Ítalo Costa Gómez

Si cierro los ojos puedo verte de pies a cabeza. Cómo eras, cómo eres. Debería hacer una introducción para las personas que no tienen idea de a quién me dirijo en esta mañana de enero – tamaña insolencia -, pero no lo voy a hacer. No me importa si estas líneas solo las entendemos tú y yo. He perdido las ganas de gustarle a todo el mundo y estoy en proceso de perder la ansiedad de que me entiendan también.
Aturdirme es lo mejor que sé hacer. Vivo aturdido adrede. No tengo idea de cómo hacen las personas ecuánimes para subsistir. Tenemos eso en común. Tú y yo somos cualquier cosa menos ecuánimes. Somos todo menos «saludables y ordinarios seres pensantes». Qué bueno por nosotros.
«Canté casi a gritos pero no sirvió de nada. Luego corrí al mausoleo de mi pasado, pero ni la pestilencia, ni los vestidos, ni los zapatos lograron tranquilizarme…»
Eso de vivir el presente está sobrevalorado. Yo camino hacia atrás. Hablo del ayer. Escribo de lo que viví y de lo que ya no tengo fuerzas de volver a pasar. Ni fuerzas ni acceso. Debe ser por eso que el tiempo no se mete conmigo. No tengo interés en él ni él en mi. Me ha olvidado. Hemos pactado no tocarnos. Yo no pienso en él y él no pasa por mí. El tiempo es uno de los tantos hombres que me quisieron solo una temporada y luego se dieron cuenta de lo insoportable e insostenible que soy. La ruptura que menos daño me ha hecho es esa. ¿Quieres ver mis zapatitos de bebé?, ¿Mi cono de Nubeluz?
«Pronto encontré la fotografía de la Valdavellano y vomité…»
¿Por qué seremos así? Tampoco puedo con la gordura. En el mundo – en el mío, por lo menos – ser gordo es un pecado capital. Una grosería. Una falta gravísima a la Diosa de la Belleza por la que mereces ser condenada al infierno de los algodones de azúcar. ¿Sabes cómo es eso? Te ponen en una feria llena de dulces y manjares pero tus manos no se materializan y no puedes cogerlos y así te pasas la eternidad. Hambrienta y obesa. Famélica por dentro y rolluda por fuera. Así dice la Biblia, creo… en alguna parte de la mitad. Recuerdo que quería tener bulimia cuando era adolescente. Era súper cool. La enfermedad de las regias. Si eras bulímica o anoréxica seguramente eras una divina problemática… como María Joaquina. No me acuerdo si decidí realmente tener esa enfermedad alguna vez, pero nunca es tarde.
«Ahora me tocaba olvidar.
Me tocaba dejar de lado la insensatez del suicidio y la búsqueda absurda de un drama para el cual no estaba hecha…»
De chiquillo, cuando quería matarme, siempre pensaba en que mis papás ni siquiera habían trabajado lo suficiente como para tener una pistola. Tendría que matarme con dolor. Debería hacerlo tirándome de un puente – corriendo el riesgo de no morir – o cortándome las venas… no podría con eso, qué asco de escena, me da nervios
Todos los padres deberían trabajar lo suficientemente duro como para comprar un arma por si su hijo quiere morirse lo haga con elegancia y dignidad.
Mi padre fracasó hasta en eso.
«Debía abandonar todo el excremento que cubría mis ilusiones y pararme frente a esa ventana, a ese escenario maravilloso sobre el que me reencontraría con esa persona que me devolvería el lujo de amar la vida de nuevo».
El escenario. Ese dónde estoy de pie en este momento frente a estos pequeños ilusos que me dan la tribuna que necesito para no irme en el esplendor. Ese aplauso adictivo e inmerecido que me dan a cambio de un poquito de nada. ¿Crees que sospechen que no tengo otra cosa qué hacer? No importa mucho – por no ser una perra y decir que no importa una mierda -. Tengo que terminar el número de hoy. El baile de la noche (de la mañana, más bien) está por terminar y debo hacer un último «tan tan» con el pelo suelto y el cuerpo cargado por un arlequín que me lleva hoy por los aires en pose de Maricielo Effio. ¿Qué te puedo decir? Soy muy bueno en lo que hago. Igual que tú. Saludos, Ponce.
OK. Me voy, Irreverentes. Volveré mañana, ustedes también.