbía una varilla de acero. Un cortacircuitos especial enviaba corriente a la bobina. Más adelante aprendí que ya estaba inventado ese dispositivo y que esos motores sí existían o, mejor dicho, habían existido, puesto que eran ineficaces y demasiado lentos, lo que no me importó. Creo que fue la primera vez que hice gala de mi extraordinaria tenacidad, porque construí y reconstruí ese prototipo quizás cincuenta veces hasta que por fin se llegó a mover. Y cuando lo hizo ese objeto de metal retorcido sacado a un chatarrero, cuya tienda estaba en nuestro edificio, de entre un caos de cables, de manchas de aceite, de baterías gastadas, de chatarra, de marrillos y de alicates (aún manchados por la sangre de los juguetes masacrados), me senté y observé los chirridos y los lentos giros espasmódicos, las vibrantes palancas, los chispazos que salían del cortacircuitos. Lo contemplaba rebozado de suciedad y fatigado, pero triunfante. Y yo me vanagloriaba, enseñaba el motor a mis familiares, pues había hecho lo que ningún otro niño de mi edad podía hacer. Aunque lo más importante fue el momento en que quedó acabado: la realización del acto creativo. Ya no me quedaba nada más por hacer. El motor funcionaba, cojeaba, y yo lo observaba hasta que llegaba el crepúsculo. Era un tipo muy especial de satisfacción, que no requería el reconocimiento de nadie, ni siquiera me hacía falta ningún testigo. No necesitaba ninguno, pues era algo que ya había cumplido. Ni Watt y Stephenson habrían experimentado una dicha tan grande.
Y claro está, no bastó con esa proeza; estaba sediento de nuevas victorias. Durante largo tiempo trabajé en electrólisis, dejando caer toda suerte de sustancias en agua, y no con la esperanza de que algún día el oro apareciera en los electrodos. El oro no me interesaba, sino la creación de la sustancia inexistente. De las paredes de los electrodos rascaba polvos marrones, rojos y oxidados y grises que guardaba en cajas. Al final llegué a la conclusión de que mis datos eran insuficientes y regresé al mundo de los aparatos eléctricos, esta vez más sistemáticamente. Eché mano de un grueso libro alemán con letra gótica titulado Elektronisches Experimentierbuch. En secundaria había hecho dos cursos de alemán, pero no podía leerlo, no entendía ni una sola frase. Tenía que abordar el texto con un diccionario, un poco como hacía el egiptólogo Champollion con los jeroglíficos. Iba lento pero obtenía resultados, pues al final leí todo el libro de cabo a rabo y construí una máquina Wimshurst y una bobina Ruhmkorff. Por alguna razón me gustaban las poderosas descargas eléctricas. Yo era por naturaleza desaliñado, extremadamente impaciente y descuidado, por lo que el hecho de que fuera capaz de conseguir tanta autodisciplina resultaba de lo más sorprendente. Frente al desánimo me mostraba tan terco como una mula. Un par de veces dediqué meses al trabajo agotador y sangrante. Me corté varias veces los dedos y me herí los nudillos. Usé vendas andrajosas para envolver algunos kilómetros de cable en pequeñas bobinas de papel que encolaba, y cubría cada una de las capas con parafina, colocando papel de cera entremedias. Con la máquina eleccroestática fue peor, pues no pude encontrar el material adecuado para sus discos. Primero probé con discos viejos de gramófono de un cine, de una sola cara y con un diámetro de unos sesenta centímetros que resultaron no tener ningún valor. Por último, obtuve unas placas de una máquina Wimshurst muy vieja y rota. Utilicé una sierra para reducir las placas y eliminé el caucho endurecido de los bordes, que con los años se había vuelto verde, y lo encendí en un torno, del que salió una nube fétida de polvo negro que me cubrió el pelo, los ojos, los dientes y las uñas. ¡Por fin la máquina estaba lista! Resulta curioso que al mismo tiempo yo no era ningún manitas; todo lo que hacía en los talleres de la escuela era inestable, quedaba torcido y mal acabado y solía sacar malas notas.
Luego construí un transformador Tesla, y estaba encantado con el resplandor sobrenatural de los tubos Geissler en un campo de alto voltaje. Por aquel entonces la tiendecita del pasaje Hausmann que vendía suministros científicos se convirtió en mi obsesión. Recuerdo que una máquina Wimshurst, pequeña pero mucho mayor que la mía, coscaba noventa zloty, el precio de un traje. Años después, en mi primer año en la facultad de Medicina, el primer sueldo que recibí en mi vida (un estipendio del Instituto Médico, en 1940) me lo fumé en tubos Geissler. Mi máquina Wimshurst seguía funcionando. Desaparecería tras el estallido de la guerra en 1941.
También era un teórico. Contaba con un montón de cuadernos en los que anotaba mis inventos. Se trataban de «anteproyectos». Recuerdo algunos, como el dispositivo para cortar granos de maíz de tal modo que las cáscaras cocinadas permanecían en la mazorca. Y un avión con forma de espejo parabólico para que, al volar sobre las nubes, podía recoger los rayos del sol y convertirlos en vapor que impulsara una turbina que, a su vez hiciera girar una hélice; una bicicleta sin pedales, que se conducía como un caballo. El sillín obraba de pistón y hacía girar un pivote dentado que movía las ruedas. Otro prototipo de bicicleta tenía tracción delantera, con las manillas que se movían de arriba abajo como fuelles y se conectaba al árbol de levas por varillas, como en una locomotora. Y un coche cuyas bujías eran piedras de mechero. Y también un cañón de ruedas electromagnético. De hecho construí un modelo pequeño, pero me enteré de que alguien ya pensó construirlo antes que yo. Y confeccioné un remo en forma de paraguas, que, bajo la influencia de la resistencia del agua, se abría y se cerraba alternativamente. Mi gran invento fue el artilugio del Sol y los Planetas (un plagio, como la mayoría de mis inventos). Ni siquiera sabía su nombre, pero, como mínimo, el aparato era real e incluso hoy sigue usándose. Y por supuesto estaban las máquinas en perpetuo movimiento. Ideé una docena de ellas. Tenía cuadernos enteramente dedicados a los automóviles. Por ejemplo, una idea consistía en obtener un motor de tres cilindros, como los de los aviones, colocados uno en cada rueda (por entonces ya se usaba en realidad una variante, si bien con motores eléctricos). Recuerdo, también, haber ideado un motor de dos pistones, y hasta un tipo de cohete propulsado por explosiones rítmicas que penetraban en su cámara de combustión. Pensé en mi cohete cuando leí (en 1944, o quizás en 1945) algo sobre el V-1 alemán. Es obvio que no reclamo la autoría del V-1 antes que los alemanes, aunque el principio era parecido.
Además, diseñé varias máquinas de guerra: el tanque para un solo soldado, un fino féretro de acero con ruedas, un cañón y un motor de motocicleta; un misil-tanque; tanques que se movían sobre tornillos en lugar de sobre bandas de rodadura; aviones que despegaban verticalmente. Y otras muchas máquinas estupendas, grandes y pequeñas que poblaban mis cuadernos negros y mis cuadernos jaspeados. Dibujaba bastante bien, aunque las especificaciones eran imaginarias y los números y los detalles inventados.
Entretanto, mi biblioteca crecía. Ya abundaban los libros populares de ciencia ficción, varios tomos de Maravillas de la naturaleza y de Secretos del universo. Iba completando otros cuadernos con diseños, no de máquinas, sino de animales, pues me había encargado de los reinos de la Evolución, ejerciendo el papel de «constructor jefe». Diseñé terribles depredadores basándome en los dinosaurios. Eran criaturas con caparazones y cuernos y dientes de sierra. Dediqué mucho tiempo diseñando un animal que en lugar de piernas tenía ruedas. Lo hice con rigor, empezando con un esbozo de su esqueleto, adaptando los huesos y tendones a las piezas de una locomotora.
Al describir a fondo mis esfuerzos por la ingeniería durante mis primeros cursos de secundaria, al descubrir Américas ya descubiertas, y al explicar la enorme labor que todo ello implicaba, no olvido que en el fondo se trataba de un juego. Yo mismo me ponía obstáculos, medía mis fuerzas ante mis objetivos, que a veces fijaba demasiado altos, pues también sufría derrotas. Por ejemplo, al intentar emular a Edison y construir un fonógrafo. Usé todo tipo de agujas, diagramas, rodillos, ceras, parafinas, papel de plata, y creo que me quedé afónico de tanto chillar en los cuernos, fonógrafo tras fonógrafo. Nunca tuve una máquina que respondiera a un chirrido tan débil de voz. Pero, repito, era un juego. Lo supe a los doce años, y hoy lo comparto con aquel niño de doce años, si bien con algunas reservas. Aquella etapa destructiva de mi vida, cuando era capaz de destrozar todo cuanto caía en mis manos, no se convirtió en el periodo constructivo de la noche a la mañana. Hubo una transición, y ahora me parece que esa transición es el fenómeno que resulta más interesante de todos. Se trata de un periodo de trabajo fingido. En otras palabras, durante bastante tiempo, antes de mis grandes gestas con la ingeniería, construí aparatos de radio, receptores y transmisores que no funcionaron, ni siquiera estaban ideados para funcionar. Los ensamblaba a partir de viejas bobinas de hilo y de tubos quemados, de condensadores y de gruesos alambres de cobre, y me abastecí de montones de piezas que montaba en pequeños tableros y en recipientes de hojalata para el té (eran reproducciones de radios reales). Si no me satisfacían, en el caso de que no me resultaran creíbles, los hacía más importantes colocándoles un finísimo pedazo de hojalata por aquí, un muelle retorcido por allá, hasta que el instinto me decía que ya era suficiente, que la pseudoradio había cubierto ya mis expectativas. Era un juego. Estaba jugando. Sin embargo, es curiosa la similitud entre las construcciones y las cosas que se ven en las exposiciones de arte actuales. ¿También en el arte estaba por delante de mi tiempo? Es hablar por hablar, sobre todo si pienso en una experiencia reciente que tuve en una muestra de escultura abstracta.
El centro de la exposición lo ocupaban varias esculturas de antitorsos y antidesnudos como rosquillas retorcidas y distintos collages (¿por qué no llamarlos recortables?) de varios tipos y materiales colgados en las paredes. Había caballetes con lienzos vacíos, cuadros agujereados por clavos, por lo que las superficies en forma de hoja quedaban rotas con formas geométricas. También vi formas de tela de saco enmarcadas, grises, marrones, verdes. En ellas mi vista sólo reconocía de qué material se trataba mirándolas muy de cerca. Los jirones de la malla estaban enganchados con almácigo o con cola, con engarces de hierro, armazones de caucho. Pero en la siguiente obra me detuve. Era un objeto lleno de calma, como si el artista hubiera optado por emplear la estrategia de la contención: tenía un marco metálico rectangular. Más abajo del borde (de la «proporción áurea») había una barra descuidadamente atada que realzaba la posición, y sobre esa línea se extendía una superficie estéril de metal viejo, decrépito, con tres orificios apenas equidistantes en el centro. Los agujeros hechos con taladro, quedaban abiertos al espacio, cada uno rodeado por un oscuro halo gris. ¡Estrellas ciegas, soles como ojos apagados! Me pregunté qué técnica había empleado el artista para empolvar aquellas aberturas con tanta naturalidad y con una pálida ceniza que lentamente quedaba mezclada en la nada, y me maravillé de la habilidad con la que había atemperado la superficie del metal, pues estaba finamente soldada y al mismo tiempo cubierta de burbujas en ciertas partes, como salidas de una llama. Busqué entonces el título de la obra y el nombre del artista, pero no encontré nada. Luego, pasmado comprendí mi error. La exposición se celebraba en una hermosa bodega abovedada, y las obras estaban colgadas de las paredes sin enyesar. Y aquí y allá, como suele ocurrir en todas las bodegas, el ladrillo se había desprendido por donde pasaban los conductos. Estaba delante de uno de ellos: un viejo cubo de ventilación oxidado. Al instante, la luz estética emanó de esa cosa hasta mis ansiosos ojos cegatos y se extinguió; la cosa, desenmascarada, humillada, se convirtió en un pedazo de metal vulgar sobre un cubo de chimenea, y me fui rápidamente, inquieto, para volver de nuevo a la exposición y meterme en la tesitura apropiada a fin de lograr vencer el reto del arte abstracto.
Si pienso en esa aventura creo que no había ningún motivo como para avergonzarse. Si alguien tenía la culpa de tan sencillo malentendido no era yo. En otra exposición recuerdo a un verdadero experto, un verdadero amante del arce, que por otra parte era especialmente corto de vista. Pasaba frente a una multitud de bultos y de formas redondas de piedra gris y yeso blanco mate, y rápidamente cogía una pieza de una base colocada a la derecha de la entrada. Estaba cautivado por su inusual color. Era una pieza pequeña y redonda con superficies tejidas rítmicamente. A media zancada quedó paralizado, sobresaltado, y poco a poco cambió de dirección, pues no era sino un pan jalá: la creación de un simple panadero. La cajera lo había dejado allá mientras iba a buscar un té…
¿Qué ocurre con el arte, que posibilita tales increíbles sustituciones? ¿Es posible que el papel del proveedor de sus productos de moda pueda ejercerlo también un deshollinador, un panadero, un niño fantasioso? La respuesta no es tan sencilla. Antiguamente un artista producía cosas que eran necesarias para la sociedad; se trataba de instrumentos, si bien de una naturaleza especial, que ayudaban a los muertos a alcanzar la eternidad, ensalmos, plegarias para dar cuerpo a la liturgia, la mujer estéril que engendra, el héroe hecho santo. El componente estético de esos instrumentos reforzaba sus funciones, pero nunca era central, nunca era algo independiente y sin utilidad. Así, un artista ocupaba un lugar preciso en las estructuras trascendentales de la religión y el gobierno. Era el ingeniero y realizador de un tema, que no su autor, pues la autoría se atribuía a la Revelación, al Absoluto. De ahí los estrictos límites de los que tanto hemos hablado; de ahí también la tautológica naturaleza del arte antiguo, que nunca dice nada pero que repite de memoria lo consabido: Crucifixión, Anunciación, Asunción, el acto de procrear en símbolos fálicos, la lucha constante entre Ahriman (el principio del mal) y Ormazd (el principio del bien). Y en cuanto a su personalidad, en cuanto a su genialidad, el artista oculta que en lo más profundo de los cuadros o de las esculturas o de los altares, y cuanto mayor es su talento, mayor es la ingenuidad con la que se manifiesta, pese a la necesidad de someterse a la fórmula litúrgica, y permanece en el estrecho margen de lo permitido. A partir de que el artista era capaz de alterar ligeramente el dogma intocable, capaz de fijar su vibración otorgándole resonancias que más o menos reflejaran su mundo real y contemporáneo, también era capaz, de forma opuesta, de ocultarse en la obra a través de las disonancias, de inarmonías casi imperceptibles, cuya interpretación hoy podría ser del todo equivocada, dado que lo que para nosotros es ingenuo o incluso cómico en las figuras de los primeros santos góticos, en aquella época podría tener una lectura del todo distinta a la actual. Me hubiera gustado verle la cara a uno de esos artistas cuando estaba solo frente a la creación de uno de sus santos. El paso clandestino de una personalidad por el dogma metafísico me fascina, pues en muchas obras de arte siento la activa presencia del creador, un sabotaje inconsciente o una blasfemia microscópica, una gota de veneno que, pura paradoja, refuerza el mensaje oficial, sagrado. Pero esa era ya ha pasado, y la casa de la esclavitud metafísica ha quedado obsoleta por los avances tecnológicos, por lo que hoy el artista se encuentra terriblemente libre. En lugar de contar con un decálogo de temas, se ve frente a un mundo infinito; en lugar de la revelación, se enfrenta a la búsqueda; en vez de recibir órdenes, puede elegir. Hemos evolucionado: del desnudo natural al desnudo de mal gusto, hasta una absoluta generalización del cuerpo, una insinuación geométrica del cuerpo, un fragmento, un trozo recortado, un maltrecho torso o rostro. Y finalmente alguien que se encuentra en el lecho de un río seco escoge un guijarro de entre un millón, por su forma particular, y lo lleva a una exposición de arte. Y así uno pasa voluntariamente o a la fuerza, desde el destino visto como Providencia omnisciente al destino visto como una teoría de estadísticas, un hervidero de fuerzas ciegas que esculpen guijarros en el torrente de un río. Del Creador Consciente a la creación aleatoria. De la Necesidad al Azar.
No sólo el artista sufre de tanta libertad; el público no está en mejor situación. Así, el juego consiste en intentos creativos, en votos a favor y en votos en contra. Por encima del tablero global de ajedrez de tales maniobras sobrevuela el agrio demonio de la incertidumbre, al que ningún experto puede espantar a través de exorcismo alguno. Un famoso pintor exhibe seis lienzos completamente negros. ¿Se trata de una broma, de un reto, de una idea válida? Una nevera sin puerta, sobre ruedas de bicicleta, y pintada a rayas: ¿es algo aceptable? Una silla agujereada por tres cuchillos: ¿es eso arte? ¿Pero qué significan estas preguntas cuando esas obras se muestran, cuando hay espectadores y compradores, y críticos que las defienden, y en diez o doce años la cosa queda petrificada en los libros de texto de Arte e Historia como un movimiento pasado y definitivo? Lo que queda es la incertidumbre; de ahí que las obras no se citen por su nombre. En su lugar, se dan interpretaciones evasivas. Se trata, como dicen, de búsquedas, de intentos, de experimentos. El futuro historiador del arte del siglo XX declarará, con una sonrisa, que el periodo prácticamente no produjo nada si bien se propuso mucho.
Entretanto el artista, rodeado sólo de objetos útiles, los explora. Todo sirve para algo: escuchar música, afeitarse, moverse de un lado para otro, moler harina u hornear pan. Un artista puede girar una rueda de molino en una galería, aunque el bajo grado de su contribución personal a ese acto creativo resulte muy triste. El artista debe hacer algo con el objeto, trasladar su función, para que lo que quede sea por fuerza una pura expresión, una estética sin impurezas. Es así como surgieron las «máquinas sin ningún propósito». Y yo también las armé, pero no como pionero, sino como niño que era. Así, el artista contemporáneo intenta convertirse en niño, en el centro de la civilización, para rescatar, en el niño, los límites salutíferos. Dado que un niño no conoce la duda, ignora el diluvio de convenciones, su juego a solas es serio. ¿Y el artista? ¿Encuentra lo que busca en el niño, afianzado en el pozo sin fondo de la excesiva libertad? Desea volver al principio de los principios, en el que el trabajo también era un juego además de un acto creativo, donde una acción era su propia recompensa y no necesitaba de ninguna razón ni de objetivos exteriores. Sí, ése era el estado en el que hacía yo mis pseudomáquinas. Las construía porque las necesitaba, y necesitaba construirlas. Un círculo que se cerraba a la perfección (como el postrer círculo de fe que anuncia que lo es todo). Pero el mío era natural porque tenía sólo doce años. Hice todo lo que pude, no perseguí objetivos reales, y las únicas restricciones se me impusieron por naturaleza y por cuestión de edad. A diferencia del artista, yo no intentaba ser un niño. ¿Qué otra cosa podía ser?
El pobre artista, buscando límites en el niño, sin poder ocupar su forma. Sí, es una fe incondicional y tranquila que hace que un hombre pronuncie las palabras «credo quia absurdum est» (lo creo porque es absurdo). Y es cierto, pues no hay nada más absurdo en nuestra civilización, que es una pirámide de máquinas que cubren unas necesidades, que una máquina que no sirve para nada. Aunque la absurdidad realmente está en el hecho de que diferentes caminos llevan a un mismo resultado. No es nada positivo ni para un jalá ni para un guijarro ni para un horno que se los confunda con una obra de arte. No es bueno cuando la fotografía capturada de un corte transversal de un mineral, o la diapositiva de una muestra de tejido manchado, o una colonia de virus espolvoreada con iones de plata y vista a través de un microscopio electrónico, puedan colocarse entre lienzos abstractos y pretender ser algo semejante. No es que me disguste la pintura abstracta, en absoluto. Algunas obras son excelentes, si bien podemos encontrar obras más interesantes en las muestras de los laboratorios, o en un pedazo ennegrecido de la corteza en el bosque, en el que un humus blanco ha adornado su ritmo biológico.
La desgracia del arte moderno no tiene nada que ver con que sea un constructo artificial. Todo lo contrario. La naturaleza animada e inanimada está repleta de «composiciones abstractas». La microbiología, la geología y las matemáticas están llenas de ejemplos; están presentes en los pseudomorfos de la dolerita antigua, en la estructura de las amebas, en las nervaduras de las hojas, en las nubes, en las formaciones de los acantilados erosionados. Los dos grandes maestros de la creación y la destrucción en ese campo son la Entropía y la Entalpía. El que no desea rivalizar con ellos (entendiendo, como hacen pocos, que al final perderá), busca la seguridad en un retorno a la dulce prehistoria; se esconde en el niño, en el primitivo, sin lograrlo, porque el niño y el neandertal actuaron antes y fueron auténticos. ¿Y con qué autoridad digo todo eso? Con ninguna. El lector es libre de discrepar, sobre todo porque no tengo otra prisión que proponer, ni un final salvador. Y sí, lo admito, ¡ay de mí que fui un gran pionero, y mis compañeros de clase también, sí! Lo fuimos incluso en la escuela primaria cuando revolvíamos con un palo un charco salpicado con gotas de gasolina, y creábamos un efímero aunque bellísimo estudio del color. Éramos grandes mocosos primitivos, y mi seudópodo era a los móviles de Calder lo que Bosch es a los surrealistas. ¡Qué composiciones creábamos, incluso antes de eso, en un cuenco de crema con trigo mezclado con espinacas! O, si a alguien le interesa el funcionamiento del arte conceptual, podría recordar, esta vez con orgullo, aquella cajita de música que hice servir de orinal. El acto distorsionado de llenar con un fluido corporal tan vulgar un armonioso mecanismo de relojería, ¿acaso no es un choque entre la idea newtoniana (la noción del mecanismo de relojería de las esferas celestes) y el principio de la decadencia animal? ¿Y la yuxtaposición del Ideal y el Excremento? ¿No resulta verdaderamente vanguardista? ¿No constituye una voz profética de un nihilismo catastrofista? A la tierna edad de cuatro años desacredité el inanimado determinismo de la música mediante un acto existencial, un arrebato de libertad animal, un bofetón en la cara a siglos de conformismo; una creación espontánea, perfectamente inútil y, por lo tanto, una creación desinteresada, pura…
Uno puede seguir y seguir. Ya que todo se ha convertido en un convencionalismo, como el lenguaje, y también el alfabeto, las reglas gramaticales y sintácticas, y el campo de lo permisible se ensancha lo suficiente, y si puede haber un acuerdo de algún tipo sobre los significados asignados a los objetos, entonces nada en absoluto puede expresarse con ningún signo, símbolo, cosa, imagen. Se podría hacer una exposición con unos dedos cortados. Sillas que tienen, en lugar de respaldo, caja torácica y columna vertebral de esqueleto humano, y piernas de hueso humano en lugar de madera. Una cebolla gigante es el significante epistemológico del material cósmico: las muchas e interminables capas de su conocimiento, peladas una por una, puesto que la sociedad ya no sustenta ninguna Verdad monolítica, y ningún basurero que integre un alumbrado y un marco adecuado podrá dejar de promulgar alguna declaración inteligente y oscura sobre la civilización. A la visea de que una nube tenebrosa ha ocupado el lugar de la Verdad, se hace patente la falca de claridad informativa en la que aquí y allí las obras de arte individuales fluctúan con su propia y triste luz, anhelando irracionalmente liberarse de su libertad. Pero hemos divagado mucho, y nuestro tema no son las cosas de los adultos, sino las de niños. Volvamos a él.
(Continuará…)