Jean Meckert

XI
El domingo fuimos a un mitin comunista en Vincennes. Quedé con Gilbert en la Porte Dorée, pero no lo encontramos. Allí, Paulette y yo nos hartaríamos de falsas promesas.
—¡Camaradas! —nos llamaban los compañeros.
Y nos rodeaban encasquetándonos insignias rojas en los ojales. Acababas lanzándoles veinte francos para que te dejaran en paz.
Hacía mucho calor, era pleno julio, la hierba ardía. Paulette llevaba un vestido ligero sin mangas, y yo me quité rápidamente la chaqueta y me desabroché el cuello de la camisa.
No dabas veinte pasos sin toparte con algún vendedor. Y colectas por todas partes, cascabeles de caridad. Y el famoso programa oficial con la foto de los artistas, un Thorez o un Clamamusgrandes como divinidades. Tenías que hacerte muy pequeño para no comprar nada, lo que te daba derecho al ceño fruncido de los que llevaban brazaletes.
Un vendedor ambulante ofrecía caramelos de menta luciendo la hoz y el martillo en el pecho.
Las familias se sentaban por el suelo, poniendo el culo en lo que quedaba de hierba, con papá sudando los tirantes azules y mamá mostrando sus medias usadas, mientras su hijito levantaba el puño siguiendo el ritmo.
Íbamos buscando la sombra. Se asaltaban los pocos árboles que había. Nos abrimos paso hacia tres desgraciados arbustos tan lamentables como envidiados.
—¡Disciplina, camaradas! —gritaron los que ya estaban sentados debajo.
Los muy afortunados querían avergonzarnos. Nos trataban de salvajes. Apelaban a nuestro sentido de la disciplina, a nuestro honor de ser hombres conscientes y organizados.
—¡Disciplina, camaradas!
Tuvimos que quedarnos al sol. Paulette se había hecho un sombrero de gendarme con L’Huma. La gente se reía sin malicia a nuestro alrededor, la idea no era tan mala; detrás de nosotros había un reguero de sombreros de gendarme entre las familias repantingadas sobre la hierba.
Los más precavidos iban a aprovisionarse de cervezas y limonada en una esquina, donde había un tenderete con un vendedor chillón.
Volvían con litronas colgadas del hombro a modo de bandolera, así como con trozos de bizcocho para los amigos.
Esperamos. Alguien farfullaba por los altavoces. Lo veíamos a lo lejos gesticulando encima de la tribuna. Se le oía mal.
Unos chiquillos jugaban a la pelota. Dos jóvenes muy serios tallaban un palo, dando cortes con un cuchillo afilado.
Hasta donde alcanzaba la vista no había más que gente, no se veía nada verde sino los árboles que sobresalían. Parejas abrazadas, con manos sobre nalgas de telas estampadas, se echaban una buena y generosa siesta.
—¡La Rocque al paredón! —coreaban los entusiastas.
Se hacían promesas. Todo el mundo estaba la mar de contento.
—¡Abajo el fascismo asesino!
—… Y si lo prefieren… les partiremos la cara…
Todo el mundo gritaba, desgañitándose de la risa.
Era la primera vez que Paulette asistía a una manifestación. Se quedó fascinada. No había risas sardónicas, ni mandíbulas crispadas ni ojos de rabia, esos fantasmas que imaginan los burgueses. ¡Era un encuentro distendido, anda que no! Una kermés al aire libre, para pasar el domingo.
Uno iba a escuchar un discurso como quien va a ver cómo se hincha un globo o el descenso de los paracaidistas. Un poco como si fuera una excursión al campo. Un poco para poder decir al día siguiente: «¡Yo estaba allí!». Las futilidades de los jodidos.
Encontramos un lugar para estirarnos al lado de un joven solitario y con acné, que memorizó con miradas turbias las buenas nalgas que paseaba generosamente mi parienta, pero luego se sintió incómodo y se marchó.
Hablábamos con Paulette del mitin. Mirábamos por todas partes, haciendo un estudio de costumbres, como decía ella pomposamente y que consistía simplemente en mirar a los que nos miraban.
Nos sentíamos los dos en el interior del movimiento, chillones e idiotas, pero no ingenuos. Era la mar de complejo.
Dispuestos a ser los primeros en entonar La Carmañola, a descoyuntarnos las manos por un perdigón de saliva bien expulsado. Éramos unos redomados cretinos intentando acompasar nuestros armónicos, encontrar un momento de comunión en consignas, en tonterías virulentas. Cien mil de golpe, vibrando gravemente, con un profundo deseo de solidaridad.
Estimular el entusiasmo, excitarse, en eso consistían los mítines, aquellas ferias de la política. Te dejabas la garganta y los pulmones, y te levantaba un poco el ánimo. Era un intermedio, el debido reposo. Era incluso, puestos a decir, una válvula de escape. Evacuabas el vapor, eso era todo.
Justo a nuestro lado había un tipo sanguíneo que parecía histérico. Lo observábamos. Congestionado a muerte, echaba fuego, escupía consignas, se desgarraba la garganta entonando La Inter, gritando, irresistible, retomada a continuación por diez; luego, por mil, y, finalmente, por cien mil de golpe, extendiéndose en ondas concéntricas.
Volviendo a casa, nos lo encontramos por casualidad en el metro. Estaba molido, apático, soñoliento en su banqueta con una cara de victoria cansada.
A otros, al contrario, el mitin los había vigorizado con retraso. Se embriagaban a toda marcha, hinchando el pecho, levantando el puño, amenazando al maldito enemigo invisible: «¡Id con cuidado!… ¡Id con cuidado!…».
Incluso Paulette iba tarareando una Internacional confusa con voz de falsete. Diversión, contentos de vivir, no había más. Y cada uno con sus oscuras y personales opiniones, completamente intraducibles.
A menudo hacíamos verdadera política: solíamos discutir sobre conjeturas imposibles, nos indignábamos por las grandes desigualdades, nunca satisfechos, confundidos, deseosos, ignorantes. Demasiado verdaderos para ser firmes en nuestras opiniones. Un sofisma en plena cara, y nos dejaban K.O.
No es que pensemos mediante consignas. Es mucho más sutil. Lo que pasa es que estamos obligados a tener nuestros propios escudos. Estamos obligados a plantarnos detrás de las piedras y las inmundicias, a buscar la placa blindada, sólida y resonante, que vibra cuando recibe la metralla. Y nosotros estamos detrás, débiles y humanos, detrás de nuestra actitud crispada.
—¡Pan! ¡Paz! ¡Libertad!
Vamos gritando palabras como dardos que atraviesan el caos.
Jugamos a ser una avanzadilla, la fuerza de choque, para tener un apoyo, un bastón en la vejez.
Y luego, de hecho, no sabemos siquiera adónde vamos, nos fijamos objetivos a dos metros, dudamos, nos disolvemos, declaramos la guerra al otro equipo. ¡Abajo esto y aquello! ¡Viva Fulanito! ¿Acaso es culpa nuestra si nos convertimos en el pedestal pasivo sobre el que se asienta la gran civilización, creyendo que nos fecunda con su pipí?
Pensamos en nuestro Pan, no tanto en la igualdad. Pan para todos, lo mínimo, el trabajo garantizado, las ganas de vivir. ¡No está mal!
Pensamos también en la Paz, no tanto en el antimilitarismo y la objeción de conciencia. Una paz firme y duradera. Queremos crear una potencia que se llamaría así: ¡la Paz! No hay que engañarse.
Pensamos en la Libertad, más allá de un período de combate. Pensamos que los hombres no necesitan tantos honores colectivos, sino dignidad individual. Pensamos que la mala fe tiene su origen en actitudes orgullosas. Creemos en la disciplina y en la laxitud. Sabemos que un muelle necesita destensarse, estamos demasiado cerca de la vida como para asumir hipocresías. ¿Son sandeces todo esto?
Sí, ¡la política! ¡Hermosa ciencia! ¡Pero no es para nosotros! Hay profesionales que se dedican a ella y que siempre logran disgustarnos.
Acaparadores, hombres con gafas o bellas tragaderas, pretenciosos que quieren ensalivar todo lo que tocan. Pero hay que seguir a alguien. Escoges al menos lerdo en la gran juerga de Nini-pattes-en-l’airy te cargas a los otros. Así lo quiere la vida.
Con los comunistas, esa historia de la lucha de clases se quedaba en agua de borrajas. Todo se enrojecía, quedaba la mar de bonito, tricolor y Santa María Madre de Dios.
Todos sentíamos vagamente que nos cogían bien cogidos y, cuando queríamos explicarnos, no había manera, era difuso, confuso, nosotros no sabíamos. Hacer política no era nuestro oficio.
Nos deshinchaban nuestra bella Revolución. Ahora les pedíamos a las «clases medias» que nos dieran permiso, derecho a existir, nos volvíamos pequeñitos y amables. Reivindicábamos el patriotismo, queríamos reclutar todo el alfabeto: P.P.F., P.S.F., J.P., Rad. soc., S.F.I.O., U.R.D, ¡toda la panda y viva Francia!
—¡Bravo! —gritábamos muy orgullosos. Y no nos rechinaba La Marsellesa. Cantábamos bien alto, aprobándola.
¡Fue un buen mitin!
Paulette seguía emocionada cuando llegamos a casa.
—¡Menudo día! —exclamaba.
Intenté explicarle que un día así no era tan divertido como creía, pero no tenía las palabras adecuadas, desistí. Nos sumergimos de nuevo en el entusiasmo. Comimos por cuatro porque estábamos exhaustos.
Yo iba rumiando ideas que me removían por dentro, mis propias ideas, nada estúpidas, pero intraducibles e incomunicables. Ni siquiera a Paulette podía explicárselo. Lo intenté, pero siempre acababa farfullando, era vergonzoso.
Así que prefería, como todo el mundo, gritar a muerte a favor y en contra, sobre algo explicado en el periódico con todo lujo de detalles. Nada nuevo, pero consistente.
¡Yo no soy un héroe!
XII
Paulette y yo pasábamos las noches de la manera más agradable posible.
Aquella noche nos asomamos a la ventana, contentos los dos, mirando el cielo estrellado. Yo dejaba que mi mano se paseara por ella, de los senos a los muslos, iba y venía, la mantenía protegida bajo mi brazo cosquilleándole el vientre con la punta de los dedos. No pensábamos en nada.
Me preguntó si conocía el nombre de las estrellas. No, no los conocía, solo la Estrella Polar, pero ni siquiera podía decir dónde estaba colgada. Ella me la señaló con el dedo:
—Mira, ¡es aquella pequeña de allá!
—¡Oh, qué bonita es!
—Y ahí tienes la Osa Mayor, allá, esa cacerola.
Sí, yo ya conocía la Osa Mayor. Pero ella no me dejaba ni respirar: que si Casiopea y Artaban o no sé qué; que si Cástor y Pólux, que si Andrómeda. El cielo entero se lo conocía, estrella por estrella, como un viejo mago caldeo.
Me sentía un poco apabullado.
—Mira la Pléyade, allá al final, el pequeño montón, y también el Serpentario y el Can Menor en esa zona, y Vega, allá arriba, y Perseo que se planta detrás de aquella chimenea…
Era demasiado, tantos conocimientos me hacían sospechar.
—¿Quién te ha enseñado todo esto? —pregunté.
—¡Bah! —exclamó ella un poco triste.
Siempre tenía que aparecer ese buen dios llamado recuerdo a cada instante.
A veces creo que me ponía celoso de ese pasado.
Nos quedamos un momento en silencio. Estábamos a gusto, en perfecta intimidad, nada podía interponerse entre nosotros.
Había que aprovechar la ocasión para limpiar el pasado de golpe, hasta que quedara más descolorido y amarillento que el uniforme de un soldado a punto de licenciarse.
Por más que lo dijéramos, pocas veces hablábamos de ello. Era nuestro acuerdo tácito: guardar silencio sobre Bernard, así como sobre Marcelle.
Una especie de intercambio. Sin embargo, no estaba equilibrado y Paulette lo sabía tanto como yo. El peligro de discutir no eran mis semanas con una joven tonta, sino los dos años de Paulette, dos años e incluso más, con Bernard.
Esa relación había marcado su vida, ella todavía rezumaba Bernard. Me ponía celoso.
Durante la primera época ella se había mostrado feroz contra él: Bernard aparecía entonces como la personificación de la repugnancia cada vez que ella hablaba de él. Era maravilloso. Y fui yo precisamente quien le dijo que dejara de arremeter así, que dejara simplemente de pensar en él, que sería lo mejor.
Sin embargo, como si nunca tuviera suficiente, también era yo quien siempre volvía a poner el tema sobre la mesa, nunca suficientemente asqueado con el personaje.
Ella lo había querido, no cabía duda, por más que lo negara. Y por eso precisamente estaba yo celoso, de su amor muerto.
Empezaba a hacer frío bajo las estrellas. Cerré la ventana y luego nos sentamos en el sillón. Yo no decía nada.
Y, sin embargo, estábamos tan bien los dos…
—¿Qué te pasa, hombretón? —dijo ella dulcemente—. A ver esa sonrisa…
Pero yo no tenía ganas de sonreír.
—Estás triste, cariño. ¿Qué te preocupa? ¿No me lo quieres decir? —insistía ella amablemente.
¡Ah! Qué bien estábamos los dos, con nuestro amor. Lo podíamos decir todo. Nada podía derribarnos.
—¡Pienso en el tiempo perdido! —le dije.
Hacía rato que ella me había entendido.
—¡No pienses más en ello! ¡Estamos tan bien!
Sí, estábamos bien.
—Y, sin embargo, Paulette… ¡dos años! Dos años en los que podríamos habernos conocido y amado, dos años suplementarios… Y, además, no tendrías todos esos recuerdos…
—Pero ya no pienso en eso, cariño. Se acabó, se acabó del todo. Eres tú el que se tortura.
—¿Le querías mucho, eh?
—Que no, ¡no le quería!
—Pero, entonces, ¿por qué estuviste dos años con él?
Esta era siempre la pregunta clave, imposible eludirla.
—Estábamos casados.
—¿Y eso qué tiene que ver? Pues haberlo abandonado cuando viste el elemento que estaba hecho.
—¡Sí, tendría que haberlo hecho!…
Vino a darme un beso.
—¡Venga, tontorrón! ¡No hablemos más de eso!
Empezó entonces a desnudarse. Se fue a asear mientras yo me acababa el cigarrillo, sin decir nada, en el sillón.
Cuando se puso el camisón, vino junto a mí.
—¿No vienes a dormir?
La puse sobre mis rodillas, pero estaba serio.
—¿Fue él quien te enseñó el nombre de las estrellas?
—Sí.
—¿Y qué te hacía por la noche, te hacía esto, también te sentaba en sus rodillas?
—¡Te quiero!
—Sí, ya lo sé, Paulette, ¡pero respóndeme!
Ella puso su falsa cara de niña que va a llorar.
—¡Ay, cariño! ¡No hablemos más de eso!…
Pero yo insistía. Comprendió entonces que la cosa era grave.
La radio seguía encendida, taladrándonos con una ópera.
—¡Apaga la música! —le dije.
Ella se levantó, yo la miré. Tenía en su nalga una marca roja del botón de mi pantalón. Era hermosa. Me puse todavía más celoso.
—¡Pues, vaya…! —exclamé casi enfadado—. Seguro que te sobaba un poco para excitarte, ¿eh? Tú misma me lo dijiste, que era más bien viciosillo.
—¡Bah! era un enfermo. Tanto moral como físicamente, no quería hacer nada como el resto del mundo.
Esperamos un poco, luego dijo firmemente:
—Cariño, no hablemos más de esto, ¿vale?
Me callé, pero entonces fue ella quien continuó.
—Ya sufrí bastante con lo que tuve, durante dos años no dejé de llorar.
—¿Ves?, ¡precisamente! —le dije—. Y luego me venías diciendo que querías a tu Bernard… Que si mi marido por aquí, mi marido por allá… Entonces dime, Paulette, que le querías mucho. Prefiero que me lo digas. Parece que me estés escondiendo algo. ¡Venga, dime!…
—Pero ¿por qué seguimos hablando de eso, cariño? Nos duele, a ti y a mí.
Ella estaba preciosa a rabiar; y yo, muy enfadado. Había que seguir, estaba harto de insistir. Siempre lo mismo, había que buscar algo definitivo al final de las palabras.
Tener un sentido en la vida, un porqué. Éramos felices esa noche, había que aprovecharlo para afrontar toda la mugre. Brillaríamos con el sol bien alto, sería una gran sesión.
Dije que todo aquello no tendría que haber existido.
—¡Pero es que no existe! Se acabó, ya está, ¡no hablemos más!…
Había algo que me atormentaba.
—Tú me decías que era inteligente —le comenté—. ¿Era más inteligente que yo?
Puso entonces mala cara.
—¡Bah! Era muy raro, muy especial.
—¡Ah! —grité—. ¡Un fracasado, un desecho, ja!
Pero ella se puso a la defensiva.
—¡Oh, tampoco eso! No era alguien corriente, ya sabes. Si no hubiera sido tan holgazán, quizá habría llegado a algo, nunca se sabe…
¡Ah, muchas cosas quería decir yo sobre eso!
Empecé a desnudarme, aunque seguíamos hablando.
Me acuerdo perfectamente, ella se sentó en la cama a esperarme.
Se había puesto una cosita de lana roja que se había cosido ella misma. Era una noche realmente agradable, para no acordarse de ella más que riéndose, por pudor.
Metiéndome entre las sábanas, le pregunté qué sentía cuando pensaba en él.
—Pero es que no pienso en él.
—Pequeña mentirosa —le dije.
Se lo dije dulcemente, pero, al momento, se le saltaron dos lagrimones absolutamente enormes y sinceros.
—¡Cariño mío! —exclamó—. Nunca entenderás cuánto te quiero.
Era bonito y muy femenino. ¡De acuerdo!
A veces me pregunto si esa noche no fue el punto culminante de nuestro amor, si es que tiene que haber uno.
Uno se ablanda hurgando en el pasado. Perforas los fundamentos.
Preparas la carcoma, la saña, la ruina.
Prefiero no insistir.
XIII
Un domingo al mes, aproximadamente, pasábamos medio día en casa de la suegra, en Batignolles.
Era el día en familia con los consejos y las historias.
Bernard aparecía una y otra vez en cada frase, hacía falta una paciencia de santo para llegar al café.
Paulette se hartaba de cotilleos, le daba con ganas a la manivela de la cháchara. Se saciaba para un mes.
La suegra me llamaba ahora «Félix». También me presentaron a los vecinos. Incluso conmigo delante sacaban la historia del infecto Bernard, para que supiera claramente que Paulette era una pobre mártir. Se trabajaban la reputación de la pequeña, desde la portera hasta el vendedor del colmado de la esquina, que había conocido a Paulette cuando era así de alta y le vendía piruletas y golosinas.
¡Conmiseración! Yo no tenía ninguna importancia.
—¡Es una buena chica! —me decían—. ¡Hay que hacerla feliz!… ¡Y a su madre también!… ¡Y a todo el mundo!… ¿No es así, caballero?…
Fuimos uno de esos domingos a comer, con la pequeña tarta tradicional que yo llevaba envuelta como un cono en papel blanco. Aquel día había invitados, las personas que habían venido a la famosa cena de Nochebuena, los queridos vecinos de las sillas.
Él se llamaba Auguste, y su mujer, Léontine.
¡No era un mal tipo, el tal Auguste! Con los zapatos sucios y la pajarita tenía el aspecto verdoso de un empleado de antes de la guerra.
Auguste no se complicaba mucho la existencia, había decidido de una vez por todas que no tenía suerte en la vida. Él y todo el mundo lo creía. Era tan evidente que ni hablaba de eso de lo asqueado que estaba.
La suegra, refiriéndose a ellos, decía «mis amigos». Creo que incluso compartían un aparato para hacer yogures, con eso lo digo todo.
Ellos también habían conocido al predecesor, a Bernard. Dijeron verdades muy duras sobre él. Pensaban que estaba completamente loco y que su lugar estaba en Charenton, en una celda acolchada.
Paulette buscaba su amorosa compasión. Le había cogido gusto a la situación, era la mar de natural.
Auguste también llevaba el cuello postizo almidonado, era el perfecto empleado ordenado, meticuloso. Grandes elogios para Auguste en casa de la suegra, con un capítulo dedicado a su mala suerte.
Cualquier cosa le acababa jorobando a él y, si no le tocaba a él, era a Léontine, o bien a su hijo, con grandes ojeras y una bata sucia y vieja.
A veces Auguste pensaba en voz alta:
—¡Ah, la vida!… —decía.
Eso significaba mucho, se notaba. Era aplastante.
—Tú, Félix —me dijo aquel día dando golpecitos a mi paquete de Gauloises que había dejado en la punta de la mesa—, tú eres la mar de simpático e incluso tienes buena salud… Mientras que yo, siempre ando pachucho, siempre con cara de tuberculoso, sufriendo el desprecio de mis jefes, Félix. No hay agravio ni humillación que no sufra para conservar mi empleo… ¡Ah, Félix! Créeme, ¡la salud! ¡La salud!
—Venga, Auguste, no te martirices —intervino la suegra—. Este año os iréis de vacaciones, estaréis mejor.
—¡Vacaciones! —pegó un salto al decirlo—. ¡Vacaciones! ¡Y con qué dinero, Dios mío! ¡Ah, Antoinette, no sabes nada realmente… ¡Vacaciones! ¡Ja, ja!…
Se puso a reír cual Mefistófeles, resoplando fuertemente. Era el típico debilucho. Aquello era demasiado doloroso para él. Hacía un gran esfuerzo, se devanaba los sesos para cambiar de conversación.
—¿Qué piensas de Léon Blum? —me preguntó—. ¿Crees realmente que es el hombre que necesitamos ahora?…
Intento responder, una pérdida de tiempo, no era tema para mí.
Allí, en el otro lado de la mesa, la suegra Antoinette empieza a responder y Paulette, sentada junto a mí, le da la réplica.
Avalancha, grave altercado, no hay tiempo ni para medio suspiro, las palabras van encajándose con gran exactitud.
La vieja, que pasó su juventud en Lyon, apoya a Herriot: es su campeón, lo defenderá hasta la muerte. Paulette prefiere a Blum. Empieza la pelea.
—¡No!
—¡Sí!
—¡No!
—¡La pasta, eso es!… ¡Sucio judío!
—¡Generoso de corazón!… ¡Gordinflón!
Al cabo de media hora, se dan cuenta finalmente de que son las únicas que están gritando.
—¡Ah! —exclama la madre—. Solo las mujeres pueden apasionarse así. ¿Tú no sigues la política, Félix?
¡Mierda! Siento la crisis a flor de piel.
Los encuentros familiares no son mi fuerte.
Desde su esquina, Auguste daba la razón a la suegra sin pensarlo mucho.
Se veía que el flacucho tenía ganas de revolcarse con la regordeta. Léontine ponía mala cara. Todo eso apestaba.
Y Paulette se manejaba perfectamente en su hábitat. Yo tenía el corazón en un puño.
Por decisión mía, salimos hacia las cuatro para dar una vuelta por la plaza Clichy, todos juntos.
Yo iba delante, con Auguste, por la calle de Batignolles.
Él me iba contando sus tristes historias. Me explicaba que también había conocido a Paulette cuando era así de alta, y que era una buena chica que no merecía de ningún modo todo lo que le había pasado.
—¿Ella le quería mucho, verdad?
—¡Él la sedujo! —me espetó—. Pero ella lo vio claro, lo entendió. Es de buena pasta.
Y de nuevo se me pone a hablar de la madre, que, con quien, la cual… era todo entusiasmo.
Nos detuvimos en la Étoile d’Or para refrescarnos el gaznate. Desde la terraza, observábamos a la gente que pasaba y sufrimos a dos vendedores ambulantes y tres cantantes. La suegra explicaba a Léontine y a Paulette la receta de su famosa masa para hacer pasteles, y luego un punto de costura.
No me quedaba más remedio que escuchar yo solo las quejas de Auguste.
El sol del domingo lo aplastaba todo con su blancura.
Aunque estábamos bien refugiados en la sombra, teníamos que tragarnos el humo apestoso. Los infectos autobuses dejaban un reguero mortal tras de sí. Cual un Atila moderno, marchitaban todo a su paso. Se intuía el vacío del día, un vacío en fila india, sin hechos, sin nada más que palabras para llenar los segundos.
Era extenuante. No podía soportar ese vacío de cuellos postizos. No teníamos nada que decirnos. Ni siquiera éramos amigos. Empezaba a estar muy jodido.
—¡La vida no es divertida! —se pone a decir Auguste—. Trabajas y luego descansas, y al día siguiente vuelves a trabajar. ¡Ah, todo pasa demasiado rápido!…
Lo que decía me parecía insignificante. Pero no era así, resultó que era una bomba, el tipo conocía el juego. De golpe, acaparó toda la atención. Se giró hacia el otro lado. Era una batalla épica, preparada de antemano para el vacío de los domingos
—Pues yo —replicó la suegra—, prefiero trabajar antes que quedarme sin hacer nada…
—Supongamos —dijo Auguste—, que gano la lotería nacional… Yo me retiraría al campo… a cuidar conejos…
—Yo me compraría un piso enorme… Me abonaría a la Comédie Française y a la Opéra-Comique…
—Pues nosotros compraríamos una tienda —dijo Paulette—, ¿a que sí, Félix?…
Todo lo que quisieran, me importaba una mierda.
Los perros sacaban sus babosas lenguas por las aceras. Había jovencitas de muy buen ver paseándose. Me sacudió una especie de deseo de ser libre. Paulette seguía con su rollo. Y, además, hacía demasiado calor.
Me giré hacia el niño, que era educado y tierno, detrás de su granadina, y le pregunté si le gustaba la escuela, si sacaba buenas notas. Luego, encendiéndome un cigarrillo, le hice un pequeño truco con tres cerillas. Se puso contento, sonrió finalmente: «¡Oh, Félix! —me dijo—. ¿No te sabes otros trucos?».
¡Plas! Mamá Léontine le pegó una bofetada en la barbilla.
—¿Tanto te costaría tratarle de usted? ¿Así es como te educan, eh?…
Era un gesto de cortesía hacia mi persona, muy amable. Yo tenía entonces que decir algo: «No es nada… Déjele…», una frase así, pero no se me ocurrió nada, estaba hartísimo, noté cómo me iba subiendo la rabia desde la acera ardiente. Así que me encogí de hombros y le pegué un trago rabioso a la cerveza.
Eso los desconcertó. Silenciosos, se giraron automáticamente hacia Paulette, y sentí cómo la muy asquerosa les hizo un signo imperceptible con los ojos: «¿Lo veis? Él es así…».
Dejé que aquella panda de repipis culminara en paz, que alcanzaran la cima de su «saber vivir». Creo que aquella fue la primera vez que Paulette me dio un asco terrible. Fue penoso.
Tuvimos una grave discusión esa misma noche, por eso he recordado este pequeño fragmento de vida.
La verdad es que puse muy mala cara en el Étoile d’Or. Aquello me duró hasta terminar la siniestra y harapienta cena, hecha con los restos que habían sobrado a mediodía.
Yo no decía nada, estaba harto de todo. Echaba en falta mi vida ociosa. Estar lejos de aquellos casposos que no rezumaban más que vacío. ¡Vacío! ¡Vacío por todas partes! Un vértigo total, sentía cómo me disolvía y me dispersaba, mi cerebro estaba realmente a punto de explotar, por encima de aquellos arrastrados.
—¡Oh!… Félix —decía la suegra con una media sonrisa—, hoy pareces molesto.
—Sí, no sé lo que le pasa —responde Paulette—. Parece que no estás bien, cariño, ¡estás muy callado!
—Es el calor —declara Auguste—. Con este tiempo, todos estamos bien jodidos.
Sí, dije que era el calor para que me dejaran en paz, ellos y su Bernard, que seguía apareciendo entre conversación y conversación.
Pero esa noche la suegra estaba de buenas.
—Un día de estos os regalaré entradas para la ópera o la ópera cómica, os invitaré a los dos.
Paulette aplaudió contenta. ¡Besitos sonoros!
—¡Bravo! ¡Estupendo! ¡Oh, mamá!
Dije entonces que no me gustaba nada todo eso, los gargarismos con do de pecho.
—¡Oh, Félix! —exclamó la suegra—. Hay que aprender a apreciar la buena música. Todas las cosas bellas. No por ser obrero deberías dejar de…
Bestia de matadero.
Repetí entonces que no me gustaba eso, toda esa música elegante, y que era muy libre de tener mis propios gustos, fuera obrero o no.
—¡Pero a Paulette le gusta! —replicó la vieja, concluyente y altiva—. ¿No irás a envilecer los gustos de mi hija?
Literalmente. Aquello fue superior a mí. Exploté de golpe.
—Paulette no tiene ningún gusto, si es que lo quieres saber. Así que no voy a envilecerlo, ¡porque no tiene! —le grité—. ¡Y tú tampoco! Meros tópicos de conversación, ¡eso es todo! Si quieres saber mi opinión, no son gustos lo que tenéis, sino imitaciones, poses, ¡exacto! Mucha pose para hablar, ¡para llenar vuestro vacío! Únicamente para matar el tiempo, para eso sirven vuestros gustos…
Malvada, la suegra.
—¿Cómo? —me interrumpió brutalmente—. Que es una pose, que no tengo gusto, ¿qué dices? ¡Para el carro, eh!… ¡No voy a volver a invitaros! ¡Ah, realmente, mi pequeña! Me pregunto si verdaderamente… ¡Esto no, esto no me lo esperaba!…
—Mamá, si a Félix no le gusta la música, no es culpa suya —dijo conciliadora Paulette, añadiendo otra sandez.
¡Pues estábamos buenos! De nuevo yo aparecía como un bruto sin gusto. Mi retrato quedaba muy claro. No hablábamos la misma lengua.
De vuelta a casa, en el metro, Paulette lloraba demostrando su estupidez.
—¡Estoy harto de tu madre! —le había soltado nada más bajar las apestosas escaleras.
No cruzamos una sola palabra en todo el trayecto, ni siquiera en el ascensor de casa.
La cosa empezó en cuanto cerramos la puerta:
—¿Y entonces? —le dije atacando—. ¿No te has hartado ya de poner esa cara?
—¡Serás sinvergüenza! ¡Pero si has sido tú el que ha puesto mala cara todo el día!
—Mis razones tenía.
Mirándome a los ojos, me preguntó:
—Pero ¿qué te ha hecho mi madre? ¡Dime!
—¡Pues que no para de jorobarme!
Paulette se puso a llorar otra vez, diciéndome que era un grosero. Se lamentaba clamando al cielo.
—Pero ¿qué habré hecho yo, Dios mío?
Yo la veía muy desgraciada e indulgente detrás de sus lágrimas. La habíamos mimado demasiado como mártir, y ahora repetía la historia conmigo. Se había creído el papel, instalada en sus alturas, se le había subido a la cabeza tal y como sube la fiebre.
Así que yo quedaba como un grosero patán, un infecto palurdo de lo más bajo. No tenía palabras para defenderme, nada más que ruidos o azotes en las nalgas. Ella me veía como un idiota sin dos dedos de frente, con los instintos a flor de piel, sin gustos ni aspiraciones, sin nada de nada. Yo era una verdadera caricatura, el obrero del burgués, no sabía comportarme en la mesa, no me gustaba la ópera, no participaba en las conversaciones, con la educación justa.
Toda mi falta de gusto se llamaba inferioridad.
Aquella noche, habría querido explicarle mi manera de pensar, pero era imposible. Ella estaba demasiado segura de llevarme varios kilómetros de ventaja. Estuvimos hablando durante mucho tiempo.
—¡Félix, cariño! —me dijo finalmente—. ¿Por qué no haces un esfuerzo por ser amable con mi familia? ¿Crees que está bien mandar a paseo a mi madre, cuando lo que nos está proponiendo es ir a la ópera? Vaya, ponte en su lugar… ¿Qué van a pensar de ti, eh?
—¡Me da igual! ¡No me gusta la ópera! Yo no voy a invitar a tu madre a hacer ejercicio en la barra fija, ¿a que no? ¡Que me dejen en paz! ¡Que se joda tu familia!
Me había cerrado en banda. Me tenían harto. Así no ganaba puntos.
Vi que su nariz se encorvaba con aire malvado. Se acercó y me llamó en la cara: «¡Pobre imbécil!».
Al principio, creía que no lo había entendido bien. Y luego sí: era lo que había dicho. Me quedé pasmado.
Y luego me hirvió la sangre, me abalancé con fuerza. La tiré sobre la cama y le planté una docena de «límpiate-esa-boca», con la palma y el dorso de la mano.
—¡No me pegues, Félix! ¡No me toques! —empezó a gritar, hierática y solemne.
Tras la tercera bofetada, bien sonada, ya gemía lloriqueando, con los brazos cubriéndose la cara.
—¿Cómo me has llamado, eh?… ¡Venga, repite!… —le gritaba dejándole mis regalitos—. Repite, a ver, ¿qué has dicho?…
—¡Perdón! ¡Perdón, cariño! —dijo sollozando al cabo de un rato—. ¡Perdón! No lo pensaba de verdad…
No tienes que enfadarte… Es el cansancio… Cariño… Mi amor…
Ella me rodeó el cuello con sus brazos, se agarró a mí haciendo fuerza para elevarse y besarme.
—¡Cariño!… ¡Mi amor!… ¡Félix!… ¡Mi Félix!…
Yo estaba estupefacto. Y orgulloso.
—¡Venga, ya está bien! —exclamé—. Acuéstate y se acabó, ¡vale!
No le había pegado nunca antes, era la primera vez, con un efecto final que no me esperaba.
—¡Me has hecho daño! —me dijo con una sonrisa dolorida.
Tenía una buena marca roja bajo el ojo derecho. Fui yo quien entonces se sintió avergonzado. Le di un beso en el ojo y luego en toda la cara. Nos apretamos el uno contra el otro. Ni siquiera nos dimos tiempo para desnudarnos. Ella solo se quitó sus braguitas con un rápido gesto.
Al cabo de una hora, cuando ya estaba a punto de ponerme a roncar, todavía no lo entendía.
Soñé con violentos derrapes. Tenía una angustia en el estómago, muchas ganas de llorar para expectorar una piedra de pura nada.
Todo empezaba a torcerse.
(Continuará…)