La casa del hambre (V)

Dambudzo Marechera







Sonó el teléfono. Mientras hablaba por el esbelto auricular negro, dejé que mis ojos recorrieran el despacho una vez más. Esto era lo que mi madre siempre había querido para mí. Advertí un ejemplar de la publicación To the Point, una estúpida revista bóer sobre temas de actualidad en África.

La pelea entre Edmund y Stephen fue el acontecimiento del año. Llegó a eclipsar la declaración unilateral de independencia de Smith. Ocurrió de la siguiente manera: Stephen era el mayor, más grande y más fuerte de los alumnos de primer curso. Stephen tenía maldad. Era un matón, el típico matón africano de un instituto africano corriente. Había hecho suyas las figuras de Nkrumah, Kaunda, el Che, Castro, Stalin, Mao, Kennedy, Nyerere y, ya puestos, de cualquier otro personaje que pudiera suscitar discusiones de madrugada en el dormitorio. Stephen aborrecía a Edmund. Eran como el ratón y el gato, o como el gato y el perro, o como el perro y el cocodrilo, o como el cocodrilo y aquel Tarzán que veíamos dos veces por trimestre en el salón de actos. Stephen odiaba la música clásica. Y, por alguna razón, pensaba que Gogol era uno de los grandes enemigos de África y que había que acabar con él a toda costa. Stephen era un ávido lector de la colección de autores africanos de Heinemann. Afirmaba con vehemencia que había rasgos particularmente africanos en cualquier texto escrito por un africano y sostenía que, por lo tanto, los criterios de crítica literaria europeos no podían aplicarse en el análisis de la literatura africana. También recogió algunas perlas de sabiduría de La imagen de África de Mphahlele. Llevaba un estilo de vida acorde a sus ideas: casi lo expulsan por negarse a ir a misa y asistir a las oraciones (repetía: «el cristianismo es una mentira, buscad el reino en el poder político y todo lo demás se os dará»); siempre le recriminaba al profesor de geografía sus comentarios irónicos sobre el estado primitivo de las carreteras africanas; siempre estaba presentando solicitudes para que se enseñara historia de África (la única historia que nos tragábamos era la británica y la europea, y la estadounidense de postre). Fumaba hierba; consideraba que hay una parte de todo hombre que está permanentemente colocada, lo que le parecía magnífico. Y añadía que hay una parte del hombre que nunca envejece y que a esta parte del maquillaje humano no la movían las cosas, sino que ella es la que las mueve, las transciende y se manifiesta en todo su esplendor cuando las cosas que se mueven están al borde de la parálisis. Stephen también tenía pesadillas, emanaban a borbotones. Esta «debilidad» lo avergonzaba. Escuchábamos sus gritos aterrados casi todas las noches. Intentaba mantenerse despierto provocando un debate interminable sobre todo lo habido y por haber. Un día anunció que la madre de Edmund era una «puta borracha del montón», que él, Stephen, se la había tirado a lo bestia y que ella había utilizado parte del dinero para pagar la matrícula de Edmund. Yo sabía que algo de verdad había en la declaración inesperada de Stephen. El dormitorio entero se quedó paralizado, no tanto por la noticia como por la maldad que encerraba. Hasta Stephen pareció darse cuenta de que había cruzado una línea que no hay que cruzar, e iba a costarle caro.

Edmund rompió el silencio con una voz sorprendentemente tranquila.

Retó a Stephen a un combate.

El dormitorio se rió. Yo también.

Stephen se rió.

Le pegué un tirón a Edmund de la manga del pijama, advirtiéndole. Pero se limitó a apartarme y a decir en voz alta:

—Retira lo que has dicho y discúlpate delante de todo el dormitorio.

El dormitorio se rió con nerviosismo. Con inquietud.

Stephen, ya a sabiendas de que se iba a salir con la suya, replicó:

—Ya habéis oído lo que ha dicho el Cerdo. Se está tirando pedos en nuestras caras otra vez. Jamás he rechazado un desafío, África siempre se enfrenta a cada nuevo desafío, como dijo Nkrumah. Hasta al desafío de la inmoralidad o de este gamberro llorón, esta gota de semen bastarda.

Se acercó tranquilamente hasta Edmund y le golpeó con desdén con el dorso de la mano. La cabeza de Edmund chocó contra la taquilla.

Lo agarré del brazo.

—Por Dios, no estamos en una novela ambientada en San Petersburgo. Este va en serio. Es un matón. Te va a destrozar.

Pero Edmund ya había emprendido resueltamente el camino a Jerusalén. Tenía los ojos rojos, resentidos por la intensidad de la bofetada de Stephen. Un fatalismo extraño parecía haberlo hecho madurar de pronto.

—¿Alguna otra opción? —me preguntó con calma.

Hasta el delegado trató de intervenir. Creo que le tenía estima a Edmund como una aldea le tiene cariño al tonto del pueblo.

Pero Edmund volvió a preguntar:

—¿Alguna otra opción?

El combate tuvo lugar al día siguiente, un sábado, en la explanada donde los chicos y chicas Scouts desfilaban habitualmente.

Yo no fui a verlo.

Se me hizo eterno esperar a que todos regresaran. Todos excepto Edmund. El silencio de los chicos me alarmó. Pero un muchacho pequeño, con mucho pelo, del que más tarde supe que se llamaba Philip, corrió hacia mí y me dijo con voz ronca:

—No quiere que nadie lo ayude, pero seguro que a ti te escucha. Sois amigos, ¿no? Está allí tumbado sobre su sangre. Lo que queda de él. Tiene mirada de loco. Pero no está delirando. Solo revolcándose en su propia sangre…

Stephen salió del baño, secándose las manos y mirando con pesar sus nudillos magullados. Tenía sangre en la camisa; una mancha enorme que parecía un bosquejo del mapa de Rodesia. ¿Dónde estaba Edmund? Philip también lo vio y se calló de inmediato. Corrí como loco hasta la explanada donde lo habían abandonado.

Estaba a cuatro patas en un mar de sangre. Su rostro era irreconocible. Y estaba aullando, gimiendo enloquecido como un animal. Casi lloré cuando finalmente entendí lo que estaba diciendo. Estaba repitiendo una y otra vez «Soy un mono, soy un babuino, soy un mono, soy un babuino». Había perdido casi todos los dientes delanteros y su mandíbula parecía colgar de un hilo. Se le estaban formando grandes postillas de sangre por los ojos, la nariz, la boca y las mejillas. Lo cogí en brazos para llevarlo directamente a la enfermería. No me pesaba. Tampoco me pesaba escucharlo repetir una y otra vez con voz débil y entrecortada: «Soy un mono, soy un babuino, soy un babuino». Lo comprendía perfectamente.

—Hay que llevarlo al hospital —dictaminó la hermana Catherine al verlo.

Y cogió el teléfono para llamar al director.

Cuando el camión del instituto se llevó a Edmund al hospital de Umtali, el director me preguntó quién le había hecho eso.

Negué con la cabeza.

—Se lo dirá él mismo cuando se ponga bien. Si quiere.

Estaba cansado. Me sentía aletargado. Empecé a morderme los labios.

Le inmovilizaron la mandíbula. Le pusieron muchos puntos en un intento por salvar algo de aquel rostro machacado. Metros de puntos. Casi había acabado el trimestre cuando se reincorporó al instituto. No dijo nada, ni una palabra sobre Stephen. El estar tan taciturno hacía más pronunciadas las cicatrices de su cara; parecía que el asco fatalista que sentía por sí mismo había unido sus rasgos con puntos de sutura. Smith anunció su declaración unilateral de independencia. Escribí un relato sobre la pelea, pero lo rompí en cuanto lo acabé, indignado al ver la cara cosida de jabalí verrugoso de Edmund. Ese, el de la foto.

Le devolví el periódico a Philip.

Encendió un cigarrillo.

—Recorta la foto si quieres.

«¿Por qué no?», me pregunté.

Cogí unas tijeras pequeñas.

Doug y Citre entraron. Tejanos desgastados. Camisas vaqueras. Citre había estudiado literatura inglesa en Durban y ahora andaba preocupado por si lo reclutaban en el ejército. Doug, tras pasar por una escuela de Bellas Artes de Londres, intentó hacer cine, pero acabó en temas de publicidad. Doug era un tipo fornido, muy serio, de rostro anguloso y hombros anchos y bajos, que exhibían la ruda elegancia de la juventud inquebrantable. Citre, más alto y más delgado, tenía la torpeza de una jirafa desgarbada que está aprendiendo a caminar, todo cuello y patas. Excesivamente indeciso y dado a expresar sus opiniones con timidez; en general, un joven agradable y patoso.

Doug nos llevó en coche a casa de Citre. Mientras esperábamos a los demás invitados, compartimos pipas de hierba y probamos las galletas de marihuana de Doug. Citre, para variar, hizo algún comentario sobre política tartamudeando para que Philip y yo nos sintiéramos cómodos.

—La política es una mierda —declaró Doug, pensativo.

Asentí.

—Los blancos son una mierda —añadió Doug con los ojos cerrados.

Asentí.

—Y los negros son una mierda —dijo Doug soplándose la ceniza del pecho de la camisa.

Antes de que me diera tiempo a asentir otra vez, Philip intervino:

—Todos los seres humanos son una mierda. Ese es el problema.

Asentí, sintiendo cómo mi espíritu explotaba de placer.

Había un espejo que reflejaba mi cabeza asintiendo a cámara lenta. Daba la impresión de que podría seguir asintiendo eternamente. Era una sensación tan agradable que no podía soportarla.

—¿Te gusta la música? —me preguntó Citre.

Tuve que hacer un esfuerzo para dejar de recrearme en los cristales nítidos que eran sus palabras.

—¿Qué música?

Yo era un gran pájaro volando a gran altura en los espacios personales de Dios, donde la música de las esferas celestes es tan tranquila que los placeres humanos corrientes no tienen valor alguno. Era un águila solitaria, planeando, girando tensa sobre el eje dorado de un crepúsculo embriagador. En una de las fotografías de Solomon. ¡Dios mío!

—Estás moviendo la cabeza al ritmo de la música —dijo Citre subiendo un poco el volumen.
—¡Ah!

Después, Doug apagó las luces y encendió un proyector de cine instalado frente a una tela blanca en el muro opuesto. La primera película trataba sobre un negro viejo, con la camisa hecha jirones bien metida por dentro del pantalón, que iba en bicicleta a la ciudad. Sus manos delgadas y fibrosas se aferraban al manillar helado. Sus pies descalzos pedaleaban mecánicamente sin parar. Sus cansados ojos de búho miraban directamente al objetivo espía. La segunda era un primer plano brutal de cinco minutos de una negra acunando y durmiendo a un bebé blanco. La cara rosada y satisfecha del niño se hinchaba y deshinchaba dulcemente, mientras sus ojitos somnolientos contemplaban un pelo largo que la negra tenía en la barbilla. En la tercera película había cinco personas: tres hombres y dos mujeres en un ascensor que no dejaba de subir. ¿O se había parado? ¿O estaba bajando? Todos miraban cohibidos los números que parpadeaban de un modo aleatorio. La cuarta película mostraba recortes de periódicos. La cámara empezó haciendo un barrido de diez minutos de un listado de nacimientos y bodas y acabó enfocando de pronto las fotografías en blanco y negro. Muchas de las fotos mostraban atascos y accidentes de tráfico espantosos (una de las víctimas era el viejo que iba en bicicleta al principio). Primeros planos de violentas escenas de rugby. Un pelotón de fusilamiento disparando a la mujer que lideró la sublevación de 1896-97; se parecía a la mujer de la segunda película. Escenas de accidentes laborales, seguidas de un plano de quince minutos de una lista inacabable de esquelas. Doug había filmado imágenes de personajes públicos hablando en privado y las había superpuesto al obituario. Al final, un bebé formaba laboriosamente con bloques de letras la palabra FIN. La quinta película era la que estaba esperando. Doug nos había grabado a Patricia y a mí en las últimas convulsiones de una sesión de sexo salvaje. No había llegado a ver la película por un problemilla que tuve con la policía. En la sexta, Citre se tiraba a Julia. Ya la había visto, pero no había apreciado lo mejor: Doug había superpuesto una imagen de Ian Smith proclamando la declaración unilateral de independencia. En la última película se veía un bolígrafo dibujando una serie de interrogaciones.

—Y esta, señores, es mi novela —exclamó Doug a carcajadas encendiendo la luz.

Me giré a ver quién más había llegado durante la proyección. Estaban diseminados en un paisaje de cojines y pufs de color rojo sangre muy llamativos. En la esquina opuesta, Patricia estudiaba con detalle la portada de un disco de Las cuatro estaciones de Vivaldi. John, un matemático que el día antes me había prestado su maltrecha máquina de escribir, defendía la tesis poco convincente de un gobierno elitista. Su público estaba formado por un joven con granos que tocaba la batería en un grupo de jazz local. En una cama color vino había tres chicas descansando lánguidamente y bebiendo Bristol Cream. Eran unas trillizas, casi idénticas, que estudiaban antropología, pero no parecían muy entusiasmadas por Malinowski, ni por Radcliffe-Brown ni por Evans-Pritchard. Sus diminutas bocas rosadas parecían estar continuamente contraídas por una diversión interna.

Sentado como un buda en el centro de la sala estaba Richter, un estudiante de algo místico y oscuro, cuyos dibujos con palabras estaban de moda por entonces. Conocí a Richter por casualidad. Era, al igual que yo, un bebedor solitario. En la asociación de estudiantes siempre se sentaba solo, al final del porche, bebiendo cócteles potentes y raros de alcohol puro. Después, los militares le echaron el guante y, después de trabajárselo, lo único que quedó de él fueron los estertores de unas alas de saltamontes en su cabeza. Se había convertido en uno de esos tipos a los que el silencio, más que la inteligencia, les confiere una cierta dignidad trascendental. Sin embargo, a veces diseccionaba para nosotros ese silencio con gran meticulosidad, hendiendo el escalpelo hasta las entrañas y señalándonos los órganos de interés con un alfiler estéril. Estos venían a ser relatos terribles de las atrocidades que había presenciado o en las que había participado.

Richter falleció hace poco. Un tren lo redujo a una mancha mientras deambulaba por el centro a una hora temprana en un sopor etílico aderezado con drogas. Pero ahora estaba aquí. Frío, níveo, como si ya estuviera muerto, envuelto en una membrana de silencio y sentado inmóvil como si estudiara el abismo en el que había de caer.

«Richter no sería Richter sin la mácula de aquellas cicatrices bautismales», pensé mientras lo observaba.

En ese momento, Atenea hizo su entrada adoptando la forma de Ada, la hija de Nestar. Al igual que Nestar, era tan resistente y cortante como un diamante. Solo vestía tonos claros marrón y chocolate. Un collar largo de ágatas bruñidas descansaba sobre sus pechos realzados. Se dejó caer en un cojín, junto a Philip.

Sonrió de una manera arrebatadora.

—He oído que le has hecho algo a mi hermano —dijo dejando entrever un diente de oro.

Philip se mostró preocupado y afligido.

—¿Cómo está? —preguntó.

Su sonrisa se tragó la habitación.

—¿Cómo está tu hermana? —preguntó a su vez.
—Recuperándose.
—Él también —replicó ella, con un tono gélido repentino.

El destello de sus enormes pendientes bañados en plata latía como una estrella distante que mandaba señales al último hombre sobre la faz de la Tierra. Me asustaba un poco el hecho de que estuviéramos a años luz el uno del otro. Aunque el estar en contacto, si no dejaba una puerta abierta, al menos permitía albergar una esperanza. Habría otras reuniones como esta, de recuerdos y de muertos que nunca han llegado a irse. Y de los que vendrían, a pesar de que siempre habían estado aquí. Parecía como si se tratara de una herida de Dios y nosotros fuéramos los gusanos que se arrastran por ella. Y, saciados con la ausencia total de propósito de todo aquello, eructábamos gas nervioso a la cara de la siguiente generación. Ada era de las que caminan por la cuerda floja sonriendo con desdén cáustico ante cualquier contratiempo inesperado; sin mirar para arriba ni para abajo, simplemente andando despacio hasta la boca del cocodrilo. Richter le pasó la pipa de la paz. Las trillizas parloteaban mientras escuchaban con indiferencia el relato fragmentario de Robert sobre la gira de su grupo por Sudáfrica. Patricia sostenía una flauta plateada, con la que emitió una nota dulce indiscernible; entonces, frunciendo el ceño, miró por la boquilla, agitó la flauta y comenzó a tocar para sí misma. Me senté en un cojín frente a ella.

Había dejado la universidad y desaparecido sin decir nada a nadie. Se fue después de que unos manifestantes de extrema derecha nos dieran, a ella y a mí, una paliza. Sus padres contrataron a un detective privado para dar con ella. La encontró seis meses más tarde en unas chabolas a las afueras de Ciudad del Cabo. Expuso sus cuadros y batiks con gran éxito de crítica. Sin embargo, volvió a desaparecer poco después de la exposición. La hallaron en una especie de fumadero de opio en el barrio chino. Armó un gran escándalo que acabó en los periódicos. Una vez que se aclararon las cosas, tuvo que arreglárselas sola. Pintaba con furia. En una segunda exposición, la policía le confiscó algunos dibujos y cuadros y se corrió la voz de que había sido acusada de corromper la moral pública. No podía soportarlo más: destrozó el resto de sus obras, las rajó a navajazos y bailó encima de ellas como el que baila sobre la tumba de un ser querido. Ahora era difícil desaparecer en cualquier parte del África Austral. Quizás en Malaui. Ada le facilitó el nombre de un griego que la ayudó sin dudarlo tras recibir una suma de dinero, cuya cuantía nunca se supo. Desapareció por tercera vez. Algunos aseguraban que estaba vagando por África con una cámara barata, unos lápices y un bloc de dibujo por todo equipaje. Me preocupé y Harry aprovechó para agudizar su sarcasmo a mi costa.

Regresó medio ciega, con fiebre y afónica. Estuvo hospitalizada varias semanas, pero no me dejaron verla porque era un hospital para blancos. Consiguieron que recuperara la vista. Pero jamás pudo volver a hablar.

Me pasó la pipa de la paz y se puso a rebuscar en su bolso de tela. Sacó un libro y me lo ofreció. Se vislumbraba una llama en sus ojos, una ternura salvaje que nunca había visto. No. Sí que la había visto antes. En Immaculate. Hojeé el libro.

Mi rostro se fue paralizando paulatinamente.

La abracé con torpeza, como un escéptico que no termina de confiar en sus sentidos ni en su razón: ¡le habían publicado sus cuadernos ese mismo día! Me agarró la cara y me besó hasta dejarme sin aliento, pero henchido de fe.

Patricia apenas medía un metro sesenta. Ojos verdes. Cabellos de un rubio rojizo claro con un recogido informal que le llegaba hasta la cintura. A pesar de que no era ninguna belleza, como Harry me había dicho en un intento por ofenderme, y de que cuando no tenía ganas de arreglarse iba un poco desaliñada, Patricia era una de esas jóvenes inquietantemente sobrias y adultas a las que nuestro país destroza o mete en cárceles y manicomios. Estábamos viendo una manifestación de extrema derecha (solicitaban la segregación racial en las residencias de estudiantes) cuando exclamó:

—¡Tengo que irme de aquí!

Yo estaba tumbado boca abajo mirando aquellas pancartas desafiantes («¡Negros fuera!» «¡Solo blancos!» «¡La segregación es la verdadera integración!») y ella estaba de rodillas. Sus labios, preocupados, parecían haber tomado una decisión. Me estrujó la mano:

—Vámonos los dos.

Pero, imbécil de mí, negué tristemente con la cabeza y le recité mecánicamente las razones por las que no iba a «irme de allí». Ella no cejaba en su empeño:

—Es muy fácil. Salimos del campus para no volver e intentamos salir de este maldito país. Huiremos a Botsuana. Y cogeremos un vuelo a Londres en Gaborone. Yo me dedicaré a pintar y tú a escribir. Habrá…

Uno de los manifestantes se nos había acercado y la miraba con maldad. Comenzó a insultarla:

—Zorra. Puta de los cafres. Te van los negros, ¿eh? Eres…

Me levanté con calma.

Se giró hacia mí.

—¡Y tú…!

Esquivé aquel puñetazo brutal, le agarré la cabeza por detrás y, poniéndome tenso de pronto, le di un cabezazo que le hizo crujir la mandíbula. Tras él se estaban congregando otros manifestantes con cara de pocos amigos. La levanté de un tirón:

—¡Corre!

Derribé a otro de un golpe y corrí tras ella.

Nos pisaron los talones en un momento. No teníamos escapatoria. Ella y yo. Nadie iba a acudir en nuestra ayuda porque nos habíamos atrevido, ella y yo, a hacer alarde de nuestra cornamenta y nuestras pezuñas delante de nuestros respectivos grupos raciales. Ella no podía correr mucho por su pie zambo. La oía jadear de dolor. El cielo giraba en espiral a su alrededor.

De reojo, veía unas formas que corrían como locas convergiendo en nosotros. Por poco me caigo sobre ella cuando tropezó. Estábamos rodeados de caras blancas. Hinchadas de sangre. La carne rosada se remangaba sobre sus dientes. ¡Aquellas garras! En aquel momento, una milésima de segundo antes de que llovieran los golpes, estudié a fondo cada rostro, uno por uno: un grano por aquí, un labio leporino por allá, ojos brillantes, pelos en la nariz, ojeras bajo unos ojos azules, una cara encendida, otra como un trozo de jamón, otra esquelética…

El impacto de mi puño sobre el labio leporino me sacudió entero desde los nudillos hasta las entrañas. Patricia estaba intentando levantarse, arañando una cara, explotando el grano con sus pequeños puños. El hombre del rostro esquelético ya había lanzado un pie al aire para darle una patada en el estómago cuando mi pie le dio de lleno al suyo en pleno vuelo. Dio una voltereta en el aire, me agaché y lo derribé al levantarme. Cayó sobre cinco amigos suyos. Un puño como una roca enorme, que pertenecía al que tenía la cara como un trozo de jamón, me alcanzó la mitad de la cabeza y me puse a sangrar. Convirtiéndome en una mancha. ¡Manchas! Le golpeé a la vez que le di una patada en la espinilla. Cuando se inclinó hacia delante le propiné un izquierdazo en la cabeza. Patricia estaba de nuevo en el suelo, envuelta en un torbellino de patadas.

Loco de desesperación, me dispuse a luchar como un lunático a su alrededor. Golpes, puñetazos, ganchos… castigué a los malditos filisteos. Les pegué, aticé, acometí contra ellos. Ella gritaba de dolor al verse pisoteada. Los apedreé con el granizo de la impotencia. Los lapidé con las piedras del miedo. Arremetí contra ellos. Me tenían agotado. Los arañaba, los lesionaba, sacudía los brazos como aspas de molino, llevándome por delante aquellas caras blancas infinitas. Pero seguían dándome una paliza hasta que perdí tanta sangre que llegué a plantearme si seguía vivo. Me pegaban con violencia, dándome donde más dolía. Me llovían golpes por todas partes. Evité a toda costa caer y protegerme la cara con las manos. Se habrían tirado sobre mí. Les devolví los guantazos, los cosí a golpes, les sacudí bien, les zurré de lo lindo, mientras ellos me machacaban, me reventaban, me trituraban. Yo contraatacaba con los pies y las rodillas, defendiéndome como podía mientras me convertían en un bloque de dolor. Yo les seguía aporreando, zumbando, dando mamporros, azotando y atizando a la vez que ellos caían como un mazo implacable sobre mí. Ella estaba tirada, inmóvil. Su camisa rasgada dejaba a la vista un sujetador sucio. Terminé con un gancho y lo último que vi fue una cara blanca, fría, paralizada por la enorme afluencia de sangre. Y entonces me desplomé sobre ella…

Aquellos puntos de sutura. Aquellos puntos. Me mordían uno a uno cuando penetraba la aguja. Todos un poco manchados de sangre. Me han hincado los dientes hasta hacerme perder la razón.

Mi primer recuerdo es el del cielo balanceándose de lado mientras me caía de un manzano. La caída apenas me magulló las manos y las rodillas. Madre las lavó con agua caliente y sal. Me acuerdo de su rostro vivo que me miraba con preocupación en la cuna, donde yo disfrutaba de mi primer contacto con el mundo. Y de cuando tuve problemas de vista: me picaban los ojos muchísimo y veía esferas de luz que giraban sobre sí mismas. Y la primera vez que tuve tanta fiebre que ni las aspirinas ni el Cafenol conseguían bajármela; aprendí entonces a recelar de mi imaginación y de mi mente. Todavía no sé si la inundación iba subiendo o era mi cuerpo el que iba hundiéndose en aquel terror líquido. Después, pusieron un pestillo en la puerta a causa de mi sonambulismo. Llamaron al nganga. Me hizo incisiones de un centímetro por todo el cuerpo y me restregó un polvo negro por las heridas. Prepararon una especie de papilla y, cuando hirvió con fuerza, me obligó a inhalar los vapores cubriéndome con una manta.

Otra cosa de mi infancia que recuerdo con claridad es un perro descomunal que me observaba desde el asiento trasero de un coche. Mis padres me habían llevado a visitar a alguien al hospital africano y yo me había puesto a deambular por el aparcamiento. Me quedé con la boca abierta cuando vi aquella bestia peluda en uno de los vehículos. Tenía los ojos negros y límpidos. Eran de una claridad sin profundidad alguna, lo que me hizo confiar en él. Tenía el hocico negro y suave y las orejas le caían limpiamente sobre unas mandíbulas impresionantes. Sentía que aquella bestia vivía en lo más profundo de mi ser. Se apoyó contra el cristal atravesándome con la mirada y, sin poder resistirme, fui a abrir la puerta para liberarlo. En cuanto se oyó el discreto sonido de la puerta, el animal, gruñendo, dejó caer todo su peso contra ella y acabó encima de mí enseñándome los colmillos.

Tengo moscas aplastadas contra mi memoria. Cual feligreses devanan redes de oraciones en busca de pequeñas revelaciones. Manchas de tinta, acuarelas, tiza, pinturas al pastel, manchas de lágrimas, manchas de sangre, horarios, pósteres del ciclo vital de las moscas, más manchas de tinta… Dedos sucios rascando orificios oscuros, imágenes borrosas colándose en las grietas apulgaradas del espíritu. Y los que una vez fueron nuestros padres ahora se pudren y desprenden hedor bajo la cal del siglo XX. Habían lanzado con delicadeza una malla de hierro sobre los cielos. Ahora, más tensa, nos mordía de repente la parte más blanda de nuestros cerebros. Los fuertes golpes que recibimos en el cráneo nos resultaron extraños hasta a nosotros mismos. Y bajo el cráneo, nuestras mentes supuraban, gangrenosas. Como miembros de una banda organizada. La ropa interior de nuestras almas estaba llena de agujeros y nuestra entrepierna infestada de piojos. Éramos putas, totalmente devoradas por la sífilis que traía la llegada del hombre blanco. Masturbándonos con el desplegable de Playboy, insultando a gritos a un racista aislado pero provocador, enseñándole el culo a la profunda letrina exterior, escribiendo poesía protesta negra, follándonos conejos como si intentáramos demostrar que los blancos no existen. Todo esto no era más que un intento de eludir nuestra podredumbre.

Estos puntos de sutura, como una malla lanzada al cielo, se tensaban alrededor de la mente y la aguja iba mordiendo sin piedad las partes más tiernas del cerebro.

Acompañé a Philip a casa. Estaba todavía peor que yo. Nos habíamos despedido de Doug y de Citre y de Richter y de Patricia y de Ada y del coro de las tres cotorras. Me fui a casa tambaleándome.

Emergieron dos sombras de la oscuridad. No los conocía. Me bloquearon el paso.

—Te estábamos buscando —dijo el más bajo.

Se acercaron.

—Le has dado una paliza a nuestro amigo, tío. A Leslie, tío. Nadie toca a Leslie, ¿no lo sabes o qué?

Leslie era el hijo de Nestar.

Di un paso atrás. Me sudaban las manos.

—¡Gilipollas de mierda! —me espetó el alto golpeándome con fuerza en la mandíbula.

Oí cómo mis dientes crujían del impacto. Iba a echar a correr, pero el bajito me puso la zancadilla y caí de bruces sobre el camino empedrado. Me estaban dando patadas en la cabeza. Yo trataba de escupir trozos de dientes rotos. Me di cuenta de que estaba pidiendo auxilio a gritos. Conseguí zafarme de ellos. Había perdido un zapato. Solo vino tras de mí el alto, intentando hacerme tropezar a base de patadas. Estaba demasiado cerca como para desaparecer como una flecha en un portal y llamar a alguna de las casas que iba dejando atrás al correr. Me caí inesperadamente, haciendo que el alto tropezara y cayera sobre mí. En un segundo, me levanté y me metí en un portal. Estaba a punto de llamar a la puerta cuando me agarró, me empujó brutalmente contra la tapia de ladrillo del jardín y comenzó a golpearme la cabeza contra el muro. Grité más fuerte con la esperanza de que me escucharan en la casa. Gracias a una patada con mi pie descalzo, conseguí escapar y corrí gritando hasta una ventana. Le di un puñetazo al cristal, haciéndome un corte profundo en la muñeca, y me puse a aullar por el ventanal. Me amordazó la boca con la mano y me arrastró desde la ventana, a través de la verja abierta, hasta el camino empedrado donde acabó conmigo hasta dejarme sin habla y sin conciencia.

Volví en mí poco a poco. No había nadie en el camino. Me extrañaba seguir con vida. No sabía que el cuerpo podía soportar tanto dolor. Me levanté a duras penas, crucé la verja cojeando y llamé de nuevo a la puerta. No se oía ni un ruido ni había luz. Ni rastro de vida humana.

Giré el pomo. La puerta se abrió sin problemas. Entré. No había cortinas y el viento y la luz que se colaban por una ventana rota me permitieron constatar que se trataba de una gran habitación vacía y oscura. No había nada. No había muebles, nada. Nada de nada. Mi espíritu también había quedado reducido a la nada. Mi cara había sido sin duda invadida. Una puerta bostezaba inexpresivamente ante mí. Conducía a una habitación más pequeña: adormecida, lóbrega y completamente vacía. No me atreví a tocar las paredes para comprobar si existían de verdad. Después de todo, estaba claro que allí había habido una ventana y que la habían dejado hecha añicos de un modo contundente. Por alguna razón, empecé a preguntarme si yo mismo me encontraba allí; quizás era una mera creación de las habitaciones. Otra puerta se alzaba ante mí. Llevaba a un pequeño porche que daba sobre un jardín salvaje y descuidado enmarcado en la inmensidad azul oscura de la noche estrellada. ¿Aquí tampoco había nada? ¿Había pedido auxilio en vano? Apenas había bajado un escalón del porche cuando algo grande y furtivo se abrió paso, de pronto y con dificultad, a través de aquella jungla de malas hierbas y tallos de maíz para desaparecer en un agujero que se dibujaba en el muro del jardín. Me llevé la mano a la cabeza sin darme cuenta: sentí un dolor repentino, como si me hubieran sacado de cuajo una lámina de materia gris con unas pinzas.

Salí corriendo de la casa como un loco que ha visto el interior de sus propios desvaríos. Encontré una cabina y llamé a una ambulancia, que me recogió y me llevó al hospital africano. El médico me cosió la muñeca y me hizo una radiografía craneal. También me puso la inyección del tétanos. Me mostró la radiografía sobre una pantalla iluminada. Sentí un escalofrío al ver mis huesos. Dejé escapar una risa incómoda. A mi mente, a mi cabeza, no le pasaba nada, pero a la sonriente calavera le faltaban algunos dientes. Nunca pude borrar de mi recuerdo aquella sonrisa rota. Esta imagen de mi cráneo se difuminó con el recuerdo de aquella casa vacía, extrañamente terrorífica, que había mantenido un silencio confuso cuando pedí auxilio.

La casa del hambre fue lo primero que me creó una aversión a las cosas. Para mí, mi padre no era más que el que de vez en cuando se tiraba a mi madre, pagaba el alquiler, me daba una paliza y al que, a escondidas, le ponían los cuernos con varias personas. Conducía unos camiones de mercancías enormes, que llevaban aceite de cacahuete a Zambia, a Zaire y a Malaui. Sabía que lo despreciaban, por mi madre, porque siempre llevaba un mono caqui, hasta los domingos, y porque era bastante generoso con el dinero, tanto con los amigos como con los enemigos. El problema es que era alcohólico.

En una ocasión nos emborrachó tanto a Peter y a mí que madre nos echó una bronca a los tres y después lo echó de casa a empujones. No lo dejó entrar en toda la noche. La única vez que estuvo a punto de ponerle la mano encima a madre fue cuando ella descubrió que tenía un equipo completo anti-ETS en su bolsa de viaje: inyecciones, pastillas, penicilina, etc. Se lo tiró a la basura. Una noche lo trajeron en ambulancia: querían que lo acompañara alguien.

—¿Qué le ha pasado? —inquirió madre.
—Lo han apuñalado.

Se montó en la ambulancia, dejando que Peter y yo nos las apañáramos solos. Más adelante supe que lo había apuñalado el que hasta entonces era el inofensivo tonto del pueblo. Padre nunca volvió a ser el mismo: se hizo adicto al alcohol puro. Algunas noches sufría de temblores y no era consciente de lo que hacía ni de lo que decía. Sus manos se estremecían y se retorcían de una manera incontrolable. No sabía dónde estaba, ni quién era, ni quiénes éramos nosotros, ni dónde estaba el baño. Hablaba de «moscas». Por lo visto, cuando se encontraba en ese estado, lo atormentaban las Furias, que descendían de los cielos adoptando la forma de una nube densa de moscas caseras que cantaban y zumbaban el Aleluya de Händel.

Madre era más temida que respetada. Se esforzaba en follar, llevar la casa y atar en corto a su marido, al menos en apariencia. Se le daba bien discutir, nunca salía perdiendo. En cuanto a lo que me incumbía a mí, no tenía nada mejor que hacer que arrojar a sus hijos al foso de los leones blancos. Peter se parecía más a ella; yo, a mi padre. Padre no era capaz de controlar a Peter, solo madre lo conseguía; así que, para compensar, conmigo era inflexible.

Por razones obvias, Peter se granjeó enseguida la enemistad de todos los padres y madres que tenían hijas. Él y madre le confirieron a la casa un tufillo a escándalo que podía olerse en toda la región. Cuando Peter cumplió veintiún años, padre le regaló un flamante equipo anti-ETS. Madre se conformó con advertirle que no se liara con mujeres casadas. Y yo, a regañadientes, porque estaba muy celoso, lo felicité con reservas.

Por aquel entonces, yo era más experto en libros y masturbación que en chicas, peleas callejeras y apuestas. Cada vez que madre me cambiaba las sábanas, me obligaba a explicarle de qué era cada mancha. Puesto que todas las manchas eran de semen, siempre me echaba un sermón con desprecio sobre lo «fáciles» que eran las chicas y cómo podría acostarme «con una o dos». O tres. O cuatro. O cinco.

—No tiene complicación alguna. Lo plantas en el agujero entre el agua y la tierra, es fácil. Se abre de piernas y le plantas tu pelvis entre sus muslos y ¡bingo! Ahí, entre su agua y su tierra. Le das con todas tus fuerzas y te dejará entrar a ti y a tus pelotas. ¿Te enteras? Se te tragará hasta el cuello. Cuando te corras, verás cómo se le empañan los ojos. No pares, sigue clavándosela. Dándole. Ella engullirá hasta el último pelo de tu cabeza. ¿Te has enterado bien? Estupendo. Entonces, ¿por qué no te vas a tirarte a alguna y dejas de mancharme las sábanas? Tardaste mucho en dejar de tomar el pecho, tardaste en dejar de mojar las sábanas y ya estás tardando en buscarte cualquier zorra para que te la menee. Me tienes harta. Harta ya. Será por los libros esos que lees… ¿Para qué lees si ya has acabado con la universidad? Harta me tienes.

Pero el viejo era mi amigo. Simplemente entró en la casa un día para guarecerse de la lluvia, aferrándose al puño de su bastón. Y ya se quedó. Su rostro parecía un amasijo de hilos de cobre; sus muñecas, cuerdas de músculo; y su cuerpo maltrecho tenía un aspecto tan frágil y quebradizo que daba la impresión de que un golpe de viento o un improperio lo habría mandado volando bajo la lluvia otra vez. Sus dientes, rotos y manchados de tabaco, eran los de un caballo viejo que hasta el fabricante de pegamento rechazaría. Sin embargo, aquellos ojos hundidos, del color del fuego cuando se refleja en el agua, estaban tan llenos de historias como su lengua presta a contarlas. Tomaba el sol en la alegre compañía del coro local de moscas y a veces se ahogaba en una risita misteriosa. Sacaba su petaca y se liaba un cigarrillo rasgando páginas del Herald. Lo que más le gustaba era verme escuchar con atención sus historias sesgadas, laberínticas, fragmentarias. Una mirada transparente y astuta, una risa ilusionada, una tos dificultosa que tenía algo de tierra, de gravilla. Estos rasgos daban forma a los fragmentos de cosas que arrojaba en mi dirección sin darle mucha importancia.

—Un cazador de mujeres —comenzaba de pronto—. Ir a la caza de algo en tu interior es de idiotas. Ya te digo. Gritaba en sueños algo del fuego de la cacería. Cuando al final se despertó estaba bajo el ojo del cielo. Un fuego salvaje. Bajo el sol… Desterrado del pueblo, de la ciudad y del país. Desterrado del útero, de la casa y de la familia. Un desierto absoluto. Granos de desesperación. Se alimentaba de descontento, pero aquello no le llenaba el estómago. Se alimentaba del odio que sentía por todo, pero aquello no saciaba su sed. Se alimentaba de sueños de todo tipo: de venganza, de perdón, de automutilación, del amor que se encuentra en todas partes. Pero aquello seguía sin llenar su estómago y sin saciar su sed. Porque era una sed extraña. Un hambre desconocida que lo había apartado de sí mismo, de sus amigos, de su familia, de todas las cosas del mundo del que procedía. Deambulaba solo, con la cabeza descubierta, bajo el sol. Se alimentaba del agotamiento mental y físico; sin embargo, el cerebro solo muere a instancias de sí mismo y el cuerpo es un bien preciado que se marchita y se encorva, generando un nuevo ser que resplandece envolviendo al cuerpo gastado y no muere hasta que la gran estrella se pone. El agotamiento no le aplacó la sed ni el cansancio, ni evitó que le rugiera el estómago de hambre. Llegó a una gran ciudad, pero cuando fue a entrar, el centinela soltó una carcajada y todo se desvaneció convirtiéndose en dunas. Puede que la ciudad nunca hubiera existido. En su visión había unos pájaros grandes y hermosos, pero se transformaron en buitres cuando los llamó y desaparecieron dando chillidos. Sintió una irritación repentina. De hecho, se rascó suavemente entre las piernas. Y entonces dijo: «Viviré en el corazón de un grano de arena». Y añadió: «Encenderé una cerilla y cuando haya prendido saltaré justo dentro del oscuro corazón de la semilla de la llama». Sin embargo, al escucharse a sí mismo, a la sed y al hambre, sus palabras se hicieron repentinamente sabías: «Viviré en el nacimiento del río, donde se originan todas las preguntas del ser humano».

El viejo sacó su petaca y se lió un cigarrillo. Su rostro, aquel amasijo tirante de hilos de cobre, se tensó un poco. Cada punto de sutura dibujaba una sonrisa.

—Había una raza de hombres de África —continuó— cuyas mujeres eran botellas. Y en cada botella había un barco. Estos hombres valoraban mucho los barcos, pero no se preocupaban mucho por las mujeres. Después de todo, ¿para qué sirve un barco en una botella? Estas botellas eran irrompibles. Y los hombres no podían romper a sus mujeres para conseguir los barcos…

El viejo encendió el cigarrillo con un tizón de la lumbre. Yo le di la vuelta a las mazorcas que estaba asando. Se estaban volviendo de un amarillo delicioso, como el corazón de un atardecer fascinante.

—Un hombre se levanta en la inmensidad de la noche, sale a mear y ya no vuelven a verlo.

Le dio una calada a su cigarrillo y me contó, tosiendo y respirando con dificultad, la siguiente historia:

—Un hombre encontró un huevecito en un pequeño hoyo que estaba junto a un árbol enorme destrozado por un rayo. Cuando regresó a casa, le dio el huevo a su recién estrenada esposa, a quien le gustaban tanto los huevos como a las plantas les gusta el agua y la humedad. Lo cocinó y se lo comió. Esa noche hubo tormenta. Y el buen matrimonio se fue a la cama temprano para provocar su particular tormenta amorosa. Al acabar, se quedaron dormidos entrelazados. El rayo salpicó la noche oscura y la cosió con puntos de sutura. Su golpe atronador retumbó en la casa, haciendo que el marido se cayera de la cama con gran estrépito. La esposa también se había despertado. «¡Me has empujado!», dijo él, airado, volviendo a la cama. «Hazme sitio», añadió con más dulzura. «Pero si ya estoy en el borde», replicó ella con sinceridad. Lo intentó de nuevo, pero había algo en la cama y no podía meterse. Se puso furioso porque hacía bastante frío. «¡Voy a solucionar esto de una vez!», gritó mientras encendía una vela. Apartó las mantas. Había un huevo de gran tamaño manchado de sangre. Aún estaba blando, como si lo acabaran de poner. La mujer, boquiabierta, se destapó del todo y se miró: estaba con las piernas abiertas y ensangrentada como alguien que acaba de dar a luz. El hombre contemplaba la escena como si escuchara el batir de alas de una maldición que lo sobrevolara. Advirtieron que hasta la tormenta de fuera había parado discretamente y se había colado de puntillas en su dormitorio para escucharlos.

El viejo paró. Le dio una calada a su cigarrillo cuidando de que no se le cayera la ceniza. Saqué las mazorcas del fuego, las limpié de pavesas de un soplido y las puse en un plato para que se enfriaran un poco.

—Un escritor dibujó un círculo en la arena, se metió dentro y dijo: «Esta es mi novela». Entonces, el círculo dio un salto y lo cortó en dos.

Cogió su mazorca y se dispuso a dar buena cuenta de ella. Seguí su ejemplo de inmediato porque me encanta el maíz asado. El viejo masticaba sin prisas, saboreando cada grano de dulzura.

Se la terminó con pena y continuó:

—Un joven cargado de ira escogió un lugar en esta pequeña bola que es la Tierra. Y se quedó en ese lugar mucho tiempo. Esperando, supongo, pero sin ser siquiera consciente de ello. No creía en vivir durante mucho tiempo en el mismo sitio, pues no quería que le salieran raíces de su cerebro iracundo ni le brotaran hojas de su espíritu colérico. No. No, se quedó en ese lugar. Hasta que se le quebró la vista como si fuera una ramita y su vida, ya reseca, comenzó a resplandecer alrededor de sus restos. Pasaron los años. Vientos llegados de los cuatro puntos cardinales pasaron aullando por aquel lugar. El rayo cosió puntos en el cielo. Bajo él, la Tierra se movía tal y como lo había hecho siempre.

Me lanzó una mirada rápida que destilaba sagacidad.

—No te tomes estas cosas demasiado en serio. Son las divagaciones de un vagabundo. Historietas que he recogido y me he guardado en el bolsillo.

Y prosiguió relatando:

—Un hombre a quien le había ocurrido de todo se dirigía hacia su casa cuando se encontró con un enanito verde que lo miró entre desdeñoso y burlón. «¿Por qué andas con una muleta?», preguntó el enano con desprecio. El hombre elevó los brazos y zapateó en el camino de grava: «¿No ves que no uso muleta? No la necesito». Pero el enano le escupió a un camaleón que pasaba por allí y le contestó al hombre: «Llevas la muleta más grande que jamás ha llevado nadie». El hombre, sorprendido y quizás algo enfadado, le preguntó: «¿Qué muleta?». El enano, escupiéndole otra vez al camaleón, replicó: «¿Cuál va a ser? Tu espíritu». Y cada uno se fue por su lado. Ese camino se encuentra entre el agua y la tierra y muchos han envejecido y muerto recorriéndolo. Debido a que todos los seres humanos toman ese camino, los mendigos como yo abundan. Un día, yo también escogí mi lugar y me senté, esperando ver pasar a los viajeros. Era domingo, muy temprano. Poco después, un joven con una chaqueta carmesí se me acercó para preguntarme dónde podía comprar un pollo blanco. ¿Sabes adónde lo mandé? Al burdel de los militares blancos: le pegaron hasta convertirlo en pulpa. O en pasta, ¿quién sabe? No pasó nadie más y empecé a aburrirme. Me puse a rascarme y a mirar a mi alrededor. Y entonces encontré un pequeño paquete. Seguramente se le cayó al de la chaqueta carmesí. Hay fotografías tuyas y de tus amigos y notas sobre tus actividades. Toma… Creo que los problemas están llamando a nuestra puerta con insistencia.

(Continuará…)

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