Santuario (V)

William Faulkner





XVI

El día que el sheriff llevó a Goodwin a la ciudad había en la cárcel un negro que había matado a su mujer cortándole el cuello con una navaja de afeitar; la víctima, con la cabeza cada vez más inclinada hacia atrás por los borbotones de sangre que le manaban de la garganta, había atravesado corriendo la puerta de la cabaña y dado seis o siete pasos más por el tranquilo callejón iluminado por la luna antes de caer al suelo. Al llegar la noche al negro le gustaba cantar junto a la ventana. Después de la cena, otros negros se reunían al lado de la valla que había debajo—trajes elegantes junto a los de mala calidad y a monos con manchas de sudor— y a coro con el homicida cantaban espirituales mientras los blancos aminoraban el paso y se detenían en la frondosa oscuridad de una primavera que casi era ya verano, para escuchar cómo los que estaban seguros de morir y el que ya se daba por muerto cantaban acerca del cielo y del cansancio; o quizá, en los intervalos entre canciones, para escuchar una voz sonora, sin origen visible, surgida de la oscuridad donde se agitaba y gemía la sombra deshilachada del árbol del paraíso que extendía sus ramas sobre el farol de la esquina, «¡Cuatro días más! ¡Después van a acabar con el mejor barítono del norte de Mississippi!»

A veces, el homicida también se apoyaba durante el día junto a la ventana y entonces cantaba solo, aunque al cabo de un rato uno o dos chicos o negros zarrapastrosos, unas veces con cestas de reparto y otras no, se detuviesen junto a la valla, y los blancos recostados en sus sillas contra la pared del garaje de enfrente, llena de manchas de aceite, escucharan sin dejar por ello de mascar tabaco ininterrumpidamente. «¡Un día más! Después me iré, pobre desgraciado. Oye, ¡no hay sitio para ti en el cielo! Oye, ¡no hay sitio para ti en el infierno! Oye, ¡no hay sitio para ti en la cárcel!»

—¡Que el diablo se lo lleve! —dijo Goodwin, alzando bruscamente la cabeza y mostrando su rostro moreno y enjuto, con una incipiente expresión de hombre acorralado—. No estoy en condiciones de desearle esa suerte a nadie, pero que me aspen… —no quería hablar—. Yo no lo hice. Usted también lo sabe. Sabe que no lo hubiera hecho. No voy a decir lo que pienso. Yo no lo hice. Primero tendrán que colgármelo. Que traten de hacerlo. No corro ningún peligro. Pero si hablo, si digo lo que pienso o lo que creo, entonces sí que estaré en peligro.

Se hallaba sentado sobre el catre de la celda. Miró hacia las ventanas, dos orificios no mucho más grandes que simples cortaduras.

—¿Es tan buen tirador —dijo Benbow— como para acertar a un hombre a través de una de esas ventanas?

Goodwin lo miró.

—¿Quién?
—Popeye —dijo Benbow.
—¿Lo hizo Popeye? —dijo Goodwin.
—¿No fue él? —dijo Benbow.
—Ya he dicho todo lo que tengo que decir. No necesito probar mi inocencia; son ellos los que tienen que colgarme el crimen.
—Entonces, ¿para qué le hace falta un abogado? —dijo Benbow—. ¿Qué quiere que haga?

Goodwin no le miraba.

—Si me prometiera usted conseguirle al chico un puesto de vendedor de periódicos cuando sea capaz de devolver el cambio… —dijo—. Ruby se las arreglará perfectamente, ¿verdad que sí?

Puso la mano sobre la cabeza de la mujer, revolviéndole el pelo.

Estaba sentada en el catre a su lado, y el niño que llevaba en el regazo parecía como siempre sumido en una especie de densa inmovilidad, como los niños de los mendigos en las calles de París, su rostro demacrado bruñido por el sudor, el pelo una delgada línea de sombra sobre su cráneo azulado, y los párpados de color plomizo, ligeramente entreabiertos, dejando vislumbrar el blanco de la córnea.

La mujer llevaba un vestido de crespón gris, cuidadosamente cepillado y habilidosamente zurcido a mano. También había tenido que ensancharlo y, paralela a cada costura, corría una estrecha banda un poco más lustrosa que cualquier mujer reconocería a cien yardas con sólo una mirada. En el hombro se había puesto un adorno morado, de los que se compran en almacenes de precio único o se piden contra reembolso; en el catre, junto a ella, descansaba un sombrero gris con un velo cuidadosamente zurcido; al mirarlo, Benbow no logró recordar cuándo era la última vez que había visto uno; en qué fecha habían dejado de usar velo las mujeres.

Horace llevó a Mrs. Goodwin a su pasa. Fueron andando, ella con el niño y Benbow con una botella de leche y unas cuantas latas de conservas. El niño seguía dormido.

—Quizá lo tiene usted demasiado tiempo en brazos —dijo él—. ¿Qué le parece si buscáramos una niñera?

La dejó en la casa, volvió al centro en busca de un teléfono, y llamó a casa de su hermana para pedir el coche, que vino a buscarlo. Mientras cenaban, les contó el caso a su hermana y a Miss Jenny.

—¡No estás haciendo más que entrometerte! —dijo Narcissa, su rostro sereno y su voz alterados por la indignación—. Cuando te llevaste a la mujer y la hija de otro hombre pensé que era terrible, pero me dije: «Al menos no tendrá la desfachatez de volver aquí nunca más.» También me ha parecido terrible que te hayas marchado de tu casa como un negro y las hayas dejado, pero me he resistido a creer que fuera definitivo. Y ahora me vuelve a parecer terrible que te empeñes sin razón alguna en marcharte de aquí y abrir otra vez la casa, fregándola tú mismo, con toda la ciudad mirándote, para vivir como un vagabundo, negándote a seguir donde todo el mundo espera que te quedes y les parecerá curioso que no lo hagas; y para colmo te mezclas por gusto con alguien que según tu propia confesión es una mujer de la calle, la esposa de un asesino.
—No puedo evitarlo. No tiene nada ni a nadie. Con un vestido pulcramente arreglado que pasó de moda hace cinco años por lo menos, y ese niño, que nunca ha estado más que vivo a medias, envuelto en un trozo de manta que casi tiene la blancura del algodón a fuerza de lavarlo. Sin pedirle nada a nadie excepto que la dejen tranquila, tratando de hacer algo con su vida, mientras que vosotras, mujeres decentes a las que nada os falta…
—¿Quieres decir que un contrabandista de whiskey no tiene dinero para que lo defienda el mejor abogado del país? —dijo Miss Jenny.
—No se trata de eso —dijo Horace—. Estoy seguro de que podría conseguir otro abogado mejor. Es que…
—Horace —dijo su hermana, mirándolo fijamente—. ¿Dónde está esa mujer?— también Miss Jenny le observaba, un poco inclinada hacia adelante en la silla de ruedas—. ¿Has llevado a esa mujer a mi casa?
—También es mi casa, querida.

Su hermana ignoraba que durante diez años había mentido a su esposa para pagar los intereses de una hipoteca sobre la casa con adornos de escayola que había construido para ella en Kinston, con el fin de que Narcissa no alquilara a unos extraños la otra casa de Jefferson de la que su esposa no sabía que fuera aún copropietario.

—Mientras esté vacía, y con ese niño… —añadió Horace.
—La casa donde mi padre y mi madre y tu padre y tu madre, la casa donde yo… No voy a permitirlo. No lo consentiré.
—Sólo por una noche, entonces. Mañana por la mañana la llevaré al hotel. Piensa en ella, sola, con ese niño… Imagínate que fuerais Bory y tu, y que a tu marido lo acusaran de un crimen que tú sabías que no había…
—No quiero pensar en ella. Me gustaría no haber oído hablar nunca de ese asunto. Pensar que mi hermano… ¿No ves que siempre tienes que estar limpiando por donde pasas? No es que quede basura; es que tú… Pero ¡meter a una mujer de la calle, a una asesina, en la casa donde nací!
—Tonterías —dijo Miss Jenny—. Pero, Horace, ¿no es eso lo que los abogados llaman colusión? ¿Connivencia? —Horace la miró—. Me parece que ya has tenido más relación con esa gente de la que debiera tener el abogado del caso. Estuviste en el sitio donde ha pasado todo no hace mucho tiempo. La gente puede empezar a pensar que sabes más de lo que has dicho.
—Tiene usted razón, Mrs. Blackstone —dijo Horace—. Y a veces me he preguntado por qué no me hacía rico con la abogacía. Quizá lo consiga cuando tenga edad suficiente para ir a la facultad de derecho donde estudió usted.
—Si estuviera en tu caso —dijo Miss Jenny—, volvería ahora a la ciudad, la llevaría al hotel y la dejaría instalada. Todavía no es tarde.
—Y regresaría a Kinston hasta que terminara todo —dijo Narcissa—. Esa gente no tiene nada que ver contigo. ¿Por qué tienes que hacer cosas así?
—No puedo quedarme impasible ante la injusticia…
—Nunca lograrás poner coto a la injusticia, Horace —dijo Miss Jenny. —Bien; pues ante esa ironía que acecha en los acontecimientos.
—Humm —dijo Miss Jenny—. Quizá lo hagas porque esa mujer no sabe nada de las gambas.
—De todas formas he hablado demasiado, como de costumbre —dijo Horace—. Y tendré que confiar en que ustedes…
—Tonterías —dijo Miss Jenny—. ¿Crees que Narcissa quiere que la gente sepa que alguien de su familia podría estar relacionado con personas que se dedican a cosas tan naturales como hacer el amor o estafar o robar?

Era cierto que su hermana tenía aquel rasgo destacado. Durante los cuatro días entre Kinston y Jefferson, Horace había contado con su insensibilidad. No esperaba de ella —ni de ninguna mujer— que se interesara mucho por un hombre con el que no se había casado ni había dado a luz cuando tenía otro del que preocuparse y al que mimar que había llevado en el vientre. Pero sí había contado con aquella insensibilidad suya que duraba ya treinta y seis años.

Cuando llegó a la casa de la ciudad vio una luz encendida. Entró, atravesando suelos que había fregado él mismo, sin manifestar con la bayeta más habilidad de la que creía tener, ni más de la que manifestara diez años atrás con el martillo —ya desaparecido— que utilizó para clavar las ventanas y las contraventanas, él, que tampoco había logrado aprender a conducir un automóvil. Pero ya habían pasado diez años desde aquello, y había utilizado un martillo nuevo para arrancar los clavos torcidos y abrir las ventanas sobre trozos de suelo recién fregados, tan inmóviles como aguas estancadas, rodeados por el abrazo fantasmal de los muebles envueltos en sus fundas.

La mujer seguía levantada y sólo se había quitado el sombrero, abandonado sobre la cama donde dormía el niño. Los dos juntos le daban a la habitación un aspecto de transitoriedad más inconfundible del que creaban la luz improvisada y la paradoja de ver la cama hecha en un cuarto que olía a largas ausencias. Era como si la feminidad fuera una corriente que atravesara un cable del que colgaba cierto número de bombillas iguales.

—Tengo algunas cosas en la cocina —dijo ella—. Será cosa de un minuto.

El niño estaba sobre la cama, bajo la luz sin pantalla; Horace se preguntó por qué las mujeres, al irse de una casa, quitaban todas las pantallas de las lámparas aunque no tocaran ninguna otra cosa, y se puso a mirar al niño, sus párpados azulados, entreabiertos, que dejaban ver un fragmento de córnea también azulada sobre las plomizas mejillas, la húmeda sombra de los cabellos coronando el cráneo, las manos levantadas, con las palmas ahuecadas, igualmente cubiertas de gotas de sudor, pensando Cielo Santo. Cielo Santo.

Se acordó de la primera vez que lo había visto, en el cajón de madera detrás del fogón en aquella casa en ruinas a veinte millas de la ciudad; de la negra presencia de Popeye cerniéndose sobre la casa como una sombra no más grande que una cerilla, pero que caía, monstruosa y siniestra, sobre algo completamente familiar y cotidiano y veinte veces más grande; se acordó de ellos dos —Horace mismo y la mujer— en la cocina iluminada por una lámpara ennegrecida y rajada, que pendía sobre una mesa con platos limpios, espartanos; y de Goodwin y Popeye en algún lugar de la oscuridad exterior, llena del tranquilo ruido de grillos y ranas, pero colmada también por la presencia de Popeye, como una negra amenaza sin nombre. La mujer sacó la caja de detrás del fogón y se quedó inmóvil junto a ella, con las manos todavía escondidas en aquel vestido que apenas tenía ya forma.

—En el cajón está más protegido de las ratas —dijo ella.
—Ah —exclamó Horace—. Tiene usted un hijo.

Luego ella le mostró las manos, las extendió en un gesto espontáneo y desconfiado al mismo tiempo, tímido y lleno de orgullo, y le dijo que podía traerle una varilla de naranjo.

La mujer regresó con algo discretamente envuelto en un papel de periódico. Horace supo que era un pañal recién lavado antes incluso de que ella dijera:

—He encendido el fogón. Supongo que no debiera haberlo hecho.
—Claro que sí —dijo él—. Se trata tan sólo de una precaución legal, ¿comprende? Más vale que todo el mundo esté un poco incómodo durante unos días que poner en peligro nuestro caso.

La mujer no pareció escucharle. Extendió la manta sobre la cama y puso al niño encima.

—Se da usted cuenta —dijo Horace—, de que si el juez sospechara que sé más sobre el asunto de lo que justifican los hechos… Quiero decir que hemos de hacer ver a todo el mundo que encarcelar a Lee por ese crimen es simplemente…
—¿Vive usted en Jefferson? —dijo ella, envolviendo al niño con la manta.
—No. Vivo en Kinston. Pero en otro tiempo ejercía aquí.
—Quiere decirse que tiene familiares en Jefferson.. Mujeres que vivían en esta casa —alzó al niño, ajustando la manta. Luego le miró—. No se preocupe. Comprendo lo que sucede. Ha sido usted muy amable conmigo.
—No se trata de eso —dijo él—, ¿cree usted…? Ande. Vayamos al hotel. Lo que tiene que hacer es descansar bien esta noche. Mañana por la mañana estaré allí muy temprano. Déme al niño.
—Ya lo llevo yo —replicó ella.

Empezó a decir algo más, mirándolo calmosamente unos instantes, pero luego cambió de idea y siguió adelante. Horace apagó la luz y cerró la puerta con llave. La mujer estaba ya en el coche. El se subió también.

—Al hotel, Isom —dijo—. No he aprendido nunca a conducir un coche —añadió—. A veces, cuando pienso en el tiempo que he gastado en no aprender a hacer cosas…

La calle era estrecha, tranquila. Ahora estaba asfaltada, aunque Horace recordaba cuando, después de un chaparrón, se convertía en un canal de sustancias negruzcas, mitad tierra, mitad agua, con sonoros arroyos laterales donde Narcissa y él chapoteaban y se salpicaban con la ropa remangada y el trasero manchado de barro, siguiendo la trayectoria de toscas embarcaciones talladas en madera, o amasaban el fango, pisando una y otra vez en el mismo sitio, tan absortos en la tarea como si fueran alquimistas. Recordaba cuando, virgen de cemento, la calle estaba bordeada a ambos lados por senderos de ladrillos rojos meticulosa y desigualmente colocados, que con el desgaste se habían convertido en un cálido e imprevisible mosaico rojo oscuro sobre la tierra negra, donde el sol del mediodía no llegaba nunca; en aquel momento, impresas en el cemento cerca de la entrada de la avenida que llevaba hasta la casa, podían verse las huellas de los pies descalzos de él y de su hermana.

Los faroles, escasos al principio, se hicieron más frecuentes hasta concentrarse bajo los arcos de la gasolinera situada en la esquina. La mujer se inclinó bruscamente hacia adelante.

—Haga el favor de parar —le dijo al chófer. Isom frenó—. Me apearé aquí e iré andando.
—No hará usted nada de eso —dijo Horace—. Sigue, Isom.
—No; espere —dijo la mujer—. Nos cruzaremos con personas que le conocen. Y luego está la plaza.
—Bobadas —dijo Horace—. Sigue, Isom.
—Entonces bájese usted y espere —dijo ella—. El coche volverá en seguida a buscarle.
—No vamos a hacer nada de eso —dijo Horace—. ¡Cielo santo! No sé.., ¡Sigue, Isom!
—Sería mejor para usted —dijo la mujer. Se recostó en el asiento, pero acto seguido volvió a inclinarse hacia adelante—. Escúcheme. Ha sido usted muy amable. Su intención es buena, pero…
—No cree que dé la talla como abogado, ¿es eso lo que quiere decir?
—Creo que me está pasando lo que me tenía que pasar. No sirve de nada luchar contra ello.
—Claro que no, si de verdad lo siente así. Pero no es cierto. De lo contrario le hubiera dicho usted a Isom que la llevara a la estación. ¿No es verdad? —ella estaba mirando al niño y arreglándole la manta alrededor de la cara—. Duerma bien esta noche y mañana me tendrá en el hotel a primera hora.

Pasaron junto a la cárcel, un edificio rectangular, brutalmente acuchillado por pálidas rendijas de luz. Sólo la ventana central era lo suficientemente amplia como para darle ese nombre y estaba protegida por una reja de barras delgadas. El homicida negro se apoyaba en ella; abajo, a lo largo de la valla, una fila de cabezas—con sombrero algunas y otras destocadas— sostenidas por hombros ensanchados en el trabajo, y las voces conjuntadas, sonoras y tristes, que se alzaban en la noche tibia e insondable, hablando del cielo y del cansancio.

—No tiene que preocuparse en absoluto. Todo el mundo sabe que no lo hizo Lee.

Se detuvieron frente al hotel. Los viajantes de comercio estaban sentados en sillas a lo largo de la acera, escuchando a los que cantaban.

—Tengo que… —dijo la mujer.

Horace se apeó y aguardó con la portezuela abierta. Ella no se movió.

—Escuche. Tengo que decirle…
—Sí —dijo Horace, extendiendo la mano—. Lo sé. Estaré aquí a primera hora.

La ayudó a apearse. Mientras entraban en el hotel los viajantes se volvieron para mirarle las piernas a la mujer. Luego, camino del mostrador de la recepción, la música les fue siguiendo, apagada por las paredes y por las luces.

La mujer se quedó tranquilamente a un lado, sosteniendo al niño, hasta que Horace terminó.

—Escuche —dijo ella. El botones siguió adelante con la llave, camino de las escaleras. Horace la tocó en el brazo, haciéndola girar en aquella dirección—. Tengo que decírselo—añadió.
—Por la mañana —dijo él—. Estaré aquí a primera hora —continuó guiándola hacia las escaleras. Pero ella seguía resistiéndose, mirándolo; finalmente liberó el brazo dándose la vuelta para ponerse del todo frente a él.
—De acuerdo, entonces —dijo ella. Y añadió en voz baja, con entonación serena, la cara un poco inclinada hacia el niño—: No tenemos ningún dinero. Se lo digo ahora. La última partida, Popeye no nos…
—Sí, sí —dijo Horace—; será de lo primero que nos ocupemos por la mañana. Estaré aquí para cuando termine usted de desayunar. Buenas noches.

Volvió al coche y a la música de los espirituales.

—A casa, Isom —dijo.

Dieron la vuelta y pasaron de nuevo junto a la cárcel, junto a la silueta al otro lado de los barrotes y las cabezas a lo largo de la valla. Sobre la pared enrejada y hendida, la sombra moteada del árbol del paraíso se estremecía y dilataba monstruosamente, aunque apenas corría la menor brisa; lleno de sonoridad y de tristeza el canto fue quedando atrás. El coche siguió adelante, rápido y silencioso, pasando de largo junto a la calle estrecha.

—¡Eh! —dijo Horace—, ¿adonde vas?

Isom pisó el freno bruscamente.

—Miss Narcissa dijo que lo llevara a casa —explicó.
—¿Dijo eso? Muy amable por su parte. Puedes decirle que hemos cambiado de idea.

Isom dio la vuelta para subir por la calle estrecha y entrar luego en la avenida bordeada de cedros, horadando con el resplandor de los faros el túnel de árboles sin podar como si se tratara de la más profunda oscuridad del mar, como si avanzaran entre rígidas formas abandonadas a las que ni siquiera la luz pudiera dar color. El coche se detuvo ante la puerta y Horace se apeó.

—Puedes decirle que no me escapé para estar con ella —dijo—. ¿Serás capaz de recordarlo?


XVII

Del árbol del paraíso en la esquina del patio de la cárcel se había desprendido ya la última flor en forma de trompeta. El suelo estaba alfombrado con ellas, viscosas cuando se las pisaba y con un olor dulzón más que dulce, con una dulzura empalagosa y decadente; y por la noche la sombra irregular de las hojas maduras se dilataba y contraía rítmicamente sobre la ventana enrejada. Detrás de los barrotes estaba la celda común, cuyas paredes encaladas se hallaban cubiertas de huellas de manos sucias, y de nombres, fechas y coplillas blasfemas y obscenas, garrapateadas o grabadas con un lápiz o un clavo o a punta de cuchillo. Todas las noches el homicida negro se asomaba a la ventana, el rostro cuadriculado por la sombra del enrejado entre el continuo vaivén de las hojas, cantando a coro con los que se colocaban debajo, a lo largo de la valla.

A veces cantaba también durante el día, aunque en esos casos lo hiciera solo, con la excepción de algún transeúnte que aminoraba el paso, de los muchachos zarrapastrosos y de los hombres sentados delante del garaje en la acera de enfrente. «¡Un día más! ¡No hay sitio para ti en el cielo! ¡No hay sitio para ti en el infierno! ¡No hay sitio para ti en la cárcel de los blancos! Negro, ¿qué vas a hacer? ¿Qué vas a hacer, negro?»

Todas las mañanas Isom traía una botella de leche para el niño, y Horace se la entregaba a la madre en el hotel. El domingo por la tarde fue a casa de su hermana. Dejó a la mujer sentada en el catre de la celda de Goodwin. El niño, que hasta entonces había continuado sumido en la misma densa apatía, con los párpados entreabiertos dejando ver un fragmento de córnea, empezaba a moverse de cuando en cuando y lloriqueaba entre débiles sacudidas espasmódicas.

Horace subió a la habitación de Miss Jenny. Su hermana no había hecho acto de presencia.

—No quiere hablar —explicó Horace—. Se limita a decir que tienen que probar que lo hizo. Que tienen contra él las mismas pruebas que tienen contra el niño. No estaría dispuesto a salir bajo fianza aunque le dieran la oportunidad. Dice que está mejor en la cárcel. Es posible que no le falte razón. Su negocio en la casa del Viejo Francés es cosa terminada y estaría acabado aunque el sheriff no hubiera encontrado sus marmitas y destruido…
—¿Marmitas?
—La destilería. Una vez que se entregó empezaron a buscar por los alrededores hasta que encontraron la destilería. Sabían a qué se dedicaba, pero esperaron a verlo caído. Entonces se echaron todos encima. Los buenos clientes, los que le compraban el whiskey, los que se bebían todo el que les daba gratis y quizá trataban de hacerle el amor a su mujer en cuanto se daba media vuelta. Tendría usted que oír las cosas que dicen en Jefferson. Esta mañana el ministro baptista utilizó a Goodwin como tema para su sermón. No sólo en cuanto asesino: también en su calidad de adúltero, contaminador del ambiente de libertad democrático-protestante del condado de Yoknapa-tawpha. He deducido que su idea era quemar a Goodwin y a la mujer sin otro objeto que servir de ejemplo al niño, a quien habría después que criar y enseñar el idioma inglés con el único fin de que se enterara de que había sido concebido en pecado por dos personas que fueron condenadas al fuego por haberlo engendrado. Cielo santo, cómo puede un hombre, un hombre civilizado, decir seriamente…
—No son más que baptistas —dijo Miss Jenny—. ¿Qué hay del dinero?
—Tenía un poco, casi ciento sesenta dólares. Lo había enterrado en el granero, dentro de una lata. Le dejaron que lo sacara. Goodwin dice que ella «saldrá adelante con eso hasta que haya pasado todo. Luego desapareceremos. Hace tiempo que pensábamos hacerlo. Si la hubiese escuchado, no estaríamos aquí ahora. Has sido una buena chica», le dijo a la mujer, que estaba sentada en el catre a su lado, con el niño en brazos. Luego la cogió por la barbilla, moviéndole un poco la cabeza.
—Es una suerte que Narcissa no vaya a formar parte del jurado —dijo Miss Jenny.
—Sí. Pero el muy necio no me deja que mencione siquiera la presencia del tal Popeye. Me ha dicho «No pueden probar nada contra mí. Ya me metí antes en otro lío. Todos los que me conocen saben que nunca haría daño a un deficiente mental». Pero no es ésa la razón de que no quiera que se hable de ese gángster. Y él sabía que yo sabía que no lo era, porque siguió hablando, liándose los cigarrillos con la bolsa de tabaco colgándole de los dientes. «Me quedaré aquí hasta que pase todo. Estaré mejor aquí; fuera no puedo hacer nada, de todas formas. Y ella saldrá adelante con el dinero, y hasta es posible que quede algo para usted hasta que pueda pagarle mejor». Pero yo sabía en qué estaba pensando.
«—Ignoraba que fuera usted un cobarde—le dije.
«—Usted haga lo que le he dicho —replicó—. Aquí estaré perfectamente». Pero no es cierto… —Horace se inclinó hacia adelante, frotándose las manos lentamente—. No se da cuenta.,. Maldita sea, se puede decir lo que se quiera, pero el simple hecho de reflexionar sobre el mal, aunque sea por accidente, corrompe; no se puede traficar ni regatear con la corrupción… Ya ha visto usted que a Narcissa le ha bastado oír hablar de ello para inquietarse y hacerse suspicaz. Yo creía haber vuelto aquí por decisión propia, pero ahora veo que… ¿Supone usted que Narcissa se imaginó que llevaba a esa mujer a casa por la noche, o algo parecido?
—Al principio lo pensé yo también —dijo Miss Jenny—. Pero Mrs. Goodwin debe de haber comprendido que trabajarás con más ahínco por cualquier razón que consideres justa que por todo lo que se te pueda dar u ofrecer.
—¿Quiere usted decir que me dejará creer que nunca han tenido dinero… cuando…?
—¿Por qué no? ¿No lo estás haciendo lo mejor que sabes sin que te paguen?

Entró Narcissa.

—Estábamos hablando ahora mismo de delitos y asesinatos —dijo Miss Jenny; —Confío entonces en que hayan terminado —respondió sin sentarse. —También Narcissa sufre —dijo Miss Jenny—. ¿No es cierto, Narcissa?
—¿Qué ha pasado esta vez? —preguntó Horace—. ¿No habrá pillado a Bory oliendo a whiskey?
—Le han dado calabazas. Su pretendiente la ha abandonado.
—¡Qué tonterías dice usted! —replicó Narcissa.
—Sí, señor —dijo Miss Jenny—, Gowan Stevens se ha despedido a la francesa. Ni siquiera volvió de aquel baile en Oxford para decir adiós. Se ha limitado a escribirle una carta
—Miss Jenny se puso a buscar por la silla de ruedas—. Y ahora me echo a temblar cada vez que llaman a la puerta, pensando que su madre…
—Miss Jenny —dijo Narcissa—, haga el favor de devolverme mi carta.
—Espera un momento —dijo Miss Jenny—, aquí está. Y ahora dime, ¿qué te parece esto como ejemplo de una delicada operación sobre el corazón humano sin usar anestesia? Estoy empezando a creer todo lo que oigo sobre cómo los jóvenes, para casarse, aprenden las cosas que nosotros sólo aprendíamos después de casarnos.
Horace cogió la carta. No era más que una hoja.


Narcissa querida
:

Esta carta no lleva encabezamiento. Me gustaría que tampoco tuviera fecha. Pero eso no sería en absoluto necesario si mi corazón estuviera tan limpio como esta página. No volveré a verte No sé cómo explicarlo, pero be pasado por una experiencia que no soy capaz de asimilar. Sólo hay un rayo de luz en esta oscuridad y es que con mis actos me he perjudicado únicamente a mí mismo y que nunca llegarás a enterarte de lo neciamente que me he portado. No necesito decirte que la esperanza de que nunca llegues a saberlo es la sola razón de que nunca vuelva a verte. No me juzgues demasiado duramente. Ojalá tuviera derecho a pedirte que me siguieses apreciando aunque llegaras a saber toda la verdad.

G.


Horace leyó la nota, escrita en una sola hoja, y se quedó con ella entre las manos. Durante un rato no dijo nada. Luego exclamó:

—Dios bendito. Alguien le confundió con un nativo de Mississippi mientras bailaba.
—Si yo fuera tú… —dijo Narcissa. Y añadió al cabo de un momento—: ¿Cuánto tiempo va a durar esto todavía, Horace?
—Ni un día más de lo necesario. Si sabes de algún método para que lo saque mañana de la cárcel…
—Sólo hay una forma —dijo ella. Se lo quedó mirando unos momentos. Después se volvió hacia la puerta—. ¿Hacia dónde fue Bory? La cena estará lista dentro de un momento.
—Y ya sabes qué forma es ésa —dijo Miss Jenny cuando salió Narcissa—. Si es que no tienes ni pizca de coraje.
—Sabré si lo tengo o no cuando me diga de qué están hablando.
—De volver con Belle —dijo Miss Jenny—. De volver a casa.

Al homicida negro iban a ahorcarlo un sábado sin pompa y a enterrarlo sin ceremonia: un día estaría cantando en la ventana enrejada y llenando con sus gritos la tibia inmensidad de una noche de mayo, y veinticuatro horas más tarde habría desaparecido, dejándole la ventana a Goodwin, que tenía que ser juzgado en junio y a quien habían negado la libertad bajo fianza. Pero Goodwin seguía oponiéndose a que Horace divulgara la presencia de Popeye en el lugar del crimen.

—Se lo digo yo: no tienen nada contra mí.
—¿Cómo sabe que no lo tienen? —preguntó Horace.
—Bueno; no me importa lo que crean tener contra mí. Sólo sé que si me juzgan no está todo perdido. Pero como se sepa en Memphis que yo he dicho que Popeye andaba por allí, ¿qué posibilidades cree que tengo de volver a esta celda después de declarar?
—Tiene usted que contar con la ley, con la justicia, con la civilización.
—Sólo si me paso el resto de la vida acuclillado en aquel rincón. Venga aquí—llevó a Horace hasta la ventana—. Cinco ventanas del hotel dan a esta fachada. Y le he visto encender cerillas con una pistola a veinte pasos. Dése cuenta, maldita sea, de que nunca volvería vivo aquí el día que declarara.
—Pero existe una cosa que se llama poner obstáculos a la…
—Al cuerno con los obstáculos. Tendrán que probar que lo hice yo. Encontraron a Tommy en el granero con un tiro por la espalda. Que encuentren la pistola. Yo estaba allí, esperando. No traté de huir. Podría haberlo hecho, pero no lo hice. Fui yo el que avisó al sheriff. Es cierto que estar allí solo con Ruby y Pap no me favorece mucho. Pero si fuera una estratagema, ¿no le dice el sentido común que hubiera inventado otra mejor?
—No va a ser el sentido común quien le juzgue —dijo Horace—, sino un jurado.
—Pues que saquen todo el partido que puedan. No llegarán muy lejos. El muerto está en el granero; nadie lo ha tocado; yo, mi mujer, el niño y Pap en la casa; tampoco se ha tocado nada de la casa; soy yo el que avisa al sheriff. No, no; sé que de esta forma tengo una posibilidad; en cambio, si hablo de ese tipo está todo perdido. Sé lo que me pasaría.
—Pero usted oyó el disparo —dijo Horace—. Eso ya lo ha dicho.
—No —dijo Goodwin—, no es cierto. No oí nada. No sé nada de ello… ¿Le importa esperar un minuto fuera mientras hablo con Ruby?

La mujer tardó cinco minutos en reunirse con él.

—Hay algo que todavía no sé —dijo Horace—; algo que usted y Lee no me han dicho aún. Y él acaba de advertirla para que no me lo cuente. ¿No es cierto?

Ella siguió andando a su lado, llevando al niño, que aún gemía de cuando en cuando, entre sacudidas espasmódicas. La mujer trataba de calmarlo cantándole en voz baja y acunándolo.

—Quizá lo lleva usted demasiado tiempo en brazos —dijo Horace—; quizá si lo dejara en el hotel…
—Imagino que Lee sabe qué es lo más conveniente —dijo ella.
—Pero el abogado tendría que conocer todos los hechos, saberlo todo. Es él quien tiene que decidir qué debe decirse y qué debe callarse. Si no, ¿para qué tener un abogado? Es como pagarle a un dentista para que le arregle a uno los dientes y luego no dejarle que mire dentro de la boca, ¿no se da usted cuenta? No le haría eso a un dentista o a un médico.

Ella no dijo nada, la cabeza inclinada sobre el niño, que gemía de nuevo.

—Calla —le dijo—; calla, chiquitín.
—Y lo que todavía es peor, existe una cosa llamada poner obstáculos a la justicia. Supongamos que Lee dice bajo juramento que no había nadie más allí; supongamos que están a punto de declararlo inocente, cosa muy poco probable, y aparece alguien que vio a Popeye por los alrededores o le vio irse con el coche. Entonces dirán: si Lee no dijo la verdad en una cosa de poca importancia, ¿cómo vamos a creerle cuando está en juego su cabeza?

Llegaron al hotel. Horace abrió la puerta para que pasara la mujer. Ella no le miró.

—Imagino que Lee sabe lo que es mejor —dijo al entrar.

El niño gimió con voz apenas audible pero llena de congoja.

—Calla —dijo la mujer—. No llores.

Isom había ido a buscar a Narcissa, que tenía una reunión de amigas; era ya tarde cuando el coche se detuvo en la esquina para recoger a Horace. Empezaban a encenderse algunas luces, y los hombres volvían lentamente hacia la plaza después de la cena, pero era todavía demasiado pronto para que cantara el homicida negro.

—Ya puede darse prisa —dijo Horace—. No le quedan más que dos días.

Pero no había ocupado aún su sitio. La cárcel estaba orientada hacia poniente; un último reflejo cobrizo se apagaba ya sobre los deslustrados barrotes y sobre la mancha más clara de una mano; y en el aire casi inmóvil un azulado jirón de humo se deshacía lentamente,

—Como si no fuera bastante tener allí a su marido, sin necesidad de que ese pobre negro se dedique a contar a voz en grito las horas que le quedan…
—Quizá esperen y los ahorquen juntos a los dos —dijo Narcissa—. A veces lo hacen, ¿no es cierto?

Aquella noche Horace encendió un pequeño fuego en la chimenea. No es que hiciera frío. Ahora usaba sólo una habitación e iba a comer al hotel; había vuelto a cerrar el resto de la casa. Trató de leer, terminó por dejarlo, se desnudó y contempló ya desde la cama cómo se extinguía el fuego en la chimenea. Oyó dar las doce en el reloj del ayuntamiento.

—Creo que cuando esto acabe me iré a Europa —dijo—. Necesito un cambio. O yo, o el estado de Mississippi, uno de los dos.

Quizá unas cuantas personas siguieran aún reunidas junto a la valla: era la última noche del homicida negro; corpulento y de cabeza pequeña, estaría agarrado a las barras como un gorila, cantando, mientras sobre su sombra, sobre el orificio ajedrezado de la ventana, la silueta atormentada del árbol del paraíso seguiría dilatándose y contrayéndose, y sobre la acera la última flor caída no sería ya más que una mancha viscosa. Horace se dio otra vuelta en la cama.

—Tendrían que quitar esa porquería de la acera —dijo—. Maldita sea.

A la mañana siguiente no se levantó a la hora de costumbre; había visto la luz del amanecer antes de conciliar el sueño. Se despertó cuando alguien llamó a la puerta. Eran las seis y media. Fue a abrir. Se encontró con el botones negro del hotel.

—¿Qué pasa? —dijo Horace—. ¿Se trata de Mrs. Goodwin? —Dice que vaya en cuanto se levante —respondió el negro. —Dile que estaré allí dentro de diez minutos.

Al entrar en el hotel se cruzó con un hombre joven que llevaba una pequeña cartera negra como las que usan los médicos. Horace subió. La mujer estaba de pie, junto a la puerta entreabierta de la habitación, mirando hacia el pasillo.

—Por fin hice venir al médico —dijo—. Pero quería de todas formas…

Tendido sobre la cama, con los ojos cerrados, el niño estaba congestionado y sudoroso, con las manos ahuecadas por encima de la cabeza, en la actitud de un crucificado, y respiraba con dificultad y entre jadeos.

—Ha estado enfermo toda la noche. Salí a comprar unas medicinas y traté de lograr que se tranquilizara hasta que amaneciera. Al final tuve que llamar al médico —estaba en pie junto a la cama, mirando al niño—. Había una mujer en la casa —añadió—. Una chica muy joven.
—Una… —dijo Horace—. Ah. Sí, claro. Será mejor que me lo cuente.

(Continuará…)

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