Invasión (IV)

Maxence Van Der Meersch





VII

I

Azotada por el viento furioso que le cortaba la cara y se filtraba por sus raídas vestiduras, la anciana Berthe Sennevilliers salió en busca de algo para comer. Lise, su hija, estaba enferma. Ya hacía tres días que no habían comido nada. La anciana recorrió inútilmente las casas de campo de los contornos, suplicando le vendiesen un huevo fresco para su hija. Anduvo por todo el pueblo; por todos los senderos, por todas las granjas y todos los caminos con un último billete de cuarenta sous entre los dedos, con una manta echada sobre su cabeza y calzada con unas viejas botas de hombre. Lise, agotada por las privaciones, tenía fiebre y padecía una congestión pulmonar. No tenía medicinas, dinero, ni siquiera fuego para cuidarla, ni un huevo fresco. Los alemanes lo habían requisado todo. Berthe recorrió toda la región, ofreciendo su ínfimo billete de cuarenta sous. Por doquier la recibieron con negativas. Los granjeros guardaban los huevos para los alemanes y los que podían esconder los revendían en Tourcoing a precios exorbitantes.

Berthe, en su penosa peregrinación por casa de los Lacombe, de los Humfels y de otros, observó la relativa comodidad, el bienestar y la tranquilidad de aquellos trabajadores de la tierra que no sufrían hambre.

En casa de los Humfels cocían pan, un pan dorado, casi blanco, cuyo olor había despertado en la anciana un vértigo de deseo. En la chimenea de casa de los Lacombe ardía un fuego alegre que alimentaban las cajas de embalaje de los víveres, y Berthe se entretuvo adrede un rato allí para calentarse.

Finalmente, volvió a su casa mojada, aterida, con los pies sangrando y la espalda helada. Halló su cocina sin fuego y sin pan; a su hija, echada en un camastro de paja y al borde del delirio. No le quedaba más remedio que aguardar hasta el día siguiente, en que repartirían el abastecimiento y podrían ir a buscar pan y acaso leche…

Los Sennevilliers habían sido objeto de demasiada envidia y odio en el pueblo para esperar que nadie les compadeciera. Eran personas intransigentes, inflexibles de las que no razonan, ni discuten los principios. Sus dogmas eran intangibles: no robar, no confabularse con el enemigo. Ni a Berthe ni a su hija se les hubiera pasado jamás por la imaginación la idea de ir por los campos a recoger una remolacha ni una gavilla de trigo por los molinos. Incluso respetaban los bienes del enemigo. ¿Que los alemanes robaban, se dedicaban al pillaje y devastaban? Peor para ellos. El ejemplo del mal nunca debe seguirse. Los Sennevilliers, en medio del envilecimiento general, seguían siendo los representantes de la moralidad, la dignidad, y con sus desgracias sufrían más que todos los efectos de la guerra. En su casa no se había practicado ninguna colaboración, ningún tráfico ni robo con el enemigo. Agriados, debilitados y enfermos, obstinados en sus principios, en su obsesión de seguir siendo verdaderos franceses, asistían con repugnancia a aquellas infamias, a aquellas prostituciones, a aquellas capitulaciones de los demás y no aguardaban más que una lejana y tardía victoria de Francia, que ellos acaso no verían, para restablecer el equilibrio de la justicia…

Finalmente, llegó el día bendito del reparto del abastecimiento. La anciana Berthe, envuelta siempre en su manta, calzada con sus botas de carretero, la nariz roja, el rostro agrietado, los ojos llorosos y la piel cortada por el frío, entró en la escuela y penetró en el aula donde distribuían los víveres. Estaba repleta por una multitud de gentes que olían a lana mojada, a sudor, a pobreza. Una estufa de hierro colado calentaba en medio de la sala y al fondo un tabique cerraba la pieza tras la que estaban los que efectuaban la distribución. Había dos ventanillas. En una, Marelli, el recaudador, daba el pan y las conservas. En la otra Leuil, amigo de Lacombe, que había remplazado a Serez, el maestro, daba el arroz y las legumbres secas. Pero su ventanilla estaba dispuesta de manera que no podía ver a aquellos a quienes servía los víveres. Tras él, una máquina complicada ideada por Pascal Donadieu, distribuía las raciones automáticamente, pesándolas y midiéndolas casi a los medios gramos. Antes de que Donadieu hubiera imaginado el mecanismo, Leuil se servía, a manera de medida, de un bote de conserva, en el fondo del cual ponía rodajas de madera para dosificar las porciones. Marelli se dio cuenta de que Leuil quitaba las rodajas para los amigos y exigió un procedimiento de distribución mecánica y una ventanilla en la que Leuil no viera a la gente que servía.

Marelli comenzó a distribuir el pan y la miel. La gente se apretujaba ante su ventanilla. Cada cual recibía su pan, unas bolas de masa intragable e indigesta. Muchos lo mordían inmediatamente, arrancando un bocado. Familias enteras se lo repartían allí mismo, guardándose avaramente cada uno su pedazo. Discutían, pidiendo a Marelli que las repartiera, que pesara las raciones una a una. El hambre, había matado el espíritu familiar, la ternura, ya que es necesario un mínimo de bienestar para que el hombre siga siendo hombre. Entre la miga, bajo una corteza correosa, se encontraba frecuentemente una bola de pasta cruda, pegajosa, suelta como una almendra dentro de su cáscara. Alguna vez aquella bola estaba húmeda y tenía un gusto amargo y como podrido. Se las enseñaban a Marelli.

—¡Si no es vomitona, es una porquería parecida!

Y Marelli levantaba los brazos, diciendo:

—¿Qué quieren ustedes que haga? Doy lo que me traen.

No quería difundir por el pueblo la acritud y el espíritu de revuelta, pero se daba perfecta cuenta de que la calidad del pan había descendido desde que solo Orchon amasaba para el abastecimiento. Baille, el mejor panadero de los dos, había sido eliminado, bajo el pretexto de que dos panaderos complicaban el servicio de distribución. Orchon, que compraba a Lacombe la leña para su horno, había obtenido de la Comisión municipal el monopolio y abusaba. A la no comestible harina «Κ. K.» añadía otra de judías molidas y de patatas. Y como, por otra parte, amasaba mal y no seguía las instrucciones de las autoridades alemanas para la cocción, su pan era totalmente incomible. Los alemanes habían tenido la idea de hacer emplear los cristales de salmuera que quedaban en los toneles de carne americana. En vez de remojarlos y disolverlos en el agua a emplear luego en la artesa, Orchon los echaba tal como salían, compactos y manchados de sangre, en la masa. No se deshacían y se les encontraba intactos, en medio de un pan correoso e insípido, Pero Orchon era amigo de Lacombe…

Marelli continuó su distribución. Recogía los bonos del Ayuntamiento y daba a cambio los panes. Muchos pedían tímidamente que les fiara, pues no tenían con qué pagar aquella escasa porción de víveres, y Lacombe no concedía la tarjeta de pobreza más que a sus amigos. Otros, desprovistos de dinero, pero conservando aún en su poder un poco de oro, una alhaja, una sortija, la llevaban y se la confiaban a Marelli, rogándole:

—Guárdela hasta la semana próxima, en que le pagaré mis deudas.

Algunos llevaban una moneda de oro, una moneda de diez francos, recuerdo lejano de antes de la guerra, que conservaban como un talismán.

—Monsieur Marelli, procure guardarla algunos días, por favor… quizá vuelva a buscarla.

Algunos le llevaban diez veces una alhaja y otras diez volvían a buscarla, con derroche de obstinación y de apego.

También había algunos que, desprovistos de todo y demasiado orgullosos para confesarlo, cogían un solo pan para cuatro y una pastilla de miel, ración ridícula que no les alcanzaba siquiera para dos días. «Como no se trabaja, no hay mucho apetito…». Y los que hacían eso eran de semana en semana más numerosos. Pues llegaba inexorablemente el día en que se terminaba el último luis, el último escudo.

Los rostros enjutos y pálidos. El hambre y los sufrimientos había desfigurado los rasgos. Hubiera podido tomarse aquel por un pueblo de ascetas. Una serie de indicios revelaban una horrible miseria fisiológica: orzuelos, diviesos, granos, ictericia, muermo, sarna entre los dedos, escorbuto en las encías, abscesos en el cuello y en las orejas. Toses y respiración entrecortada; una especie de rumor quejumbroso llenaba aquella sala. Se calentaban con satisfacción y prudencia. Parecía que ya no estuvieran acostumbrados al fuego. Una mujer de veinte años que estaba junto a Berthe con un niño en brazos, desfalleció lentamente, dejándose caer presa de un síncope al sentir aquel calor tan delicioso. La incorporaron sin emoción. Era algo sin importancia, pues cada semana se desplomaban dos o tres de la misma manera.

A Berthe le llegó su turno. Se acercó a la ventanilla de Marelli y este la reconoció.

—¿Qué tal, señora Sennevilliers?
—Vamos pasando…

Puso tres panes sobre el mostrador y ella los rechazó preguntando:

—¿No hay leche? Lise está enferma…
—¿Enferma? ¿Ella también? No, esta vez no hay leche.
—Bueno, entonces me llevaré el pan.

Pero no cogió más que dos, explicando confusa:

—Todavía tengo de la otra vez. No hay necesidad de derrochar el dinero.

Y se marchó. Se sentía, un poco reconfortada y el frío le pareció menos hiriente. Pensó que Lise no había podido aprovecharse de aquel fuego. Afortunadamente le llevaba pan. Aspiró la bola gris que tenía un amargo olor a centeno. La boca se le hacía agua. Hubiese querido correr.

Cuando alcanzó la esquina de la plaza, pasó ante ella un gran carro de adrales tirado por unos caballos sudorosos. Un alemán lo conducía, sentado sobre el banco y de la parte trasera saltó un arrapiezo, que rodó por el suelo, sin soltar un enorme bloque de hulla que tenía entre las manos. Se levantó y desapareció corriendo. ¡Carbón! En tres segundos, Berthe Sennevilliers vivió un intenso drama moral. Ante ella se alzó todo un pasado de honradez, una línea de conducta inflexible, sesenta y cinco años de rígidos principios… (no robar). Una barrera. Y también pensó en el abate Marc, su hijo. Su hijo, sacerdote… la duda… Lise enferma, febril, acostada en una cama helada, tiritando, sin leche, sin pan, sin fuego. El ejemplo de los demás, la confusión de los calores y de las conciencias, acabó de convencerla. Robar a los boches era lícito. ¡Cuántos sufrimientos pasaban por su culpa! La cantera devastada, la posada en ruinas… Jean muerto… ¿Por qué no hacer como los demás, como todo el mundo?

Le pareció que algo la empujaba hacia aquel vehículo. Echó a correr, levantando los brazos, alargando hacia el cargamento de hulla dos manos sarmentosas y ávidas, arrancando un bloque…

—¡Eh! ¡Alto! ¿Qué va a hacer?

Aquella voz la heló. Permaneció inmóvil y vaciló un segundo, sin atreverse a volver la cabeza hacia el que acababa de gritar. Reconoció a Hérard, el delegado de abastecimiento. Estaba rojo de cólera. Gritó:

—¡Vieja ladrona! ¿No le da vergüenza? Gentes ricas como usted, robando el carbón del abastecimiento. ¡Le costará caro!

Berthe Sennevilliers le miró con sus grandes ojos grises y apagados.

Temblaba. Soltó el bloque de hulla, que se rompió a sus pies en mil pedazos. Ya las gentes acudían a ver lo que sucedía. Les miró con expresión aturdida. Vio a Lacombe, al alcalde, a Marelli, Donadieu, Guegain, el peluquero; pero no acertó a reconocerlos. Una idea fija llevaba su mente: su infamia, su deshonor. Había robado, la habían sorprendido robando. Sesenta años de honradez y de valor para llegar a aquel punto. ¡Ella, que había dado un sacerdote al mundo!

Ante sí, repleto de cólera y de vanidad, preso de la fácil indignación del hombre honrado ante el crimen, Hérard seguía abrumándola con sus improperios. ¡Robar el carbón a los desgraciados! ¡La madre de un soldado! ¡La madre de un sacerdote! ¡Qué ejemplo…!

—Los alemanes… —murmuró Berthe Sennevilliers.
—Los alemanes… ¿qué?

Balbució:

—Creía que era de los alemanes… Vi a un alemán… Creí que…

Él no la comprendió y exclamó:

—¿Qué? ¿Qué historia me está contando?

Ella no volvió a decir palabra. ¿Para qué? Todo había terminado, ya estaba decidido: era una ladrona. A los ojos de todo el mundo era una ladrona. Maquinalmente, impulsada por un último escrúpulo de decencia, se sacudió inconscientemente el polvillo de carbón de su delantal azul, mientras Hérard seguía con sus denuestos:

—¡Esto le costará caro! ¡Le suprimiré por un mes todo el racionamiento! ¡Tendrá que arreglárselas como pueda! ¡Márchese ya!

Se abrió paso entre la gente y se alejó con sus enjutas mejillas un poco enrojecidas y las manos temblorosas. En sus oídos percibía una especie de zumbido que no sabía si atribuir a amenaza o a compasión.

Tuvo miedo de caer muerta en medio de la plaza, antes de haberse podido alejar de todas aquellas gentes. Finalmente, pudo emprender el camino hacia el monte Herlem, zumbándole la cabeza, ardiéndole las mejillas y temblándole las piernas. Ya no pensaba en el frío, ni en el hambre, ni siquiera en el pan que llevaba a su hija enferma. Tan solo tenía un pensamiento, una idea fija: ¡Ladrona! ¡Era una ladrona! Le parecía que, a pesar de su miseria, había sido dichosa hasta entonces, pero que aquella dicha había terminado ya. Era irreparable; hasta el último de sus días llevaría ante todo el mundo y en el fondo de sí misma aquella gran vergüenza. Por espacio de unos instantes dudó regresar a la cantera y confesar a Lise: «¡He robado!». Y necesitó pensar en la enferma y le fue necesaria la vista de aquel pan, de aquella vida que llevaba, para tener el valor de volver a entrar en su propia casa.

El grupo de la plaza la había visto partir con gran consternación. Nadie se atrevió a tocar el carbón que ella había dejado caer y todos contemplaron aquel polvo negro, aquellos fragmentos, como una cosa maldita. Fue Leuil quien, con una escoba y un pedazo de cartón, lo recogió y se lo llevó. Marelli y los demás entraron en el aula de la escuela para servirse sus raciones después de la distribución general. Los empleados eran siempre los últimos en recoger sus raciones. Marelli cogió su pan y recibió, como los demás, su porción de judías encarnadas y guisantes secos. Y no fue poca su sorpresa al ver que Hérard le alargaba un bote de leche condensada.

—¿De dónde ha salido? —preguntó Marelli.
—¿No la quiere usted? Haga lo que quiera. Su aceptación es voluntaria. Cuesta hoy dos francos veinte el bote.
—No sabía que hubiera leche —dijo Marelli—. No se la he ofrecido a nadie e incluso se la he negado a algunos. ¿Cómo no me lo han dicho antes?
—Habrá sido un olvido.
—¿Y por qué no han puesto un letrero anunciando al público que había leche a dos francos veinte el bote?
—Se habrán olvidado de ello —repitió Hérard.
—Además, tampoco podía hacerse el reparto —intervino Leuil, que había vuelto a recoger sus raciones—. No había bastante y todos hubieran querido.
—No hay que olvidarse de estas cosas —dijo Marelli—. Es necesario guardar la leche para los enfermos… No veo razón alguna para que tengamos que aprovecharnos de esta manera de todos los productos que escasean, bajo el pretexto de que es imposible distribuirlos.
—¿Aprovecharse? ¿Quién ha de aprovecharse? —exclamó Lacombe—. Esa leche la pagamos, no la robamos.
—Sí, la pagamos a dos francos el bote, cuando en todas las tiendas vale dieciocho. Esto no es justo.
—Está usted en su perfecto derecho de no aceptarla —repuso Premelle, el secretario.
—De acuerdo. No la quiero.

Pero tras unos momentos de reflexión, Marelli se retractó de su decisión y compró cuatro botes de leche para llevárselos a los Sennevilliers.


II

A Berthe y Lise les suspendieron el racionamiento por espacio de un mes. Padecieron mucha hambre. Pasaron la mayor parte de los días acostadas, calentándose mutuamente y engañando al hambre chupando una bola de pan envuelta en un pedazo de tela, como las que se dan a los recién nacidos. Marelli compartía con ellas cuanto podía. De vez en cuando, Berthe arrancaba una estaca de algún cercado o una cepa vieja y encendían fuego. Cocían los tronchos de las coles, aquellos tallos fibrosos que se encuentran en los huertos en invierno. Los troncos de las lombardas había que comerlos crudos, pues tardaban demasiado en cocerse.

A pesar de todo, de no haber sido por los alemanes, las dos mujeres hubiesen perecido de hambre. Fueron ellos quienes casi las mantuvieron cuando se enteraron de que dos desgraciadas del pueblo habían sido castigadas a no recibir su racionamiento durante un mes. Ellos mismos empezaban a saber qué era el hambre. Berthe, que después del incidente había perdido todo su orgullo, les aceptaba los restos de su comida recogida del fondo de todas las escudillas. Algunas veces, al anochecer, los soldados les llevaban en una lata el resto del rancho, que las mujeres al día siguiente encontraban helado.

En la Comisión municipal se desarrolló, por aquella época, una gran discusión. En la última reunión celebrada, el coronel jefe de la plaza anunció su próxima partida. La Kommandantur que debía sucederle reclamaba la administración de la Alcaldía. Había que hallar a toda costa una casa para guardar los archivos y alojar a Premelle, secretario del Municipio. El coronel también ordenó una contribución de guerra de treinta mil francos —aquello se había convertido ya en una costumbre periódica— y una multa de cuatro mil por suministro insuficiente de leche y huevos, por parte de los campesinos.

La Junta de la Comisión municipal se reunió después de dictar tales órdenes. Marelli se opuso y protestó con vehemencia. Los hechos le daban toda la razón. El Committee for Relief de Bélgica, aparte de no haber recibido ningún dinero y estar ya advertido del derroche que se había realizado y de la falta absoluta de una contabilidad, reclamaba imperativamente un estado de cuentas, una entrega de dinero periódica y una liquidación por separado de los ingresos comunales y de los percibidos a cambio del racionamiento. Estos últimos debían entregarse íntegramente al Committee. Marelli, que ya hacía tiempo que les había recomendado hacer todo aquello, protestó también contra el monopolio de pan concedido a Orchon.

—Usted mismo pidió que no hubiese más que un solo panadero —objetó Lacombe.
—Pero ello no era razón para que escogiesen el peor de todos. Por lo menos, el pan de Baille era comestible. ¿Es que han obrado al azar concediendo este monopolio a Orchon? Igual que este castigo infligido a los Sennevilliers, que nos deshonra a los ojos del enemigo. ¿Qué derecho tiene para juzgar y castigar a los ciudadanos, Monsieur Hérard? El caso debía haberse sometido directamente al Committee. Y ahora, señor alcalde: ¿quién va a pagar esta multa de cuatro mil francos impuesta por los alemanes?
—¿La multa? Pero… ¿quién quiere que la pague, sino el Municipio?
—De manera que ustedes venden los huevos, la leche, la mantequilla y los quesos a los alemanes, recibiendo tres peniques por huevo, cinco por litro de leche y, además, se guardan este dinero. En cambio, cuando se trata de pagar una multa por un suministro insuficiente, es el Municipio, es decir, la población, quien paga. ¿Y consideran ustedes esto justo? Es una falta absoluta de honradez.

Le dejaron desahogarse, oponiendo a su cólera, a sus argumentos, la tranquila obstinación del campesino, del granjero, cuya gran fuerza es la inercia. Marelli se exasperaba en vano contra aquellos espíritus dormidos y cazurros. Y a modo de pérfida venganza, fue Lacombe, habiendo hecho en seguida lo posible para ponerse en buenas relaciones con el comandante, quien le sugirió designar la casa de Marelli para instalar en ella los servicios de la Alcaldía, desalojados del Ayuntamiento. Marelli se vio obligado a desocuparla e irse a vivir con su mujer e hijita a una casucha, al final del pueblo, mientras Premelle se instalaba en el hogar de Marelli, quien no había tenido siquiera tiempo para sacar los muebles.

A pesar de todo, obtuvo una satisfacción de principio. Se había quejado al Committee del castigo infligido a los Sennevilliers y el Committee puso en conocimiento de su delegado Hérard que prohibía en lo sucesivo cualquier castigo de aquella índole y que todo caso análogo debía serle directamente sometido, a fin de adoptar las sanciones oportunas.

Fue por aquel tiempo, poco después de los deshielos de marzo, cuando sobrevinieron las grandes lluvias. El canal que rodeaba la casa de labor de los Lacombe se desbordó, inundando los sótanos. Los soldados que ayudaron a achicar el agua contaron en el pueblo que habían oído flotar y entrechocar en el agua los botes de conservas y de leche condensada. Y que los perros de la casa lamían el agua azucarada. Pero nadie se atrevió a comentar en voz alta tales rumores.


Con la antigua Kommandantur se fueron todos los efectivos de los alemanes acantonados en Herlem, Albrecht, jefe de cultivos de la casa, de labor de los Lacombe, partió como los demás, abandonando a Judith.

Ella supo la noticia con una semana de anticipación. Sufrió una larga agonía. Todo había terminado, todo se desplomaba. Ya no se le ofrecía ningún porvenir. Él no volvería. Acaso, después de la guerra… Pero ¿cómo osaría entrar un alemán en Francia una vez terminada la guerra? Sin embargo, ella intentaba imaginar aquel retorno, soñando con una naturalización imposible o bien una fuga de los dos a América, a lo desconocido. A veces, se veía a sí misma pasando la frontera, uniéndose a Albrecht en Alemania con un nombre falso, convirtiéndose en alemana como él. Pero no eran más que quimeras, sueños imposibles con los que intentaba adormecer su desesperación.

Albrecht no decía nada. Aquel robusto mocetón, de una pasividad insolente e irritante, seguía su vida tranquila, sus labores y sus siembras, acudiendo cada noche a casa de Judith, sin perder un bocado ni un minuto de sueño. Semejante impasibilidad torturaba a su amante, aunque algunas veces llegaba a tranquilizarla. No era posible una indiferencia tan monstruosa. Acaso él tuviera la certidumbre de un regreso. Se lo preguntaba y Albrecht se reía.

—Sí, sí, volveré. Sabes bien que antes de terminar la guerra volveré y ya no nos separaremos.
—¿Y si perdéis?
—No perderemos.

Él seguía creyendo en los destinos de su Kaiser.

—Entonces, te llevaría conmigo a Alemania.

La última noche le pidió que guisara un filete de cerdo y unas coles que llevó. También llevó cerveza y cuatro botellas de vino. Luego, llegaron dos compañeros acompañados por dos mujeres del pueblo que Judith conocía y que tenían fama de ser muy ligeras. Cenaron juntos. Judith les sirvió. Ella no comió nada y a cada instante salía, ocultando las lágrimas que a duras penas podía contener. Albrecht se divertía con las otras y cantó canciones en alemán. Los dos soldados y sus amantes abandonaron la casa muy tarde, completamente borrachos.

Albrecht se fue a la mañana siguiente con expresión tranquila, como si marchara al trabajo diario. Besó a Judith. Ella se sintió morir y le abrazó con desespero.

—¿Me escribirás?
—Sí; sí…
—¿Volverás? Júramelo, júramelo… Si no vuelves, moriré…
—Sí, sí, volveré…
—Escríbeme, mándame noticias tuyas por medio de tus compañeros, para saber que estás bien, que piensas en mí, que me quieres…

Albrecht se echó a reír y se libró del abrazo de ella.

—Sí, sí, ya te mandaré unos compañeros. Adiós, volveré pronto, muy pronto.

Judith estuvo tres meses sin noticias de Albrecht. Se había marchado en febrero de 1916. Hasta el mes de mayo estuvo aguardando, día tras día, perdiendo poco a poco la esperanza de volver a verlo y no consiguiendo acostumbrarse al dolor. Sus sufrimientos no eran materiales. Albrecht le había llevado tantos víveres de la casa de labor —guisantes secos, judías, patatas, centeno, trigo, tocino ahumado, habas, zanahorias y coles— que cuando él partió tenía la despensa llena y el granero repleto. Por otra parte, ella sabía desenvolverse bien. Había llegado a aprender bastante el alemán, lograba hacerse entender y se había granjeado algunas amistades entre los oficiales y los oficinistas de la Kommandantur. Conocida como la amante del jefe de cultivos, gozaba de todo género de facilidades cuando deseaba trasladarse al pueblo, a Lille o a Tourcoing. Iba a vender legumbres, ron y goldwasser que se procuraba en las cantinas militares y que lo compraban a buen precio en aquellos puntos. Goldwasser era un alcohol que gustaba mucho a los alemanes. Judith adquiría en la ciudad jabón, tejidos y café, cosas imposibles de encontrar en el pueblo. Aquel doble tráfico le proporcionaba muchas ganancias. Algunas veces, los del pueblo acudían respetuosamente a su casa para ver si podía traerles de Lille alguna medicina para un enfermo o un vestido para una comunión. Era odiada y temida al mismo tiempo. Se sabía que, protegida por la Kommandantur, podía hacer mucho favor y mucho daño. Unas veces, le pedían un pasaporte para ir a ver a mies familiares o la reducción de una multa, el permiso de cambiar de domicilio o de matar un cerdo. La vieja Lacombe y Estelle Babet, la hermana de Judith, acudían como las demás o aún con mayor frecuencia. Judith les compraba en la ciudad lo que le pedían, sin cobrárselo. El viejo Lacombe no decía palabra, haciendo como si ignorase aquellas visitas, e incluso un día terminó él mismo por enviar a su mujer para pedir un par de botas a su medida. Judith era ahora una persona influyente.

Sin embargo, ella no se envanecía de su posición. Ayudaba a todos con largueza y sin reparos, como si aquello fuera para ella como una especie de expiación; de aquella manera esperaba lograr el público perdón. Las semanas transcurrieron una tras otra, esperando siempre recibir carta o el regreso de Albrecht. No podía aceptar la idea de que todo terminara de aquella forma en su vida. Cada vez que nuevos contingentes de tropas atravesaban Herlem, acudía presurosa a interrogar a los soldados. ¿Sabían por casualidad algo o podían por lo menos darle razón de dónde había ido a parar el regimiento de Albrecht? Se ve tanta gente en la guerra, la vida de cada cual se cruza con tantas otras… Pero nadie sabía nunca nada.

Judith vivió aquella época en una eterna espera, alejada de todo lo demás. Parecía que su idea la mantuviese aislada. Trabajar, comprar, vender, aquella no era su vida. Lo hacía como en sueños. No se encontraba a sí misma más que al anochecer, en su casa, a solas en su obsesión. Sufría una inmensa expiación. Había convertido a Albrecht en su divinidad, lo había reencarnado en su persona, transfigurado, purificado. Jamás amor alguno había sido tan ciego como aquel. Había cerrado los ojos a sus defectos, sus taras, exaltando en cambio sus cualidades o virtudes, amando en él a un ser ideal y no al mocetón aficionado a una buena mesa y una buena cama; jovial, algo vanidoso y ni bueno ni malo como era en realidad. En otras mujeres esa ceguera es inconsciente, casi ingenua. En Judith era casi voluntaria.

Una noche —faltaba poco para que transcurrieran cien días de la partida de Albrecht— Judith se encontraba en su casita y preparaba su cena. Corrían los últimos días de mayo. Había llovido y la atmósfera era sofocante. A través de la ventana, Judith veía la llanura inmensa y lisa, monótona, y el vasto cielo encapotado, un cielo tempestuoso donde el sol que se hundía en el horizonte ponía grandes reflejos dorados y lanzaba rayos oblicuos que surcaban el espacio.

Judith escuchó pasos en el camino. Habitaba un rincón perdido del monte de Herlem, no lejos de la carretera. Poca gente pasaba por allí. Escuchó. Los pasos se detuvieron delante de su puerta. Llamaron. Se precipitó a abrir, presa como siempre de la misma insensata esperanza. Ante ella aparecieron tres alemanes.

Mein Herr
Madame
Tenían un aire satisfecho. No iban a pedir alojamiento, puesto que no llevaban mochila ni fusil. Iban limpios, aseados y bien arreglados. Uno de ellos llevaba una botella, un pan y un salchichón. Se reían estúpidamente sin decir nada.

—¿Desean alojamiento?
Ja, ja —contestó el que llevaba el salchichón y la botella—. Nosotros dormir, ja, ja

Guiñó el ojo.

Judith les contempló a los tres con estupor. Debían de estar borrachos. No comprendía qué significaba aquello. Iban limpios y no parecían venir del frente. ¡Y aquella botella! ¡Y aquellos víveres que parecían ofrecerle! ¡Y aquella extraña expresión! Se reían continuamente, dándose con el codo. Uno de ellos sacó un papel de su bolsillo y se lo alargó a Judith. Ella reconoció la escritura de Albrecht…

Sin duda, habría ocurrido aquello después de una francachela. A los hombres les gustaba jactarse. Sin duda, Albrecht se habría divertido con aquellos tres hombres que partían hacia Herlem y al frente. Seguramente se habría jactado con petulancia: «Voy a daros alojamiento, un buen alojamiento, una buena cama y el resto…». Se habrían achispado y, sin tener conciencia de sus actos, habían visto las cosas bajo un aspecto distinto. Para bromear, para reírse, por puro capricho, él les había dado aquel papel. Y los cuatro se habrían hartado de reír, golpeándose los muslos con gran regocijo. Además, era costumbre entre algunos alemanes hacer tales inscripciones sobre los bonos de requisa o de alojamiento. Pero, quizás, al día siguiente, Albrecht, desolado, habría recordado su acción, sintiendo algo así como un remordimiento.

Vale para dormir una noche con Madame…
ALBRECHT.

Inmóvil, contempló Judith a los tres hombres que estaban en el umbral. Sintió vacilar su mente. Abofeteada, escarnecida, tratada miserablemente como una prostituta, se veía brutalmente degradada, despeñada desde la cima de sus sueños, despreciada totalmente por el hombre a quien amaba. Envilecido, él también la envilecía al mismo tiempo. Recordó, repentinamente, todo cuanto había hecho por aquel hombre. Y él le pagaba de aquella manera… Le pagaba según sus obras, como una ramera que no merecía más que el insulto.

Ella seguía sosteniendo el papel en la mano. Los tres hombres, desmañados y zafios, estaban delante de ella, presos de una risa estúpida, cohibidos y como confusos. Les contempló con su mirada sombría, horriblemente pálida y delgada, estatua inmóvil que les atemorizaba vagamente. Luego, levantó su largo brazo desnudo, lo tendió hacia el interior con un gesto que sin que ellos comprendiesen por qué, les pareció casi trágico. Y murmuró:

—Pasad…



SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I

I

Desde el principio de la guerra, un buen número de fábricas de la región estaban cerradas. Algunos, sin embargo, seguían trabajando bajo la dirección de los alemanes y fabricaban tejidos utilizando el resto de las existencias. A mediados de 1915, el enemigo decidió obligar a todos los industriales a trabajar para él. Con mucha habilidad, requirió a los dueños aisladamente, uno tras otro, para vencer así más fácilmente la resistencia.

Así fue cómo una tarde Hennedyck, que se encontraba en su fábrica de L’Epeule, fue avisado de que un oficial de la Kommandantur le visitaría, al día siguiente, a las diez.

A aquella hora aguardó en la fábrica su llegada. A las diez en punto se detuvo un automóvil con dos oficiales y un sargento. Las presentaciones se hicieron brevemente en el mismo patio.

—Su fábrica está parada. Es necesario ponerla en marcha.
—¿Qué artículos se han de producir?
—Sus artículos corrientes.
—Fabrico tejidos de algodón, de fantasía y calidades gruesas…
—Disminuirá usted el número de hilos de urdimbre y trama.
—Mis telares no pueden producir más que un tejido muy consistente.
—Veámoslo.

Hennedyck les precedió hasta las naves. Sus enormes telares ingleses de doble plegador, muy sólidos, sorprendieron ligeramente a los oficiales alemanes. Discutieron entre ellos en su idioma. El sargento, que parecía un técnico, pareció querer disuadirlos de sus pretensiones. Luego, se volvieron hacia Hennedyck y el más alto afirmó:

—No importa, a pesar de esto reanudará usted el trabajo. En todas partes sucede lo mismo. Ya empezamos a hartarnos.
—Muy bien —contestó Hennedyck, conteniendo él también la irritación que sentía—. Pero sin carbón no puedo trabajar.
—Lo tendrá.
—Ni sin aceite.
—Lo tendrá.
—Sin dinero…
—Lo tendrá.
—¿Y el personal?
—Se encargará usted de buscarlo y dentro de ocho días la fábrica tendrá que funcionar ya.
—¡Van muy de prisa! —exclamó Hennedyck—. ¿Y a qué precio en un principio?

Dieron una respuesta que le dejó estupefacto.

—Al precio que juzgue conveniente. Su precio será el nuestro.
—¡Pero mi máquina, mi máquina de vapor no funciona! —exclamó Hennedyck, que había rayado los cilindros por sí mismo una semana antes.
—Vayamos a verla.

Descendieron a la sala de máquinas. Hennedyck les enseñó los cilindros, les explicó que la máquina procedía de Gante, que haría falta encargar allí el cilindro y que tal trabajo tardaría muchos meses en hacerlo.

—Le enviaremos mecánicos. Dentro de un mes la fábrica estará en marcha.
—¡Imposible!
—Ya veremos.

Volvieron al patio; subieron al coche y se alejaron.

Hennedyck se quedó sumido en una gran perplejidad. Vacilaba. Trabajar para el enemigo era una traición, pero negarse a ello era no solidarizarse con aquellos que habían continuado trabajando bajo las órdenes del enemigo. Significaba también exponer la población obrera a represalias. En caso de negarse, los alemanes amenazarían con suspender el abastecimiento de la ciudad. El hambre sería espantoso. Y, finalmente, significaría también su destierro, su separación de su mujer, la destrucción de la fábrica y acaso la ruina.

Hennedyck dudaba sopesando el pro y el contra. Fue el pueblo, el bajo pueblo, quien le enseñó el camino a seguir.

Se encontraba al día siguiente en su despacho, repasando las listas del personal y preguntándose con inquietud qué sería, en caso de conflicto con la autoridad alemana, de aquellas gentes privadas de todo recurso, cuando el viejo conserje acudió a anunciarle una visita.

—¿Quién es?
—Unos obreros, señor.
—¿De la fábrica?
—Sí, Monsieur Patrice.
—Hazles subir, Cesaire…
—Son unos cuarenta, señor.
—Ya bajo, entonces.

Les encontró en la escalera, esperando. Era un grupo de hombres, mujeres y muchachos.

—Buenos días, amigos. ¿Qué sucede?

Vio sus rostros preocupados y con expresión hosca.

—¿Alguna dificultad? Subid al vestíbulo.

Obedecieron en silencio.

—Vosotros diréis…

Fue Lerue, el antiguo contramaestre, quien tomó la palabra. Trabajaba en la fábrica de Hennedyck desde hacía veinte años.

—Monsieur Patrice, no tenemos intención de molestarle; siempre ha sido usted para nosotros un buen patrón, y por mi parte hace ya veinte años que trabajo en su casa. Pero ahora venimos a que nos devuelva nuestras tarjetas de trabajo…
—¿Vuestras tarjetas?
—Sabemos que los alemanes quieren poner en marcha la fábrica. No podemos trabajar para ellos.
—¡Pero si yo no voy a trabajar para ellos! —exclamó Hennedyck.
—Lo sabemos, Monsieur Patrice, lo sabemos… pero hay fábricas que trabajan, ¿sabe…? Y nosotros no queremos hacerlo.
—¡Bueno! Id entrando uno a uno. Os devolveré las tarjetas con la salida fechada en julio de 1914. Y, después de la guerra, seréis admitidos de nuevo, como es natural…
—¡Gracias, Monsieur Patrice!

Entró en su despacho más emocionado de lo que aparentaba. Fueron entrando uno a uno. A Lerue, forzando una sonrisa, le dijo:

—Nunca llegué a pensar que tuviera que despedirte algún día, viejo Lerue…
—Yo tampoco, Monsieur Patrice —murmuró el contramaestre. Y en su voz hubo algo así como un vago reproche.

Flavie van Groede, la cuñada de los Laubigier, le preguntó descaradamente al recibir su tarjeta:

—¿Es verdad, Monsieur Patrice, que va usted a hacer capotes para los boches?

Otra mujer, como excusándose, le enseñó tímidamente una carta de su hijo.

—Compréndalo, Monsieur Patrice. Él es quien lo quiere. Vea lo que ha escrito.

Aquel hijo estaba en el frente y desde allí había sabido la noticia. Escribía: «Se dice que en Roubaix se hacen sacos para las trincheras alemanas. Si es verdad, no volveré nunca a Roubaix».

Luego, la indignación fue haciéndose cada vez mayor. Era cierto que algunas fábricas trabajaban para el enemigo. Pero hacía falta juzgar sin prejuicios la situación de los industriales que habían consentido trabajar. Prescindiendo de Cámaras de Comercio y organismos rectores, los alemanes habían obrado directamente. Cada dueño, abordado aisladamente, se había sentido desarmado e impotente ante el enemigo. Este había comenzado por requisas, ordenándoles, bajo amenaza de incautación y deportación, terminar el trabajo en curso hasta terminar las existencias. Luego, les había exigido violentamente su continuación. Pero todo aquello había tenido como consecuencia provocar un cierto descontento obrero. Súbitamente, todos los rumores que corrían por Roubaix se convirtieron en realidad. Aquella amenaza de trabajo general, el ruido de las fábricas que funcionaban y donde se confecionaban uniformes y sacos terreros para el enemigo, suscitaron una oleada de indignación. Se hablaba, también, de que los alemanes iban a obligar a todo el mundo a trabajar. ¡No! ¡No trabajarían! Impedirían también que siguieran trabajando a los que continuaban. Se amenazó a los obreros ocupados en aquellas fábricas y una multitud inmensa fue a esperarlos a la salida. Se armó un gran tumulto y los obreros desleales recibieron un correctivo terrible de manos del populacho indignado. Los centinelas alemanes, que estaban a la puerta de las fábricas, se vieron obligados a abandonar su puesto y a esconderse. Un comisario de policía que intentó apaciguar los ánimos fue asimismo tachado de traidor y tuvo que sufrir las consecuencias de aquella cólera. Entonces, espontáneamente, los obreros hasta entonces sometidos a los alemanes, se rebelaron también. Se declararon en huelga. Las fábricas se vieron obligadas a parar. Fue aquella una especie de explosión de rebeldía que conmovió a todo el país invadido, hasta llegar a la propia Lille.

Hennedyck vio en ello una inspiración. ¿El camino a seguir? Se lo estaba mostrando aquel bravo pueblo brutal y tosco, con su conciencia rígida y absoluta. No había que trabajar para el enemigo. ¡Sufrir, padecer, sufrir hambre, y acaso ser desterrado! ¿No aceptaría Roubaix aquellos riesgos sin vacilar?

Redactó una carta, una carta rada y categórica a sus colegas. La terminó diciendo: «Es el pueblo de Roubaix quien nos da el ejemplo». En el fondo lamentaba que la iniciativa no hubiera surgido de los patronos y comprendía que habían dejado de cumplir su papel de conductores de masas. ¡Habían sido los obreros quienes habían dado la lección!

Como ya había previsto, la carta produjo el efecto de una bomba. Todos aquellos cuyas fábricas funcionaban se dieron por aludidos. Y, al día siguiente, se convocó una reunión de industriales para discutir la cuestión y tomar en conjunto las resoluciones necesarias.

Gayet, el decano en edad, se levantó reclamando silencio.

—Estoy seguro, señores, de que todos ustedes habrán recibido la carta de uno de nuestros colegas, preguntándonos las intenciones que abrigamos respecto al conflicto, actualmente promovido acerca del trabajo. Acordar las respuestas es el motivo de nuestra reunión.

Esta se celebraba en el «Cercle Pierre», de Roubaix. De Lille, de Tourcoing y aún de otros lugares más alejados, los industriales habían acudido para asistir a los debates.

Se calló Gayet, y todos los ojos se volvieron hacia el rostro cuadrado, enérgico y lleno de voluntad de Patrice Hennedyck. Él, sin azararse, contempló uno tras otro a los asistentes con su mirada dura y franca. A su lado estaba su amigo Daniel Decraemer, el industrial de Lille, un hombre pálido y silencioso, con el aire de un soñador, de nariz afilada, ojos grises y vagos, cabellera peinada que dejaba al descubierto una frente despejada y ancha. Muy próximos a ellos, otros industriales de Lille, cuyas fábricas funcionaban todavía, formaban un núcleo hostil. Se percibía, además, una especie de clasificación por afinidades, primero, entre los representantes de cada localidad y, luego, entre los que trabajaban y los que no lo hacían.

—Tal carta, señores —prosiguió Gayet—, está redactada en unos términos un poco duros…
—En efecto —aprobó Wendievel, amigo de Gayet y solidario suyo en aquel asunto.
—Hennedyck nos habla de crimen contra la patria. Es una palabra muy fuerte.

Le interrumpió un murmullo aprobador.

—Nosotros no abastecemos al enemigo —prosiguió Gayet envalentonado— ni de municiones, ni de medios de acción. Nos limitamos a cumplir una ley de guerra que no podernos eludir. El enemigo es el dueño de la situación. Nos incauta los bienes. No podemos protestar. Nos ordena trabajar y no podemos hacer otra cosa. ¿Cerró usted acaso la puerta y empuñó el fusil cuando los alemanes fueron a requisar sus tejidos? —preguntó, dirigiéndose a Hennedyck—. No, ¿verdad que no? Pues no veo la diferencia entre dar los tejidos al enemigo o fabricarlos para él.

Hubo algunos murmullos:

—¡Un momento…! ¡Exactamente…! ¡En el fondo…! ¡No, desde luego que no…!
—Dejarse incautar las existencias es un gesto pasivo —se aventuró a decir Hennedyck—. Fabricar es, por el contrario, un gesto activo. Esa es la diferencia.
—Hay que hacer constar —siguió diciendo Gayet— que no estamos trabajando más que para defender nuestra vida, bajo la amenaza de encarcelamiento, de deportación, tanto para nosotros como para nuestro personal. Algunos obreros míos han sido encarcelados durante cuarenta y ocho horas por haberse negado a trabajar. Los alemanes me amenazaron con quemar la fábrica y dejar sin racionamiento a mis obreros si no trabajaban. ¿Qué podía hacer? Me he informado, he consultado a directores de banca y abogados, y todos han coincidido en decirme: es absolutamente necesario que no sea destruida su fábrica. Su deber de francés es conservarla intacta para que después de la guerra pueda contribuir nuevamente a la prosperidad nacional.

Lo que decía Gayet era absolutamente cierto. Buscó consejo por doquier antes de tomar una resolución.

—El derecho está de nuestra parte —dijo Hennedyck—. Lamento parecer duro condenando implícitamente la conducta y el buen nombre de mis amigos, pero tan solo reflexionando un poco hubieran comprendido ustedes que la Convención de La Haya prohíbe al enemigo exigir más de lo que es necesario a los ejércitos de ocupación.
—Tiene usted toda la razón, Hennedyck. Pero ¿quién nos asegura ese derecho? El enemigo se apodera de todo lo que no queremos darle. Si nos negamos a trabajar, ocupará las fábricas y las saqueará. Suspenderá todo el racionamiento y obligará a la población a trabajar bajo sus órdenes. Y, además, ¿qué hace el pueblo sino trabajar? Todos trabajan. En Lille existen orfanatos que remiendan la ropa de los alemanes.
—¿A tal extremo hemos llegado? —exclamó Hennedyck—. Pero nadie tiene la culpa de eso más que nosotros. Hemos dejado de cumplir con nuestro deber, no hemos hecho nada… ¡Pero no! ¡Eso no puede ser cierto! La prueba es que todo Roubaix se ha rebelado, dando el ejemplo que nosotros hubiéramos tenido que darles. Es indudable, señores, que la conciencia de sus intereses materiales es la que les impulsa a obrar de…
—¿Intereses materiales? —preguntó Wendievel.
—¿Creen ustedes que después de la guerra, con nuestras existencias destruidas, nuestros tejidos y nuestra maquinaria requisada, el Gobierno francés querrá ocuparse en ayudar y socorrer a gentes que le han traicionado? ¿Quién no les dice que mañana no acudirán unos aviones ingleses a bombardear nuestras propias fábricas, esas fábricas de donde salen tejidos para el enemigo?
—¡Oh, no, no…! —protestaron Gayet y otros, sonriendo. No podía negarse que aquella idea de Patrice de unos aviones ingleses bombardeando Roubaix era, en extremo, grotesca—. ¡Usted exagera, Hennedyck…! ¡Qué ideas tan negras tiene usted! ¡No quiera matarnos tan pronto, amigo!

Villard, el fabricante de tejidos de Noveau Roubaix, objetó:

—Su punto de vista es muy limitado, Hennedyck. Se olvida de que también tenemos que preocuparnos de la clase obrera, de sus sufrimientos y de su moralidad. Hace mucho que las fábricas están paradas. Si la guerra continúa durante mucho tiempo, no sé lo que será de mis obreros. El paro forzoso les embota y dentro de un año serán incapaces de reanudar el trabajo. Los viejos se anquilosan y los jóvenes se depravan. Hemos de preocuparnos de la salud moral de los trabajadores.

Una risa irónica y confusa partió del rincón donde estaba Barthélémy David, perdiéndose en el murmullo aprobatorio de la mayoría. Todos aquellos cuyas fábricas trabajaban se aferraron satisfechos a aquellas razones, hallando en ellas una justificación a sus propios ojos. El argumento también tuvo su influencia sobre los demás, sobre los sinceros.

Al lado del propio Hennedyck, Daniel Decraemer reconocía con sensatez:

—Todo esto es muy cierto. No creía que…

Era un hombre de conciencia excesivamente escrupulosa y que siempre sopesaba el pro y el contra de las cosas con una minuciosidad que algunas veces llegaba a irritar a Hennedyck, hombre de acción arrebatada y violenta.

—No hay que olvidar —dijo Villard interviniendo— que en Bélgica trabajan todos los industriales.
—¡No…! ¡Sí…! ¡No se sabe…! ¡Eso no nos importa…!

Y la voz de Wendievel, escuchándose en un repentino silencio, exclamó:

—En el fondo seríamos unos incautos… —Se interrumpió súbitamente, al darse cuenta de que su voz sonaba con mucha claridad. Y nuevamente intervino Hennedyck en la discusión violenta que siguió.
—Si hacéis eso dejaréis de ser unos verdaderos patronos. Traicionaréis vuestro mandato. No solo se es patrono para llenarse los bolsillos… Se tienen que tener también en cuenta las almas…
—He aquí, señores —dijo Gayet, sonriendo con ironía—, el resultado de una especie de misticismo industrial que no esperábamos encontrar en esta reunión. Hennedyck va a darnos un curso de filosofía.
—¡No tiene usted razón, Gayet! ¡No tiene por qué hablar así!

Hennedyck vaciló unos instantes, mirando fijamente a Gayet y como dudando de si contestar rudamente a la chanza. Pero se contuvo. Aquella no era hora de disputas, y, además, todos sus compañeros le animaban:

—¡Continúe, Hennedyck! ¡Prosiga…!

Él prosiguió:

—Creo que nosotros, patronos, como contrapartida a las ventajas de tales, tenemos la obligación de proporcionar ante todo a nuestros hombres trabajo y pan, así como el ejemplo. ¿Y quién da el ejemplo ahora? El pueblo. Nosotros vamos camino del fracaso. No hablemos de dinero. Olvidémonos del interés material, que no se sabe nunca dónde está. ¿Quieren ustedes conservar sus fábricas para Francia? Eso es mentira. El verdadero deber quiere el sacrificio. ¿Temen ustedes que les jueguen alguna mala pasada los obreros? Si no quieren continuar sufriendo, que sean ellos mismos los que cedan. Nosotros no debemos obligarles a trabajar.
—Pero en Bélgica trabajan —gritó Gayet.
—Ya no trabajan —contestaron varias voces—; acaban de parar.
—¿Y qué hace el enemigo?
—Absolutamente nada.
—¿Qué les parece? Ya saben lo que ocurre. Ayer los que trabajaban podían quizás ignorar que eran traidores. Hoy están prevenidos.
—A usted le es muy fácil hablar en tales términos, porque no tiene nada que arriesgar. Nunca comenzó a trabajar y su maquinaria está estropeada…
—Hubiera podido hacer usted lo mismo que yo.

Le aplaudieron:

—¡Muy bien, Hennedyck! ¡Viva L’Epeule! —Le rodearon, golpeándole amistosamente la espalda—. ¡Este sí que es un carácter! ¡Bien por Hennedyck y sus principios! ¡Sometámoslo a votación!


—¡Victoria! —exclamó Decraemer al marcharse con Hennedyck, Barthélémy David y el abate Sennevilliers, que había acudido a esperarles a la puerta del círculo—. ¡La unanimidad ha sido magnífica! ¡Y gracias a ti, Hennedyck!
—Hubieras tenido que ayudarme de antemano, Decraemer. Me has perjudicado bastante aprobando los escrúpulos de algunos. ¡Moralidad de los obreros…! Evitarles la peligrosa ociosidad… He aquí los argumentos más malévolos.
—Yo era sincero…
—Lo sé, pero no debías haber llevado hasta tal punto tus escrúpulos. No es así cómo se hacen las grandes cosas. Tu conciencia es demasiado refinada. Hace falta ver más lejos, pasar brutalmente por encima de las insignificancias.
—Como tú, ¿verdad? Es cierto…
—De todos modos —dijo David—, el asunto está zanjado. Roubaix no trabajará.
—Hasta el propio Gayet ha votado en favor del paro. Precisamente cuando su fábrica estaba ya en pleno funcionamiento.
—¡Es magnífico! —exclamó el abate Sennevilliers—. Una especie de noche del 4 de agosto.
—Sí, sí —repuso Hennedyck pensativo—. Aunque bien observado, aquella famosa noche del 4 de agosto me parece hoy mucho menos hermosa. No fue precisamente lo que muchos imaginan, querido amigo Decraemer…


II

Al día siguiente, la Kommandantur recibió de cada industrial una carta en la que rehusaba seguir trabajando para el enemigo. Aquellos cuyas fábricas ya funcionaban antes de la negativa general, fueron unos cincuenta rehenes entre los más ricos, tanto si se trataba de viejos y enfermos como de sanos. Un desgraciado tejedor que se llamaba Villard de apellido fue detenido junto con el verdadero Villard, a pesar de sus desesperadas protestas. Le mandaron a Alemania por algunos meses. Hennedyck, cuya maquinaria estaba destruida, fue milagrosamente excluido de la lista. Se alegró. La batalla que libraba por el periódico en compañía del abate Sennevilliers le absorbía por completo.

Daniel Decraemer fue conducido a Alemania en unión de los restantes industriales. Sufrió una detención de algunas semanas. No era la primera vez que la sufría. Había estado ya antes encarcelado seis meses como rehén. Pero le pusieron en libertad antes que a los demás, porque su salud, ya quebrantada por la primera detención, terminó por agravarse. Regresó a su casa bastante enfermo, hallándose con su industria y su hogar completamente desorganizados.

Daniel Decraemer estaba casado y era padre de dos hijos. Su carácter era muy particular e interesante. Aquel hombre que hubiera podido consagrarse a una obra hermosa y llevarla a buen término, se había malogrado en un amor mediocre y en la persecución del dinero. A los ojos del mundo era un advenedizo, un rico improvisado. Pero a los propios aquello no le impedía ser un fracasado.

Decraemer amaba a su mujer con un fervor casi conmovedor. Hablaba de ella sin ocultar la admiración y la ternura y jamás el pudor le había impedido decir que la amaba. Había conservado una sorprendente juventud de alma y para él confluían en su mujer todas las virtudes, todos los juicios. Tenía perpetuamente para ella todos los agasajos, todas las solicitudes, todas las pequeñas atenciones de que un hombre es capaz de rodear a una mujer y que mostraban hasta la saciedad la especie de tiranía y de obsesión que sin querer ella ejercía sobre él. Los que le trataban un poco se daban cuenta de que no era un personaje cualquiera aquel Decraemer, con su rostro delgado, su frente despejada y su mirada clara, siempre perdida, su melancolía y su desencanto de hombre que, a pesar de su encumbramiento, se siente aún inferior al ideal que se ha propuesto. ¿De qué calidad excepcional debía ser el alma de quien había podido subyugar hasta tal punto semejante espíritu? Ella era alta, de aspecto sereno, con amplia plenitud de formas y admirable busto, erguido y altivo. Su rostro era pálido y terso, su nariz recta, y sus ojos, negros, de mirada lenta y calmosa. Su frente, lisa bajo las dos bandas oscuras y espesas de sus cabellos, algo imperceptiblemente desdeñoso en el pliegue de sus labios, un poco poderosos y carnales, evocaban irresistiblemente el epíteto de Juno. Ella se dejaba adorar tranquilamente, como una mujer segura de su poder, recompensando algunas veces a su marido con una mirada, con una sonrisa. Cuando los dos estaban juntos no dejaba de percibirse, al lado del amor de las almas, aquel lazo disimulado, suave y poderoso, aquella especie de gratitud feliz, de espera y esperanza constante que crea el contacto de los cuerpos. Había una fuerte parte carnal en aquel amor.

Parecía incluso que Daniel quería a sus hijos por lo que encontraba en ellos de su mujer. ¿Era feliz? Sin duda alguna, debía de serlo. Antes de la guerra, había ganado mucho dinero. Tenía dos hijos de buen aspecto, afectuosos, una esposa a quien adorar y en Lille gozaba de un respeto y una consideración unánimes. Su casa era cómoda y lujosa, viajaba y llevaba una existencia dorada. Y a pesar de todo, quienes habían conocido a Decraemer en su juventud, a aquel gran muchacho arrebatado, quimérico, idealista, animado de proyectos descabellados y magníficos, se preguntaban si realmente aquel hombre materialista había hallado la verdadera felicidad y si era aquello lo que había esperado con avidez durante su vida. Decraemer había sido un adolescente extravagante y antojadizo, dotado de un cerebro maravilloso, cuya inteligencia despertaba la admiración de sus profesores, y de una sensibilidad rara, sincera, casi sobrenatural. Un misticismo inconfesable oculto bajo la burla cruel del colegial; la risa, el sarcasmo, que se leían abiertamente y de manera muy cándida en su mirada, en sus gestos, en sus arrebatos de irritación; sus generosidades, sus intransigencias, su pasión por lo heroico; su secreto amor a la rebeldía, a la lucha, a la bandera que se hace ondear en las barricadas, le convertían en un ser notable. Su cara era alargada, de frente despejada, el pelo escaso y de un color rubio pálido, los ojos verde claro, como el color del hielo que se derrite, la boca sesgada, mal dibujada, de labios delgados y rectos. Instintivamente, ante sus rasgos, uno evocaba en aquel adolescente maduro y quimérico, vastos destinos, una existencia que se apartaba completamente de lo normal…

¿Y qué quedaba de todo aquello? Muy poca cosa. Daniel Decraemer se había convertido en un hombre de negocios, un comerciante. Aprendió a conocer a los hombres, a luchar, a engañar para no ser engañado, a robar cuando se le presentaba la ocasión, a mentir… Eso son los negocios. El trato con la humanidad brutal, ávida e inflexible, el amor al dinero, que se apodera de aquel que lo maneja, lo gasta y, poco a poco, va conociendo su fuerza; todo aquello había ahogado en Decraemer todos los altos ideales de su juventud. Daniel se había convencido de que era imposible amar al mismo tiempo a los hombres y al dinero.

Por otra parte, Adrienne Decraemer había ejercido sobre su marido, a quien quería noblemente, una influencia aniquiladora, de la que ni siquiera ella se había dado cuenta. Mujer muy realista, descendiente de una familia de gentes robustas y amantes de la buena vida, adoraba el lujo, la existencia fácil y los goces sensuales. Sin querer, había encadenado a su marido a un amor carnal donde pronto perdió la independencia y ese dominio del sexo para embrutecer las almas y despertar todas las demás sensualidades. A Daniel Decraemer empezó a gustarle saborear un buen vino, una buena comida y una mesa copiosa y delicada. Se rindió al bienestar que tales cosas despertaban en su interior y lo buscó con ahínco. Empezó a hallar su encanto beatífico en las músicas cadenciosas y ligeras, en las lecturas suaves y en los espectáculos tranquilos que se escuchaban sin esfuerzo desde una butaca cómoda. Por un amor en el que la carne había desplazado largamente al espíritu. Daniel cayó en el epicureismo, en la búsqueda del bienestar exclusivamente material, invadiéndolo con cierto escepticismo en lo que se refiere al fin de la existencia y a la misión del hombre en la tierra, olvidando las aspiraciones de la juventud. Había traicionado plenamente al idealista y al místico que hubiera tenido que ser y en que no había sabido convertirse.

A veces, se daba cuenta de ello y, entonces, deseaba cambiar su existencia. Pero aquellos deseos eran muy breves y cada vez más raros. Admiraba vagamente al asceta o al héroe, a todos aquellos cuya grandeza o sublimidad despertaban en él una resonancia vagamente dolorosa. Pero la admiración ya no evocaba en él la necesidad de imitarlos. Una pasión exclusiva, excesiva por su mujer, una cierta indolencia natural en aquel carácter poco predispuesto a la acción, el temor a un posible cambio y a las preocupaciones inherentes al mismo inclinaron a Daniel a dejar las cosas como estaban, para contentarse con aquella semifelicidad completamente impregnada de materialismo que envolvía en una capa de pereza y sensualismo sus primitivas aspiraciones. En conjunto, era un magnífico ejemplo de la facilidad con que algunas personas esterilizan y paralizan su propia vida.

Al regresar de Alemania, Decraemer halló su hogar sumido en un gran desorden. La fábrica se hallaba en un estado lamentable, arruinada por los saqueos, las requisas y por una destrucción estúpida e inútil. Decraemer había rehusado ponerla en marcha, y los alemanes la habían devastado metódicamente. De todo el personal no quedaba más que su contable, Mayet, hombre de unos sesenta años, de carácter débil, que se había opuesto inútilmente a las visitas y requisas de los alemanes. Apenas entró en la fábrica, Daniel se sintió preso de verdadera consternación. ¿Cómo rehacer todo aquello? ¿Cómo remediar aquel desastre? Dejó aquel problema para más tarde y centró momentáneamente todos sus esfuerzos en su hogar y su familia, igualmente amenazados.

Durante la ausencia de Daniel, Adrienne, su mujer, había sufrido un rudo calvario, y Jacques, su hijo mayor, había enfermado de escarlatina. Aislado demasiado tarde, había contagiado la enfermedad a su hermanita Louise. Jacques, que pronto cumpliría los doce años, había heredado la constitución sanguínea de su madre y se había restablecido con rapidez. Pero Louise, que solo tenía siete años, era más bien delicada, habiendo heredado de su padre la naturaleza linfática, no terminaba de curarse. Por las noches, tenía fiebre, enflaquecía, crecía con exageración, entristecía y no tenía apetito. Todos aquellos síntomas alarmaban en grado extremo a su madre. Decraemer amaba entrañablemente a su hijita. Al hallarla en aquel estado, se sumió en una angustia loca que no podía demostrar.

Llamó a muchos médicos, pidió a los amigos dinero para poder vivir, se puso en actividad y se defendió a sí mismo y a los suyos. Con todas sus fuerzas intentó proteger lo que quedaba de la fábrica, a fin de conservar intacto para después de la guerra aquel supremo recurso. Desde que los industriales del Norte, bajo la generosa influencia de Hennedyck, habían rehusado trabajar para el enemigo, este procedía metódicamente a la destrucción del material, pretendiendo abiertamente arruinar para siempre la industria textil de la región. Empezó requisando todas las materias primas, lanas y algodones, después las lanas lavadas, seguidamente los productos ya hilados y, finalmente, los mismos tejidos.

Pero los alemanes no se detuvieron aquí. Sucesivamente, fueron quitando a las fábricas la instalación eléctrica y después esta misma. A continuación, los cueros, el caucho, borras, todo lo construido con acero, las correas de transmisión, las poleas y los ejes. Una vez llevado a cabo este metódico saqueo, la fábrica quedaba por completo desmantelada. Daniel Decraemer había montado unos años antes una pequeña fábrica de tejidos de lino al lado de sus hilaturas. En aquel ramo los alemanes llevaban un retraso con respecto a Francia. Daniel tuvo que soportar con rabia incesantes y prolongadas visitas a su maquinaria. Alemanes vestidos de paisano, industriales, acudían a estudiar, a tomar notas y dibujar. Entre ellos reconoció a algunos competidores suyos de antes de la guerra. Finalmente, para completar su documentación, se llevaron todas las máquinas y telares, los planos y hasta los dibujos de los tejidos.

De la fábrica no quedaron más que las inmensas y sonoras naves, lúgubres, llenas de chatarra.

Pero Decraemer seguía sin desanimarse. Tenía en sus sótanos, obstruidos por escombros, una enorme existencia de tejidos de lana y de algodón. Solo él, su contable y el hijo de este conocían el escondrijo. Sin duda alguna, muchos de aquellos tejidos, comidos por la polilla y las ratas, serían inservibles después de la guerra. Pero no habrían caído en poder de los alemanes. Decraemer ponía en ello todo el orgullo, todo el furor patriótico que los sufrimientos y la opresión inimaginable del enemigo habían suscitado en las gentes del Norte. Aquella tortura de los espíritus, aquel régimen de tiranía, excitaban hasta el paroxismo el amor y el dolor hacia Francia. Se habían convertido, como lo fueron los alsacianos después de 1870, en más franceses que los mismos franceses. Habían hecho de ello un ideal. Una cinta tricolor hacía asomar las lágrimas a sus ojos y efectuaban actos de verdadero heroísmo que se hubieran creído incapaces de realizar antes de la guerra. Era aquella una atmósfera febril, de exaltación, de rabia, de fervor, que difícilmente podrían llegar a comprender los que no la vieron.

En Decraemer, naturaleza generosa, aquel sentimiento de patriotismo rayaba en el fanatismo. Aquel hombre, a quien la vida había conducido a desestimar en él toda faceta idealista, vio renacer en sí la fe en la patria. Hizo de aquella fe una religión, una creencia. Le sacrificó de buena gana su fortuna, igual que hubiera dado su vida. Dejó de razonar y se entregó a ella, creando casi con ella una moral. Sus sentimientos mejoraban y se hizo más noble. Toda su conducta cambió un poco, como la de un converso. Porque todos los grandes ideales, tanto si se trata de una religión, un arte o un gran amor puro, elevan el alma. Para encumbrarse, el espíritu hace lo que un pedestal.

Por otra parte, Decraemer se sentía sostenido por el ambiente y por el medio. Las abnegaciones y los actos sinceros abundaban en aquel tiempo. Los más escépticos estaban atraídos por aquella corriente de patriotismo. Claro que al lado de ella existían los renegados y traidores, aquellos que pactaban vendiendo al enemigo sus géneros, confeccionando para él sacos y ropas con los géneros robados. Pero el disgusto que aquello causaba en Decraemer y en los demás aumentaba por reacción su odio hacia el enemigo y su amor a la vieja Francia.

Así fue cómo se disolvió el escepticismo en el carácter de Decraemer. Había sufrido demasiado en los campos de concentración alemanes. La filosofía, la resignación y una cierta serenidad son inherentes al bienestar, a la vida cómoda. El dolor, las pruebas, los sufrimientos, no admiten nunca la diferencia. Crean, por el contrario, la rebeldía, las convicciones, las luchas. Decraemer comprendía que si quería resistir tenía que aferrarse a algo, por lo menos aceptar momentáneamente, verdadera o falsa, una bandera de lucha y no entorpecer sus energías con aquella palabras perpetuamente estériles: «¿Para qué? Los justos serán las víctimas…».

Los ejemplos se sucedían a su alrededor, la influencia vitalizadora de toda aquella multitud que aceptaba los sufrimientos para ser fiel a la patria ausente, ayudaban a Decraemer en sus propósitos. Y, por otra parte, aquello representaba también el fin de la industria, de aquella terrible y desmoralizadora batalla sin cuartel que se llaman negocios. Lucha feroz, competencia, envidias, traiciones, mentiras; todo aquel espectáculo cotidiano no servía más que para agriar al hombre. ¿Ha soñado alguien alguna vez en hacerse santo por medio de los negocios? Perpetua transacción con la conciencia, mundo aparte donde no reina la moral, los negocios representan una lucha feroz con los semejantes… Los mejores intentan evadirse de aquel mundo durante algunas horas para convertirse en humanos. Quien aplicara el Evangelio a los negocios haría bancarrota. En ninguna parte se aprende mejor a confundir beneficio con robo, a desalojar el espíritu de la codicia, de la crueldad y del dominio. Alejado de aquella lucha, de aquella embrutecedora pugna, Decraemer se iba sintiendo progresivamente hombre.

El ambiente también había cambiado en su hogar, lo mismo que la vida fastuosa, tranquila y cómoda de antes de 1914. Las recepciones, las fiestas, la preocupación por la comodidad, una cierta sensualidad, todo aquello, había desaparecido con la guerra. No tenían criados y vivían en las cocinas, donde la misma Adrienne preparaba las comidas. Cerraron las grandes salas de recepción, que desprovistas de sus brillos, los bronces y sus adornos, presentaban un aspecto desolado y pobre. Y una sobriedad monacal en las comidas y distracciones, una existencia de trabajo y de tristeza alrededor de la pequeña Louise que no se restablecía de su enfermedad, contribuyó a unir a los dos esposos y les enseñó a comprenderse y a quererse. Después de dos años de sufrimientos, Adrienne había perdido toda su soberbia. Ya no era la Juno de busto exuberante, de tipo majestuoso y paso lento de reina, que acogía con mirada tranquila las ternuras de su marido. El orgullo propio de su casta, de su riqueza, de su belleza y de su cultura, había desaparecido, convirtiéndose en una esposa sufrida y en una madre preocupada por sus hijos. Había adelgazado. Su tez pálida estaba marchita. Su frente despejada se había cubierto de arrugas, sus ojos habían perdido brillo y su boca estaba hundida. Se peinaba sin gracia los espléndidos cabellos negros en un moño hecho de prisa, llevaba delantales de cocina sobre sus viejos vestidos y echaba a perder sus finas y frágiles manos en el agua grasienta. Avejentada y afeada, se había convertido, sin embargo, a los ojos de Daniel, en otra persona, menos atractiva y más humana, al mismo tiempo…, más esposa y más madre. Y el amor que Daniel sentía por ella se purificó, perdiendo lentamente su carácter carnal y violento que hasta entonces le había hecho aparecer ante ella solícito, inquieto y servicial como un amante. Hubiera podido decirse que su mutua ternura se había hecho más tranquila y más razonada y más confiada.

Un incidente que ocurrió en aquella época sirvió también para que Decraemer se confirmara en su tenacidad valerosa. Uno tras otro, los industriales de la región fueron llamados a la Kommandantur de Lille.

—Queremos reconocer nuestra deuda de guerra. Fijen ustedes la cantidad y les garantizaremos el pago. Si no es así, no verán un solo céntimo.

Ni un solo industrial aceptó la propuesta.

—No queremos tratar con el enemigo —dijeron uno tras otro, sin haberse puesto antes de acuerdo.

Decraemer se sintió feliz y animado ante aquella actitud. Conocía a sus colegas. Nueve de cada diez habían rehusado por miedo, recordando la lección de Hennedyck. Pero era igual, aquello probaba que, efectivamente, podía intentarse algo, que un solo acto valeroso electrizaba a la multitud. Y Decraemer recordó las palabras que no había podido comprender en su infancia y cuyo profundo significado se le ofrecía entonces: levadura del mundo… Sí, levadura, germen infinitamente pequeño, polvo viviente que animaba a las masas amorfas. Comprendió que, aun sin tener presente las ideas religiosas, era beneficioso que el hombre tuviese principios morales y que, perdido, aislado, aplastado entre el egoísmo y las indiferencias universales, pudiera actuar, encauzando aquella indiferencia, transfigurándola y convirtiéndola en levadura del mundo.

¡De manera que la vida tenía un sentido! Decraemer, que hasta entonces se había sentido abrumado por el pesimismo y por la convicción de que era inútil toda tentativa para hacer el bien, pensó que podía creerse en una misión, en un deber. ¡La acción, la buena acción no era inútil! Experimentó una sensación de alivio, de exaltación, de felicidad intensa. E instintivamente fue más lejos, buscando más allá de aquellas convicciones un principio, un motor espiritual cuya existencia pudiera explicar y aclarar aquel impulso, aquel empuje generoso que sentía en su interior. Aquellos días vivió sumido en una especie de confusión, pareciéndole que su pensamiento se disgregaba para volver a rehacerse, reuniendo bajo otra forma todo su contenido, todos sus elementos. Del mismo modo que la ninfa en su envoltura queda reducida a una materia fluida, sufriendo una metamorfosis confusa, fantástica, misteriosa, de la que surge, alado y perfecto, el nuevo insecto…

Louise, la pequeña, se restablecía lentamente. Empezaba a salir, a deleitarse con un poco de sol y aire. Pero, a pesar de sus siete años, seguía con expresión grave y poco alegre. Una mañana comenzó a toser. La cuidaron sin alarmarse demasiado. Al anochecer la tos se agravó. A medianoche la dolencia tuvo una evolución tan brutal, que corrieron a llamar al médico. Estaba ocupado en un parto y no pudo acudir hasta el amanecer. Louise tenía la difteria. Murió dos días después.

Decraemer estaba velando a la pequeña muerta. Había dado orden de que no entrara nadie; pero Mayet, su contable, rompió la consigna.

—Monsieur Daniel, los alemanes han ido a la fábrica.
—¿Y a mí qué me importa, Mayet…?
—Han descubierto los sótanos…
—¿Los sótanos?
—Y… yo no soy ya su contable, Monsieur Daniel…
—¿Está usted loco, Mayet?
—Monsieur, perdóneme…

El pobre hombre se echó a llorar.

—Tuve sospechas… Estaba seguro de que no habrían podido encontrar nada por sí solos… Mi hijo gastaba mucho dinero desde hacía unos días. ¡Descubrí siete mil francos en el forro de sus ropas!

Estalló en sollozos.

Decraemer quedó aterrado, medio aturdido de consternación, de disgusto, de terror. Repentinamente cogió a Mayet por el brazo.

—¡A la fábrica!
—¡Monsieur Daniel!
—¡Rápido! ¡A la fábrica, Mayet! ¡No cogerán nada, absolutamente nada!

Contempló un instante el lecho de la pequeña, besó sollozando las frías mejillas y salió de la estancia como loco. Mayet corrió tras él con todas sus fuerzas. Fue aquella noche cuando estalló el incendio de las fábricas Decraemer. Todo se quemó, los edificios, los restos del material y millones de kilos de algodón y lanas. El incendio duró tres días. Todo Lille olía a lana quemada. Los alemanes detuvieron a Decraemer en la cabecera del lecho de muerte de su hija. Fue enviado a un campo de concentración de Alemania, sin haber podido siquiera verla hasta el final.

(Continuará…)

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