Ítalo Costa Gómez

El ruido de los valses y de las arengas ya se había extinguido de los parlantes vecinos. Comenzaba a hacer frío. Mantuvo el televisor encendido, pero sin volumen y sintió ganas de asomarse a la terraza. Diez pisos hacia abajo, no había casi nadie en la calle, solo unos cuerpos diminutos envueltos en una casaca azul y cubiertos con cascos en los que se reflejaba la luz de las farolas del parque.
Acodado en las barras que cercaban el balcón, fumaba sin prisa. La noche le sabía a domingo, a sus retornos a pie desde la sala de ensayos, a esa relación nociva y a la vez entrañable con la nostalgia. Comenzó a llover. Acaso por instinto, tal vez por una transfiguración del tiempo y la ruma de días sin salir a ninguna parte, fue a su cuarto, buscó su casaca y su bufanda, se las puso y sin ninguna sensación de duda caminó en dirección a la puerta.
El ascensor, al abrirse en el vestíbulo de la entrada del edificio, le mostró lo que varios metros más arriba ya había visto: todas las bancas del parque estaban vacías. No había nadie en la calle. Abrió la puerta de ingreso del edificio y salió; decidió sentarse en la banca más próxima a la pileta, la más iluminada. Disfrutó un instante de su sombra larga recortándose contra la sombra de los postes cercanos. Ya no sentía frío, pero prefirió mantener la bufanda alrededor del cuello, no tanto para cuidarse de la humedad de la noche, sino para distraerse viendo cómo las puntas de la bufanda se movían con el viento. Ahora caminaba.
Era raro estar solo, no por la soledad en sí misma sino por las circunstancias. ¿Esto era vivir en cuarentena? Se parecía tanto a su vida habitual, solo, acompañado a lo más por el humo del cigarrillo y por las viejas melodías de las canciones de blues que tocaba hasta hace algunos meses, cada vez menos precisas en su memoria.
No había nadie más que él en la plaza y no había rastro de los serenos que hace solo minutos había divisado desde su ventana. Le siguió pareciendo que era un domingo cualquiera de noche, con frío y con lluvia, no un martes de cuarentena.
Sintió ganas de fumar otro cigarrillo. Buscó su encendedor en el bolsillo derecho de la casaca y solo encontró un trozo de papel arrugado con unos números anotados con tinta azul. Recordó: era el teléfono de una chica, se lo había metido en el bolsillo mientras bailaban en el canchón del bar, luego de su último concierto. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿El invierno anterior? Guardó el papel y buscó en el otro bolsillo. Encontró el encendedor y con algo de esfuerzo logró hacer un pequeño fuego entre ambas manos, encendió un cigarro y en la segunda calada oyó pasos y voces detrás de sí: Señor, está prohibido estar en la calle durante el toque de queda. Giró para ver el origen de aquella voz mientras ensayaba en la mente una excusa, una mentira o tan solo una disculpa, pero solo atinó a ponerse de pie, mirar en rededor y enrumbar hacia su edificio. A los pocos metros de andar se detuvo frente al busto de algún prócer que no reconoció. Le recriminó: ¿Tú también quieres que me largue a mi jato? Puta, tú y yo ya estamos viejos, ¿no huevón? Antes les hacía el pare a estos serenos, ahora como huevón les hago caso y me voy a mi casa. Soy un peruano ejemplar, carajo. Se apoyó en un poste para encender otro cigarro. Sintió frío y hambre. Cuando terminó el cigarro, retomó el camino de regreso a su edificio.
Casi de inmediato, una camioneta que arrojaba potentes luces azules le tocó el claxon. ¡Alto! ¡Detente, flaco!, le gritaron desde el vehículo. Se detuvo, y al ver que estaba muy cerca de una banca, se desparramó en ella. ¿Tú no eres el músico que vive en el Edificio “Pacífico”? – le preguntaron. Asintió sin habla. Sube, escuchó, te llevamos y se abrió una de las puertas de atrás de la camioneta. Prefiero caminar, respondió. Quería fumar otro cigarrillo y al mismo tiempo sintió miedo de subir a una camioneta con desconocidos y también miedo de contagiarse de algo que aún le sonaba a noticia inverosímil. Está bien, le respondieron. Te vamos a escoltar. A la próxima no salgas después de las ocho, hermano. La puerta del vehículo se cerró. Casi ya no veía su reflejo en el vidrio empapado. Vio apenas el bosquejo de una mueca de tristeza formándose en su boca. Recordó que tenía que conseguir mascarillas cuando tuviera que salir a comprar más cigarros. Sintió de pronto ganas de estar en su sofá y rescatar de su guitarra aquellas melodías de blues que amenazaban mudarse a la región del olvido.
Apuró más el paso, seguido de cerca por el ruido suave del motor de la camioneta, los destellos azules de la circulina y el humo del cigarrillo. De pronto vio cómo todo comenzó a adquirir la consistencia de la neblina; adivinó que en lo sucesivo todos los días serían iguales y para constatarlo no era necesario tropezarse con su soledad en la calle y la fortuna de cruzarse con serenos de buen humor; le bastaba con la soledad que ya vivía en lo alto de su terraza. A una cuadra de llegar a su edificio, la lluvia de gotas diminutas pero abundantes, iba borrando de su vista el contorno de los edificios aledaños, al igual que los nombres de las calles, pintados con un color blanco que se disolvía sobre el verde de los letreros. Llegó a su edificio, escupió el cigarrillo, sacó la llave, abrió la puerta y entró con las manos en los bolsillos. La ciudad convertida en fantasma comenzaba a desaparecer detrás de él.