Desconozco mayormente

Fernando Morote

Moonlight Night (1907)-Vasili Kandinski






No, no soy un efectivo de la policía nacional ofreciendo declaraciones sobre un hecho luctuoso al noticiero matutino de la televisión. Soy un tímido huésped del Hotel San Felipe, un modesto alojamiento para turistas de recursos moderados (o ávidos por ahorrar), enclavado en una esquina altamente transitada del centro de la ciudad de Cartagena, en el corazón del caribe colombiano. El albergue está, además, convenientemente ubicado a prudente distancia del museo marítimo, sede de la convención de adictos en recuperación a la que asisto, con los gastos pagados, como orador invitado.

He llegado hasta aquí después de atravesar mi primer bochorno fuera de las fronteras nacionales. Tras superar los controles migratorios, me dejé caer sobre una silla en la sala de embarque del aeropuerto El Dorado de Bogotá. Actuaba como si tuviera mucha experiencia. Eso fue lo que me habían dicho que funcionaba para sentir confianza en uno mismo. Puse mi maletín sobre el suelo, junto a mis pies. Eché un vistazo panorámico alrededor. El lugar estaba casi vacío. A las 2 y 30 de la tarde no había muchos vuelos programados para el interior del país. A mi lado tenía una mesita cuadrada con un montón de periódicos desperdigados. Busqué alguno que tuviera sección cultural. Leí tranquilamente por unos buenos minutos, con las piernas cruzadas. Al otro extremo un tipo barrigón hacía lo mismo con la parte deportiva de otro diario. En eso la voz sensual de la aeromoza anunció por el altoparlante que mi vuelo estaba listo para partir. Me incorporé y me dirigí a la fila de pasajeros, llevándome bajo el brazo el tabloide que estaba leyendo.

—¡Oiga, un momento! —el barrigón tenía voz de tenor— ¿Adónde va con mi periódico?

Lo miré listo para saltarme con todo. Un momento. Es sólo un periódico. Quizás sea la influencia de los medios, pero ¿por qué veo a todos los colombianos como si fueran militantes de las FARC?

La noche llega acompañada de una recia tormenta eléctrica, comparable sólo a las que he visto en Iquitos. Sin dejar de lado las putitas de catorce años en apretadas mallas rosadas que inundan las calles apenas desaparece el sol. Igual que en la capital de Loreto. Lo veo todo en medio de la oscuridad. Qué maravilla. Me hago una paja en la ducha. Truenos y relámpagos, seguidos de lluvia torrencial.

Mis compañeros de cuarto —Mauricio de Cali y Tom de Houston—, tras regresar apurados al hotel y haber tenido que suspender su paseo turístico en calesa por la periferia de la antigua ciudad amurallada, esperan su turno para sacarse la humedad de encima. El apagón ocasionado por la tormenta puede durar fácilmente un par de horas más.

—¿Dónde está la toalla?

Soy candidato a sufrir una muerte trágica en cualquier momento. No a consecuencia de un toque eléctrico, o un aneurisma reventado en el cerebro, sino por efecto de un cabezazo contra el piso a causa de un resbalón.

—Anda por la sombra, vieja pendeja.

Puedo cortarme la yugular al afeitarme. Cuando trato de cepillarme los dientes acabo destrozando la jabonera con un golpe seco. Involuntario, por supuesto. No necesito escaleras, gatos negros, cigarros mal prendidos o espejos hechos añicos. Las pequeñas desgracias domésticas vienen a mí solas, gratis, en pomo grande, y a cada rato. Soy un tipo peligroso. Maxwell Smart es mi maestro.

Es la hora del lavatorio. El moderno diseño me deja estupefacto, atónito. No encuentro por dónde entrarle. Cruzo los brazos. Me tomo la barbilla.

—Te digo que no lo vi, papá.
—¡Cómo no lo vas a ver, hijo! ¡Con ese tremendo Studebaker, el hombre puede cruzar el Océano Pacífico sin mojarse!

Tenía que haberme fijado antes de bajar por la izquierda esa mañana en el colegio. No soy de tomar muchas precauciones, debo admitirlo. Salí del auto como si estuviera en el garaje de la casa. No vi que atrás venía el director de la escuela manejando su poderoso vehículo a 50 kilómetros por hora. Afortunadamente no se llevó mi pierna; sólo la puerta posterior del indefenso Hillman rojo, cuya reparación y reposición costó a mi padre una pequeña fortuna y a mí varios fines de semana sin televisión.

Giro hacia un lado. Nada. Voy para el otro. Seco. Palpo el contorno para averiguar si tiene un orificio oculto. El agua me conmueve por su ausencia. Forcejeo un poco. Le doy un golpe. Mi ansiedad aumenta. Las primeras gotas aparecen. Son de sudor. Caliente. Frío. Vuelvo al ataque. Derecha. Izquierda. Lo mismo. Ingreso a una fase muy próxima a la desesperación. Ya no sólo giro. Hago un movimiento completo de rotación transversal. Parece que cede. Algo se afloja. Salta la cabeza. Cae al lavatorio. Sonido exasperante de acero contra mayólica. Un chorro potente brinca hacia arriba y me lava la cara de una bofetada. Tapo el hoyo con la mano. No cabe duda de que pude haber competido exitosamente con Laurel y Hardy, Abbott y Costello o Los Tres Chiflados en todo su apogeo.

—Es imposible vivir de esta manera. Mis actos físicos no tienen relación con mis propósitos internos.

En la iglesia me conocen bien. El padre Anastasio siente un gran respeto hacia mí. Quedó curado conmigo desde aquella vez cuando, al recoger la limosna durante la misa, en lugar de poner monedas en la canasta, saqué un puñado y me las guardé en el bolsillo. La veneración que me profesa llegó al límite años más tarde cuando lo volví a encontrar celebrando la eucaristía para una comunidad de matrimonios católicos y, en el momento de pasarme el pañuelo para secar el borde del cáliz, me limpié los labios como si estuviera en un restaurante.

El agua fría se cuela entre mis dedos. La pasmosa bifurcación llega a raudales hasta mis pies. El estado del baño me hace recordar los huaycos de Chosica y Chaclacayo. Observo cómo la furia acuática avanza incontenible en dirección a la puerta y se desliza por debajo de ella. Escucho las voces alarmadas de Mauricio y Tom al otro lado del cuarto. Presiono fuerte con una mano la boca zafada y me estiro con la otra para abrir la puerta.

—¡Ayuda! —clamo, con un gesto de aterradora angustia en el rostro.

Mis compañeros entran a auxiliarme.

—¿Pueden llamar a la recepción?

Mauricio corre al teléfono. Tom ensaya infructuosamente una maniobra de plomería norteamericana. Pocos minutos después llega a la habitación un mozo de estatura insignificante. Su quijada es larga y curva, como una hoz, y su peinado consiste en llevar el cabello despeinado. Entra serenamente al baño, sonríe al caminar, recoge del piso la pieza perdida, va directo al lavatorio y la enrosca en el grifo. Mientras ejecuta su labor, me disculpo ofreciendo vagas e inconsistentes explicaciones.

—Listo, señor.
—No puedo creer que lo haya arreglado así, tan fácil.
—No es nada.
—Dígame una cosa.
—Usted dirá.
—¿Cómo se abre ese maldito caño?
—¿Caño?
—Bueno, en mi país le decimos caño a esa cosa. ¿Cómo le dicen aquí?
—Llave.
—¿Cómo se abre la puta llave, entonces?

Mauricio y Tom, desde la puerta del baño, observan la escena. Comprendo que tratan de reprimir una carcajada. Saben que, aunque torpe de movimientos, soy noble de corazón.

—Sólo tenía que levantarla un poco, señor. De este modo, ¿ve?

El enano me muestra el sencillo procedimiento sin desdibujar la sonrisa de sus labios. Todo el misterio se resolvía deslizando suavemente la manija con dos dedos hacia arriba.

—¿Es todo? —pregunto, incrédulo.
—Eso es todo, señor.

Al finalizar la convención de adictos en recuperación me convertí en una figura internacional. Pero si alguna vez en mi vida hubiera tenido que ir a la guerra —digamos el desembarco de Normandía como escenario— estoy seguro de que se me habrían enredado los cables, me habría tropezado con una piedra o habría metido el pie en un hueco… En una palabra: me habrían matado al instante; no hubiera llegado a la playa. Ni siquiera hubiera logrado bajar vivo de la lancha.

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