Cuatro encuentros (II)

Henry James







II

Unos meses después, crucé el mar hacia el Este de nuevo, y transcurrieron unos tres años. Yo había estado viviendo en París, y hacia finales de octubre me desplacé de esta ciudad a Le Havre, para visitar a mis parientes que, según me habían dicho por carta, estaban a punto de llegar. Cuando llegué a Le Havre constaté que el vapor ya había atracado: había llegado con dos o tres horas de retraso. Acudí directamente al hotel donde mis viajeros se habían instalado, como era de esperar. Mi hermana ya se había ido a dormir, agotada e indispuesta por el viaje; era la marinera que se mareaba más del mundo, y en esta ocasión sus padecimientos habían sido extremos. Por el momento deseaba descansar sin ser molestada, y apenas pudo verme cinco minutos, tiempo suficiente, eso sí, para ponernos de acuerdo en que pasaríamos allí la noche con el fin de recobrar fuerzas. Mi cuñado, preocupado por su mujer, no quería abandonar la habitación; pero ella insistió en que me lo llevara a dar un paseo para que recuperase el ánimo y asentara las piernas en tierra firme.

El día de principios de otoño era bonito y templado, y nuestro paseo a través de las coloridas y bulliciosas calles del antiguo puerto francés fue de lo más entretenido. Recorrimos los soleados y ruidosos muelles, y después tomamos por una agradable calle ancha que quedaba medio al sol, medio a la sombra; una calle francesa de provincias que parecía una antigua acuarela: altas casas grises de varias plantas con empinados tejados rojos, postigos verdes en las ventanas, viejas persianas enrollables y macetas con flores en los balcones y mujeres con cofias blancas en las puertas. Caminábamos por la sombra y todo se extendía por el lado soleado, formando un cuadro. Nosotros lo mirábamos mientras paseábamos; y entonces mi acompañante se paró de repente, apretando mi brazo, y miró algo fijamente. Seguí su mirada y vi que nos habíamos detenido justo antes de llegar a un café con varias mesas y sillas sobre la acera, bajo un toldo. Las ventanas estaban abiertas en la parte de atrás; media docena de plantas en macetones estaban puestas en fila al lado de la puerta, y la acera lucía salpicada con serrín de salvado reciente. Era un adorable y tranquilo cafecito del Viejo Continente; dentro, en la relativa penumbra, vi a una mujer robusta y atractiva, que tenía lazos rosas en el sombrero, sentada, con un espejo a sus espaldas, sonriendo a alguien que yo no podía ver. De esto, para ser exactos, me di cuenta después; lo que vi al principio fue a la mujer sentada sola, afuera, en una de las mesas de mármol de la terraza. Mi cuñado se había parado a observarla. Le habían servido algo, pero ella permanecía apoyada en el respaldo, inmóvil y con las manos cruzadas, mirando hacia el fondo de la calle, y no hacia nosotros. Apenas vi su perfil; sin embargo, supe enseguida que nos habíamos visto antes.

—¡La señorita del vapor! —exclamó mi acompañante.
—¿Estaba en vuestro barco? —pregunté con interés.
—De la mañana a la noche. Nunca se mareaba. Solía sentarse siempre en un lado del puente, con sus manos cruzadas de esa misma forma, mirando al Este, hacia el horizonte.
—¿Vas a hablar con ella?
—No la conozco. Nunca nos presentaron. No estaba yo en condiciones de ganarme el favor de las mujeres. La estuve mirando —no sé por qué—, y me interesó. Es una adorable yanqui. Creo que es una maestra de escuela en viaje de vacaciones, para el que sus estudiantes habrán puesto dinero…

Ella había girado su cara un poco más de perfil, mirando las fachadas de las casas grises de enfrente. En ese momento me decidí.

—Iré a hablar con ella.
—Yo no lo haría, es muy tímida —dijo mi cuñado.
—Amigo mío, ya la conozco. Una vez le mostré unas fotografías en una fiesta.

Así que me acerqué a ella, para que cuando se girara, no me quedase ninguna duda sobre su identidad. La señorita Caroline Spencer había conseguido realizar su sueño. Pero ella fue más lenta en reconocerme, y mostró un ligero desconcierto. Acerqué una silla a la mesa y me senté.

—¡Bueno —dije—, espero que no esté decepcionada!

Me miró, ruborizándose un poco; entonces dio un respingo y me reconoció.

—Usted es quien me enseñó las fotografías en North Verona.
—Sí, yo soy. Qué coincidencia más encantadora; ¿no me correspondería a mí más bien darle una recepción formal, una bienvenida oficial? Le hablé tanto sobre Europa…
—No exageró. ¡Estoy tan, tan feliz! —exclamó.

Parecía, de hecho, muy feliz. No había ningún signo de que hubiera envejecido; estaba tan solemne, decente y recatadamente bella como en el pasado. Si entonces ella me había impresionado como una flor puritana de fino tallo y suaves colores, cabe imaginar que en la situación actual la flor no fuera menos atractiva. A su lado, un anciano caballero estaba bebiendo absenta; tras ella, la dame de comptoir con los lazos rosas le decía «¡Alcibiade, Alcibiade!» al camarero del delantal largo. Le expliqué a la señorita Spencer que el caballero que iba conmigo había sido recientemente su compañero de travesía, y mi cuñado se acercó y se presentó. Pero ella le miró como si nunca le hubiera visto, y recordé que él me había dicho que los ojos de ella siempre estaban fijos en el horizonte, hacia el Este. Evidentemente, no había reparado en él, y, sonriendo aún tímidamente, no intentó en modo alguno fingir lo contrario. Me quedé con ella en la pequeña terraza del café mientras mi cuñado volvía al hotel junto a su mujer. Le comenté a mi amiga que ese encuentro nuestro, en la primera hora de su llegada, era algo casi milagroso, pero que estaba encantado de estar allí y poder así escuchar sus primeras impresiones.

—Oh, no puedo expresarlo —dijo—. Me siento como en un sueño. Llevo aquí sentada una hora y no me quiero mover. Todo es tan delicioso y romántico. No sé si el café se me ha subido a la cabeza, no se parece en nada al café de mi lejano pasado.
—La verdad —respondí—, si está tan satisfecha con esta pobre y prosaica ciudad de Le Havre, no le va a quedar admiración para cosas mejores. No gaste todo su entusiasmo del primer día, recuerde que ése es su crédito intelectual. Piense en todos los sitios y cosas bonitas que le están esperando. Piense en esa hermosa Italia de la que hablamos.
—No tengo miedo de quedarme sin admiración —dijo alegremente, sin dejar de mirar las casas de enfrente—. Podría quedarme aquí sentada todo el día, simplemente diciéndome que aquí estoy, por fin. Es tan oscuro y extraño, tan antiguo y distinto.
—Por cierto —pregunté—, ¿cómo es que está instalada en este lugar tan raro? ¿No está en uno de los hostales? —pues yo me sentía entre divertido y alarmado al comprobar con cuánta buena conciencia la delicada damita se había colocado llamativamente aislada en un borde de acera.
—Mi primo me trajo hasta aquí, y hace un rato se fue —me respondió—. ¿Recuerda que le dije que tenía un familiar en Europa? Todavía sigue aquí, un primo de verdad. Bueno —continuó con una clara franqueza—, pues vino a recogerme al vapor esta mañana.

Era absurdo, y la verdad es que además no era de mi incumbencia, pero en cierto modo me sentí desconcertado y dije:

—No valía demasiado la pena ir en su busca para luego abandonarla tan pronto.
—Oh, sólo me ha abandonado media hora —contestó Caroline Spencer—. Ha ido a buscar mi dinero.

Yo seguía perplejo.

—¿Y dónde está su dinero?

Ella parecía reír muy rara vez, pero se rió por la gracia que le hacía aquello.

—¡Me hace sentirme muy importante contarle todo esto! Está en pagarés.
—¿Y dónde están sus pagarés?
—En el bolsillo de mi primo.

Esta declaración fue dicha con tan clara franqueza, que apenas sé decir por qué, pero me produjo un escalofrío. En aquel momento no habría podido explicar de ningún modo mi reacción, pues no sabía nada del primo de la señorita Spencer. Ya que él era pariente de ella —una adorable y respetable personita—, hubiera debido gozar del beneficio de la duda. Pero me estremeció el solo pensamiento de que, media hora después de su llegada, los escasos fondos de ella hubieran pasado a manos del primo.

—¿Va a viajar con usted? —pregunté.
—Sólo hasta París. Es estudiante de arte en París; siempre me ha parecido algo maravilloso. Le escribí para decirle que llegaba, pero nunca esperé que viniera a buscarme al barco. Supuse que sólo iría a buscarme al tren en París. Es un detalle por su parte. Pero es que él es una persona muy amable… y muy inteligente.

De repente sentí un extraño deseo de ver a ese brillante y amable primo, estudiante de arte.

—¿Ha ido al banco, pues? —pregunté.
—Sí, al banco. ¡Me llevó a un hotel, un sitio de lo más delicioso, curioso y pintoresco, con un patio en el centro y una galería alrededor, y una dueña encantadora con un sombrero ondulado estupendo y un vestido que le quedaba tan bien! Al cabo de un rato fuimos andando al banco, pues yo no tenía dinero francés. Pero estaba aún muy mareada por el balanceo del barco, y pensé que sería mejor sentarme. Encontró este lugar para mí, y ha ido al banco él mismo. Tengo que esperarle aquí hasta que vuelva.

Su historia era totalmente verosímil, y mi impresión perfectamente descabellada, pero se me pasó por la cabeza que el caballero nunca regresaría. Me acomodé en una silla al lado de la señorita Spencer y decidí esperar a ver cómo acababa todo aquello. Ella estaba perdida en la contemplación y la imaginación de todo cuanto nos rodeaba por todas partes: observaba, reconocía y admiraba con una intensidad, en verdad, conmovedora. Se percataba de todo lo que nos ofrecía el movimiento de la calle, las peculiaridades de los trajes, las formas de los vehículos, los grandes caballos normandos, los curas rechonchos, los caniches esquilados. Hablamos de estas cosas, y había algo encantador en la frescura de sus percepciones y en la forma en la que su imaginación, alimentada por libros, se deleitaba con ello.

—¿Y cuando vuelva su primo qué va a hacer? —seguí.

Para esto, curiosamente, tuvo que pensar la respuesta.

—No lo sabemos muy bien.
—¿Cuándo se van a París? Si se van en el tren de las cuatro, podría tener el honor de hacer el viaje con usted.
—No creo que lo hagamos —hasta ahí estaba informada—. Mi primo cree que debería quedarme aquí unos días.
—¡Oh! —dije, y durante cinco minutos no tuve nada que añadir.

Me estaba preguntando lo que, hablando vulgarmente, estaría tramando el pariente ausente. Miré a un lado y otro de la calle, pero no vi nada que se pareciera a un brillante y simpático estudiante americano de arte. Al final, me tomé la libertad de decir que Le Havre no era precisamente un lugar para ser elegido como una de las etapas estéticas de un tour europeo. Era un lugar de conveniencia, sin más, un lugar de paso, en el que el paso debía ser rápido. Le recomendé ir a París en el tren de la tarde y que mientras tanto se entretuviera visitando la antigua fortaleza, en la boca del puerto, esa excepcional estructura circular que llevaba el nombre de François I y que incluía una especie de pequeño castillo como el de San Angelo. (¿Hubiera yo podido saber que lo iban a demoler?)

Ella me escuchaba con mucho interés, y entonces por un instante se puso seria.

—Mi primo me dijo que al volver tendría algo que decirme, y que no podíamos hacer nada o decidir nada hasta que yo no lo hubiera escuchado. Pero haré que me lo diga enseguida, y entonces iremos a la antigua fortaleza. ¿François I, dijo? Bueno, eso es estupendo. No hay prisa para ir a París, tenemos tiempo de sobra…

Sonrió con sus labios dulcemente severos mientras decía esas últimas palabras, y sin embargo, mirándola con atención, descubrí en sus ojos, creo, un minúsculo rayo de aprensión.

—¡No me diga —dije— que ese maldito le va a dar malas noticias!

Ella se sonrojó como si la hubieran condenado por una perversidad oculta, pero estaba volando demasiado alto como para caerse.

—Bueno, supongo que es algo un poco malo, pero no creo que sea muy malo. De cualquier modo, tengo que escucharle.

Usurpé una autoridad sin escrúpulos y dije:

—Mire, usted no ha venido a Europa a escuchar, ¡ha venido a ver!

Pero ahora estaba seguro de que su primo sí regresaría; ya que tenía algo desagradable que decirle, seguro que aparecería. Estuvimos sentados un rato más, y le pregunté por sus planes de viaje. Se los sabía a pies juntillas, y recitó los nombres tan solemnemente como una hija de otra fe habría contado las cuentas de un rosario: de París a Dijon y a Aviñón, de Aviñón a Marsella y a la carretera de la Cornisa; de ahí a Génova, Spezia, Pisa, Florencia, Roma… Aparentemente no se le había ocurrido que pudiera haber la más mínima incomodidad en viajar sola, y ya que estaba desprovista de acompañante, yo, desde luego, me abstuve cortésmente de perturbar ese sentimiento suyo de seguridad.

Al fin, su primo regresó. Le vi dirigirse hacia nosotros saliendo de una calle lateral, y desde el momento en que mis ojos se posaron en él, supe que era el brillante, aunque no simpático estudiante americano de arte. Llevaba un sombrero caído y una chaqueta de terciopelo negro desgastada, como las que yo había visto en la rue Bonaparte. Por la camisa sobresalía claramente un cuello que, desde lejos, no parecía excesivamente escultural. Era alto y delgado, pelirrojo y con pecas. Todos esos detalles los pude captar mientras se acercaba al café, mientras me miraba con una sorpresa natural desde su romanticismo desbordante. Cuando llegó hasta nosotros me presenté inmediatamente como un viejo conocido de la señorita Spencer, un papel que ella, tranquilamente, me permitió adoptar. Él me miró con un par de ojillos muy abiertos, y me saludó con solemnidad, a la moda «europea», con su sombrero algo roñoso.

—¿Usted no estaba en el barco? —preguntó.
—No, no estaba en el barco. Llevo en Europa varios años.

Él se inclinó una vez más, solemnemente, y me indicó que me sentara de nuevo. Lo hice, pero sólo con el propósito de observarle un instante, y constaté que ya era hora de volver junto a mi hermana. El protector europeo de la señorita Spencer era, en mi opinión, un tipo muy extraño. La naturaleza no le había dado la percha para un atuendo digno de Byron o Rafael, y su jubón de terciopelo y su expuesta aunque no escultural garganta, no estaban en armonía con sus atributos faciales. Llevaba el pelo muy corto y tenía las orejas grandes y mal ajustadas a la cabeza. Tenía un porte displicente y un encorvamiento melancólico que contrastaban peculiarmente con sus entusiastas y despiertos ojos, de un extraño color, un marrón casi rojo. Tal vez le estaba prejuzgando, pero pensé que sus ojos eran demasiado taimados. No dijo nada durante un rato; apoyó las manos en su bastón y miró a un lado y otro de la calle. Por fin, levantando el bastón lentamente y señalando con él, dejó caer con cierta sosería:

—Un toque muy bonito…

Tenía la cabeza inclinada hacia un costado, y arrugó sus feos párpados. Fijé con la mirada la dirección que había indicado con su bastón; el objeto señalado era un paño rojo que colgaba de una vieja ventana.

—Bonito toque de color —continuó diciendo, y sin mover la cabeza me lanzó su mirada medio entornada—. Combina bien. Perfecto tono añejo. Queda muy bonito.

Hablaba con una voz vulgar y sin ningún encanto.

—Veo que tiene muy buen ojo —respondí—. Su prima me ha dicho que estudia usted arte. —Me miró de la misma forma, sin contestar, y yo continué con estudiada cortesía—. Supongo que estará usted en el taller de uno de esos grandes artistas.

Aun así, él seguía mirándome fijamente, y entonces nombró a uno de los más grandes de aquellos tiempos; lo cual me llevó a preguntarle si le gustaba su maestro.

—¿Entiende usted el francés? —me respondió.
—Alguna cosa.

Él mantuvo sus ojos fijos en mí, y dijo:

Je suis fou de la peinture!
—¡Oh, eso sí lo entiendo! —respondí.

Nuestra acompañante posó su mano en el brazo de él con un pequeño y alegre revoloteo; era delicioso para ella estar entre gente que se entendía tan bien en idiomas extranjeros. Me levanté para marcharme y le pregunté dónde, en París, podría tener el honor de visitarla. ¿En qué hotel se hospedaría? Ella se volvió hacia su primo interrogadoramente y él me obsequió de nuevo con su lánguida y cínica mirada.

—¿Conoce el Hotel des Princes?
—Sé dónde está.
—Bueno, pues ahí será.
—La felicito —le dije a la señorita Spencer—. Tengo entendido que es el mejor hotel del mundo; pero en caso de que aún tenga un momento para visitarla aquí, ¿dónde se aloja?
—Oh, tiene un nombre precioso —me respondió ella alegremente—. «À la Belle Normande».
—¡Creo que sabré cómo llegar! —terció el primo, y al irme yo me obsequió moviendo su pintoresco sombrero con una gran floritura que parecía un estandarte ondeando sobre territorio conquistado.

(Continuará…)

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