Djuna Barnes

VIGILANTE, ¿QUÉ ME CUENTAS DE LA NOCHE?
A eso de las tres de la madrugada, Nora llamó a la puertecita vidriera de la vivienda de la concierge y preguntó si el doctor estaba en casa. La concierge, con la acritud del sueño interrumpido, le dijo que subiera al sexto piso, que en la puerta de la izquierda lo encontraría.
Nora subió despacio. No sabía que el doctor fuera tan pobre. Golpeó la puerta con los nudillos y tanteó en la madera, buscando el picaporte. Sólo la desesperación podía traerla a aquella hora, a pesar de que sabía que su amigo era un gran trasnochador. Al oír su «¡Adelante!» ella abrió la puerta y, durante un segundo, vaciló al ver el increíble desorden. La habitación era tan pequeña que para acercarse a la cama había que andar de lado; era como si, por estar condenado a la tumba, el doctor hubiera decidido instalarse en ella con el mayor abandono.
Un montón de libros de medicina y de temas diversos, polvorientos y con manchas de humedad, llegaba casi hasta el techo. Encima de ellos, había una ventanita con barrotes, la única ventilación. Sobre un tocador de arce, que no era de factura europea, se veían unos oxidados fórceps, un escalpelo roto y media docena de instrumentos varios que ella no pudo identificar: un catéter, una veintena de frascos de perfume, casi vacíos, pomadas, cremas, barras de labios, polveras y borlas. De los cajones entreabiertos de este tocador colgaban puntillas, cintas, medias, ropa interior de señora y una faja abdominal que te hacía pensar que la fina lencería había sido objeto de un asalto sexual. Junto a la cabecera de la cama había una palangana que rebosaba abominaciones. Aquella habitación tenía una horripilante degradación, como las habitaciones de los burdeles que hasta al más inocente hacen sentirse cómplice; sin embargo, a la habitación no le faltaba un cierto aire varonil; un cruce de chambre à coucher y sala de entrenamiento de boxeador. En una habitación en la que una mujer nunca ha puesto el pie se observa una cierta beligerancia. Cada objeto parece batallar contra su propia opresión y hay un olor metálico, como de hierro batido en herrería.
En la estrecha cama de hierro, entre sucias y gruesas sábanas de lino, estaba el doctor, con un camisón de franela de mujer.
La cabeza del doctor, con sus grandes ojos negros, sus mejillas gris acero, estaba enmarcada en el semicírculo dorado de una peluca con unos tirabuzones que llegaban hasta los hombros y, al quedar comprimidos contra la almohada, mostraban su oscuro interior. Tenía los labios muy rojos y las pestañas pintadas. Una idea asaltó a Nora de pronto: «¡Dios, los niños saben cosas que no pueden explicar! ¡A ellos les gusta ver a Caperucita y al Lobo en la cama!» Pero este pensamiento, que no fue sino una sensación de pensamiento, apenas duró un segundo, mientras abría la puerta; al momento, el doctor se había arrancado la peluca y, hundiéndose en la cama, se subió la sábana hasta el pecho. Nora, en cuanto pudo reponerse, dijo:
—Doctor, vengo a pedirle que me hable de la noche.
Mientras lo decía, se preguntaba por qué la acongojaba tanto haber sorprendido al doctor en la hora en que, después de cumplir con la costumbre, había recuperado su verdadero traje.
El doctor dijo:
—Ya ves que puedes preguntármelo todo.
Con lo cual disipó la cohibición de ambos.
Ella se dijo: «¿No es la túnica la vestidura natural de las situaciones extremas? ¿Qué pueblo, qué religión, qué fantasma, qué sueño no la ha llevado? Los niños, los ángeles, los sacerdotes, los muertos; ¿por qué el doctor, en el grave dilema de su alquimia, no había de vestir la túnica?» Y pensó: Él se viste para yacer junto a sí mismo, porque está constituido de tal manera que el amor, para él, sólo puede ser algo especial; en una habitación que al evidenciar que es ocupada por él se muestra tan lacerada como la postrera agonía.
—¿Es que nunca has pensado en la noche? —preguntó el doctor con cierta ironía; estaba irritado, porque esperaba a otra persona, a pesar de que su tópico favorito, del que hablaba a la menor ocasión, era la noche.
—Sí —dijo Nora sentándose en la única silla—; he pensado en ella. Pero de nada sirve pensar en algo de lo que nada se sabe.
—¿Nunca has pensado en esa peculiar polaridad de un tiempo y otro tiempo y el sueño? El sueño, becerro blanco sacrificado. Bien, yo el doctor Matthew-Poderoso-Grano-de-Sal-Dante-O’Connor, te diré cómo se asocian el día y la noche por su disociación. La misma constitución del crepúsculo es una fabulosa reconstrucción del miedo, el miedo con el culo al aire y la cabeza abajo. Cada día está pensado y calculado, pero la noche no está premeditada. La Biblia está a un lado, pero el camisón está al otro. La noche, «¡cuidado con esa puerta oscura!»
—Yo pensaba que la gente, sencillamente, se iba a dormir o, si no, que cada cual seguía siendo el mismo —dijo Nora—. Pero ahora… —Encendió un cigarrillo, y le temblaban las manos—. Ahora veo que la noche hace algo con la identidad de la persona, aunque duerma.
—¡Ah! —exclamó el doctor—. Cuando el hombre se tiende en el Gran Lecho su «identidad» ya no le pertenece. Su «confianza» le abandona y su «voluntad» se transforma. Su sufrimiento es atroz y anónimo. Duerme en una Ciudad de Tinieblas, miembro de una hermandad secreta. Él no se conoce ni a sí mismo ni a sus camaradas. ¡Asola una dimensión temible y desmonta, milagrosamente, en la cama!
»El corazón le brinca en el pecho, un lugar oscuro, aunque algunos se sumergen en la noche como la cuchara corta el agua mansa, otros se lanzan de cabeza contra una nueva connivencia; sus cuernos emiten un crujido seco como la langosta que va a mudar las alas.
»¿Has pensado en la noche ahora, en otro tiempo, en países extranjeros, en París? Cuando las calles rebosaban de cosas que tú no harías ni por una apuesta, ¿y has pensado en lo que ocurría entonces? ¡Los cuellos de los faisanes y los picos de los patos, balanceándose junto a las pantorrillas de los galanes, y sin pavimento en toda la ciudad, millas y millas de arroyo y un hedor que se te agarraba a la nariz a veinte leguas de distancia! ¡Los vendedores, voceando el precio del vino, y al alba, los buenos empleados rebosantes de meado y vinagre! Y en las callejuelas, los sangradores, y una princesa casquivana, en camisa de seda, aullando bajo una sanguijuela. Y no digamos lo que ocurría en los palacios de Nymphenburg en los que hasta Viena resonaban los ecos de las visitas nocturnas de antiguos reyes que hacían aguas menores en tazas recubiertas de terciopelos y maderas talladas. No —dijo mirándola fijamente—, ya veo que no lo has pensado, y deberías, porque hace mucho tiempo que existe la noche.
—Yo no la he conocido hasta hora —dijo Nora—. Creí que la conocía, pero aquello no era conocerla.
—Exactamente —dijo el doctor—. Tú creías conocerla, pero ni siquiera habías barajado las cartas. Aunque no lo creas, las noches de un período no son las noches de otro. Ni las noches de una ciudad son las noches de otra. Vamos a tomar a París por ejemplo y a Francia por un hecho. Ah, mon Dieu! La nuit effroyable! La nuit qui est une immense plaine et le coeur, qui est une petite extremité! Ah, Madre mía, Nôtre Dame-de-bonne-garde intercede por mí ahora, mientras explico a lo que voy. Las noches francesas son las que todas las naciones del mundo buscan. ¿Te habías dado cuenta? Pregúntale al doctor Poderoso O’Connor. La razón por la que el doctor lo sabe todo es que ha estado en todas partes en el mal momento y ahora se ha hecho anónimo.
—Pero es que yo nunca pensé en la noche como vida, yo nunca la viví. ¿Por qué ella sí?
—Ahora te hablo de las noches francesas —dijo el doctor— y por qué todos vamos a ellas. La noche y el día son dos viajes, y los franceses, por más egoístas y avariciosos que a veces sean, son los únicos que al alba rinden cuentas de una y de otro. Nosotros destrozamos a una en bien del otro. Los franceses, no.
»¿Y eso por qué? Porque ellos continuamente ven a los dos como uno solo y tienen presente a la noche, como los frailes que repiten: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí” doce mil veces o más durante las veinticuatro horas del día, hasta que para bien o para mal, eso se les graba en la cabeza insensiblemente. Los franceses recorren el mundo doblando el cuerpo por la cintura, evolucionando en torno al Gran Enigma, como un pariente alrededor de una cuna, y el Gran Enigma no se puede concebir a no ser que vuelvas la cara hacia otro lado y te pongas a pensar con ese ojo que temes y que es el occipucio, el ojo que usamos para contemplar a la amada en un lugar oscuro y ella tarda en llegar porque viene de muy lejos. Nos ahogamos con el espesor de nuestra lengua cuando decimos “Te quiero”, del mismo modo que en los ojos de un niño perdido durante mucho tiempo se advierte la imagen contraída de esta distancia: un niño que se empequeñece en las garras de un animal que surge impetuosamente de las fauces del iris. No somos sino piel tirante sobre un viento con los músculos crispados contra la mortalidad. Dormimos sumidos en un polvo de reproches contra nosotros mismos. Estamos llenos hasta la garganta de los nombres que damos al sufrimiento. La vida, el pasado en el que la noche selecciona y mastica el alimento que nutre nuestra desesperación. La vida, el permiso para conocer a la muerte. Nosotros fuimos creados a fin de que la Tierra pudiera advertir su sabor inhumano, y el amor, a fin de que el cuerpo sea tan querido que hasta la misma Tierra gima con él. Sí; nosotros que estamos ahítos de sufrimiento hasta la garganta, deberíamos mirar bien en derredor, dudando de todo lo que se ve, se hace o se dice, precisamente porque tenemos una palabra para ello y no para su alquimia.
»Para pensar en la bellota hay que convertirse en árbol, y el árbol de la noche es el más duro de escalar, el más árido, el de ramas más inhóspitas, el más áspero al tacto, y exuda una resina y gotea un caucho en la palma con el que nosotros no contábamos. Los gurús que, como ya debes de saber, son maestros indios, te aconsejan que contemples la bellota durante diez años seguidos y, si en este tiempo no has averiguado algo más de ella, es que no eres muy listo, y ésta es la única enseñanza que sacarás, lo cual es una conclusión bastante triste para un final de carrera, porque nadie puede descubrir una verdad mayor que lo que su riñón tolere. Y yo, el doctor Matthew Poderoso O’Connor, te aconsejo que pienses en la noche durante todo el día y en el día durante toda la noche, si no quieres que, en un momento de distracción, se te eche encima como una máquina, arremetiendo contra tu pecho y frenando sus ruedas con tu corazón, a no ser que le hayas abierto camino.
»Los franceses dan un rodeo por la obscenidad. ¡Ah, la buena guarrería! Pero tú eres de una raza limpia, un pueblo excesivamente dado al lavado, y esto no os deja salida. La lucha de la fiera marca una senda a la fiera. Pero vosotros os laváis las huellas de la lucha con cada pensamiento, con cada gesto, con cada emoliente y savon imaginable, y luego esperáis encontrar el camino. El francés hace navegable una hora con un mechón de pelo, una bretelle arrancada, una cama revuelta. La lágrima del vino permanece en su copa para recoger la suma de su aflicción; sus cantiques cabalgan sobre dos lomos: la noche y el día.
—Pero ¿qué puedo hacer yo? —dijo ella.
—Ser como el francés, que por la noche echa un sou al cepillo de los pobres, para tener una moneda para sus necesidades matutinas. Él puede regresar siguiendo el rastro de su sedimento, vegetal y animal, y así respirar el aroma del vino en sus dos recorridos, a la ida y a la vuelta, condensado bajo un aire que no ha cambiado durante toda la operación.
»¿Y qué hace el americano? Separa el día y la noche por miedo a la indignidad, y así el misterio queda cortado por todos los nervios, el dibujo se enmaraña por la charter mortalis y ahí tienes el crimen. La campana de la sorpresa empieza a tocar a rebato en el estómago, el pelo ondea hacia arriba, tiran de ti hacia atrás por la coronilla y te quedas enseñando la tripa temblorosa de la conciencia.
»Los huesos sólo duelen cuando tienen carne encima, aunque la estires hasta dejarla más fina que la sien de una enferma, aún servirá para martirizar y mover el hueso. Así también la noche es una piel que se tensa sobre la cabeza del día, a fin de que el día sufra tormento. No encontraremos consuelo hasta que la noche se diluya, hasta que la furia de la noche extinga su fuego.
—Entonces —dijo Nora—, eso quiere decir que yo nunca podré comprenderla, que siempre estaré tan atormentada como ahora.
—¡Escucha! ¿Es que a la luz del sol las cosas son iguales que en la oscuridad? ¿Son la mano, la cara, el pie, la misma cara, la misma mano y el mismo pie? Porque ahora la mano está en sombras, sus encantos y sus defectos están difuminados. El ala del sombrero hiende el pómulo con un cuchillo de sombra y ahora tienes media cara que imaginar. Una hoja de sombra ha caído bajo la barbilla y se te han agrandado las órbitas. Hasta los mismos ojos han cambiado de color. Incluso la cabeza de tu madre por la que juraste en el banquillo de los acusados es ahora una cabeza más pesada, coronada de majestuosa cabellera.
»¿Y el sueño de los animales, el gran sueño de los elefantes y el sueño fino y tenue del pájaro?
—No puedo resistirlo —dijo Nora—. No sé cómo… Estoy asustada. ¿Qué pasa? ¿Qué fuerza hay en ella que pueda hacer esto?
—¡Oh, por Dios! —dijo el doctor—. Dame las sales. —Ella se levantó y buscó en el revoltijo del tocador. Él inhaló hundiendo la cabeza en la almohada y dijo—: Fíjate en la Historia de noche. Di, ¿lo has pensado alguna vez? ¿Fue de noche cuando Sodoma se convirtió en Gomorra? ¡De noche fue, lo juro! Una ciudad entregada a las sombras y por eso hasta hoy no ha podido refrendarse ni comprenderse. Espera un momento, luego volveré sobre eso. Roma ardió toda la noche. Imagínatelo a mediodía y pierde todo su ancestral significado, ¿no? ¿Y por qué? Porque durante todos estos años ha existido para el ojo de la mente sobre un cielo negro. Incendia Roma en sueños y podrás aprehender la verdadera dimensión de la calamidad. Porque sólo los sueños tienen el pigmento de la realidad. El hombre que ha de prescindir del color no encontrará el color que le conviene o, si lo encuentra, será para otro furor. Roma fue el huevo pero el color, el germen.
—Sí —dijo Nora.
—Los muertos han cometido una parte del mal de la noche; el sueño y el amor, la otra. ¿De qué no es responsable el durmiente? ¿Qué diálogo mantiene y con quién? Él se acuesta con su Nelly y se duerme en brazos de su Gretchen. A su cama acuden miles sin haber sido llamadas. Pero ¿cómo va uno a distinguir la verdad si no está nunca entre los presentes? Muchachas que el durmiente no se cree con derecho a desear abren las piernas en torno a él, a las órdenes de Morfeo. Tan habituado está a dormir que, con los años y la costumbre, incluso el sueño que devora sus fronteras se sosiega y en ese banquete las voces se mezclan y discuten sin arrebato. El durmiente es dueño de una tierra desconocida. Él, en la oscuridad, se dedica a otros menesteres y nosotros, sus compañeros, los que vamos a la ópera, los que escuchamos las habladurías del café, los que paseamos por los bulevares o nos mantenemos al margen no podemos permitirnos comprar ni un palmo de esa tierra, ni aun pagándola con sangre no tiene lindes ni caja registradora. El que está de pie contemplando al que duerme conoce el miedo horizontal, el miedo insoportable. Porque sólo en sentido perpendicular puede enfrentarse con su destino el ser humano. No fue creado para conocer ese otro ni fue advertido de su conspiración.
»Trituras el hígado de un pato y obtienes pâté; golpeas el músculo cardíaco de un hombre y obtienes un filósofo.
—¿Y eso tengo yo que aprender? —preguntó ella amargamente.
El doctor la miró.
—Lo que destroza el corazón del enamorado es la noche en la que se sume aquella a quien ama; él la despierta y sólo se encuentra cara a cara con la hiena de su sonrisa cuando ella deja aquella compañía.
»Mientras duerme, ¿no abre la pierna para una guarnición desconocida? ¿O en un momento que sólo ocupa un segundo nos asesina con el hacha? ¿O se come nuestra oreja en un pastel? ¿O nos aparta empujándonos con el dorso de la mano, mientras navega rumbo al puerto en un barco lleno de marineros y estudiantes de medicina? ¿Y qué hay de nuestro propio sueño? No vamos nosotros a él con mejor disposición y la engañamos con la virtud de nuestros días. Nosotros observamos la continencia durante mucho tiempo, pero en cuanto nuestra cabeza se hunde en la almohada y nuestros ojos dejan el día, acude una legión de juerguistas, dando y recibiendo. Nosotros despertamos de nuestras fechorías bañados en sudor, porque han sucedido en una casa sin señas, en una calle que no es de ninguna ciudad, poblada por unas gentes que no tienen nombre por el que podamos negarlas. Su misma falta de identidad las convierte en nosotros mismos, porque, mediante el nombre de una calle, el número de una casa, un nombre, dejamos de acusarnos a nosotros mismos. El sueño exige de nosotros una inmunidad culpable. No hay ni uno solo de nosotros que, provisto de un incógnito eterno, sin una huella dactilar que cotejar con nuestra alma, no cometiera violación, asesinato y todas las abominaciones. Porque, si de su culo volaran palomas o de sus orejas brotaran castillos, el hombre sentiría la inquietud de saber cuál era su destino, si casa, pájaro o ser humano. Posiblemente que sólo el que durmiera tres generaciones podría salir indemne de este aniquilamiento despoblado. —El doctor se volvió pesadamente en la cama.
»Por el peso del sueño que gravita sobre el durmiente, nosotros “perdonamos”, como perdonamos a los muertos por la acumulación de tierra que tienen encima. Lo que no se ve, nos dicen, no duele. Sin embargo, la noche y el sueño nos hostigan, porque la sospecha es el sueño más pesado y el horror, la tralla. El corazón del celoso conoce el mejor y más grato amor, el de la cama del otro, donde el rival perfecciona las imperfecciones del enamorado. La fantasía galopa a participar en ese duelo, libre de la obligación de las reglas de este juego invisible.
»Nosotros volvemos los ojos a Oriente, en busca de una sabiduría que no utilizaremos, y al durmiente en busca de un secreto que no encontraremos. Por eso yo digo, ¿qué hay de la noche, la noche terrible? La noche es la alacena en la que tu enamorada guarda su corazón, ella es el ave nocturna que picotea su espíritu y el tuyo, dejando caer entre ella y tú la horrible enajenación de sus entrañas. El goteo de tus lágrimas es su pulso implacable. Las criaturas de la noche no entierran a sus muertos, te los ponen al cuello, a ti, su enamorada que vela, de tu cuello los cuelgan, despojados de la corteza de sus gestos. Y donde tú vayas irá contigo, tú, viva, con la muerta de ella que no quiere morir; hacia la luz, hacia la vida, hacia el dolor, hasta que las dos seáis carroña.
»¡Espera! Ya llego a la noche de las noches, a la noche de la que quieres saber más que de ninguna otra, porque incluso la mayor de las generalidades tiene una pequeña particularidad. ¿Nunca reparaste en ello? Por todo valor se exige un alto precio, porque, en sí, todo valor es renunciamiento. Nosotros nos lavamos de nuestro sentido de culpabilidad. ¿Y qué es lo que el baño nos depara? Un pecado limpio y reluciente. ¿En qué se baña un latino? En el puro polvo. Nosotros cometimos el error garrafal, nosotros usamos agua y por eso recordamos con crudeza. Un europeo se levanta de la cama con un desorden que le permite mantener el equilibrio. Las razones de su acto pueden seguirse capa tras capa y, al fin, descubrimos cómo se arrastra la babosa. L’Echo de Paris y las sábanas de su cama salieron de la misma prensa. En uno y en las otras puede uno leer los afanes que ha costado a la vida: él posee el ingenio esencial necesario para la “venta” de ambas ediciones, la de la noche y la del día.
»¡A cada raza, su forma de lucha! Algunas tumban a la fiera del otro lado, con el hedor del excremento, la sangre y las flores, los tres aceites esenciales de su peripecia. El hombre hace su historia con una mano y la “mantiene a raya” con la otra.
»Oh, Dios mío, estoy cansado de este discurso. Los franceses son desaliñados y sabios; el americano trata de afrontarlo con la bebida. Es la única clave de sí mismo. La esgrime cuando el jabón lo ha dejado tan limpio que no hay quien lo reconozca. El anglosajón ha cometido un error garrafal; a fuerza de agua, ha dejado la página en blanco. El sufrimiento le consume durante el día y el sueño, durante la noche. Sus afanes por la labor del día han hecho insoluble su sueño.
Nora se levantó y volvió a sentarse.
—Entonces, ¿cómo lo soporta? —preguntó—. ¿Cómo puede vivir si esta sabiduría suya no es sólo la verdad sino también su precio?
—Oh, hechicera nocturna que gime en el zarzal, roya del grano, mildiu del maíz —dijo el doctor—. Pido perdón por mi canto y por mi voz, los cuales eran mejores hasta que, en la guerra, di mi riñón izquierdo a Francia, y he recorrido medio mundo bebiendo y maldiciéndola por habérmelo arrancado. Si las cosas se hicieran dos veces, a pesar de que es un gran país, yo sería la muchacha que acecha en la retaguardia o que se mezcla con la gente de la montaña, todo ello para descansar un poco de mi conocimiento al que en seguida vuelvo. Estoy llegando a lo que importa. Misericordia, ¿acaso no soy chica que sabe de lo que está hablando? Nosotros vamos a nuestras casas llevados por nuestra naturaleza, y nuestra naturaleza, sea la que sea, tenemos que soportarla todos. En cuanto a mí, así me hizo Dios, mi casa es la puerta del urinario. ¿Tengo yo la culpa si ya me han llamado otras veces y ésta es mi última y más peregrina llamada? Tal vez antes fui una muchacha de Marsella que batía el puerto con un marinero y quizá sea ese recuerdo lo que me persigue. Dicen los sabios que el recuerdo que conservamos de las cosas pasadas es todo cuanto tenemos para el futuro, y ¿tengo yo la culpa si esta vez he salido de modo distinto a como debería, cuando lo que yo quería era ser una soprano ligera con unos rizos color de trigo que me cayeran hasta las posaderas con un vientre tan duro como la tetera del rey y un busto tan alto como el bauprés de una barca de pesca? Y tener que conformarme con una cara que parece el culo de un niño viejo, ¿te parece que es una dicha?
»¡Jehová, Sabaoth, Elohim, Eloi, Helion, Jodhevá, Shaddai! ¡Que Dios nos permita morir a nuestra manera! Yo frecuento los urinarios con la misma naturalidad con que la pastora de Irlanda apacienta sus vacas en la ribera del Dee… y por los trasgos del infierno, que he visto idéntico afán obrar en una muchacha. ¡Pero después hablaremos de eso! Yo he malbaratado mi destino por exceso de locuacidad, como el noventa por ciento de la gente, porque, haga lo que haga, lo que ansío desde el fondo de mi corazón es unos niños y una labor de media. ¡Dios mío, yo nunca pedí más que poder guisar patatas para un buen hombre y darle un hijo cada nueve meses! ¿Es culpa mía que mi único hogar sea el meadero? ¿Y que no pueda colgar la bufanda, los guantes y mi paraguas de Bannybrook en algo mejor que una mampara metálica que me llega hasta los ojos, y que tenga que ser valiente, caiga quien caiga, para que no se me corra el rimmel? ¿Imaginas que esos quioscos redondos no me han acarreado grandes discusiones? ¿Has mirado alguna vez a alguno de noche cerrada y te has fijado en lo que parece, con su única caperuza y sus cien patas? Un ciempiés. Y miras al suelo y eliges tus pies, y diez contra uno que encontrarás a un pajarillo de ala ligera o un pato viejo de rodilla de madera, o algo que lleva años viviendo en el desconsuelo. ¿Qué te parece? Yo he discutido con otros en largas mesas durante toda la noche sobre los méritos particulares de tal o cual barrio para estas cosas, de un quiosco sobre otro quiosco. ¿Imaginas que estaban de acuerdo conmigo o que alguien coincidía con alguien? Había tantas discrepancias como las que se hubieran producido para elegir un nuevo orden de gobierno. Jed decía que si el Norte y Jod que si el Sur, y yo, sentado entre los dos, me ponía furioso, porque para algo soy médico y coleccionista y sé latín, y soy una especie de murciélago del crepúsculo y un fisonomista al que no desconcierta un rasgo que desentone en la cara justa, y yo decía que la mejor puerta estaba en la Place de la Bastille, y ellos se me echaron encima, cada uno apostando por un arrondissement distinto, hasta que empecé a dar palmadas como la buena mujer de la canción que vivía en un zapato, y pedí silencio a voces y golpeé la mesa, por brujería, con un gran formidable y vociferé: “¿Alguno de vosotros sabe algo acerca de la presión atmosférica y el nivel del mar? ¡Bien! Pues el nivel del mar y la presión atmosférica y la topografía determinan una gran diferencia”. Se me quebró la voz al decir “diferencia” en un agudo divino, y dije: “Si os habéis creído que hay cosas que no proclaman de qué distrito proceden, incluso con, apurando, hasta el arrondissement es que no buscáis una especie determinada y os conformáis con cualquier pieza, y yo no quiero nada con vosotros. Yo no hablo de cosas importantes con gente tan superficial”. Entonces pedí otra copa y me quedé sentado con la cabeza bien alta. “Pero —dijo otro— tienes que juzgar por la cara”. “¡La cara! —exclamé—. La cara, para los necios. Si pescas por la cara pescarás disgustos, claro que en el mar también hay otros peces. ¡La cara es lo que los pescadores capturan durante el día, pero el mar es la noche!”
Nora volvió la cara.
—¿Qué voy a hacer?
—¡Ah, la gran incógnita! —dijo el doctor—. ¿Has pensado en todas las puertas que se han cerrado por la noche y que han vuelto a abrirse? ¿En todas las mujeres que han mirado aquí y allá con lámparas como tú deslizándose sobre pies ligeros, andando como mil ratones por aquí y por allá, ora de prisa, ora despacio, unas parándose detrás de las puertas, otras tratando de encontrar las escaleras, todas buscando o dejando su cebo, en una rendija, en un sofá, en el suelo, detrás de un armario; y en todas las ventanas grandes y pequeñas desde las que el amor y el miedo han atisbado relucientes y con lágrimas? Pon esas ventanas una al lado de la otra y la vidriera daría la vuelta al mundo. Reúne esos mil ojos en uno solo y taladrarías la noche con el gran foco ciego del corazón.
A Nora empezaban a correrle las lágrimas por la cara.
—Y conoceré yo a mis sodomitas —dijo el doctor tristemente—. Y lo que tiene que sufrir el corazón si se enamora de uno de ellos, sobre todo si el que se enamora de ellos es mujer. Lo que ellas descubren entonces es que este amante ha cometido el error imperdonable de no ser capaz de existir, y se encuentran con un muñeco en los brazos. El último asalto de Dios, boxeando con una sombra, para que el corazón pueda ser asesinado y arrastrado a ese lugar tranquilo y silencioso en el que pueda pararse y decir: «Una vez fui, ahora puedo descansar».
»Bueno, pero eso todavía no es más que una parte de la historia —dijo tratando de cortar el llanto de Nora— y aunque la gente normal te dirá que a oscuras todos son iguales, negros y blancos, yo digo que puedes distinguirlos, y puedes adivinar de dónde vienen y qué barrio frecuentan por el tamaño y la calidad, y en la Bastille, y yo sé lo que me digo, los encuentras tan magníficos como las mortadelas expuestas sobre la mesa.
»Tu gourmet sabe, por ejemplo, en qué aguas fue capturado su pescado, conoce la zona, la región y a qué año debe su vino, distingue una trufa de otra y si es raíz de Bretaña o viene del Norte. Y ahora ustedes, señores, me dicen que la región no importa. ¿Es que aquí no hay nadie más que yo que sepa lo que se dice? ¿Y tengo yo acaso, como los escritores precavidos, que defenderme de las conclusiones de mis lectores?
»¿No he cerrado yo mis ojos con el postigo extra de la noche y extendido la mano? Y lo mismo vale para las muchachas —dijo—. Las que hacen noche del día, las jóvenes, las drogadictas, las disolutas, las borrachas y ésa, la más triste, la amante que vela toda la noche, temerosa y angustiada. Éstas nunca más podrán vivir la vida del día. Si las encuentras a mediodía, exhalan como una emanación protectora, un algo oscuro y desvaído. La luz ya no las favorece. Empiezan a tener un aspecto indefinido. Es como si estuvieran castigadas constantemente por los golpes de un adversario invisible. Adquieren una expresión “recalcitrante”: envejecen sin compensación, son como el pájaro viudo que suspira en el torno del cielo: “¡Aleluya! ¡Estoy clavado! Skoll! Skoll! ¡Me muero!”
»O pasea por la habitación retorciéndose las manos; o yace en el suelo, de bruces, con ese terrible anhelo del cuerpo que, en su dolor, ansia incrustarse en la tierra, perderse más allá de la tumba, anulado, borrado, sin que quede en el pavimento ni una leve huella dolorida que pudiera ser conjurada de nuevo a la nada sin objeto, retrocediendo a través del blanco, trayendo consigo el punto del impacto…
—¡Sí! —dijo Nora.
—Busca también a las muchachas en los aseos por la noche y las encontrarás arrodilladas en ese gran confesonario secreto, gritando hipócritamente el terrible anatema:
»“¡Así seas condenada al infierno! ¡Así mueras de pie! ¡Así seas condenada de abajo arriba! ¡Maldito sea este punto maldito y terrible! ¡Así se pudra en sonrisa de calavera y esa boca baja se repliegue en una mueca vacía de la ingle! ¡Que éste sea tu tormento y tu condena! Dios me condenó a mí antes que a ti y como yo serás condenada, una de rodillas y la otra de pie hasta que desaparezcamos. Porque, ¿qué sabes de mí, carne de hombre? Yo soy un ángel a gatas, con los pies de un niño detrás de mí, buscando a mi gente que no ha sido creada, descendiendo con la cara por delante, bebiendo las aguas de la noche en el abrevadero de los condenados, y entro en las aguas hasta el corazón, aguas terribles. ¿Qué sabes de mí? ¡Así te alejes de mí, condenada! ¡Condenada y traidora!”
»Ahí tienes una buena maldición —dijo él—. Y yo la he oído.
—¡Oh, no! —dijo Nora—. No, no.
—Pero, si piensas que eso es todo lo que puede decirse de la noche, estás loca —prosiguió—. ¡Mozo, trae la pala! ¿Soy yo el san Juan Crisóstomo Pico de Oro, el griego que dijo lo de la otra mejilla? No; yo soy un pedo en un vendaval, una humilde violeta debajo de una plasta de vaca. Pero —agregó con pesar— incluso el mal acaba un día en nosotros. Los errores pueden hacerte inmortal. Una mujer pasó a la Historia por haber aguantado todo Parsifal hasta el punto en el que se da muerte al cisne y entonces exclamó: «¡Santo Dios, han matado al Santo Grial!» Pero no todo el mundo es tan bueno; tú guardas para la vejez, Nora, hija mía, la debilidad suficiente para olvidar las pasiones de tu juventud, pasiones que tardaste años en robustecer. Piensa también en eso. En cuanto a mí, yo por la noche me arrebujo bien, satisfecho de ser mi propio charlatán. Yo, el Lirio de Killarney, compongo una nueva canción con lágrimas y con celos, porque he leído que Juan era su predilecto cuando tenía que haberlo sido yo, preste Mateo. La canción se titula «Madre, guarda la rueca que esta noche no pueda hilar» o «Para mí, todo el mundo es una especie de hijo-de-puta», con acompañamiento de dos armónicas y acordeón o, si no la hubiere, arpa judía y que Dios nos valga. Yo no soy más que un niño con los ojos muy abiertos.
—Matthew —dijo Nora—, ¿qué va a ser de ella? Eso es lo que quiero saber.
—Para nuestros amigos, morimos todos los días —contestó él—. Pero para nosotros sólo morimos al final. Nosotros no conocemos la muerte ni sabemos cuántas veces ha tanteado nuestro espíritu más vital. Cuando estamos en el salón, ella visita la despensa. Dice Montaigne que para dar muerte a un hombre se necesita una luz clara y brillante, pero él se refería a la conciencia respecto de otros hombres. Pero ¿y nuestra muerte? Nosotros culpamos a la noche, porque en ella morimos solos. Donne dice: «Nosotros somos concebidos en cárcel estrecha, en el claustro materno estamos todos prisioneros. Cuando nacemos, nacemos tan sólo a la libertad de la casa, toda nuestra vida no es sino el camino hasta el lugar de la ejecución y la muerte. Ahora dime, ¿se sabe de alguien que se haya dormido en la carreta mientras era conducido de Newgate a Tyburn, alguien duerme entre la cárcel y el patíbulo?» Pero él dice también: «Los hombres duermen toda la vida». ¡Cuanto más no ha de asaltarles el sueño cuando caminan en la oscuridad!
—Sí —dijo ella—; pero…
—¡Un momento! Por más que tarde en llegar, yo me dirijo a una noche determinada, una negra noche de otoño, esa noche de la que tú quieres saber, porque yo soy pescador de hombres y mi cara brinca sobre todas las aguas, para pescar lo que pueda. Mi relato tiene un hilo conductor, pero te costará trabajo descubrirlo.
»La pena nos rasguea en las costillas y nadie debería meter la mano en nada; la vía directa no existe. El feto de la simetría se nutre de contradicciones, ahí radica su maravillosa infelicidad… Y ya hemos llegado a Jenny. ¡Oh, Señor, ¿por qué las mujeres tienen sangre de perdiz y son tan dadas a complicarlo todo?! Los lugares que Jenny frecuenta son su única distinción, es una cristiana errante. Sonríe con la sonrisa amplia del que se insulta a sí mismo, que se irradia a la cara partiendo de una anomalía central localizada, la personificación de la “ladrona”. Siente pasión por la propiedad ajena pero no bien la posee la propiedad pierde parte de su valor, porque es la estima del poseedor lo que le da valor. Y ella fue la que te robó a tu Robin.
—¿Cómo es ella? —preguntó Nora.
—Verás —dijo el doctor—, yo siempre creí que era la criatura más cómica de la faz de la Tierra, hasta que vi a Jenny, bufón de comedia desmedrado, presuroso y deteriorado, con cara de careta y un olor como de nido de ratones. Es una «urraca», siempre nerviosa. Yo juraría que hasta cuando duerme mueve los pies y contrae y dilata los orificios de su cuerpo como el iris de un ojo suspicaz. Dice del prójimo que le ha arrebatado su «fe» en él, como si la fe fuera un objeto transportable. Durante toda su vida ha cultivado el sentimiento de la «sustracción». Si fuera soldado, definiría la derrota con esta frase: «El enemigo se ha llevado la guerra». Puesto que, en cierto modo, se siente disminuida, se empeña en hacer acopio de destino, y para ella el único destino es el amor, el amor de cualquiera, o sea, el suyo. De manera que sólo el amor ajeno es su amor. Cantó el gallo y ella fue puesta, su presente es siempre el pasado de otro, vuelto del revés y colgando.
»Sin embargo, todo lo que roba lo conserva mediante la incomparable fascinación de la maduración y la descomposición. Ella posee la fuerza de un accidente incompleto: uno espera siempre verlo terminar, descubrir la última impureza que lo redondee; ella nació en el punto de la muerte, pero, desgraciadamente, no rejuvenece con la edad, lo cual es un grave error de la Naturaleza. ¡Cuánto más pulcro habría sido nacer viejos e ir hasta la niñez con el paso de los años, para terminar no al borde de la tumba sino del seno materno; ser amamantados al terminar el ciclo de vida para introducirnos en el vientre materno en lugar de tener que dirigir nuestros pasos vacilantes hacia el polvo de la muerte, y encontrar una senda húmeda y carnosa! ¡Y lo cómico que sería ver cómo, al final de la jornada, nos encaminamos hacia nuestra guarida respectiva, mientras las mujeres, temblando de terror, no se atreverían a poner el pie en la calle!
»Pero, poco a poco, voy llegando a la narración de la noche que hace que todas las demás noches parezcan relativamente decentes, la noche en que, ataviada con mitones de encaje mostrando los bajos de unos pololos, que por cierto habían caído en desuso tres madres atrás, Jenny Petherbridge, que así se llama, por si te interesa —puntualizó con una sonrisa—, envuelta en un mantón de Manila de fantasía madrileña… en realidad, el atuendo vino después, pero no importa, se presentó en la ópera a primeros de otoño, creo que daban Rigoletto, y no me equivoco, paseando por la galería y registrando con la mirada los alrededores, en busca de problemas, por más que después jurara que nada más lejos de su imaginación, y allí descubrió a Robin, sentada en un palco, mientras yo paseaba arriba y abajo, hablando solo en el mejor francés de la Comédie Française, tratando de mantenerme al margen de algo que sabía que iba a traer disgustos para toda una generación y deseando estar escuchando el ciclo de Schumann, cuando, con siseo de sedas, aparece la marrana de esa especie de conde danés. Mi corazón sangra por todas las pobres criaturas fachendosas que luego no tienen un triste orinal donde mear ni una ventana por donde echarlo, y me puse a pensar, y no sé por qué, en todos los jardines cerrados del mundo, en los que la gente puede elevar sus pensamientos a gran altura por lo angosto del lugar, y lo hermoso, y en los anchos campos en los que el corazón puede expansionarse y diluir su vulgaridad, por eso yo como ensalada, y pensaba que todos deberíamos tener un lugar en el que depositar nuestras flores, como yo que una vez, siendo joven, me agencié una corbeille de orquídeas pero ¿me las quedé? No te impacientes, que ya vuelvo. No; me quedé sentado mientras tomaba el té, diciendo: “Sois muy hermosas y hacéis un gran honor a mi armario, pero hay un lugar mejor que os espera…”, y las tomé de la mano y las llevé a la iglesia católica y dije: “Dios es aquello que nosotros hacemos de Él, y no parece que la vida vaya a mejor”, y salí de puntillas.
»Recorrí la galería por tercera vez, y yo sabía que, a pesar de no ser hindú, había descubierto qué era lo que andaba mal eh el mundo, y dije que el mundo es como esa pobre lagarta triste de Jenny, que nunca sabe por dónde ponerse los mitones, picoteando aquí y allá como una urraca recelosa, hasta que aquella noche especial la invitó a un banquete (en el que desde entonces ha estado sentada, atónita), y Robin, la durmiente atribulada, con su cara de asombro. Aquello era más de lo que un chico como yo (que soy la última mujer sobre la tierra, aunque mujer barbuda, desde luego) podía soportar, y empecé a echar espuma de desesperación al contemplarlas, pensando en ti, y en cómo al final todas sucumbiríais enredadas unas con otras, como esos pobres animales que entrelazan los cuernos y luego aparecen muertos, enzarzados, con las cabezas aplastadas y un conocimiento el uno del otro que no habían deseado, después de haber tenido que contemplarse, cabeza con cabeza y ojo con ojo, hasta morir; bien, así estaréis, tú y Jenny y Robin. Tú, que hubieras debido tener mil hijos, y Robin que hubiera tenido que ser todos ellos; y Jenny, el pájaro que roba la avena del guano del amor, y entonces me volví loco, porque yo soy así. ¡Vaya una autopsia la que yo depararé, con todo lo que llevo en el intestino! Un riñón y un trozo de herradura perdidos en el circo romano; un hígado y un aliento exhaustos, una bilis y una colección de tarascas de Milán, y mi corazón que todavía llorará cuando se enfríen mis ojos, para no hablar de la nostalgia de Cellini en mi osamenta, por todo lo que debió de sufrir cuando descubrió que no podría estar perorando siempre: cuesta mucho divulgar el nombre de la belleza. Y el forro de mi vientre, sembrado de los rizos que he cortado aquí y allá, nido de pájaro en el que poner mis huevos perdidos, y mi gente, buenos donde los haya y desde que los hay, transitando por el triste camino que va del “No sabemos” hasta el “No imaginamos por qué”.
»Bien, pensé en ti, todo lo más una mujer, y ¿sabes qué quiere decir eso? Por la mañana, no mucho, atenazada en las bridas del dolor. Y entonces volví los ojos hacia Jenny que miraba en derredor buscando brega, porque ella estaba entonces en ese punto crítico de la vida que ella sabía era su último momento. ¿Y hay que ser médico para saber que ésa es una hora mala y extraña para una mujer? Si todas las mujeres la pasaran al mismo tiempo, podrías exterminarlas en bloque, como una plaga de escorpiones; pero les da una a una y es un nunca acabar, y se sumen de cabeza en ese estado solas. Para los hombres de mi clase no es tan malo; yo nunca pedí más que poder ver a mi personaje de cabo a rabo, no importa lo decaído que esté. Pero para una mujer como Jenny, la pobre perra despeluzada, en fin, bien sabe Dios que lo sentí por ella, porque entonces descubría la clase de mujer que era, una mujer que había pasado la vida revolviendo fotografías del pasado, buscando a la sirena que apareciera apoyada de lado, con una mirada como si los ángeles le subieran por la cadera, un gran amor que podía muy bien no tener cara pero que debía estar provisto de buena anca, recostada en paño de terciopelo escocés, con un pedestal recubierto de hiedra a la izquierda, un cuchillo en la bota y la ingle abultada como si ahí guardara el corazón. O rebuscando en viejos libros la pasión que fuera toda abnegación y tuberculosis, con flores en el pecho. Así era Jenny. De manera que ya puedes imaginar cómo temblaba al verse camino de los cincuenta, sin haber hecho nada que pudiera poner en su epitafio ni tener nada en su pasado que justificara el que pusieran su nombre a una flor. La vi adelantarse, andando con pie ligero, temblona, mirando a Robin y diciéndome (yo la conocía, si puedes decir que conoces a una mujer por haberle palpado el riñón): “¿Nos presenta?” Y las rodillas me temblaban, y sentía en el corazón un peso como si encima se me hubiera sentado el buey de Adán, porque tú eres amiga mía, y una buena persona, bien lo sabe Dios, incapaz de poner fin a nada, porque te pueden derribar, pero tú seguirás arrastrándote siempre, mientras sirva de algo. De modo que dije: “¿Por qué no, maldita sea?” Y las presenté, como si Robin no hubiera conocido ya a bastante gente, sin mi ayuda.
—Sí —dijo ella—. Conocía a todo el mundo.
—En fin —continuó él—. El teatro empezaba a vaciarse. La gente bajaba las escaleras hablando de la Diva (a la fuerza tiene que haber algo malo en un arte que hace a una mujer toda busto), comentando cómo había dado el do de pecho, y todo el mundo mirando por el rabillo del ojo para ver cómo iban vestidos los demás, y algunas abriéndose la capa para hacer que a los hombres se les despertara la bestia y les atenazara el cuello… sin sospechar que era yo, con mis dos hombros bien cubiertos, el que hacía congestionarse las venas de las sienes de sus acompañantes… caminando todos muy dignos y solemnes, mientras a mí se me revolvía el estómago al pensar en ti, y Robin sonreía con la boca torcida como el gato que tiene que justificar unas plumas de canario, y Jenny brincaba a su lado, tan presurosa que se adelantaba y luego tenía que retroceder, dando grititos de presunción y diciendo con voz quejumbrosa: «Tienen que venir a cenar a casa».
»Y, Dios me asista, fui. Porque, ¿quién es el que no traiciona a un amigo o se traiciona a sí mismo por un whisky con soda, caviar y un buen fuego? Y esto me lleva al paseo que dimos después. Como dijo Antonio hace tiempo: “¿Tuviste una buena noche?”, y Claudio respondió: “Sí, pardiez. Y una buena mañana; porque a eso de las ocho del día siguiente, ¡zas!, todos andaban de hinojos, besándose y quemando muebles, bebieron a mi salud, rompieron las copas y así se despidieron”. Así lo dijo Cibber y yo lo digo en palabras de Taylor: “¿Acaso Periandro no creyó oportuno yacer con Melisa, su mujer, después de que ella subiera al cielo?” ¿No es éste trabajo nocturno de otro orden pero nocturno al cabo? Y en otro lugar, como dice Montaigne: “No parece ser un amor lunático el de la Luna que, al no poder de otro modo gozar de Endimión, su amado, lo durmiera durante meses para gozar del que no se conmovía sino en sueños”.
»Bien, después de recoger por el camino a una niña, sobrina de alguien que conocía Jenny, nos fuimos todos en coche por los Champs Elysées. Cruzamos rápidamente por el Pont Neuf y torcimos por la rue du Cherche-Midi, ¡que Dios nos perdone!, donde tú, frágil barquichuela del amor, velabas preguntándote dónde… mientras Jenny cometía ese acto tan vil y abominable como el cometido por Catalina de Rusia, y no me digas que no, que confundió el trono del viejo Poniatovsky con un inodoro. Y de pronto yo me alegré de ser tan simple y de no ambicionar nada de este mundo que no pueda conseguirse por cinco francos. Y no envidié a Jenny nada de lo que tenía en su casa, aunque reconozco que le había echado el ojo a un par de libros que le hubiera escamoteado, de no estar encuadernados en piel. Y es que yo no tendría inconveniente en robar la mente de Petronio, desde luego, pero nunca la piel de un becerro. Por lo demás, la casa estaba llena de lo peor en lo que podía uno gastarse la herencia. Y yo, en la feria, había tenido una suerte fenomenal y, tirando una hilera de orinales y haciendo girar con buena mano una docena de ruedas de la fortuna, pude proveer mi alacena, porque mientras los demás, por mil francos, no se llevaban más que unos perritos de trapo o unas muñecas de cara trasnochada, ¿qué dirás que yo conseguí por menos de cinco? Una excelente sartén con sitio para media docena de huevos y una serie de utensilios menores de los que siempre hacen falta en la cocina. De modo que yo contemplaba las posesiones de Jenny con desdén. Tal vez todo aquello fuera muy “original” o “extraordinario”; pero ¿para qué quiere uno una uña de pie más gruesa de lo normal? Y este pensamiento me vino al contemplar esa vena loca de lo estrafalario que discurre a través de la Creación, como aquella amiga mía que se casó con una especie de pájaro del Adriático con unas uñas tan gruesas que tenía que arreglárselas con una lima de caballo. ¡En fin, tengo una mente tan rica que siempre divaga! Ahora he recordado a aquel mozo de cuadra que entró en mi vida usando un alzacuellos al que tenía tanto derecho como yo. Bien, los coches se detuvieron con sus lindos jamelgos y Robin saltó del estribo la primera y Jenny se fue tras ella gritando: “¡Espera! ¡Espera!”, como si se dirigiera a un tren expreso que fuera camino de Boston, arrastrando el mantón mientras corría. Y todos volvimos a su casa, porque tenía invitados esperando.
El doctor estaba violento por el rígido silencio de Nora. Prosiguió:
—Yo iba inclinado hacia delante, apoyado en el bastón que sujetaba con las dos manos, cuando nos metimos por debajo de los árboles. Mi coche negro iba seguido por otro coche negro y éste, por otro. Las ruedas giraban. Y yo empecé a decirme: los árboles son buenos, y la hierba es buena, y los animales son buenos, y los pájaros que vuelan por el aire son estupendos. Y todo lo que hacemos es decente cuando la mente empieza a olvidar: es el designio de la vida; y todo es bueno cuando hemos olvidado: es el designio de la muerte. Yo empecé a entristecerme por mi espíritu y por el espíritu de todas las personas que proyectan una sombra mucho más larga que lo que son ellos, y por todas las bestias que caminan solas en la oscuridad; empecé a llorar por todas las bestezuelas que están dentro de su madre, que van a tener que salir y portarse bien, envueltas en la única piel que les durará toda la vida. Y me dije: por ellas yo caería de rodillas, pero no por esta mujer. A ella, ni por orinarle encima aunque la viera arder, dije. Jenny es tan egoísta que no daría ni su mierda a los cuervos. Y entonces pensé: Pobre zorra. Si estuviera muriéndose, de bruces en el suelo, con la cara hundida en unos largos guantes negros, ¿la perdonaría? Comprendí que la perdonaría, como perdonaría a todo el que ofreciera un buen cuadro. Y entonces empecé a mirar a la gente del coche, levantando los ojos cuidadosamente para que no advirtieran nada extraño, y vi a la muchacha inglesa, muy erguida, satisfecha y asustada.
»Y luego miré a la niña, que estaba aterrorizada y huía de algo adulto; la vi allí sentada, muy quieta y, sin embargo, corría; se le notaba en los ojos y en la barbilla, hundida en el pecho, y en los ojos muy abiertos. Y entonces vi a Jenny allí sentada, temblando y dije: “¡Dios mío, no es un buen cuadro!” Y a Robin que se inclinaba hacia delante, mientras le corría la sangre, muy roja, donde Jenny la había arañado, y yo grité pensando: “Algún día, Nora dejará a esta chica; pero aunque las entierren a cada una en un extremo de la Tierra, un mismo perro las encontrará a las dos”.
(Continuará…)