Ítalo Costa Gómez

A lo largo de mi educación escolar – religiosa católica al 100% – conocí a todo tipo de sacerdotes. Habían unos con un corazón maravilloso y una dulzura que te hacía soplarte los salmos y las amenazas del fuego eterno con tal de que sean ellos los que dulcemente te amenacen. El Padre Bruno, por ejemplo, que cuando mi padre perdió el empleo en la tele y me tuvieron que cambiar de colegio me ayudó mucho con gentiles consejos sabios y le dio la mano a mi mamá comprándole algunas de las cosas que teníamos en el depa de Miraflores para poder mudarnos a un lugar más pequeño.
Hay curas muy buenos y conocí a varios de ellos y también están los otros; los hijos de puta. De esos también conocí como cancha y hoy les cuento el día de mi pequeña venganza contra uno.
Cuenta la historia que hacía la primera comunión en el San Agustín. Guardo lindos recuerdos de mis amigos y compañeros de clase vestidos de blanco intercambiando los recuerditos que nos hicieron nuestros papás como si se trataran de figuritas de un álbum. En serio parece que fue antes de ayer.
[Mi recuerdito era uno de los más lindos. Tenía un angelito en alto relieve. Es raro que yo que te atesoro mis momentos y recuerdos no haya guardado una de esas tarjetas que llevaban mi nombre y el de mis papás. Cosa rara que habrá que debatir en terapia este jueves o en un talk show. Ayúdame, Andrea Llosa]
Uno de los sacerdotes del plantel que nos preparó con charlas e interminables confesiones se llamaba Ediberto. Lo recuerdo bien gordito y tenía la piel grasa, transpiraba mucho y cargaba una fea energía que nunca quería tener cerca, pero su presencia no la podía evitar. Él siempre supo de mis inclinaciones y mis gustos amorosos. Mi sensibilidad y mi delicadeza al actuar no daban muchas dudas al respecto y él siempre tenía frases hirientes sobre el tema. A veces en «broma» y otras en modo advertencia.
Por supuesto que nunca lo hacía de manera directa porque yo podía acusarlo y armar un escándalo, pero hacía bromas generales de mal gusto delante de mis compañeros de altos grados. La picardía cruel que tienen los niños desataba olas de chistes horribles que me hacían sentir mal y que él no detenía. Esas bromas generaban lo que más temía en esos tiempos: los empujones y los balonazos. Esos eran los peores. Le agarré fobia a las pelotas.
Eran niños mucho más grandes que yo y no sabía – ni quería – defenderme; para eso estaban mis amigos que siempre se agarraban a puñete limpio con quien fuera por mí. Claro que no siempre estaban y era ahí cuando yo sufría porque no solo me sentía distinto, además me sentía desprotegido y expuesto por quién se supone debía defenderme.
El día de la ceremonia el Padre Ediberto estuvo ahí. No oficiando la misa, sino confesando a un lado de la capilla y participando de la parafernalia. Cuando mis papás estaban entretenidos con el alboroto me acerqué con uno de mis recuerditos, un jugo de naranja que venía en un tubito de cartón y un plan.
-Padre, dice mi mamá que venga a entregarle mi tarjetita de Primera Comunión. – Ni la miró. Su indiferencia estaba al mismo nivel de su mal gusto: por las nubes. Encima yo debía decirle «padre».
-Ya te confestaste y comulgaste. Ahora vas a tener que tener mucho cuidado con lo que haces porque ahora te están viendo con más atención. No puedes avergonzar a tus padres y recueda el temor de Dios.
[Eso estaba esperando. La amenaza. El Green Card para la revancha]
Sin quitarle la mirada he sorbido un buen trago de jugo con la cañita y cuando ya no pude retener más liquido en la boca lo escupí con fuerza, como si me hubiese atorado, y empecé a toser con un histrionismo cuestionable. El sacerdote estaba manchado y le había caído un poco en las manos también.
Recuerdo su cara de furia como si lo hubiera tomado una foto mental.
-Cof, cof, cof… Perdone, Padre. Qué vergüenza. Me atoré. Sí, tendré cuidado y temor. Debo irme donde mis papás. Dios lo bendiga. – Corrí antes que pudiera decirme nada, pero estaba rojo de ira.
Me fui – muerto de miedo aunque satisfecho – donde estaban todos. Tenía nervios, pero también una sensación de alivio y paz. No digo que la venganza sea la solución porque mata el alma y la envenena, como dice El Chavo, pero era pequeño, inmaduro e indefenso en todo nivel. Ese acto de rebeldía me ayudó mucho a liberarme de ese odio que albergaba siendo tan chico y que solo me hacía daño a mí mismo.
Y así se cuenta la historia de la única venganza vengativa que debo haber planificado y ejecutado en toda mi vida. Me di cuenta de que ese pequeño tenía más coraje del que hubiera imaginado y que si pudo enfrentarse a ese monstruo (disfrazado de cordero de Dios) que ejercía un gran poder sobre él, pues podría hacerle frente a cualquier cosa en la vida y que estaría bien.