Jack London

CAPÍTULO V
A la mañana siguiente, Martin despertó de unos sueños color de rosa para sumergirse en una atmósfera enturbiada por el vapor, que olía a jabón y a ropa sucia y que vibraba a causa de la tensión de unas vidas atormentadas. Al salir del dormitorio, oyó que alguien chapoteaba en el agua, luego un grito y, por último, el ruido de un bofetón, con el que su hermana descargaba su mal humor en algún miembro de su numerosa prole. El alarido del pequeño se le clavó como un cuchillo. Martin se daba cuenta de que todo en aquella casa, incluido el aire que respiraban, era repulsivo y mezquino. Qué distinto, se dijo, de la atmósfera de belleza y reposo de la casa en que vivía Ruth. Allí todo era espíritu. Aquí todo materia y, además, materia sórdida.
—Ven, Alfred —invitó al niño que lloraba, mientras se metía la mano en el bolsillo donde guardaba el dinero. Dio al pequeño un quarter y le abrazó un instante, para calmar sus sollozos—. Anda, cómprate unos caramelos, pero dales también a tus hermanos. Compra lo que dure más. Su hermana alzó el enrojecido rostro de la tina en que lavaba, para mirarle.
—Hubiese bastado con un nickel —le dijo—. Eso es típico de ti, no valoras nunca el dinero. El crío se va a empachar.
—No te alteres —respondió Martin jovialmente—. Mi dinero es cosa mía. Si no estuvieses tan atareada, te daría un beso.
Deseaba demostrar su afecto por su hermana, que era muy buena, y la cual, según le constaba, le quería a su modo. Sin embargo, con el paso de los años había cambiado tanto que le desconcertaba. A juicio de Martin, se debía al mucho trabajo, a los numerosos hijos y a las continuas quejas de su marido. De improviso, se le ocurrió que se iba contagiando de las verduras rancias, del apestoso jabón y de las sucias monedas que recibía en la tienda.
—Anda, ve a desayunar —le indicó Gertrude bruscamente, aunque, en secreto, muy complacida. De todos sus hermanos, aquél era su favorito—. Y ahora yo voy a besarte —dijo de pronto.
Se secó la humedad de un brazo y luego de otro. Martin la enlazó por la maciza cintura y besó su rostro empapado de sudor. Las lágrimas afluyeron a los ojos de Gertrude, no tanto por la fuerza de los sentimientos como a causa del excesivo trabajo.
Mientras ella le apartaba, Martin advirtió el llanto en sus pupilas.
—Tienes el desayuno en el horno —le advirtió ella con premura—. Jim ya debe haberse levantado. Yo tuve que hacerlo pronto para atender la colada. Anda, muévete y sal cuanto antes de la casa. No va a ser un día muy agradable al faltar Tom y tener Bernard que encargarse del reparto.
Martin se dirigió descorazonado a la cocina, sintiendo que el recuerdo de su semblante enrojecido y de su deformado cuerpo le corroían la mente, como si se tratase de algún ácido. Demostraría su cariño, se dijo, si tuviese ocasión. Pero el trabajo la estaba matando. Bernard Higginbotham no le guardaba la menor consideración. Sin embargo, no pudo evitar decirse que por otra parte, el beso que ella le dio carecía de todo encanto. Cierto que no era una cosa frecuente. Durante años, Gertrude se limitó a besarle tan sólo cuando volvía de algún viaje o cuando se despedía para emprenderlo. Pero aquel beso sabía a jabón barato y su piel estaba marchita. Además, fue casi mecánico. Era el de una mujer cansada desde hacía tanto tiempo que incluso había olvidado darlos. Martin recordó cuando su hermana era una muchacha, antes de que se casara, capaz de pasarse toda una noche bailando, tras un día agotador en la lavandería y sin preocuparse de tener que volver a su trabajo al concluir la fiesta. Luego, Martin pensó en Ruth y en la dulce suavidad que debían poseer sus labios, igual a la que emanaba de toda su persona. Sus besos serían semejantes al modo como daba la mano o como miraba, firmes y sinceros. Se atrevió a imaginar los labios de la muchacha en los suyos y lo hizo tan vivamente que se mareó con sólo pensarlo, sintiendo como si anduviese a través de nubes de pétalos de rosas, que le intoxicaban la mente con su perfume.
En la cocina, encontró a Jim, el otro huésped, que comía sin prisas y en cuyos ojos había una mirada vacía y como enferma. Jim era aprendiz de fontanero, al cual su débil barbilla y su temperamento hedonista, junto con cierta estupidez nerviosa, prometían no llevarle muy lejos en el camino de la vida.
—¿Por qué no comes? —preguntó a Martin, mientras éste contemplaba el poco apetitoso desayuno—. ¿Volviste a emborracharte anoche?
Martin negó con la cabeza. Le oprimía tanta mezquindad. Ruth Morse parecía más lejana que nunca.
—Yo sí —añadió Jim, riendo con fanfarronería—. Me llené hasta el cuello. ¡Fue estupendo! Billy me trajo a casa.
Martin asintió, pues instintivamente escuchaba a cuantos le hablaban, y se sirvió una taza de café caliente.
—¿Irás al baile del «Lotus Club» esta noche? —indagó Jim—. Habrá cerveza y, como aparezca esa pandilla de Temescal, tendremos jaleo. A mí no me importa. De todos modos, pienso llevar a mi chica. ¡Diablos, qué mal sabor de boca tengo!
Hizo una mueca e intentó quitárselo con café.
—¿Conoces a Julia?
Martin asintió de nuevo.
—Es mi chica —explicó Jim— y es una monada. Te la presentaría, pero ibas a quitármela. No comprendo qué te ven las mujeres, te lo aseguro, pero el modo como se las birlas a los otros da asco.
—A ti no te he quitado ninguna —recordó Martin sin mucho interés. De algún modo debía entretenerse el desayuno.
—Sí, en una ocasión —afirmó el otro—. ¿Te acuerdas de Maggie?
—Nunca tuve nada que ver con ella. Sólo bailamos una vez.
—Sí, y ésa fue la causa —advirtió Jim—. Sólo bailaste una vez con ella y sólo la miraste una vez, pero a mí me fastidió para siempre. Yo ya no le interesaba lo más mínimo. No hacía más que preguntarme por ti. Hubiese salido encantada contigo de pedírselo.
—Pero no se lo pedí ni me interesaba.
—No hizo falta. Me dejaron en la orilla —Jim le miró con admiración—. ¿Cómo lo haces, Martin?
—No prestándoles atención —fue la respuesta.
—¿Quieres decir haciendo ver que no les prestas atención? —insistió el otro.
Martin meditó un instante antes de contestar.
—Quizás eso dé resultado, pero en mi caso es distinto. Nunca me he preocupado gran cosa de ellas. Si puedes simularlo, supongo que algo conseguirás.
—Anoche debiste ir a casa de Riley —añadió Jim con volubilidad—. Varios de los chicos se pusieron los guantes. Había un tipo de West Oakland. Le llaman el Rata. Escurridizo como un silbido. No hubo manera de alcanzarle. Todos deseábamos que estuvieses allí. Por cierto, ¿a dónde fuiste?
—A Oakland —replicó Martin.
—¿Al teatro?
Martin apartó el plato y se puso en pie.
—¿Vendrás al baile esta noche? —insistió el otro.
—No, no lo creo —repuso.
Bajó a la otra planta y salió a la calle, respirando hondo. Se ahogaba en aquel ambiente, mientras que la conversación del aprendiz de fontanero le excitaba los nervios. Hubo momentos en que apenas podía contener el deseo de hundirle a Jim la cara en el plato. Cuanto más hablaba éste, más parecía alejarse Ruth. ¿Cómo iba a hacerse digno de ella, conviviendo con aquella clase de ganado? Le desanimaba el problema con el que se enfrentaba. Su condición de obrero constituía un gran lastre. Todo semejaba confabularse para retenerle abajo: su hermana, la familia de su hermana, su casa, Jim, cada una de sus amistades y cada uno de sus vínculos con la vida. La existencia no le proporcionaba un buen sabor de boca. Hasta entonces, aceptó las cosas tal como venían, considerando bueno cuanto le rodeaba. Nunca lo puso en duda, excepto al leer algún libro. Pero éstos no eran más que libros, cuentos de hadas acerca de un mundo mejor pero imposible. Sin embargo, ahora había comprobado que aquel mundo era real y posible, con una mujer como Ruth en su epicentro. En consecuencia, conocía el mal sabor y los anhelos, tan dolorosos como el dolor, así como la desesperación, que le torturaba porque se basaba en la esperanza.
Estuvo dudando entre ir a la Biblioteca Pública de Berkeley o a la de Oakland, decidiéndose por esta última, porque allí vivía Ruth. ¿Quién sabe? Era muy lógico que frecuentase una biblioteca y quizá pudiera verla. No conocía la organización de esas instituciones, por lo que estuvo recorriendo largas estanterías, repletas de volúmenes de novelas, hasta que la muchacha, de rasgos delicados y aire francés, que parecía ser la encargada, le advirtió que el fichero estaba arriba. No se le ocurrió consultar con el bibliotecario, de modo que comenzó sus aventuras en el departamento de filosofía, aunque no imaginaba que se hubiese escrito tanto acerca de ese tema.
Las altas estantería, repletas de libros, le humillaban, pero, al mismo tiempo, eran como un estimulante. Allí había una tarea para el vigor de su mente. En el departamento de matemáticas, encontró obras de trigonometría, que hojeó, examinando las fórmulas y las cifras que para él carecían de significado. Sabía leer en inglés pero, lo que allí vio, le resultaba una lengua totalmente extraña. Norman y Arthur la conocían. Les oyó emplearla. Y eran sus hermanos. Abandonó el departamento con cierta desesperación. Desde todos los lados, los libros parecían írsele a caer encima para aplastarle. Jamás supuso que el fondo del saber humano alcanzase tales proporciones. Estaba asustado. ¿Cómo iba a dominarlo su mente? Luego, recordó que otros hombres, muchos hombres, habían llegado a conseguirlo; entonces, masculló un juramento en voz baja, prometiendo que su mente haría cuanto hicieron las de los demás.
Así estuvo paseándose, alternando la depresión con el entusiasmo al mirar las estanterías que contenían tanta sabiduría. En uno de los departamentos descubrió El epítome, de Norrie. Examinó las páginas, casi con reverencia. En cierto modo, usaba un lenguaje con el que estaba familiarizado. Trataba del mar. Luego, encontró un volumen de Bowditch y varios de Leckey y de Marshall. Martin estaba decidido. Iba a estudiar navegación. Abandonaría la bebida, trabajaría mucho y se haría capitán. En aquel momento, Ruth semejaba muy próxima. Como capitán, podría casarse con ella, si es que le aceptaba, claro. En caso contrario, pues bien, su vida sería mucho mejor, gracias a la muchacha y, de todos modos, dejaría de beber. Entonces, recordó a los aseguradores y a los propietarios, los dos amos a los que un capitán debe servir, y cualquiera de los cuales puede hundirle para siempre y cuyos intereses respectivos son tan opuestos. Contempló la amplia sala y cerró los ojos para tener una visión de diez mil libros. No, había acabado con el mar. En aquellos volúmenes se guardaba el poder y, si pretendía hacer grandes cosas, debía ser en tierra firme. Además, a los capitanes no se les permite que sus mujeres les acompañen en los viajes.
Llegó el mediodía y Martin olvidó comer, buscando un libro de urbanidad. Además de su carrera, su mente se enfrentaba a un problema simple y muy concreto. Si, al conocer a una señorita, ésta invita a volver, ¿cuánto hay que esperar para hacerlo? Así fue como se lo planteó. Sin embargo, al dar con lo que buscaba, se esforzó en vano para encontrar una respuesta. Le abrumó el número de obras de urbanidad, perdiéndose en la conducta a seguir con las tarjetas de visita entre las personas bien educadas. No halló lo que buscaba, pero sí se enteró de que costaba toda una vida ser verdaderamente educado y que iba a tener que vivir otra existencia anterior para llegar a serlo.
—¿Tenemos lo que le interesa? —quiso saber el bibliotecario cuando ya se iba.
—Sí, señor —repuso Martin—. Buena biblioteca es ésta.
El otro asintió.
—Nos alegraría verle de nuevo. ¿Es usted marino?
—Sí, señor —repuso Martin—. Y desde luego que volveré.
«¿Cómo adivinaría lo que soy?», se preguntó al salir a la calle.
Al principio, procuró andar muy derecho, casi rígido, hasta que se sumió en sus pensamientos y, poco a poco, recobró su antigua manera de andar.
CAPÍTULO VI
A Martin Edén le afligía una inquietud muy parecida al hambre. Estaba famélico por ver nuevamente a la muchacha que, con sus suaves manos, se había apoderado de su vida, con la fuerza de un gigante. No se decidía a visitarla. Temía que fuese demasiado pronto y, en consecuencia, cometer un delito contra eso que llamaban urbanidad. Pasaba largas horas en las bibliotecas de Oakland y de Berkeley, en las que había solicitado tarjetas de lector a su nombre, a los de sus hermanas Gertrude y Marian y al de Jim, cuyo consentimiento obtuvo por medio de varias jarras de cerveza. Con cuatro tarjetas distintas, podía solicitar más libros, de modo que la luz de gas ardía hasta muy tarde en su dormitorio, por lo que Mr. Higginbotham le cobraba otros cincuenta centavos semanales.
Los numerosos libros que leyó no hicieron más que avivar su inquietud. Cada una de sus páginas era tan sólo una breve ojeada en el reino del saber. Así, las lecturas aumentaron su deseo de instruirse. Sin embargo, no sabía por dónde comenzar y sufría de continuo a causa de su falta de preparación. Las más sencillas referencias, que comprendía estaban al alcance de cualquier lector, le resultaban ininteligibles. Lo mismo le ocurría con la poesía, pese a que le encendiera de entusiasmo. Leyó más versos de Swinburne de los que figuraban en el volumen que le prestara Ruth. Comprendió Dolores perfectamente. Pero decidió que a Ruth no le ocurriría lo mismo. ¿Cómo iba a entenderlo, con una vida tan refinada? Luego, Martin descubrió los poemas de Kipling y se sintió arrastrado por su cadencia y por el encanto que se daba a las cosas más sencillas. Quedó sorprendido por el entusiasmo que este autor sentía por la vida y por su incisivo instinto de la psicología. Era ésta una nueva palabra en el vocabulario de Martin. Había adquirido un diccionario, lo que rebajó considerablemente su reserva de dinero, adelantando el día en que de nuevo debería embarcarse. Además, indignó a Mr. Higginbotham, que hubiese preferido que lo invirtiera en alquileres.
De día, no osaba frecuentar el barrio de Ruth, pero, por las noches, merodeaba como un ladrón en torno a la residencia de los Morse, contemplando las ventanas y sintiendo una gran veneración por los muros que albergaban a la muchacha. Varias veces estuvo a punto de que le sorprendiesen sus hermanos y, en una ocasión, siguió a Mr. Morse hasta el centro de la ciudad, estudiando sus facciones a la luz del alumbrado público, mientras deseaba que algún vago peligro le amenazase de muerte, para poder salvar al padre de Ruth. Cierta noche, su vigilancia obtuvo recompensa al poder ver a la muchacha a través de una ventana del segundo piso. Tan sólo distinguió la cabeza, los hombros y los brazos de Ruth, que se peinaba ante un espejo. No fue más que un momento, pero que a él le pareció eterno, durante el cual la sangre semejaba convertírsele en vino y cantarle por las venas. Luego, Ruth corrió las cortinas. Se trataba de su dormitorio; esto, por lo menos, había descubierto. Desde entonces, contemplaba frecuentemente la ventana, ocultándose tras un árbol de la acera de enfrente, mientras fumaba innumerables cigarrillos. Otra tarde, vio a su madre salir de un Banco, lo que constituía una prueba más de la distancia entra ambos. La muchacha pertenecía a la clase que trata con Bancos. Martin jamás había pisado uno y tenía la idea de que únicamente los frecuentaba gente muy rica y poderosa.
En cierto modo, Eden había experimentado una revolución moral. Lo aseada que ella iba siempre, le hizo sentir el deseo de imitarla. De otro modo, nunca sería digno de respirar el mismo aire que Ruth. Se lavaba los dientes y se restregaba las manos con un estropajo, hasta que descubrió un cepillo de uñas en un escaparate, adivinando en seguida su uso. Al irlo a comprar, el dependiente, que no cesaba de mirarle las uñas, le sugirió una lima, con lo que se hizo con una nueva herramienta de tocador. En una librería, encontró un volumen dedicado al cuidado del cuerpo y, pronto, adquirió la costumbre de bañarse a diario, con gran sorpresa de Jim y estupefacción de Mr. Higginbotham, el cual no veía esas cosas con agrado y que discutió seriamente si no debería cobrarle tanto gasto de agua. Otro cambio sufrido por Martin fue el planchado de los pantalones. Ahora que se interesaba por tales asuntos, advirtió pronto la diferencia entre las rodilleras que lucían los obreros y la línea recta de las clases altas. También se enteró de la causa e invadió la cocina de su hermana, en busca de útiles para planchar. La primera vez fracasó, quemando los pantalones, por lo que tuvo que comprarse otros, adelantando nuevamente la fecha en que debería embarcarse.
Sin embargo, la reforma era mucho más profunda que la simple apariencia exterior. Seguía fumando, pero había dejado de beber. Hasta entonces, le pareció cosa de hombres e incluso se enorgullecía de tener una resistencia que le permitiese mantenerse en pie cuando otros habían ya caído. Ahora, al encontrarse con algún compañero de travesía, de los que había muchos en San Francisco, les invitaba, recibiendo, a su vez, invitaciones de ellos, igual que anteriormente, pero se limitaba a pedir gaseosa u otro refresco, soportando con buen humor sus bromas. Conforme los otros se cargaban, Martin les iba estudiando, para ver cómo surgía la bestia y les dominaba, y agradeciendo a Dios no ser ya como ellos. Tenían todos infinitas limitaciones y, al emborracharse, sus torpes espíritus semejaban dioses, reinando indiscutidos en sus paraísos de alcohol. Martin había perdido el deseo de las bebidas fuertes. Se sentía intoxicado de un modo distinto y más profundo, por Ruth, que le había encendido de amor, dándole la visión de una vida más amplia; por los libros, que pusieron en marcha miles de deseos, que ahora agitaban su mente, y por el ansia de limpieza personal, que le proporcionaba una nueva satisfacción y un gran bienestar físico.
Cierta noche, fue al teatro con la esperanza de verla y, efectivamente, la pudo ver, desde el segundo piso. La muchacha avanzaba por el pasillo, en compañía de Arthur y de un joven desconocido, de cabello muy corto y lentes, cuya presencia provocó en Martin miedo y celos. La contempló mientras se sentaba en la primera fila y poco más pudo ver, excepto unos hombros blancos y esbeltos y su mata de cabello dorado. Pero, en cambio, vio a otras personas y, mientras miraba en torno suyo, descubrió a dos muchachas que, en la fila de delante, a una docena de butacas, se volvían para sonreírle. Martin tenía una gran cordialidad. Nunca rechazaba a nadie. En otra época, hubiese devuelto la sonrisa, animándolas a seguir adelante. Pero ahora todo era distinto. Sonrió a su vez, pero desvió la vista, procurando no mirar a las dos muchachas. Sin embargo, en varias ocasiones, olvidando su presencia, se encontró de nuevo con sus sonrisas. Martin no podía cambiar totalmente en un solo día ni, tampoco, contrariar su naturaleza bondadosa. Nada de lo que allí ocurría le resultaba nuevo.
Sabía que las dos muchachas le estaban tendiendo las manos. Pero ahora todo era distinto. Allá abajo, en las primeras filas, estaba la única mujer en el mundo, muy diferente, terriblemente diferente, de aquellas dos muchachas, tanto que no pudo evitar compadecerlas. Martin deseó, en lo más íntimo del corazón, que pudiesen adquirir en una pequeña medida, algo del esplendor de Ruth. Y por nada del mundo las hubiese humillado a causa de su descaro. No le halagaba. Incluso sentía cierta vergüenza por tolerarlo. Le constaba que, de pertenecer a la misma clase de Ruth, aquellas muchachas no se le iban a insinuar. A cada una de sus miradas, advertía cómo tiraban de él las garras de su propia clase.
Martin abandonó su asiento antes de que cayese el telón en el último acto, con el propósito de ver a Ruth cuando salía. Ante los teatros, siempre había hombres en las aceras y podía mezclarse con ellos, bajándose la gorra de modo que la muchacha no le descubriese. Salió de los primeros del local, pero, apenas se había situado junto al bordillo, cuando aparecieron las dos muchachas. Sabía que le estaban buscando y, por un momento, maldijo su atractivo sobre las mujeres. Por el modo como cruzaron la acera, comprendió que le habían visto. Aminoraron el paso al acercársele. Una de ellas le rozó, simulando darse, por primera vez, cuenta de que existía. Era una muchacha esbelta y morena, de ojos oscuros y descarados. Le dirigió una sonrisa, que él devolvió.
—Hola —dijo Martin.
Fue casi automático. Lo había dicho innumerables veces bajo circunstancias parecidas. Además, no podía hacer otra cosa. Su carácter no le permitía comportarse de diferente manera. La muchacha le sonrió de nuevo, deteniéndose. Su compañera, que la llevaba del brazo, la imitó, conteniendo la risa. Martin decidió que no le convenía exponerse a que Ruth le viese hablando con ellas.
Con toda naturalidad, se situó junto a la morena y los tres echaron a andar, arrastrándolas. No se sintió torpe ni mudo. Allí estaba a sus anchas y supo desempeñar su papel dignamente, mostrando el ingenio habitual en los preliminares de un encuentro. Al llegar a la esquina, fue a cruzar la calle, para mezclarse con los otros transeúntes. Pero la muchacha morena le sujetó por el brazo, para seguirle, arrastrando a su compañera, mientras le decía:
—¡Espera, Bill! ¿Qué prisa tienes? No vas a dejarnos ahora, ¿verdad?
Se detuvo, con una seca risa, volviéndose para mirarlas. Detrás de ellas, la multitud pasaba bajo el alumbrado público. Martin quedaba en las sombras, oculto a las miradas, y podría ver pasar a Ruth. Estaba seguro de que iba a pasar por allí, pues era el camino a su casa.
—¿Cómo se llama? —preguntó a la compañera, señalando a la chica de los ojos oscuros.
—Pregúntaselo —fue la respuesta.
—Bien, ¿cómo te llamas? —repitió, volviéndose a la muchacha en cuestión.
—No me has dicho tu nombre —repuso ella.— No me lo preguntaste —dijo Martin sonriendo—. Lo adivinaste desde el primer momento. Me llamo Bill.
—Anda, vete por ahí. —Le miró a los ojos, con expresión apasionada e incitante—. De veras, ¿cómo te llamas?
Le miró de nuevo. En sus ojos asomaban, elocuentemente, siglos de femineidad. Martin la examinó con descuido y supo, seguro ya de su terreno, que la muchacha se iría replegando, tímida y delicada, en cuanto él comenzase a perseguirla, pero, sin embargo, dispuesta a cambiar los papeles si él se desanimaba. Además, Martin era humano y no podía dejar de sentir su atractivo ni de apreciar su amabilidad. Conocía muy bien su tipo. Eran tan buenas como la bondad se medía entre las de su clase. Trabajaban por una miseria y desdeñaban venderse para obtener una vida más cómoda, pero ansiando siempre conseguir una brizna de felicidad en el desierto de su existencia. Se enfrentaban a un futuro que sólo les permitía elegir entre la sordidez de un esfuerzo inacabable o el pozo negro de mayores desgracias, aunque el camino para éste fuese más corto y mejor pagado.
—Bill —repitió Eden—. Eso es. Pete, Bill y nada más.
—¿Sin bromas? —indagó ella.
—No se llama Bill —intervino la otra.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Martin—. No me habías visto nunca.
—No me hace falta para saber que mientes —fue la respuesta.
—De veras, Bill, ¿cómo te llamas? —insistió la morena.
—Basta con Bill —reconoció Martin. La muchacha le tomó del brazo, para sacudírselo alegremente.
—Sabía que mentías, pero me gustas lo mismo. Eden le tomó la mano que le ofrecían y, en la palma, descubrió las tan conocidas durezas.
—¿Cuándo dejaste la envasadora?— preguntó.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues mira que es un adivino.
Mientras intercambiaba con ellas las tonterías propias de unos espíritus simples, ante la mente de Martin se alzaron las estanterías de una biblioteca, que atesoraban la sabiduría de los siglos. Sonrió con amargura ante esa situación tan incongruente y, de súbito, le asaltaron las dudas. Sin embargo, entre esa visión interior y la charla exterior, tuvo aún tiempo de contemplar a la gente que salía del teatro. Entonces, la vio a ella, a la luz del alumbrado público, entre su hermano y el joven desconocido, con lo que casi se le detuvo el corazón. Había esperado mucho aquel instante. Tuvo tiempo de advertir el velo ligero con que se cubría su majestuosa cabeza y la elegancia de su porte y de la mano con que se recogía las faldas. Luego, Ruth desapareció y Martin quedó frente a las dos operarías de la envasadora, a sus cursis intentos de distinción, a sus vanos esfuerzos de mostrarse limpias, a las ropas baratas, a las cintas baratas y a los baratos anillos que lucían en los dedos. Sintió que le tiraban del brazo, mientras una voz le decía:
—¡Despierta, Bill! ¿Qué te ocurre?
—¿Qué decías? —preguntó Eden.
—Nada, nada —replicó la muchacha, moviendo la cabeza—. Sólo comentaba que…
—¿Qué?
—Pues sólo decía que sería buena idea que buscases un amigo para ella —indicando a su compañera— y que nos fuéramos juntos a tomar un helado, café o algo.
A Martin le acometieron unas náuseas espirituales. La transición de Ruth a las dos muchachas resultó demasiado brusca. Junto a los descarados ojos de la morena, vio las claras y luminosas pupilas de Ruth, cual las de una santa que le mirase desde las profundidades de su pureza. Y, sin embargo, sintió una gran sensación de poder. Era mejor que aquellas dos muchachas. La vida tenía para él mayor significado que para ellas, cuyos pensamientos no iban más allá de un helado y un amigo. Se dijo que, íntimamente, siempre había llevado una doble existencia. Quiso compartir sus ideas y pensamientos, pero jamás encontró a nadie que fuese capaz de comprenderle, ni hombre ni mujer. Cuantas veces quiso probarlo, sólo consiguió desorientar a sus interlocutores. Y, puesto que sus ideas fueron siempre superiores a las de los demás, decidió que también él lo era. Sintió que en su interior crecía la sensación de poder y apretó los puños. Si la vida tenía para él mayor significado, era, por tanto, justo que le exigiese mucho más a la vida. Sin embargo, no podía esperarlo de gente como aquellas dos muchachas. Sus ojos oscuros y descarados nada tenían que ofrecerle. Conocía bien las ideas que albergaban, un helado y algo más. Sin embargo, las otras pupilas ofrecían cuanto él deseaba y otras cosas que ni siquiera podía sospechar. Ofrecían una existencia más elevada. Conocía muy bien el proceso mental tras los ojos oscuros. Era como un mecanismo de relojería. Martin creía poder ver el movimiento de las ruedas, que sólo terminaba con la tumba. Pero en las otras pupilas había un misterio inimaginable y una existencia sin fin. En ellos pudo describir los destellos del alma, tanto de Ruth como de la suya propia.
—En ese programa sólo hay un inconveniente —dijo en voz alta—. Tengo ya una cita.
En los ojos de la muchacha brilló la desilusión.
—Supongo que vas a ver a un amigo enfermo —se burló.
—No, es de veras, se trata de una cita con… —titubeó un momento para añadir—con una chica.
—¿No te burlas? —le preguntó ella interesada.
La miró a los ojos para decirle:
—Es de veras. ¿Pero por qué no podemos vernos otro día? Aún no me has dicho tu nombre ni dónde vives.
—Lizzie —dijo ella, suavizándose y apretándole el brazo con la mano—, Lizzie Connolly. Vivo en el número cinco de la calle Market.
Hablaron unos minutos más, antes de despedirse. Martin no se fue a casa en seguida. Bajo los árboles en que solía montar su guardia, miró a una ventana, mientras susurraba:
—La cita era contigo, Ruth. Y la mantuve.
(Continuará...)