William Faulkner

XXIX
El jurado estuvo ausente ocho minutos. Cuando Horace salió del edificio, anochecía. Las carretas empezaban a ponerse en marcha, algunas de ellas para recorrer doce y dieciséis millas por caminos vecinales. Narcissa le esperaba en el coche. Horace apareció andando lentamente entre los campesinos vestidos con mono y se metió en el coche dificultosamente, con la rigidez de un anciano, el rostro surcado de arrugas.
—¿Quieres ir a casa? —dijo Narcissa.
—Sí —contestó Horace.
—Quiero decir, ¿a la casa de aquí o a la mía?
—Sí —repitió Horace.
Narcissa estaba sentada al volante con el motor en marcha. Se le quedó mirando, vestida de oscuro, con un sobrio cuello blanco y un sombrero también oscuro.
—¿A cuál de las dos?
—A casa —dijo él—. Me da lo mismo. Sólo quiero ir a casa.
Pasaron junto a la cárcel. Delante de la valla estaban los desocupados, los campesinos y los golfos y pilludos que habían seguido a Goodwin y al agente de policía desde el juzgado. Junto al portillo vio a la mujer, con el sombrero gris y el velo, llevando al niño en brazos.
—Ahí de pie para que pueda ver a su hijo por la ventana —dijo Horace—. También huelo a jamón. Quizá esté comiendo jamón antes de que lleguemos a casa.
Luego empezó a llorar, sentado en el coche al lado de su hermana. Narcissa siguió conduciendo sin prisas. Pronto habían salido de la ciudad y las hileras de recias plantas de algodón todavía sin madurar se balanceaban a ambos lados de la carretera, disminuyendo, paralelas, en continuo retroceso. En la avenida que llevaba hacia la casa, las flores de las acacias aún daban la impresión de que quedaba algo de nieve en los árboles.
—Está claro que dura —dijo Horace—. Es evidente que la primavera resiste. Uno casi llegaría a creer que tiene un propósito concreto.
Se quedó a cenar. Comió mucho.
—Voy a ocuparme de tu habitación —le dijo su hermana muy amablemente.
—De acuerdo —dijo Horace—. Eres muy amable —Narcissa salió. La silla de inválida de Miss Jenny descansaba sobre una plataforma con ranuras para las ruedas—. Es muy amable por su parte —comentó Horace de nuevo—. Creo que saldré fuera a fumarme una pipa.
—¿Desde cuándo no fumas dentro de la casa? —dijo Miss Jenny.
—Sí —dijo Horace—. Ha sido muy amable por su parte —cruzó el porche—. Pensaba quedarme aquí —añadió. Se vio a sí mismo cruzar el porche y pisar luego la nieve tímida de las últimas acacias; después de atravesar el portón de hierro se encontró sobre la grava de la carretera. Al cabo de una milla un coche disminuyó la marcha y se ofreció a llevarlo—. No, gracias. Estoy dando un paseo antes de cenar — explicó—; voy a volver en seguida.
Después de otra milla divisó ya las luces de la ciudad. Era un resplandor débil, a ras de tierra y muy compacto. Se hizo más intenso a medida que se acercaba. Antes de llegar empezó a oír el sonido, las voces. Luego vio a la gente, una masa inquieta que llenaba la calle y el patio sombrío y poco profundo a cuyo lado se alzaba el bulto cuadrado de la cárcel, con sus ventanas como cortaduras. En el patio, debajo de la ventana con barrotes, un hombre en mangas de camisa, ronco, gesticulante, arengaba a la multitud. No había nadie en la ventana enrejada.
Horace se dirigió a la plaza. El sheriff estaba de pie, con los viajantes, en la acera delante del hotel. Era un hombre grueso, con una cara ancha, insípida, que desmentía la expresión preocupada de sus ojos.
—No harán nada —dijo—. Hablan demasiado. Mucho ruido. Y es demasiado pronto. Cuando una multitud se dispone a actuar, no espera tanto tiempo y habla menos. Y no hace las cosas donde todo el mundo pueda verlos.
El gentío se quedó hasta tarde en la calle. Pero se comportaba con mucho orden. Era como si en su mayor parte sólo hubiesen acudido como espectadores: a contemplar la cárcel y la ventana enrejada o a oír al hombre en mangas de camisa. Al cabo de un rato al orador se le acabó la cuerda. Entonces la gente se puso en movimiento, unos en dirección a la plaza y otros hacia sus casas, hasta quedar tan sólo un grupo pequeño bajo una lámpara de arco a la entrada de la plaza; entre sus componentes había dos agentes provisionales y el vigilante nocturno, con un sombrero ancho de color claro, una linterna, un reloj registrador y una pistola.
—Ya podéis iros a casa —les dijo a los rezagados—. Se ha terminado el espectáculo. Ya os habéis divertido un rato, muchachos. Ahora a casa y a la cama.
Los viajantes se quedaron un poco más, sentados en la acera, delante del hotel, Horace entre ellos; el tren con dirección al sur pasaba a la una.
—Van a dejarle que se salga con la suya, ¿no es cierto? —dijo uno de los viajantes—. ¿Después de hacerlo con una mazorca? ¿Qué clase de gente tienen ustedes por aquí? ¿Qué hace falta para que se enfaden?
—En mi ciudad no hubiera llegado al juicio —opinó un segundo.
—Ni siquiera a la cárcel —dijo un tercero—. ¿Quién era ella?
—Una universitaria. Guapa chica. ¿No la viste?
—Claro que sí. No estaba nada mal. A mí no me hubiera hecho falta la mazorca, podéis estar seguros.
Luego la plaza se quedó en silencio. El reloj dio las once; los viajantes entraron en el hotel y el mozo negro salió a colocar las sillas contra la pared.
—¿Está esperando el tren? —le preguntó a Horace.
—Sí. ¿Sabe si trae retraso?
—No. Viene puntual, pero todavía faltan dos horas. Se puede tumbar en la sala de muestras, si lo desea.
—No estaría mal —dijo Horace.
—Yo le llevaré —dijo el negro.
La sala de muestras era donde los viajantes enseñaban sus artículos. Tenía un sofá. Horace apagó la luz y se tumbó en él. Veía los árboles alrededor del juzgado y un ala del edificio, alzándose sobre la plaza silenciosa y desierta. Pero nadie dormía. Horace era consciente de la tensión, de la gente despierta por toda la ciudad.
—No hubiera podido dormirme, de todas formas —se dijo a sí mismo.
Dieron las doce en el reloj del juzgado. Luego —treinta minutos después o quizá un poco más tarde— oyó que alguien pasaba corriendo bajo su ventana. Los pies del corredor hacían más ruido que los cascos de un caballo, resonando a través de la plaza vacía, a través de las tranquilas horas destinadas al sueño. No era un sonido lo que Horace oía en aquel momento; era un algo en la atmósfera donde iba a morir el ruido de los pasos precipitados.
Cuando recorrió el pasillo en dirección a las escaleras no se dio cuenta de que estaba corriendo hasta que, al otro lado de una puerta, oyó una voz que decía «¡Fuego!, es un…» Pero en seguida la dejó atrás.
—Lo he asustado —dijo Horace—. Probablemente es alguien de Saint Louis y no está acostumbrado a esto.
Salió corriendo a la calle. El propietario le había precedido, componiendo la figura ridícula de un hombre corpulento que avanzaba sujetándose los pantalones con la mano, mientras, bajo la camisa de dormir, asomaban, balanceándose, los tirantes caídos, y con un cerquillo de cabellos desgreñados, puestos de punta, alrededor de su calva cabeza; tres hombres más pasaron corriendo junto al hotel. Daban la impresión de no venir de ningún sitio, de surgir de la nada en medio de la calle, completamente vestidos, corriendo.
—Es un fuego —dijo Horace. Veía el resplandor; contra él destacaba el desnudo y violento contorno de la cárcel.
—Es en ese solar vacío —dijo el propietario, sujetándose los pantalones—. Tengo que volverme al hotel porque no hay nadie en recepción…
Horace echó a correr. Delante vio otras figuras corriendo, metiéndose por el callejón junto a la cárcel; luego oyó el ruido del fuego; el ruido furioso de la gasolina. Al entrar él por el callejón vio la hoguera en el centro de un solar vacío donde se amarraban las carretas los días de mercado. Contra las llamas se recortaban en negro grotescas siluetas; oyó gritos jadeantes; a través de un momentáneo resquicio vio a un hombre volverse y correr, envuelto en llamas, llevando aún una lata de queroseno de cinco galones que explotó con un resplandor tan intenso como el de un cohete, mientras el hombre seguía corriendo, con la lata todavía en las manos.
Horace se abrió paso entre la gente, hasta el círculo formado alrededor de la masa que ardía en el centro del solar. Desde un extremo del redondel le llegaban los gritos del hombre al que le había explotado la lata de queroseno, pero de la masa central de fuego no surgía el menor sonido. Ya no era posible distinguir nada: las llamas se enroscaban en largos penachos restallantes alrededor de una masa incandescente en la que apenas llegaban a definirse los contornos de algunas estacas y tablones. Horace corrió entre los espectadores; le estaban sujetando, pero no se daba cuenta; hablaban, pero no oía sus voces.
—Es su abogado.
—Este es el hombre que lo defendió. El que trató de que lo declararan inocente.
—Echadlo también ahí. Aún queda bastante para quemar a un abogado.
—Hacedle al abogado lo que le hemos hecho a él. Lo que ese hijo de perra le hizo a la chica. Aunque no hemos usado una mazorca estoy seguro de que lo hubiera preferido.
Horace no les oía. No oía gritar al hombre que se había quemado. No oía el fuego que aún alzaba sus remolinos con la misma intensidad, como si se alimentara de su misma sustancia, pero ya enmudecido: una voz airada como en un sueño, surgiendo en silenciosos rugidos de un vacío lleno de paz.
XXX
En Kinston, el vehículo que iba a esperar la llegada de los trenes era un automóvil de siete plazas conducido por un enjuto anciano de ojos grises y bigote cano de puntas engomadas. En los viejos tiempos antes de que la ciudad se convirtiera de repente en una próspera ciudad maderera, era colono, terrateniente, hijo de uno de los primeros pobladores. La avaricia y la credulidad le habían hecho perder sus propiedades y se dedicó a conducir un coche de alquiler entre el centro de la ciudad y la estación, con su bigote engomado, un sombrero de copa y una levita-cruzada, explicando a los viajantes de comercio cómo dirigía en otro tiempo la sociedad de Kinston; para entonces ya no hacía más que transportarla.
Cuando pasó la era de los caballos, compró un automóvil, que seguía utilizando para traer y llevar viajeros a la estación. Aún lucía su bigote engomado, pero había reemplazado el sombrero de copa por una gorra, y la levita por un traje gris con rayas rojas hecho por judíos en un barrio pobre de Nueva York.
—Ya está usted aquí —dijo, cuando Horace se apeó del tren—. Suba la maleta al coche —añadió, colocándose al volante. Horace se sentó a su lado—. Llega usted con un tren de retraso —comentó.
—¿Con un tren de retraso? —dijo Horace.
—Su mujer llegó esta mañana. Yo mismo la llevé a casa.
—Ah —dijo Horace—. ¿De manera que está aquí?
El otro puso el coche en marcha, retrocedió y dio la vuelta. Era un buen automóvil, potente, fácil de manejar.
—¿Cuándo la esperaba usted?… —siguieron adelante—. Parece que quemaron a ese tipo en Jefferson. Imagino que usted lo vería.
—Sí —dijo Horace—. Sí. He oído hablar de ello.
—Le ha estado bien empleado —dijo el conductor—. Tenemos que proteger a nuestras chicas. Podemos necesitarlas nosotros.
Torcieron, siguiendo una calle.
—Me bajaré aquí —dijo Horace cuando llegaron a una esquina bajo una lámpara de arco,
—Le llevaré hasta su casa —dijo el conductor.
—Prefiero apearme aquí —dijo Horace—. Se evita tener que dar la vuelta.
—Como guste —dijo el conductor—. Usted es el que paga, de todas formas.
Horace se apeó y dejó la maleta en la acera; el conductor no hizo intención de ayudarle. Cuando el coche se alejó, Horace cogió de nuevo la maleta, la misma que se había pasado diez años en un armario en casa de su hermana y que Benbow había llevado a la ciudad la mañana en que Narcissa quiso saber el nombre del fiscal del distrito.
Su casa era nueva, con una buena extensión de césped alrededor, y también eran nuevos los árboles, álamos y arces plantados por él mismo. Antes de llegar a la casa vio los visillos de color rosa en las ventanas de su mujer. Entró en la casa por detrás, llegó hasta la puerta de su habitación y miró dentro. Belle estaba en la cama, leyendo una revista con la portada en colores. La lámpara tenía una pantalla de color rosa. En la mesilla había una caja de bombones abierta.
—He vuelto —dijo Horace.
Ella le miró por encima de la revista.
—¿Has cerrado con llave la puerta de atrás? —dijo Belle.
—Sí, sabía que ella estaría… —dijo Horace—. ¿Has…?
—¿De qué me hablas?
—De la pequeña Belle. ¿Has telefoneado…?
—¿Para qué? Está pasando unos días en esa casa. ¿Por qué no? ¿Por qué tendría que cambiar sus planes, rechazar una invitación?
—Sí —dijo Horace—. Sabía que estaría. ¿Has…?
—Hablé con ella hace dos noches. Ve a cerrar la puerta de atrás.
—Sí —dijo Horace—. Seguro que está bien. Claro que sí. Sólo quería… —tenían el teléfono sobre una mesa, en el pasillo a oscuras. El número que pidió estaba en una zona rural y tardaron algún tiempo en darle la conferencia. Horace se sentó junto al teléfono. Había dejado abierta la puerta del fondo del pasillo. Por ella entraba la suave brisa de la noche de verano, incierta, turbadora—. La noche es dura para los viejos —dijo en voz baja, con el auricular en la mano—. Las noches de verano les resultan muy duras. Habría que darle una solución a ese problema. Aprobar una ley.
Belle le llamó desde su habitación, con la voz característica de una persona acostada.
—La llamé hace dos noches. ¿Por qué tienes que molestarla?
—Lo sé —dijo Horace—. Seré breve.
Siguió con el auricular en la mano, mirando hacia la puerta por donde entraba la brisa, incierta, turbadora. Se puso a decir algo de un libro que había leído: «Menos frecuente es la paz. Menos frecuente es la paz», dijo.
—¡Oiga! ¡Oiga! ¿Belle? —preguntó cuando le dieron la comunicación.
—¿Sí? —la voz de la pequeña Belle le llegaba muy débilmente—. ¿Qué pasa? ¿Sucede algo malo?
—No, no —dijo Horace—. Sólo quería decirte hola y buenas noches.
—¿Decirme qué? ¿Qué sucede? ¿Con quién hablo?
Horace seguía sentado en el pasillo a oscuras, con el auricular en la mano.
—Soy yo, Horace. Horace. Sólo quería…
Desde el otro extremo del hilo, débilmente, le llegó el ruido de un forcejeo; también oía respirar a la pequeña Belle. Luego una voz, una voz masculina:
—Hola, Horace; quiero presentarte a un…
—¡Calla! —dijo la voz de la pequeña Belle desde muy lejos; Horace les oyó forcejear de nuevo; una pausa en la que nadie respiró—. ¡Ya está bien! —dijo la voz de la pequeña Belle—. ¡Es Horace! ¡Vivo con él! —Horace mantuvo el auricular pegado al oído. Aunque casi sin aliento, la voz de la pequeña Belle resultaba contenida, fría, discreta, distante—. Hola, Horace. ¿Mamá está bien?
—Sí. Estamos bien. Sólo quería decirte…
—Ah. Buenas noches.
—Buenas noches. ¿Lo estás pasando bien?
—Sí, sí. Escribiré mañana. ¿Mamá no ha recibido hoy carta mía?
—No lo sé. Acabo…
—Quizá haya olvidado echarla, pero mañana no me olvidaré. Escribiré mañana. ¿No querías nada más?
—No, Sólo quería decirte…
Horace colgó el auricular y oyó cortarse la comunicación. La luz de la habitación de su mujer iluminaba un fragmento del pasillo.
—Cierra con llave la puerta de atrás —dijo Belle.
XXXI
Camino de Pensacola para visitar a su madre, Popeye fue detenido en Birmingham por el asesinato de un policía en una pequeña ciudad de Alabama el 17 de junio de aquel año. Lo detuvieron en agosto. Fue precisamente la noche del 17 de junio cuando Temple se cruzó con él —sentado en el coche estacionado cerca del Grotto—, antes de que Red fuera asesinado.
Popeye iba todos los veranos a ver a su madre, que le creía recepcionista en un hotel de Memphis durante el turno de noche.
Su madre era hija de la patrona de una casa de huéspedes. Su padre había sido un esquirol profesional, contratado por la compañía de tranvías para acabar con una huelga en 1900. Por entonces su madre trabajaba en unos grandes almacenes en el centro de la ciudad. Durante tres noches volvió a casa en el tranvía junto al asiento del conductor, ocupado por el padre de Popeye. Una noche el esquirol se apeó con ella en su parada y la acompañó hasta casa.
—¿No le despedirán? —dijo ella.
—¿Quiénes? —dijo el esquirol. Fueron andando juntos. El iba bien vestido—. Me contratarían los otros en seguida. Y eso lo sabe la compañía.
—¿Quién le contrataría?
—Los huelguistas. Me da lo mismo quién controle los tranvías. Trabajo igual con unos que con otros. Me gustaría únicamente poder hacer este trayecto todas las noches a esta hora.
Ella iba andando a su lado.
—No lo dice en serio —dijo.
—Claro que sí —la cogió del brazo.
—Me figuro que también le dará lo mismo casarse con una que con otra.
—¿Quién le ha contado eso? —dijo él—. ¿Han estado hablando mal de mí esos hijos de perra?
Un mes más tarde ella le dijo que tenían que casarse.
—¿Qué quieres decir con tenemos? —preguntó él.
—No me atrevo a contarlo en casa. Tendría que escaparme. No me atrevo, de verdad.
—Bueno, bueno, no te preocupes. Cuanto antes mejor. Tengo que pasar por aquí todas las noches, de todas formas.
Se casaron. Por la noche hacía aquel trayecto y al llegar a la esquina tocaba la campana de pedal. Algunas veces iba a casa y le daba dinero a su mujer. La abuela de Popeye le tomó afecto: los domingos, a la hora de la comida, entraba en la casa riendo estrepitosamente, llamando a los otros clientes, incluso a los de más edad, por su nombre de pila. Pero un día no volvió; no tocó la campana de pedal cuando pasó el tranvía. La huelga ya había terminado para entonces. En Navidad, la madre de Popeye recibió una felicitación suya; un grabado con una campana y una orla dorada en relieve, desde una ciudad de Georgia. El texto decía así: «Los muchachos están tratando de organizar aquí una huelga. Pero esta gente se lo piensa todo muchísimo. Quizá sigamos adelante hasta encontrar una buena ciudad ja ja.» La palabra «encontrar» estaba subrayada.
Tres semanas después de la boda, la madre de Popeye empezó a sentirse enferma. Ya estaba embarazada para entonces. No fue a ver a un médico porque una negra vieja le dijo lo que le pasaba. Popeye nació en Navidad, el mismo día que se recibió la felicitación. Al principio creyeron que era ciego. Luego descubrieron que no era así, aunque no aprendió a andar y hablar hasta los cuatro años. Mientras tanto, el segundo marido de su abuela, un hombrecillo desagradable, con un gran bigote caído, que zascandileaba por la casa arreglando escalones rotos, cañerías con agujeros y otras cosas parecidas, salió una tarde con un cheque en blanco para pagar una factura del carnicero de doce dólares. Nunca regresó. Sacó del banco los mil cuatrocientos dólares que tenía ahorrados su mujer y desapareció.
La hija seguía trabajando en el centro, mientras su madre cuidaba del niño. Una tarde, al volver a casa uno de los clientes, se encontró con un fuego en su habitación. Consiguió apagarlo; una semana después halló restos de algo quemado en su papelera. La abuela cuidaba del niño. Lo llevaba consigo a todas partes. Una noche no se la veía por ningún sitio. Todos los inquilinos se echaron a la calle. Uno de los vecinos dio la alarma y los bomberos hallaron a la abuela apagando a pisotones un fuego de virutas en el centro del desván, con el niño dormido a pocos pasos sobre un viejo colchón.
—Esos canallas están tratando de acabar con él —dijo la anciana—. Han prendido fuego a la casa.
Al otro día se despidieron todos los clientes.
La madre de Popeye dejó el empleo. Pasaba todo el tiempo en casa.
—Tendrías que salir a tomar el aire —le decía la abuela.
—Me basta con el aire de aquí —respondía la hija.
—Tendrías que salir a hacer la compra —decía la madre—. Conseguirías las cosas más baratas.
—Ya nos las venden a muy buen precio.
La hija estaba siempre pendiente de la lumbre cuando había que encenderla; no permitía que hubiera una cerilla en la casa. Había escondido unas cuantas detrás de un ladrillo en el muro exterior del edificio. Popeye tenía tres años para entonces. No aparentaba más que uno, pero comía ya bastante bien. El médico le dijo a su madre que lo alimentara con huevos fritos con aceite de oliva. Una tarde el chico de la tienda, al entrar en el patio montado en una bicicleta, se resbaló y cayó al suelo. El paquete que traía empezó a gotear.
—No son los huevos —dijo el muchacho—. ¿Ve? —era una botella de aceite de oliva—. Debiera usted comprar el aceite en latas, de todas formas —añadió el chico—. No notará la diferencia. Le traeré otra botella. Pero tiene que arreglar ese portillo. No querrá que me abra la cabeza, ¿verdad?
A las seis no había vuelto aún. Era verano. La lumbre no estaba encendida y no había cerillas en la casa.
—No tardaré más que cinco minutos —dijo la madre de Popeye.
La abuela estuvo mirando hasta que se perdió de vista. Luego envolvió al niño en una manta y salió de la casa. Vivían en una calle estrecha muy cerca de la avenida principal donde estaban los almacenes y donde la gente adinerada se paraba con su coche camino de casa para hacer la compra. Cuando la abuela de Popeye llegó a la esquina, se estaba deteniendo un automóvil junto a la acera. Una mujer se apeó y entró en una tienda, dejando al chófer negro detrás del volante. La abuela se acercó al coche.
—Quiero medio dólar —dijo.
El negro se la quedó mirando.
—¿Medio qué?
—Medio dólar. El chico ha roto la botella.
—Ah —dijo el negro, echándose mano al bolsillo—. ¿Cómo voy a llevar bien la cuenta si viene usted a cobrar aquí fuera? ¿Le ha mandado ella aquí a por el dinero?
—Quiero medio dólar. Ha roto la botella.
—Será mejor que entre —dijo el negro—. Me parece que deberían ustedes ocuparse de que los clientes reciban lo que compran, sobre todo si son tan antiguos como nosotros.
—Es medio dólar —dijo la mujer.
El otro le dio la moneda y entró en la tienda. La abuela de Popeye se le quedó mirando. Luego dejó al niño en el asiento del coche y se fue detrás del negro. Era un autoservicio, donde los clientes avanzaban sin prisa en fila india. El negro estaba junto a la mujer blanca que se había apeado del automóvil. La abuela vio cómo la mujer le pasaba al negro unos cuantos tarros de diferentes salsas.
—Eso hace un dólar y cuarto —dijo la abuela.
El negro le dio el dinero. Ella se lo guardó, los adelantó y cruzó el establecimiento. Encontró una botella de aceite de oliva italiano de importación con el precio marcado.
—Todavía me sobran veintiocho centavos —dijo.
Siguió adelante, examinando las etiquetas de los precios, hasta encontrar una que ponía veintiocho centavos. Era un paquete con siete pastillas de jabón de tocador. Salió de la tienda con los dos paquetes. En la esquina se encontró con un policía.
—Se me han acabado las cerillas —le dijo.
El policía se buscó en los bolsillos.
—Podía haberlas comprado mientras estaba en la tienda —le dijo.
—Se me olvidó. Ya sabe lo que pasa cuando se va de compras con un niño.
—¿Dónde está el niño? —dijo el policía.
—Lo he dejado como fianza.
—Debería usted actuar en un espectáculo de variedades —dijo el policía—. ¿Cuántas cerillas quiere? No tengo más que una o dos.
—Con una es suficiente —dijo la abuela—. Nunca enciendo un fuego con más de una.
—Tendría usted que dedicarse a las variedades —dijo el policía—. Se vendría el teatro abajo con los aplausos.
—No se preocupe —dijo la abuela—. Voy a hacer que se venga abajo la casa.
—¿Qué casa? —se la quedó mirando—. ¿El asilo?
—Haré que se venga abajo —dijo ella—. Mire mañana en los periódicos. Espero que pongan bien mi nombre.
—¿Cómo se llama usted? ¿Calvin Coolidge?
—No, señor. Ese es mi hijo.
—Ah. Por eso le resulta tan complicado hacer la compra, ¿no es cierto? Tendría que dedicarse a las variedades… ¿Tendrá bastante con dos cerillas?
Ya les habían llamado otras tres veces de aquella misma dirección, de manera que los bomberos no se dieron demasiada prisa. La primera que llegó fue la hija. La puerta estaba cerrada con llave y cuando los bomberos lograron echarla abajo, el fuego había destruido el interior de la casa. La abuela estaba asomada a una ventana del piso alto por donde salían espirales de humo.
—Los muy hijos de perra —dijo—. Creían que iban a cogerlo. Pero les dije que les iba a dar una lección. Se lo dije.
La madre pensó que también Popeye había perecido. Tuvieron que sujetarla, entre chillidos, mientras el rostro vociferador de la abuela desaparecía entre el humo y se venía abajo la estructura entera de la casa; así la encontraron la mujer y el policía que traían al niño: una joven con el rostro desencajado y la boca abierta, que miraba a su hijo con aire desconcertado mientras se frotaba lentamente el cabello con las dos manos, desde las sienes para arriba. Nunca llegó a recuperarse completamente. Debido al mucho trabajo, a la falta de aire fresco y de distracciones, y a la enfermedad —legado de su breve matrimonio— no estaba en condiciones de aguantar una fuerte emoción y había ocasiones en que seguía creyendo que su hijo había muerto, incluso mientras lo tenía en brazos y le cantaba en voz baja para dormirlo.
Popeye podía muy bien haberse muerto. No tuvo un solo cabello hasta los cinco años, y para entonces era ya una especie de mediopensionista en una institución: un niño débil, más pequeño de lo normal, con un estómago tan delicado que la menor desviación de un régimen muy estricto marcado por el médico bastaba para producirle convulsiones.
—Las bebidas alcohólicas le harían el mismo efecto que la estricnina —dijo el médico—. Y nunca llegará a ser hombre, propiamente hablando. Si se cuida vivirá todavía algunos años, pero tampoco se hará más viejo de lo que es ahora.
El médico hablaba con la mujer que había encontrado a Popeye en su coche el día que la abuela quemara la casa y por cuya iniciativa Popeye recibía los cuidados de la medicina. Solía llevarlo a su casa por las tardes y durante los días de fiesta, y allí el niño jugaba solo. En una ocasión decidió organizar una fiesta infantil para él. Le explicó de qué se trataba y le compró un traje nuevo. Cuando llegó la tarde de la fiesta y empezaron a llegar los invitados, Popeye no aparecía por ningún sitio. Finalmente un criado descubrió un cuarto de baño cerrado por dentro. Cuando llamaron al niño no obtuvieron respuesta. Mandaron buscar a un cerrajero, pero mientras tanto la mujer, muy asustada, hizo que abrieran la puerta con un hacha. El cuarto de baño estaba vacío y la ventana abierta. Daba a un techo más bajo, desde donde se podía llegar a la calle por medio de una cañería de desagüe. Popeye había desaparecido. En el suelo encontraron la jaula de mimbre que ocupaba una pareja de periquitos; a su lado estaban los pájaros y las tijeras ensangrentadas que Popeye había utilizado para cortarlos en pedazos.
Tres meses después, por iniciativa de un vecino de su madre, Popeye fue detenido y enviado a un reformatorio. Había despedazado a un gatito por el mismo procedimiento.
Su madre se había convertido en una inválida. La mujer que había tratado de proteger al niño la ayudaba económicamente, encargándole bordados y otras labores parecidas. Después de salir del reformatorio —le pusieron en libertad al cabo de cinco años, dándole por curado debido a su impecable comportamiento— Popeye escribía a su madre dos o tres veces al año, primero desde Mobile, luego desde Nueva Orleans y finalmente desde Memphis. Todos los veranos volvía a casa para verla, próspero, tranquilo, delgado, sombrío y muy poco comunicativo, siempre con sus ceñidos trajes negros. A su madre le decía que se dedicaba a recepcionista de hotel durante el turno de noche; y que, debido a su profesión, se mudaba de una ciudad a otra, como podría hacerlo un médico o un abogado.
Mientras iba camino de casa aquel verano lo detuvieron por matar a un hombre en una ciudad y a una hora en que estaba en otra ciudad matando a otra persona; detuvieron al hombre que ganaba dinero y no sabía qué hacer con él ni en qué gastarlo, porque no ignoraba que las bebidas alcohólicas eran veneno para él; al hombre sin amigos, que no conocía ni podría conocer jamás a mujer alguna, y su comentario fue «Pues sí que tiene gracia», mientras examinaba h celda en la cárcel de la ciudad donde había sido asesinado el policía, y ;se sacaba con muchas precauciones un cigarrillo de la chaqueta con la mano libre (la otra iba esposada a la del agente que le había acompañado desde Birmingham).
—Dejadle que llame a su abogado —dijeron—, y se quite de encima esa preocupación. ¿Quiere mandar un telegrama?
—No —respondió, posando brevemente sus ojos fríos, blandos, sobre el catre, la diminuta ventana en lo alto de la pared, la puerta enrejada por donde entraba la luz. Le quitaron las esposas; la mano de Popeye pareció sacar una llamita de la nada. Encendió el cigarrillo y lanzó la cerilla en dirección a la puerta—. ¿Para qué quiero un abogado? No he estado nunca en… ¿Cómo se llama esta pocilga?
Se lo dijeron.
—Se le había olvidado, ¿no es cierto? —No volverá a olvidársele —dijo otro.
—Y mañana por la mañana se acordará ya del nombre de su abogado —dijo el primero.
Lo dejaron fumando en el catre. Oyó ruido de puertas al cerrarse. De vez en cuando le llegaban voces desde las otras celdas; en algún sitio, corredor adelante, cantaba un negro. Popeye siguió tumbado en el catre, con los pies cruzados, sin quitarse los relucientes zapatos negros.
—Pues sí que tiene gracia —dijo.
A la mañana siguiente el juez le preguntó si quería un abogado.
—¿Para qué? —respondió—. Ya les dije anoche que no había estado aquí en mi vida. Su ciudad no me gusta lo bastante para traer a un forastero sin ningún motivo.
El juez y el alguacil hicieron un aparte.
—Será mejor que se consiga un abogado —dijo el juez.
—De acuerdo —dijo Popeye. Volviéndose, habló con la sala, sin dirigirse a nadie en particular—: ¿Algún picapleitos de entre ustedes quiere un trabajo de un día?
El juez dio un golpe sobre la mesa. Popeye se volvió, alzando los hombros dentro de la ceñida americana en un leve gesto de indiferencia, mientras la mano se le iba hacia el bolsillo donde llevaba los cigarrillos. El juez le nombró defensor, un hombre joven que acababa de terminar la carrera.
—Y no voy a molestarme en pedir la libertad provisional —dijo Popeye—. Prefiero acabar cuanto antes con este asunto.
—De todas formas, no sería yo quien le concediera la fianza —le replicó el juez.
—¿Ah, no? —dijo Popeye—. De acuerdo, Jack —dirigiéndose a su abogado—, empiece a trabajar. Ya tenía que estar en Pensacola a estas alturas.
—Llévense al prisionero a la celda —dijo el juez.
Su abogado tenía un rostro desagradable, de una fealdad impaciente y llena de tesón. Estuvo hablando sin parar con una especie de sombrío entusiasmo mientras Popeye descansaba sobre el catre, fumando, el sombrero sobre los ojos, tan quieto como una serpiente al sol, excepto por el movimiento periódico de la mano que sostenía el cigarrillo. Finalmente Popeye intervino:
—Escuche. Yo no soy el juez. Todo eso dígaselo a él.
—Pero yo tengo que…
—Claro. Dígaselo. Yo no sé nada de este asunto. Ni siquiera estaba aquí. Váyase y déjeme tranquilo.
El juicio duró un día. Mientras declaraban un agente de policía, un dependiente de un estanco y una telefonista, y mientras su propio abogado impugnaba sus testimonios con una desoladora mezcla de torpe entusiasmo e insensatez sin paliativos, Popeye permaneció repantigado en su silla, mirando hacia la calle, a través de una ventana, por encima de las cabezas de los jurados. De vez en cuando bostezaba; se le iba la mano al bolsillo donde guardaba los cigarrillos, pero la detenía a tiempo, abandonándola inmóvil sobre el paño negro de su traje, semejante en la cérea lividez de forma y tamaño a la mano de un muñeco.
El jurado estuvo ausente ocho minutos. Se pusieron en pie, lo miraron y le declararon culpable. Sin moverse, sin cambiar de postura, Popeye les miró, sin hablar tampoco durante varios lentos segundos.
—Vaya. ¡Pues sí que tiene gracia! —dijo finalmente.
El juez golpeó varias veces la mesa; el agente de policía le tocó un brazo.
—Apelaré —balbuceó el abogado, entrando precipitadamente con él en la celda—. Lucharé contra ellos en todos los tribu…
—Claro —dijo Popeye, tumbándose en el catre y encendiendo un cigarrillo—; pero no aquí. Ande, lárguese y tómese un calmante.
El fiscal del distrito estaba ya haciendo sus planes para la apelación.
—Ha sido demasiado fácil —dijo—. Se lo ha tomado… ¿Se dio usted cuenta de cómo se lo ha tomado? Como si estuviera escuchando una canción y fuera incapaz de decidir si le gustaba o no por pura pereza; y el juez mientras tanto diciéndole en qué fecha iban a ahorcarlo. Probablemente tiene un abogado de Memphis que está ahora mismo a la puerta del Tribunal Supremo, esperando un telegrama. Los conozco. Los gángsters como ése han convertido la justicia en una cosa ridícula; hasta cuando conseguimos que los condenen todo el mundo sabe que al final se salen con la suya.
Popeye mandó por el carcelero y le dio un billete de cien dólares. Quería todo lo necesario para afeitarse y cigarrillos.
—Quédese con el cambio y avíseme cuando me lo haya fumado todo —le dijo.
—No se quedará mucho tiempo más fumando conmigo —dijo el carcelero—.Seguro que esta vez se consigue un buen abogado.
—No se olvide de esa loción —dijo Popeye—. Ed Pinaud.
El pronunciaba «Paináud».
Había sido un verano gris, un poco frío. En la celda no entraba apenas la luz del día, y en el pasillo había una bombilla encendida todo el tiempo, cuya claridad reproducía pálidamente —sobre el suelo y en el catre, hasta el sitio que ocupaban los pies de Popeye— el enrejado de la puerta. El carcelero le había dado una silla. Popeye la usaba como mesa; encima había puesto su reloj niquelado, un cartón de cigarrillos y un cuenco de sopa desportillado para las colillas. El se tumbaba en el catre, fumando y mirándose los pies mientras pasaban los días. Los zapatos fueron perdiendo brillo y su traje llegó a necesitar un buen planchado: no se lo quitaba nunca porque hacía más bien frío en aquella celda con paredes de piedra.
Un día le dijo el carcelero:
—Según alguna gente de aquí, ese policía se estaba buscando que lo mataran. Hizo dos o tres cosas muy feas que la gente recuerda.
Popeye siguió fumando, el sombrero inclinado sobre la cara.
—Puede que no enviaran su telegrama —añadió el carcelero—. ¿Quiere que le mande yo otro?
Apoyado contra la reja veía los pies de Popeye, sus piernas, delgadas, inmóviles, enfundadas en negro, que se unían al frágil contorno de su cuerpo tendido, el sombrero inclinado sobre un rostro que desviaba la vista y el cigarrillo en la mano demasiado pequeña. Los pies de Popeye quedaban casi a oscuras, en el sitio donde la sombra del carcelero fundía en negro los barrotes del enrejado. Al cabo de un rato el carcelero se alejó en silencio.
Cuando sólo le quedaban seis días el carcelero se ofreció a traerle revistas, una baraja.
—¿Para qué? —dijo Popeye, mirando por primera vez al carcelero, con la cabeza levantada, mostrando en su rostro pálido y bien afeitado unos ojos redondos y blandos como esas ventosas de las flechas de juguete que usan los niños. Luego volvió a tumbarse. A partir de entonces el carcelero le tiraba todas las mañanas un periódico enrollado dentro de la celda. Caían al suelo y allí se quedaban, acumulándose, desenrollándose y aplastándose lentamente por su propio peso, en progresión diurna.
Cuando le faltaban tres días llegó un abogado de Memphis. Sin que nadie se lo pidiera se apresuró a meterse en la celda. Durante toda aquella mañana el carcelero le oyó alzar la voz, suplicante, colérico, recriminador; para mediodía se había quedado ronco y tenía que hablar en susurros.
—¿Vas a seguir ahí tumbado y dejar…?
—Estoy perfectamente —dijo Popeye—. No te he mandado a buscar. No quiero que metas la nariz en mis asuntos.
—¿Quieres que te ahorquen? ¿Es eso lo que quieres? ¿Estás tratando de suicidarte? ¿Estás tan cansado de amontonar dinero que…? Tú, el más listo…
—Te lo dije una vez. Sé más que suficiente acerca de ti.
—¡Dejar que te cuelgue el sanbenito un insignificante juez de paz! Cuando vuelva a Memphis y lo cuente, nadie se lo va a creer.
—No se lo digas, entonces —siguió tumbado algún tiempo, mientras el abogado lo contemplaba con desconcertada y furiosa incredulidad—. Esos malditos patanes—añadió Popeye—, Cielo santo…, lárgate de una vez. Ya te lo he dicho. Estoy perfectamente.
La noche antes de la ejecución recibió la visita de un clérigo.
—¿Me permite que rece por usted? —dijo.
—Claro —dijo Popeye—; adelante. No se preocupe por mí.
El pastor se arrodilló junto al catre donde Popeye estaba tumbado, fumando. Al cabo de un rato le oyó levantarse, cruzar la celda y volver al catre. Cuando el pastor se puso en pie Popeye estaba otra vez tumbado en el catre, fumando. El pastor miró hacia donde había oído moverse a Popeye y vio doce marcas, a intervalos iguales, en el suelo, junto a la pared, que parecían hechas con cerillas usadas. Dos de los espacios estaban llenos de colillas, ordenadas en perfectas hileras. En el tercer espacio sólo había dos. Antes de marcharse vio cómo Popeye se levantaba, iba junto a la pared, aplastaba dos colillas más y las depositaba cuidadosamente junto a las otras.
Nada más dar las cinco regresó el pastor. Todos los espacios estaban llenos excepto el duodécimo, al que le faltaba una cuarta parte. Popeye seguía tumbado en el catre.
—¿Todo listo? —preguntó.
—Todavía no —dijo el pastor—. Trate de rezar —añadió—. Inténtelo. —Claro — dijo Popeye—; empiece.
El pastor sé arrodilló ‘de nuevo. Oyó levantarse una vez a Popeye, cruzar la celda y regresar.
A las cinco y media apareció el carcelero.
—Le he traído… —dijo. Introdujo torpemente el puño cerrado entre los barrotes—. Aquí tiene el cambio de aquellos cien que nunca… Le he traído… Son cuarenta y ocho dólares —añadió—. Espere; lo voy a contar otra vez; no lo sé con exactitud, pero puedo darle una lista,.., conservo los tickets…
—Guarde el dinero —dijo Popeye, sin moverse—, y lárguese de una vez.
A las seis fueron a buscarlo. El pastor le acompañó, la mano bajo el codo de Popeye, y se quedó rezando junto al patíbulo mientras ajustaban la soga, que al pasar sobre la acicalada y engomada cabeza de Popeye le despeinó. Como tenía atadas las manos, empezó a mover la cabeza, echándose el pelo para atrás cada vez que volvía a caerle sobre la frente, mientras el pastor rezaba y los otros permanecían inmóviles en sus puestos con la cabeza inclinada.
Popeye empezó a adelantar el cuello mediante breves sacudidas.
—¡Pssst! —dijo, logrando que el sonido destacara con nitidez sobre el zumbido monótono de la voz del pastor—; ¡psssst!
El sheriff le miró; Popeye dejó de mover el cuello y se quedó completamente rígido, como si mantuviera un huevo en equilibrio sobre la cabeza.
—Arrégleme el pelo, Jack —dijo.
—Claro —dijo el sheriff—. Ahora mismo te lo arreglo —e hizo caer la trampilla.
El día había sido gris, como gris había sido el verano y el año entero. Por la calle, los ancianos llevaban gabanes y, cuando Temple y su padre cruzaron los jardines de Luxemburgo, las mujeres hacían punto envueltas en sus chales y hasta los hombres que jugaban al croquet se cubrían con abrigos y capas, mientras, bajo las sombras melancólicas de los castaños, el seco entrechocar de las bolas y los gritos fortuitos de los niños tenían un algo caballeresco, evanescente y desolado, que lograba dotar de contenido al paisaje otoñal. Desde más allá del espacio abierto con su falsa balaustrada griega, sembrado de grupos en movimiento e inmerso en una luz gris del mismo color y textura que el agua derramada por la fuente en el estanque, les llegaba el continuo fragor de la música. Temple y su padre siguieron andando, y luego de pasar junto al estanque donde los niños y un anciano con un raído abrigo marrón hacían navegar barcos de juguete, se refugiaron de nuevo entre los árboles y encontraron asiento. De inmediato, con decrépita prontitud, se les acercó una anciana que les cobró cuatro sous.
En el pabellón, una banda con el uniforme azul verdoso del ejército interpretaba Massenet, Scriabine y Berlioz, convirtiéndolos en una delgada capa de Chaikovski torturado sobre una rebanada de pan correoso, mientras el crepúsculo se disolvía en húmedos reflejos que caían desde las ramas sobre el pabellón y los sombríos hongos de los paraguas. Vibrantes y llenos de resonancias, los acordes de los instrumentos de viento estallaban y morían en el verde espesor del crepúsculo, despeñándose luego en intensas oleadas tristes. Temple ocultó un bostezo con la mano y después, sacando una polvera, la abrió para contemplar en el espejo un rostro en miniatura, malhumorado, descontento y triste. Al cerrar la polvera, protegida por el ala de su elegante sombrero nuevo, dio la impresión de seguir con los ojos las ondas de la música, de disolverse en los compases moribundos del metal, para —más allá del estanque y del opuesto semicírculo de árboles, donde, entre intervalos de sombra, cavilaban tranquilas las reinas muertas en sus mármoles con pátina— perderse finalmente en un cielo que yacía, postrado y vencido, estrechamente abrazado a la estación de la lluvia y de la muerte.