William Faulkner

XXVII
La fecha del juicio quedó fijada para el veinte de junio. Una semana después de su visita a Memphis, Horace telefoneó a Miss Reba.
—Sólo para saber si la chica sigue ahí —dijo—. Para poder mandarle una notificación si fuera necesario.
—Está aquí —dijo Miss Reba:—. Pero no me gusta eso de la notificación. Sólo me gustan los policías cuando vienen a mi casa a hacer gasto.
—No será más que un alguacil —dijo Horace—. Alguien que le entregue una citación en propia mano.
—Que lo haga el cartero en ese caso —dijo Miss Reba—. Viene aquí de todas formas y también lleva uniforme. No tiene peor aspecto que un policía con todos los arreos. Que lo haga el cartero.
—No voy a molestarla a usted —dijo Horace—. No le causaré ningún trastorno.
—Ya sé que no —dijo Miss Reba. A través del hilo telefónico su voz resultaba débil y áspera—. No se lo voy a permitir. A Minnie le ha dado por llorar esta noche, pensando en ese sinvergüenza que la dejó, y Miss Myrtle y yo estábamos sentadas aquí y también nos ha dado por llorar. A mí, a Minnie y a Miss Myrtle. Nos hemos bebido una botella de ginebra. No me puedo permitir esos lujos. De manera que no mande usted aquí a ningún policía de pueblo con cartas para nadie. Usted me telefonea, yo los pongo a los dos en la calle y usted hace que los detengan.
La noche del diecinueve Horace telefoneó de nuevo. Tuvo algunas dificultades para conseguir hablar con Memphis.
—Se han ido —le explicó Miss Reba—. Los dos. ¿Es que no lee los periódicos?
—¿Qué periódicos? —preguntó Horace—. Oiga. ¡Oiga!
—Ya le he dicho que no están aquí —repitió Miss Reba—. No sé nada acerca de ellos y no quiero saber nada excepto quién me va a pagar una semana del alquiler del cuarto que…
—¿Pero no puede enterarse de dónde se ha ido? Quizá la necesite.
—No sé nada y no quiero saber nada —dijo Miss Reba.
Horace oyó el ¡clic! Del receptor, pero la comunicación no se interrumpió inmediatamente. Alguien dejó el auricular sobre la mesa del teléfono con un ruido sordo, y le llegó la voz de Miss Reba gritando: «¡Minnie! ¡Minnie!» Luego una mano alzó el auricular y lo colgó; la línea quedó cortada. Al cabo de un rato, una voz anónima, con un acento pretendidamente elegante, dijo:
—Pine Bluff no contesta… ¡Gracias!
El juicio empezó al día siguiente. Sobre la mesa descansaban los escasos objetos que presentaba el fiscal del distrito: la bala extraída del cráneo de Tommy y una garrafa de barro con whiskey de maíz.
—Solicito la presencia de Mrs. Goodwin en el estrado —dijo Horace.
No miró para atrás. Sentía los ojos de Goodwin en su espalda mientras ayudaba a la mujer a sentarse. Le tomaron juramento con el niño en el regazo. Repitió la historia tal como se la había contado a Horace al día siguiente de que el niño enfermara. Goodwin trató dos veces de interrumpirla pero el juez le hizo callar. Horace no le miró en ningún momento.
La mujer terminó su relato. Todo el tiempo estuvo sentada en una postura muy erguida, con su limpio vestido gris muy gastado, el sombrero con el velo zurcido y el adorno morado en un hombro. En su regazo, el niño, con los ojos cerrados, seguía sumido en la misma densa inmovilidad de otras veces. Durante un rato la mano de la mujer revoloteó sobre su cara, realizando innecesarios gestos maternales como sin darse cuenta.
Horace se sentó de nuevo. Sólo entonces miró a Goodwin. Aunque ahora estaba muy quieto, con los brazos cruzados y la cabeza un poco inclinada, Horace veía, en contraste con su rostro moreno, la cérea palidez de las aletas de la nariz, producida por la cólera. Inclinándose hacia él le susurró algo al oído, pero Goodwin no se movió.
El fiscal del distrito se enfrentaba ahora con la mujer.
—Mrs. Goodwin —dijo—, ¿en qué fecha contrajo usted matrimonio con Mr. Goodwin?
—¡Protesto! —dijo Horace, poniéndose en pie.
—¿Puede probar el ministerio fiscal la pertinencia de esta pregunta? —dijo el juez.
—La retiro, señoría —dijo el fiscal del distrito, lanzando una mirada al jurado.
Al suspenderse la vista hasta la mañana siguiente, Goodwin dijo con amargura:
—Usted aseguró que me mataría algún día, pero no creí que hablara en serio. No creía que usted,..
—No sea estúpido —dijo Horace—. ¿No ve que el caso está ganado? ¿Que no les queda otro recurso que tratar de poner en tela de juicio la buena reputación de nuestra testigo? —pero al salir de la cárcel notó que la mujer le seguía mirando con ojos llenos de presagios—. No tiene que preocuparse, se lo aseguro. Puede que usted sepa más que yo sobre hacer el amor o fabricar whiskey, pero yo sé más sobre procedimiento penal, no lo olvide.
—¿No cree que haya cometido una equivocación?
—Estoy seguro de que no. ¿No ve que eso les destroza el caso? Todo lo más que pueden esperar es un jurado en desacuerdo. Y no hay más que una posibilidad entre cincuenta de que pase eso. Créame, mañana Lee saldrá libre de la cárcel.
—Entonces, imagino que habrá que pensar en pagarle.
—Sí —dijo Horace—, de acuerdo. Iré esta noche a donde usted vive.
—¿Esta noche?
—Sí. Puede que el fiscal la llame de nuevo a declarar. Será mejor que estemos preparados, en cualquier caso.
Horace entró a las ocho en el solar de la loca. Una única luz brillaba en las decrépitas entrañas de la casa, como una luciérnaga atrapada en un brezal, pero la mujer no apareció al llamarla él. Horace se llegó hasta la puerta y golpeó con los nudillos. Una voz muy aguda gritó algo; esperó un momento. Iba a llamar otra vez cuando oyó la voz de nuevo, aguda, desquiciada, débil, como si viniera de muy lejos, semejante a las notas de un caramillo enterrado por una avalancha. Dio la vuelta a la casa entre la apretada maleza que le llegaba hasta la cintura. La puerta de la cocina estaba abierta. Era allí, sobre el ennegrecido hogar, donde se encontraba la mortecina lámpara que no llenaba la habitación —un revoltijo de formas borrosas, impregnadas del rancio olor a vieja y desaseada carne femenina— de luz sino de sombras. Desde una cabeza pequeña y muy redonda, unos ojos desorbitadamente blancos lanzaban resplandores castaños por encima de una desgarrada camiseta y de las hombreras de un mono. Más allá del negro, desde una alacena sin puerta, la loca se volvió, apartándose los lacios cabellos con el antebrazo.
—Su zorra se ha ido a la cárcel —dijo—. Váyase con ella.
—¿A la cárcel? —dijo Horace.
—Eso es lo que he dicho. Donde vive la gente de bien. Cuando consigas un marido, mételo en la cárcel donde no pueda molestarte —se volvió hacia el negro con un frasquito en la mano—. Vamos, corazón. Dame un dólar. Tú tienes mucho dinero.
Horace volvió a la ciudad, a la cárcel. Le dejaron pasar. Mientras subía las escaleras, el carcelero, a sus espaldas, cerró la puerta con llave.
La mujer le abrió la celda. El niño descansaba sobre el catre, Goodwin estaba sentado junto a él, con los brazos cruzados y las piernas extendidas en la actitud de un hombre que ha llegado al agotamiento físico total.
—¿Por qué se sienta ahí, delante de esa abertura? —dijo Horace—. ¿No sería mejor ponerse en el rincón y que lo tapáramos con el colchón?
—Viene usted a asegurarse de que me acribillan, ¿no es cierto? —dijo Goodwin—. Después de todo es una cosa lógica. Se trata de su profesión. Prometió que no me colgarían, ¿verdad?
—Todavía le queda una hora —dijo Horace—. El tren de Memphis no llega aquí hasta las ocho y media. Me figuro que no será tan estúpido como para venir en ese coche suyo color canario —se volvió hacia la mujer—. Pero usted… Tenía mejor opinión de usted. Ya sé que él y yo no estamos bien de la cabeza, pero esperaba otra cosa de usted.
—Le está haciendo un favor —dijo Goodwin—. Podría haber seguido conmigo hasta que fuera demasiado vieja para engatusar a un tipo decente. Si me prometiera conseguirle al chico un puesto de vendedor de periódicos cuando sea capaz de devolver el cambio, me quedaría tranquilo.
La mujer había vuelto a sentarse en el catre y a ponerse el niño sobre el regazo. Horace se acercó a ella.
—Ahora tiene usted que irse —dijo—. No va a suceder nada. Lee estará aquí perfectamente y él lo sabe. Tiene usted que volver a su casa y dormir un poco, porque mañana saldrán de aquí juntos. Vámonos.
—Creo que es mejor que me quede —dijo ella.
—Maldita sea, ¿no sabe usted que adoptar esa postura de desastre es la mejor manera del mundo para conseguir que suceda? ¿No lo ha aprendido por experiencia propia? Lee lo sabe. Lee, convénzala para que sea razonable.
—Vamos, Ruby —dijo Goodwin—. Vete a casa y acuéstate.
—Creo que es mejor que me quede —dijo ella.
Horace se quedó en pie frente a los dos. La mujer contemplaba al niño, la cabeza inclinada y el cuerpo completamente inmóvil. Goodwin se apoyaba contra la pared, las muñecas entrelazadas más allá de las descoloridas mangas de la camisa.
—Ahora es usted todo un hombre —dijo Horace—, ¿no es cierto? Me gustaría que pudiera verle el jurado, preso en una celda de cemento, asustando a mujeres y niños con horribles historias de fantasmas. Se darían cuenta de que nunca ha tenido arrestos para matar a nadie.
—Será mejor que vaya usted a acostarse —dijo Goodwin—. Nosotros podríamos dormir aquí perfectamente con un poco menos de ruido.
—No; no podemos hacer una cosa tan razonable —dijo Horace. Salió de la celda. El carcelero le abrió la puerta y abandonó el edificio. Regresó a los diez minutos con un paquete. Goodwin no se había movido. La mujer le estuvo mirando mientras abría el paquete. Dentro había una botella de leche, una caja de bombones y otra de puros. Le dio un cigarro a Goodwin y él cogió otro.
—Trajo usted el biberón, ¿verdad?
La mujer sacó el biberón de un bulto que había debajo del catre.
—Queda un poco —dijo. Llenó el biberón con la botella. Horace encendió su puro y el de Goodwin. Cuando miró de nuevo, el biberón había desaparecido.
—¿Todavía no es hora de darle de comer? —dijo.
—Lo estoy calentando —respondió la mujer.
—Ah —dijo Horace. Inclinó la silla hacia atrás, contra la pared, frente al catre.
—Queda sitio en la cama —dijo la mujer— Está un poco más blanda, aunque no mucho.
—No lo suficiente para cambiar —dijo Horace.
—Escuche —dijo Goodwin—, váyase a casa. No sirve para nada que haga usted esto.
—Tenemos que trabajar un poco —dijo Horace—. El fiscal volverá a interrogarla mañana. Es su única esperanza: quitar valor a su testimonio de alguna manera. Trate usted de dormir mientras nos ocupamos de ello.
—De acuerdo —dijo Goodwin.
Horace fue haciendo que la mujer repitiera las respuestas para memorizarlas, mientras paseaba arriba y abajo por la estrecha celda. Goodwin terminó su puro y volvió a quedarse inmóvil, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada. El reloj de la plaza dio las nueve y luego las diez. El niño lloriqueó y se movió. La mujer le cambió los pañales, sacó el biberón que tenía pegado al costado por debajo del vestido y se lo dio. Luego se inclinó cuidadosamente hacia adelante y examinó el rostro de Goodwin.
—Está dormido —susurró.
—¿Cree que debemos tumbarlo? —preguntó Horace en voz también muy baja.
—No. Mejor que siga como está.
Moviéndose muy despacio dejó al niño sobre el catre y ella se trasladó al otro extremo. Horace corrió la silla hasta ponerse a su lado. Siguieron hablando en voz muy baja.
El reloj dio las once. Horace continuó haciéndole repetir las frases, repasando una y otra vez la imaginaria escena. Finalmente dijo:
—Creo que eso es todo. ¿Se acordará? Si el fiscal le preguntara algo que no es capaz de responder con las palabras exactas que ha aprendido esta noche, quédese unos momentos sin decir nada. Yo me ocuparé de lo demás. ¿Se acordará?
—Sí —susurró ella. Horace, inclinándose, cogió la caja de bombones que estaba sobre el catre y la abrió, con un suave crujir de papel satinado. La mujer cogió uno. Goodwin no se había movido. Ella le miró y luego contempló la estrecha hendidura de la ventana.
—Deje de preocuparse —susurró Horace—. A través de esa ventana no podría alcanzarlo ni con un alfiler de sombrero, así que no digamos nada de una bala. ¿No se da cuenta?
—Sí —dijo ella. Tenía el bombón en la mano. No estaba mirando a Horace—. Sé en qué piensa usted —susurró.
—¿En qué?
—Cuando llegó a la casa y yo no estaba allí. Sé en lo que piensa —Horace la miraba, notando que apartaba la vista—. Dijo que esta noche había que empezar a pagarle.
Siguió mirándola algún tiempo más.
—Ah —dijo—. O témpora! O mores! ¡Maldita sea! ¿Es que ninguna de ustedes, estúpidas portadoras de glándulas mamarias, puede creer que cualquier hombre, que todos los hombres…? ¿Usted creyó que venía por eso? ¿Y cree que si fuera esa mi intención habría esperado tanto tiempo?
Ella le miró un instante.
—No habría conseguido nada si no hubiese esperado. —¿Cómo? Ah. Claro. En cambio esta noche, usted… —Creía que era eso lo que…
—Entonces, ¿estaría dispuesta ahora? —ella se volvió a mirar a Goodwin que roncaba un poco—. No quiero decir en este preciso momento —susurró Horace—, sino que pagaría usted cuando se lo solicitara.
—Pensé que era eso lo que quería. Ya le dije que no teníamos… Si no le parece suficiente, no crea que se lo voy a reprochar.
—No es eso. Usted sabe que no es eso. ¿Pero no comprende que quizá un hombre pueda hacer algo únicamente porque sabe que está bien, porque la armonía de las cosas exige que se haga?
La mujer hizo girar lentamente el bombón entre los dedos.
—Creía que le ponía furioso.
—¿Quién? ¿Lee?
—No. El —tocó al niño—. Porque tengo que llevarlo con nosotros.
—¿Quiere decir, con él al pie de la cama, quizá? ¿Porque tendría usted que sujetarlo todo el tiempo por una pierna para que no se cayera al suelo?
Ella le miró con ojos solemnes, contemplativos, sin expresión. Fuera, el reloj de la plaza dio las doce.
—Santo cielo —susurró él—. ¿Qué clase de hombres ha conocido usted?
—Lo saqué una vez de la cárcel de esa manera. Y también de Leavenworth. Cuando sabían que era culpable.
—¿De veras? —dijo Horace—. Tenga. Coja otro. Ese está medio derretido—la mujer se miró los dedos manchados de chocolate y contempló él bombón reblandecido, dejándolo caer detrás del catre. Horace le ofreció su pañuelo.
—Se lo mancharía —dijo ella—. Espere —se limpió los dedos en el pañal que le había quitado al niño y volvió a quedarse inmóvil, con las manos cruzadas sobre el regazo. Goodwin roncaba pacíficamente—. Cuando Lee se marchó a las Filipinas me dejó en San Francisco. Encontré un empleo y vivía en una habitación y cocinaba en un infiernillo de gas porque le había dicho que lo haría. No sabía el tiempo que tardaría en volver, pero se lo había prometido y él sabía que lo haría. Cuando mató a aquel soldado por una negra, ni siquiera me enteré. No recibí carta suya durante cinco meses. Hasta que una vez, cuando estaba extendiendo un periódico viejo para forrar un estante en el sitio donde trabajaba, vi por casualidad que su regimiento volvía a casa y al mirar la fecha en el calendario comprobé que era precisamente aquel mismo día. Me había portado bien durante aquel tiempo. No me habían faltado oportunidades; las tenía todos los días con los hombres que frecuentaban el restaurante.
»No me dieron permiso para ir a recibir al barco, así que tuve que dejar el empleo. Luego no me permitieron verlo, ni siquiera subir al barco. Me quedé allí mientras salían desfilando, tratando de encontrarlo y preguntando a los que pasaban si sabían dónde estaba y ellos diciéndome de guasa que si estaba libre aquella noche, asegurándome que nunca habían oído hablar de él o que estaba muerto o que se había escapado al Japón con la mujer del coronel. Intenté de nuevo subir al barco, pero no me dejaron. De manera que aquella noche me arreglé y estuve por los cabarets hasta que encontré a uno del regimiento, me senté con él y me lo contó. Fue como si me hubiera muerto. Me quedé allí con la música tocando y todo eso, y aquel soldado borracho manoseándome, y yo preguntándome por qué no renunciaba; por qué no me iba con el otro, me emborrachaba también y no me serenaba nunca más; y pensando Así que por ese animal he perdido un año entero. Creo que no le dejé por eso.
»En cualquier caso, lo cierto es que no lo hice. Volví a mi habitación y al día siguiente empecé a buscarlo. Seguí adelante, aunque los soldados me contaban mentiras y trataban de acostarse conmigo, hasta que me enteré de que estaba en Leavenworth. No me alcanzaba el dinero para el billete, así que me busqué otro empleo. Tardé dos meses en ahorrar lo suficiente. Entonces me fui a Leavenworth. Conseguí otro trabajo de camarera, en Childs, el turno de noche, para poder ver a Lee un domingo por la tarde cada dos semanas. Decidimos buscar un abogado. No sabíamos que un abogado no podía hacer nada por un preso federal. El abogado no me lo dijo, y yo no le había dicho a Lee cómo pagaba al abogado. Creía que había ahorrado algo de dinero. Llevaba dos meses viviendo con el abogado cuando me enteré.
»Luego vino la guerra; dejaron salir a Lee y lo mandaron a Francia. Yo me fui a Nueva York y encontré un empleo en una fábrica de municiones. Me porté bien aunque las ciudades estaban llenas de soldados con dinero para gastar, y hasta las chiquitas más insignificantes llevaban vestidos de seda, Pero yo me porté bien. Luego Lee volvió a casa. Fui a esperarle al barco. Le arrestaron al salir y le devolvieron a Leavenworth por haber matado a aquel soldado tres años antes. Entonces conseguí un abogado y, a través suyo, un congresista que le sacara de la cárcel. También le di todo lo que había ahorrado. Así que cuando Lee salió, no teníamos nada. Dijo que nos casaríamos, pero no pudimos hacerlo por falta de dinero. Y cuando le conté lo del abogado, me pegó.
De nuevo dejó caer el bombón reblandecido detrás del catre y se limpió las manos con el pañal. Eligió otro de los que había en la caja y se lo comió. Mientras masticaba miró a Horace, contemplándolo sin prisa —cavilosa, inexpresiva— durante unos instantes. Por la rendija de la ventana entraba, fría y muerta, la oscuridad.
Goodwin dejó de roncar. Después de moverse un poco se incorporó.
—¿Qué hora es? —dijo.
—¿Qué? —dijo Horace. Miró su reloj—. Las dos y media.
—Habrá tenido un pinchazo —dijo Goodwin.
Poco antes de amanecer el mismo Horace se quedó dormido, sentado en la silla. Cuando despertó, un delgado rayo de sol entraba horizontalmente por la ventana. Goodwin y la mujer hablaban en voz baja, sentados en el catre. Goodwin le miró sombríamente.
—Ya es de día —dijo.
—Espero que se haya quitado de encima esa pesadilla suya —dijo Horace.
—Si fuera así, sería la última. Dicen que allí no se sueña.
—No hay duda de que ha hecho usted todo lo posible por seguir teniéndola —dijo Horace—. Supongo que nos creerá, después de esto.
—Creer, un cuerno —dijo el Goodwin que, con su rostro taciturno, su mono y su camisa azul, había permanecido tan tranquilo y tan seguro de sí mismo, como indiferente a todo—; ¿en serio cree usted que ese hombre va a dejarme salir por la puerta, cruzar la calle y entrar en el juzgado, después de lo de ayer? ¿Con qué clase de hombres ha vivido usted toda su vida? ¿Es que no ha pasado del jardín de infancia? Yo haría lo mismo si fuera él.
—Si lo hace se habrá preparado su propia trampa —dijo Horace.
—¿Y de qué me servirá a mí eso? Déjeme…
—Lee —dijo la mujer.
—…decirle algo: la próxima vez que quiera jugarse a los dados la vida de un hombre…
—Lee —dijo ella. Le estaba acariciando la cabeza con la mano, lentamente. Luego empezó a peinarle con los dedos para hacerle la raya, y a alisarle la camisa sin cuello.
Horace los estuvo observando.
—¿Quiere usted quedarse con él? —dijo con voz tranquila—. Puedo arreglarlo.
—No —dijo Goodwin—. Estoy harto. Voy a acabar de una vez. Dígale a ese maldito policía que no vaya pegado a mí, nada más. Será mejor que usted y ella se vayan a desayunar.
—No tengo hambre —dijo la mujer.
—Tú harás lo que te he dicho —dijo Goodwin.
—Lee.
—Vamos —dijo Horace—. Puede usted volver después.
Fuera, Horace empezó a respirar en grandes bocanadas el aire fresco de la mañana.
—Llénese los pulmones —dijo—. Una noche en ese sitio es capaz de deprimir a cualquiera. Pensar que tres personas adultas… Dios mío, a veces creo que somos todos niños, excepto los mismos niños. Pero hoy será el último día. Para las doce saldrá libre de ahí: ¿se da usted cuenta?
Siguieron andando, iluminados por el sol del amanecer, respirando el aire tibio. Recortadas contra el cielo azul, redondas nubéculas avanzaban muy altas desde el sudoeste, y la fresca y porfiada brisa hacía estremecerse a las acacias, desnudas ya de flores desde tiempo atrás.
—No sé cómo vamos a pagarle —dijo ella.
—Olvídelo. Ya se me ha pagado. Usted no lo entendería, pero mi alma ha pasado por un aprendizaje de cuarenta y tres años. Cuarenta y tres años. La mitad más de lo que ha vivido usted. Ya ve cómo la insensatez, al igual que la pobreza, se preocupa de los suyos.
—Y usted sabe que él… que…
—Déjelo, no siga. También hemos acabado con eso, soñando. Dios hace cosas disparatadas a veces, pero por lo menos es un caballero. ¿No lo sabía?
—Siempre me lo he, imaginado como un hombre —dijo la mujer.
Ya sonaba el timbre cuando Horace cruzó la plaza en dirección al juzgado. Los espacios de alrededor estaban ocupados por carretas y coches, y las gentes con monos y ropa de color caqui se apiñaban lentamente bajo la entrada gótica del edificio. Por encima de su cabeza, el reloj dio las nueve mientras subía hacia la sala del tribunal.
La ancha puerta doble en lo alto de las escaleras, atestadas de gente, estaba abierta. Desde el interior de la sala trascendía un continuo rumor preparatorio de personas que se acomodaban. Por encima de los respaldos Horace veía sus cabezas: cabezas calvas, cabezas de cabellos grises, cabezas desgreñadas y otras con pulcros cortes de pelo sobre cogotes cocidos por el sol; cabezas relucientes por la brillantina sobré rígidos cuellos ciudadanos y de vez en cuando alguna cofia o algún sombrero adornado con flores.
El murmullo de sus voces y de sus movimientos se dirigía hacia la escalera gracias a la corriente creada por la puerta abierta. El aire entraba por las ventanas y pasaba sobre las cabezas hasta llegarle a Horace, delante de la puerta, cargado con olor a tabaco, a sudor y a tierra, y con el inconfundible aroma de las salas de tribunales; ese olor enrarecido a lujurias exhaustas, a avaricias y a altercados y a amarguras, y también, a falta de algo mejor, a cierta desmañada estabilidad. Las ventanas daban a balcones muy cercanos a los arcos de los pórticos. La brisa pasaba a través de ellas, trayendo consigo los gorjeos y arrullos de los gorriones y palomas que anidaban en los aleros y de cuando en cuando el sonido de la bocina de un automóvil, que se alzaba desde la plaza para volver a hundirse en un hueco retumbar de pies sobre el corredor del piso bajo y en las escaleras.
La presidencia estaba vacía. A un lado de la larga mesa divisó los negros cabellos de Goodwin y su enjuto rostro moreno, además del sombrero gris de la mujer. Al otro extremo había un hombre hurgándose los dientes. Sus espesos cabellos negros, muy rizados, se iban clareando hasta dejar sitio a una calva. Tenía la nariz larga y muy blanca. Llevaba un traje de algodón color canela; cerca de él, sobre la mesa, descansaba una elegante cartera de cuero y un sombrero de paja con una cinta roja y canela y él miraba indolentemente por una de las ventanas, sobre las hileras de cabezas, hurgándose los dientes. Horace se detuvo exactamente en el vano de la puerta.
—Es un abogado —dijo—. Un abogado judío de Memphis —luego empezó a recorrer con la vista las cabezas alrededor de la mesa, donde tenían que sentarse los testigos y otras personas interesadas—. Sé lo que voy a encontrar antes de verlo—dijo—, Llevará un sombrero negro.
Horace avanzó por el pasillo central. Desde más allá de la ventana por donde parecía entrar el sonido del timbre y donde, con sonidos guturales, se arrullaban las palomas debajo de los aleros, llegó la voz del alguacil:
—Se declara abierto de acuerdo con la ley el muy digno tribunal del condado de Yoknapatawpha…
Temple llevaba un sombrero negro. El secretario tuvo que repetir dos veces su nombre antes de que se levantara y subiera al estrado de los testigos. También Horace tardó en darse cuenta de que el juez le estaba dirigiendo la palabra, un poco irritado.
—¿Es ésta su testigo, Mr. Benbow?
—Efectivamente, señoría.
—¿Desea usted que preste juramento y se le tome declaración?
—Sí, lo deseo, señoría.
Más allá de la ventana, más allá de las pausadas palomas, la voz del alguacil seguía alzándose monótona, reiterativa, importuna e indiferente, aunque el sonido del timbre había cesado ya.
XXVIII
—Presento como prueba este objeto encontrado en la escena del crimen —en la mano sostenía una mazorca. Daba la impresión de haber sido sumergida en pintura de color marrón oscuro—. La razón de que no se haya presentado antes es que su relación con el caso sólo ha quedado clara a raíz del testimonio de la esposa del acusado, que acabo de hacer leer ante ustedes.
»Acaban de oír las declaraciones del químico y del ginecólogo, quien, como muy bien saben, es una autoridad en las más sagradas manifestaciones del aspecto más sagrado de la vida: la feminidad, y que dice que no estamos ya ante un caso para el verdugo, sino que esto requiere un buen fuego de gasolina…
—¡Protesto! —dijo Horace—. El ministerio fiscal está tratando de influir…
—Aceptada la objeción —dijo el juez—. Suprima la frase que comienza con «dice que», señor secretario. Puede usted indicar a los miembros del jurado que no la tengan en cuenta, Mr. Benbow. Limítese a los hechos pertinentes, señor fiscal del distrito.
El fiscal del distrito hizo una inclinación de cabeza y se volvió hacia el estrado de los testigos, donde se hallaba Temple. Por debajo del sombrero negro—adornado con una piedra de bisutería— se le escapaban los rojos cabellos en apretados rizos, semejantes a grumos de resina. Sobre la falda negra de raso descansaba un monedero de platino. El abrigo de color claro, abierto, dejaba ver un adorno morado en un hombro. Las manos, con las palmas hacia arriba, yacían inmóviles sobre el regazo. Las piernas sesgadas y los tobillos relajados hacían que los zapatos de hebillas resplandecientes, puestos de costado, dieran la impresión de estar vacíos. Por encima de las hileras de rostros atentos —pálidos y blancos como vientres de flotantes peces muertos— Temple permanecía en una actitud distante y temerosa al mismo tiempo, la mirada perdida en el fondo de la sala. Sobre el rostro extraordinariamente pálido, las dos manchas de colorete eran como discos de papel pegados a los pómulos, y también los labios, violentamente pintados hasta darles una perfecta forma de corazón, parecían ser algo simbólico y a la vez enigmático, cuidadosamente recortado en papel morado y pegado allí.
El fiscal del distrito se detuvo delante de ella.
—¿Cómo se llama usted?
Temple no contestó. Movió levemente la cabeza, como si el fiscal le impidiera ver algo al fondo de la sala.
—¿Cómo se llama? —repitió el fiscal, moviéndose también y entrando de nuevo en su campo de visión. Temple separó los labios—. Más alto —dijo el fiscal—. Hable sin miedo. Nadie va a hacerle daño. Permita que estos hombres de bien, estos padres y maridos, oigan lo que tiene usted que contar y le hagan justicia.
El juez miró a Horace con las cejas enarcadas, pero el abogado defensor no hizo el menor movimiento: siguió sentado con la cabeza un poco inclinada y las manos entrelazadas sobre el regazo.
El fiscal del distrito se volvió hacia el jurado.
—Temple Drake —dijo Temple.
—¿Edad?
—Dieciocho años.
—¿Dónde vive?
—En Memphis —dijo ella con voz apenas audible.
—Hable un poco más alto. Estos hombres no van a hacerle ningún daño. Están aquí para remediar el mal que se le ha hecho. ¿Dónde vivía usted antes de trasladarse a Memphis?
—En Jackson.
—¿Tiene usted familia allí?
—Sí.
—Vamos. Dígales a estos hombres de bien…
—Mi padre.
—¿Su madre ha muerto?
—Sí.
—¿Tiene usted hermanas?
—No.
—¿Es usted la única hija que tiene su padre?
El juez miró de nuevo a Horace, que no hizo ningún movimiento.
—Sí.
—¿Dónde ha vivido usted desde el doce de mayo de este año?
Temple movió la cabeza levemente, como si quisiera ver más allá del fiscal, que a su vez volvió a ponerse delante de ella, sus ojos fijos en los de la muchacha. Ella volvió a mirarlo y siguió respondiendo con aire de quien recita una lección.
—¿Sabía su padre que estaba usted allí?
—No.
—¿Dónde creía él que estaba?
—Creía que estaba en la universidad.
—Entonces, ¿se había escondido usted porque le había sucedido algo y no se atrevía…?
—¡Protesto! —dijo Horace—. La pregunta implica…
—Aceptada la objeción —dijo el juez—. He estado varias veces a punto de llamarle la atención, señor fiscal, pero el defensor no ha querido oponerse, por alguna razón.
El fiscal del distrito hizo una inclinación de cabeza en dirección al tribunal. Luego se volvió hacia la testigo, mirándole de nuevo a los ojos.
—¿Dónde estaba usted la mañana del domingo doce de mayo?
—En el cuarto-almacén del establo.
La sala suspiró, dejando escapar su aliento colectivo en el enrarecido silencio. Entraron algunos espectadores más, pero se detuvieron formando un grupo en el fondo de la sala y se quedaron allí. Temple volvió a mover la cabeza. El fiscal del distrito logró en seguida que le mirara de nuevo a los ojos. Girando a medias, señaló a Goodwin con el dedo.
—¿Ha visto usted antes a ese hombre? —Temple siguió mirando al fiscal del distrito, el rostro completamente rígido, vacío de expresión. Desde muy cerca, los ojos, las dos manchas de colorete y la boca eran como cinco objetos absurdos en un plato pequeño con forma de corazón—. Mire hacia donde le señalo. ¿Dónde lo vio usted?
—En el cuarto-almacén.
—¿Qué hacía usted allí?
—Esconderme.
—¿De quién se escondía?
—De él.
—¿Ese hombre que está ahí? Mire hacia donde le señalo.
—Sí.
—Pero él la encontró.
—Sí.
—¿Había alguien más allí?
—Estaba Tommy, Dijo que…
—¿Estaba dentro o fuera del cuarto-almacén?
—Estaba fuera, junto a la puerta. Vigilaba. Dijo que no permitiría…
—Un momento. ¿Le pidió usted que no dejara entrar a nadie?
—Sí.
—¿Y él atrancó la puerta desde fuera?
—Sí.
—Pero Goodwin entró.
—Sí.
—¿Llevaba algo en la mano?
—Llevaba una pistola.
—¿Intentó Tommy detenerlo?
—Sí. Dijo que…
—Espere. ¿Qué le hizo a Tommy?
Temple le miró.
—Llevaba la pistola en la mano. ¿Qué le hizo entonces?
—Disparó contra él.
El fiscal del distrito se apartó hacia un lado. Inmediatamente la mirada de la muchacha se perdió en el fondo de la sala, quedándose allí fija. Cuando el fiscal del distrito regresó, entrando otra vez en su campo de visión, Temple movió la cabeza, pero el fiscal hizo que le mirara de nuevo mientras alzaba la mazorca manchada delante de sus ojos. La sala dejó escapar un largo suspiro.
—¿Ha visto usted esto antes alguna vez? —Sí.
El fiscal del distrito se dio la vuelta.
—Señoría, señores del jurado: han escuchado ustedes la horrible, la increíble historia que les ha contado esta muchacha; han visto las pruebas y escuchado la declaración del médico. No quiero someter ni un momento más a esta criatura destrozada, indefensa, a la tortura de…
El fiscal se interrumpió; todas las cabezas se volvieron al unísono para contemplar a un hombre que avanzaba por el pasillo en dirección al tribunal. Caminaba sin titubeos, y su marcha quedaba señalada y era seguida por las lentas miradas atónitas de las hileras de rostros descoloridos y por el lento rozar de cuellos almidonados al volverse. Era un hombre de pulcros cabellos blancos y bigote recortado, semejante a una barra de plata labrada sobre su piel morena. Tenía unas ojeras no demasiado marcadas. Su inmaculado traje de lino disimulaba holgadamente un vientre poco abultado. Llevaba un jipijapa en una mano y un fino bastón de color negro en la otra. Avanzó sin titubeos pasillo adelante, en una lenta expulsión de silencio que era como un interminable suspiro, sin torcer la cabeza en ningún momento. Cruzó por delante del estrado de los testigos sin mirar a Temple, que seguía contemplando algo al fondo de la sala, atravesando su campo de visión como un corredor que cruzara la línea de meta, y fue a detenerse delante de la barandilla, sobre la cual el juez se había incorporado a medias, con las manos sobre la mesa.
—Señoría —dijo el anciano—, ¿ha concluido el tribunal con esta testigo?
—Sí, señor juez —respondió el magistrado—; efectivamente. ¿Declina el acusado…?
El anciano se volvió lentamente, erguido sobre las respiraciones contenidas, los rostros descoloridos, y contempló a las seis personas en la mesa de los asesores legales. Detrás de él la testigo no se había movido. Seguía en su actitud de reposo infantil, mirando por encima de los rostros, como una persona narcotizada, hacia el fondo de la sala. El anciano se volvió hacia ella y extendió una mano. Temple no se movió. La sala expulsó el aliento, volvió a llenarse los pulmones rápidamente y contuvo de nuevo la respiración. El anciano tocó el brazo de la muchacha. Ella volvió la cabeza en dirección suya, los ojos sin expresión, las pupilas dilatadas por encima de las tres violentas manchas de colorete. Luego puso su mano en la del anciano y se levantó —mientras el monedero de platino resbalaba desde su regazo al suelo con un suave golpe metálico—, mirando de nuevo al fondo de la sala. Con la puntera de su zapato reluciente el anciano empujó el monedero hacia el rincón, ocupado por una escupidera, donde la tribuna del jurado se unía con la mesa de la presidencia, y ayudó a Temple a bajar del estrado. La sala respiró de nuevo cuando empezaron a recorrer el pasillo en sentido inverso.
A mitad de camino la muchacha se detuvo de nuevo, esbelta en su elegante abrigo abierto, sin expresión el rostro inmóvil, para luego reanudar la marcha, su mano en la del anciano. Regresaron por el pasillo, el juez muy erguido al lado de Temple, sin mirar a ningún lado, seguidos por el lento roce de cuellos almidonados. La muchacha volvió a detenerse. Intentó retroceder, arqueando el cuerpo lentamente, el brazo tenso bajo la presión del anciano, que se inclinó hacia ella, hablándole; Temple avanzó otra vez, con el mismo gesto de encogida y absorta humillación. Cuatro jóvenes aguardaban con rígida tiesura muy cerca de la salida. Permanecieron firmes como soldados, mirando al frente, hasta que el anciano y la muchacha llegaron a su altura.
Entonces se pusieron en movimiento, rodeando a los otros dos y, en formación cerrada, la muchacha oculta entre ellos, se dirigieron hacia la puerta. Allí se detuvieron de nuevo; pudo verse cómo Temple se encogía junto a la pared al lado de la puerta, doblando nuevamente el cuerpo. Dio la impresión de intentar asirse, pero de nuevo los cinco cuerpos cerraron la formación ocultándola de nuevo, y el grupo atravesó la puerta para desaparecer inmediatamente. La sala respiró: un sonido susurrante, como de un viento que se levanta, que avanzó con ímpetu creciente sobre la larga mesa donde se sentaban el acusado y la mujer con el niño y Horace y el fiscal del distrito y el abogado de Memphis, y cruzó por encima del jurado hasta llegar al tribunal convertido en un largo suspiro. El abogado de Memphis, cómodamente recostado, miraba distraídamente por la ventana abierta. El niño, molesto, empezó a lloriquear.
—Calla —dijo la mujer—. ¡Chsss…!
(Continuará…)