La travesía de la conversación

Carlos E. Luján Andrade

Hurricane at the Sea (1850)-Ivan Aivazovsky








No hay persona con la que uno converse y en determinado momento se refleje en su mirada aquello que lo apasiona o lo atormenta. Las conversaciones son como viajes sobre un océano inicialmente calmo, pues nadie se haría a la mar si se encuentra tempestuoso. Nos subimos y navegamos hacia tierras desconocidas donde anidan las opiniones ajenas. Nos adentramos en las ideas inofensivas: anécdotas, bromas y reflexiones neutras. Esos discursos descubren o corroboran la personalidad de quien tenemos delante. Es siempre la reafirmación de la quietud, desasosiego o el desenfreno de un sujeto. Sin embargo, ¿cuánto tiempo podremos andar por ese trayecto sin que despierte en nosotros un sentimiento de rebelión?

También los defectos saldrán a la luz, pero serán tolerados porque los matices de la personalidad conllevan una serie de gradaciones que no desentonan el paisaje original. Sin embargo, a veces se despierta la oscuridad escondida en algún recoveco de su interior. Basta una idea aparentemente inofensiva para que la bestia intolerante se irrite ante una nimiedad. ¿Cómo podríamos saber que tal cuerda creará tan insoportable sinfonía? Los seres humanos llevados por tal desequilibrio despiertan de un sueño y enfrascan con sus propios fantasmas dando manotazos en un aire tóxico que los asfixia. Nuestro argumento los enfurece y desean callarnos con abrumadora violencia para que dejemos de emanar palabras creídas injuriosas. El malestar provocado por tal idea tempestuosa, nos hace correr el riesgo de naufragar y truncar el viaje porque, repito, cada idea expuesta en una conversación es una travesía por los pareceres de otros. Cada opinión ajena a nuestro entendimiento es una salida necesaria al encierro en el que se encuentra nuestra concepción del mundo. Si prestamos atención a las voces foráneas, ya hemos ganado un territorio más en nuestro imperio formado por el sentido común propio.

De tal forma, es necesario volver al cauce original y evitar que el airado sujeto abandone el viaje, que deje de pararse sobre el bote porque al final todos podríamos ahogarnos. Y al igual que las ideas que despiertan los traumas, se encuentran las pasiones que desbaratan la rigidez de la personalidad preconcebida. Es ahí cuando la calma vuelve para el bien de la tertulia.

Uno puede soportar los defectos del otro, siempre y cuando, tales sombras construyan una personalidad maleable, fresca y con los eslabones abiertos dispuestos a adherirse a lo nuevo. Por el otro lado, tenemos al dogmático: individuo lógico, predecible y normalmente aburrido. Si una persona no lleva dentro la capacidad de sorprendernos de buena o mala forma, estará destinada a ser como una estatua de piedra que adorna a un templo que decidió adorar. Serán imponente figuras sólidas, pero a la larga solo envejecerán cubiertas de polvo y olvido.

Y así como podemos tensar el espíritu de una conversación con temas espinosos, también las palabras pueden abrir dimensiones cerradas a unos ojos acostumbrados a lo convencional. La coraza con la que el interlocutor se cubre puede ser abierta a voluntad cuando nos referimos a un asunto que lo apasiona. En un párrafo de la obra póstuma llamada El mundo de ayer de Stefan Zweig, el autor nos descubre un detalle oculto de la personalidad del poeta Rilke, al que describió con un estilo de vida “silencioso, esotérico, invisible”. De trato y sonrisa amable e inspirador de quietud, se despertaba en él una vitalidad extraordinaria cuando se hablaba de París. Zweig nos dice lo siguiente:

«Conocer la ciudad única de Paris hasta en sus últimos recovecos y profundidades era su pasión, casi la única que comprobé en él. Cierta vez que nos encontrábamos en casa de unos conocidos comunes, le referí que en la víspera había yo llegado hasta la vieja barrière, donde, en el cementerio de Picpus, se enterraba a las últimas víctimas de la guillotina, entre ellos André Chènier. Le describí aquella pequeña pradera encantadora, con sus túmulos dispersos, que rara vez contempla el extranjero, y agregué que, en el camino de regreso, vi en una de las calles, a través de un portón abierto, un monasterio con una especie de beguinas que, en silencio, rezaban en círculo el rosario, como en un sueño piadoso. Fue una de las pocas veces que le vi casi impaciente, a aquel hombre tan calmo, tan dueño de sí mismo: tenía que ver aquello, la tumba de André Chènier y el convento. Me rogó que le condujera hasta allí. Fuimos al día siguiente».

Confraternizar con el otro al indagar por sus elecciones personales favoritas no solamente nos reconcilia con el ejercicio de la conversación, sino también le da una dimensión lúdica a esta porque se genera un placer al servir de oyente a quien comparte sus pasiones. Tal vez sea en ese ejercicio conversacional donde surge la amistad. Al liberarnos del egoísmo por monopolizar el diálogo y propiciar la expansión argumentativa del otro, le brindamos un espacio amplio para entregarse y comunicar en toda su integridad sus ideas. Zweig, al hablarnos de Rilke, explica cómo una persona a los que pocos podrían vanagloriarse de haber sido “amigos” de poeta, cuando tenía simpatía por alguien: « […], aun cuando no se prodigaba en palabras ni ademanes, se sentía su bondad interior hasta lo más recóndito del alma, como una emanación que cura y templa».

Porque la amistad es más clara cuando ambos individuos conversan. No hay otro momento de la vida de los seres humanos donde podamos dejar en claro que el otro nos importa o no. Es en ese instante donde la sensibilidad por reconocer la existencia del otro se hace más evidente porque en la importancia por conocer sus ideas o sus experiencias creamos un vínculo interno entre ambas vidas. El destino de la conversación con el otro define nuestro interés pleno y absoluto por acercarnos al espacio interior ajeno. Luego de una tarde podríamos definir qué tan lejos o cerca estamos del otro. Sin embargo, esto no deberá ser un acto unilateral, sino recíproco. Julio Ramón Ribeyro le daba importancia a este detalle. Él nos dice en una de sus Prosas Apátridas: «El amor, para existir, no requiere necesariamente del consentimiento, ni siquiera del conocimiento del ser amado. Podemos querer a una persona que nos desprecia o incluso que nos ignora. La amistad, en cambio, exige la reciprocidad, no se puede ser amigo de quien no es nuestro amigo. Amistad, sentimiento solidario, amor solitario. Superioridad de la amistad».

En las tertulias uno se define como ser social. En el acercarnos o dejar que se acerquen a lo que somos, estará el camino de regreso a nuestra humanidad. Si fracasamos en tal tarea y más que simpatía percibimos la indiferencia de quien está en nuestro delante, entonces nos daremos cuenta que las palabras no bastan y deberemos encaminarnos hacia otras posibilidades menos intelectuales ya que no debemos olvidar que la conversación también tiene un límite. Las palabras son el resultado de quienes somos, si estas no concuerdan con lo que mostramos, entonces no podemos usarlas para engañar al resto.

En líneas generales, nos sentimos más cómodos cuando el interlocutor sirve de espejo de uno. Al ser una caja de resonancia de la personalidad del otro, nos identificará como uno de los suyos y por lo tanto, el viaje será calmo y duradero, a menos que nosotros mismos agitemos las aguas solo para ver hacia dónde puede llegar un caballo desbocado, aunque eso ya será motivo de otra reflexión.

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