Paul Gauguin

Las lavanderas y los porteros de los libros de Emilio Zola hablan un francés que me llena de cualquier cosa, salvo de entusiasmo. Cuando terminan de hablar, sin darse cuenta, Zola continúa en el mismo tono y en el mismo francés.
No tengo ganas de hablar mal de él. No soy escritor. Me gustaría escribir como pinto mis cuadros… es decir, siguiendo a mi fantasía, siguiendo a la luna y encontrando el título mucho después.
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Lo mejor sería callarme, pero callarse exige un esfuerzo cuando a uno lo domina el deseo de hablar. Hay personas que tienen un fin en la vida, otras ninguno. Durante mucho tiempo la virtud estuvo adormecida en mí; lo sé todo sobre el particular, pero no me gusta. La vida es apenas algo más que la fracción de un segundo. ¡Tan poco tiempo para prepararse para la eternidad!
Me gustaría ser un cerdo: sólo el hombre puede ser ridículo.
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Además, aun cuando no tenga lectores serios, el autor de un libro debe ser serio.
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Durante largo tiempo he querido escribir acerca de Van Gogh, y lo haré sin duda el día menos pensado, cuando esté en vena. Voy a deciros ahora algunas cosas, pocas y oportunas, acerca de él, o más bien acerca de nosotros, a fin de corregir un error que ha corrido en ciertos círculos.
Ocurre que han enloquecido varios hombres que estuvieron mucho en mi compa;ía y que acostumbraban discutir conmigo.
Esto fue cierto con los dos hermanos Van Gogh, y algunas personas malignas, entre otras, me han atribuido infantilmente sus demencias. Algunos hombres tienen, indudablemente, mayor o menos influencia sobre sus amigos, pero hay una gran diferencia entre eso y provocar la locura. Mucho tiempo después de la catátrofe, vincent me escribió desde el asilo particular en que estaba en tratamiento. Decía: “Qué afortunado eres de estar en París. Es decir, donde uno halla los mejores doctores, y tú ciertamente debes consultar a un especialista para curar tu locura. ¿No estamos todos locos?”. El consejo era bueno, y por eso no lo seguí; por espíritu de contradicción, digamos.
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Notas desparramadas, sin ilación, como sue;os, como un vida compuesta de fragmentos; y porque otros la han compartido, el amor de cosas bellas vistas en casas de otros. Cosas que son a veces infantiles cuando se escriben, fruto algunas de nuestra holganza; otras la clasificación de ideas queridas, aunque quizás tontas (desafío a una mala memoria), y algunas, rayos que penetran el centro vital de mi arte. Si un trabajo de arte fuera un trabajo de azar, todas estas serían inútiles.
Creo que el pensamiento que ha guiado mi trabajo, una parte de mi trabajo, está misteriosamente ligado con un millar de otros pensamientos, algunos míos propios, otros ajenos. Hay días de imaginación ociosa de los cuales recuerdo largos estudios, a menudo estériles, más a menudo perturbadores: una nube negra acaba de oscurecer el horizonte; mi alma es dominada por la confusión, y soy incapaz de hacer algo. Si en otras horas de brillante luz solar y con una mente clara me dedico a tal y tal hecho, o visión, o a fragmentos de lectura, siento que debo hacer alguna breve de ello, perpetuar su memoria.
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Tengo una deuda con la sociedad.
¿Cuánto?
¿Cuánto me debe la sociedad?
Mucho, demasiado.
¿Pagará algún día?
¡Nunca! (¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!)
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No aconsejes ni reprendas a nadie que haya venido a pedirte un favor, especialmente si no se lo haces.
Cuidado con pisar un pie a un idiota erudito. Su mordedura es incurable.
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Digo al intérprete nativo: “Muchacho, ¿cómo decís ‘un idilio’ en el idioma de las Marquesas?” y contestó: “ ¡Qué persona divertida es usted!”. Adelantando todavía más mis investigaciones le pregunto: “¿Cuál es la traducción de virtud?”y el buen hombre responde, riendo: “¿Me toma usted por un imbécil?”.
El sacerdote dice que todo esto es pecado. Las mujeres,como ciervos atónitos, parecen decir con sus miradas de terciopelo: “Eso no es verdad”.
Sé muy bien que en París y en provincias también, los funcionarios que están de licencia en sus hogares narran siempre cuentos fantásticos. Pero no creáis ni un apalabra de ello; aquí los monstruos son perfectamente naturales. Ven bastante claramente, sin parecerlo, que nuestras ropas son ridículas y que, aunque nos jactemos de lo contrario, apenas si somos brutos pretenciosos.
“Prometen —dicen las mujeres— y no cumplen sus promesas”.
Aparte de ello levantan sus narices hacia nosotros como Colin hace con Tampon.
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¡Máximas! No son practicables, están destinadas a la conversación y para dar a alguien la oportunidad de decir: “ ¡Hola, he aquí a un filósofo!”.
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Saber dar: eso es bueno,
Saber recibir: es todavía mejor,
¡Ah, la vanidad del dinero!…
Tener voluntad es querer tenerla.
Dicen: “Tal el padre, tal el hijo”. Los hijos no son responsables por las faltas de sus padres. No tengo un céntimo; es culpa de mi padre.
La canción dice: “Si mi padre es un cornudo, es porque mi madre así lo quiso”.
Algunos de estos proverbios morales se dan maña para evitar tener un contenido moral.
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Tres clases de amor: amor moral, amor físico, amor manual. ¡Moral, Libertinaje, Prudencia!
Al hombre que no ha triunfado le decimos: “Cometió usted un error”.
Al que ha perdido a la lotería: “Tuvo usted mala suerte”.
Cuando se tienen viente años hay dos cosas difíciles de hacer: elegir una carrera, elegir una esposa. Todas las carreras son buenas, pero uno no puede decir: “Todas las esposas son buenas”.
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Tened cuidado de esas almas puras, y si hacéis de alguien un cornudo, no vigiléis al marido sino a vuestra bolsa.
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Con intención, más bien por malicia premeditada que por instinto, escribo a veces un poco obscenamente. Es porque quiero impedir que esta miscelánea sea leída por mojigatos, esos insoportables mojigatos que no saben cómo vestirse si no es con una librea.
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“Usted comprende, amigo mío, que no puedo llevar a mi legítima esposa a esas recepciones suyas en las que aparece su amante”.
Cuando la señora está presente (ella es una mujer honesta porque está casada), todos se comportan de la mejor manera. Cuando termina la reunión y todos se van a sus casas, nuestra honesta se;ora, que ha bostezado durante la noche entera, cesa de bostezar y dice a su marido: “Hablemos de porquerías antes de hacer aquello”. Y el marido dice: “No hagamos nada, hablemos. He comido demasiado esta noche”.
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No sabemos nunca lo que en realidad es la estupidez hasta que la hemos experimentado en nosotros mismos. A veces os decís: “¡Cielo santo, qué idiota fui!”. Es precisamente debido a eso que percibís que podríais haber actuado de otra manera. Por desgracia, sois viejos antes de que observéis que ha llegado el tiempo de la reflexión. Dejemos por lo tanto las cosas como están, ya que somos incapaces de hacerlo de otro modo; vivamos fuera de las escuelas y en consecuencia sin constreñimientos.
[…]
Mi abuela era una anciana dama divertida. Su nombre era Flora Tristán, Proudhon dice que tenía genio. Como no sé nada al respecto, le tomo la palabra a Proudhon.
Estaba vinculada con toda suerte de asuntos socialistas, entre ellos los sindicatos obreros. Los agradecidos obreros le erigieron un monumento en el cementerio de Burdeos. Es probable que no supiera cocinar. ¡Una literata socialista-anarquista!
[…] También sé que gastó su fortuna entera por la causa de los trabajadores, viajando incesantemente. En el intervalo fue a Perú a ver a su tío, el ciudadano don Pío de Tristán Moscoso (de una familia aragonesa)
Su hija que fue mi madre, recibió educación en una escuela, la Pensión Bascans, un establecimiento esencialmente republicano. Fue allí que la conoció mi padre, Clovis Gauguin. Mi padre era en esa época corresponsal político del National, el diario de Thiers y de Armand Marast.
Mi viejo, viejísimo tío Don Pío se enamoró completamente de su sobrina, tan hermosa y tan parecida a su queridísimo hermano don Mariano. Don Pío se había vuelto a casar a los ochenta años y tenía varios hijos de este nuevo casamiento, entre otros Eschenique, presidente del Perú durante varios años.
Constituían todos una numerosa familia, y entre ellos mi madre era una verdadera niña mimada.
Pero no nos adelantemos, volvamos a nuestra ciudad de Lima. Allí, en Lima, ese delicioso país donde nunca llueve, los techos eran terrazas en aquellos días. Si había un loco en la familia, tenía que ser mantenido en casa; esos locos vivían en la terraza, sujetos por una cadena a un anillo, y el propietario de la casa, o el inquilino, estaba obligado a proveerlo de una cierta cantidad de alimento muy simple. Recuerdo que una vez mi hermana, la negrita y yo, que dormíamos en una habitación cuya puerta abierta daba al patio interior, fuimos despertados y vimos a un demente que descendía la escalera del lado opuesto al nuestro. La luna alumbraba el patio. Ninguno de nosotros se animó a articular una palabra. Vi, y todavía puedo verlo, entrar al demente en nuestra habitación, lanzarnos una mirada y luego, tranquilamente, trepar de nuevo a su terraza.
En otra oportunidad fui despertado de noche y vi el magnífico retrato de mi tío que colgaba en la habitación, con los ojos fijos en nosotros, moviéndose.
Era un terremoto.
Por valientes que seáis, por más sabios que podáis ser, tembláis cuando la tierra tiembla. Es una sensación común a todos, y que nadie puede negar.
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En el siglo vigésimo, la Iglesia Católica es una Iglesia rica que se ha apoderado de todos los textos filosóficos a fin de falsearlos, y el Infierno prevalece. La Palabra queda.
Nada de esa Palabra ha muerto. Los Vedas, Brahma, Buda, Moisés, Israel, la filosofía griega, Confucio, el Evangelio, todo existe.
Sin una sola lágrima, sin ninguna asociación monopolística, la Ciencia y la Razón han preservado, solas la tradición: fuera de la Iglesia.
Desde el punto de vista religioso, ya no existe la Iglesia Católica. Es ahora demasiado tarde para salvarla.
Orgullosos de nuestras conquistas, seguros del futuro, decimos “¡alto!” a esa Iglasia cruel y artificial. Entonces explicamos nuestro odio y la razón de ese odio.
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Dibujo: ¿Qué es eso? No esperéis una conferencia mía sobre este tema. El crítico probablemente diría que es una cantidad de cosas hechas sobre el papel con un lápiz, pensando, sin duda, que allí se puede descubrir si un hombre sabe dibujar. Saber dibujar no es la misma cosa que dibujar bien. ¿Sospecha él, el crítico, este juez, que trazar el contorno de una figura pintada resulta en un dibujo totalmente diferente?
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Dar no es lo mismo que saber dar. Para saber dar es necesario saber recibir.
Dicen que para saber mandar es necesario saber obedecer. No es completamente exacto. De ello son testigos los reyes. Y la policía también. Tan faltos de espíritu como los valets, que saben obedecer; ¿saben mandar? Gran Dios, ¡no! Y, sin embargo, adoran mandar; llaman a eso compensarse a sí mismos o vengarse de sí mismos.
“¡Soy el amo!”
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Odio la nulidad y el término medio.
En brazos de la amada que me dice : “¡Ah, mi apuesto Rolla, me estás matando!”, no quiero verme obligado a decir: “No, no estoy en forma esta noche”.
Debo tenerlo todo. No puedo conquistarlo todo, pero quiero hacerlo. Permitidme recobrar aliento y gritar una vez más : “¡Gástate, gástate nuevamente! ¡Corre hasta quedar sin aliento, y morir locamente! Prudencia… ¡cómo me aburres con tus interminables bostezos!
La filosofía es insípida si no toca mi instinto. Es dulce soñar con ella, con la visión que la adorna; pero no es ciencia… o cuando mucho es ciencia en germen. Múltiple, como todo en la naturaleza, evolucionando incesantemente, no es una deducción de las cosas, como ciertos solemnes personajes querían hacernos creer, sino más bien un arma que, como los salvajes, fabricamos nosotros mismos. No se atreve a manifestarse como una realidad, sino como una imagen, incluso como un cuadro… admirable si el cuadro es una obra maestra.
El arte requiere filosofía, precisamente como la filosofía requiere arte. De lo contrario, ¿qué sería de la belleza?
[…]
Creo que la vida no tiene significado, salvo que se la viva con una voluntad, por lo menos hasta el límite de su voluntad. La virtud, el bien, el mal no son sino palabras, excepto si se les toma separadamente a fin de construir algo con ellos; no adquieren su verdadero significado hasta que se sabe cómo aplicarlos. Entregarse en manos de su creador es anularse y morir.
[…]
Los cuadros y los escritos son retratos de sus autores. La mente debe tener ojos sólo para el trabajo. Cuando mira al público, el trabajo fracasa.
Me rebelo cuando un hombre me dice: “Usted debe”. Cuando la naturaleza (mi naturaleza) me dice lo mismo, me someto, sabiendo que estoy vencido.
Decís: “¡Gastaos, gastaos nuevamente!”. No tiene valor, a menos que sufráis.
Con mi propio entendimiento he tratado de construir un entendimiento superior que será el de mi vecino, si él lo desea. La lucha es cruel, pero no es vano. Surge del orgullo y no de la vanidad.
Una corona señorial, una corona de ortigas, en campo de azur, y como divisa: “Nada me pincha”.
Es una pequeñez, pero en ello hay orgullo. Trepáis a vuestro Calvario riendo; vuestras piernas vacilan bajo el peso de la cruz; al llegar a la cima hacéis rechinar vuestros dientes; luego, sonriendo nuevamente, os vengáis. ¡Gastaos nuevamente! Mujer, ¿Qué tenemos nosotros en común? ¡Los hijos! Son mis discípulos, los del segundo Renacimiento.
¿Expiar por los pecados de los otros, cuando ellos son puercos? ¿Inmolaros por ésos? No os inmoléis, invitáis a la derrota.
¡Civilizados! ¿Estáis orgullosos de no comer carne humana? Sobre una balsa la comerías… ante Dios, invocándolo, temblorosos.
Para compensar, coméis el corazón de vuestro vecino todos los días.
Contentaos, pues, con decir: No lo he hecho, ya que no podéis decir con certeza: Nunca lo haré.
Pero, ¿es todo esto muy tenebroso? Sí, si no sabéis cómo reíros de ello.
El orgullo de ser capaz de sonreír frente al dolor compensa ampliamente por el sufrimiento a un indio que está sufriendo torturas, y … ¿quién fabrica las lágrimas a fin de verterlas?
Se razona, pero se es libre de hacerlo.
Quizás allí reside la fuerza del común de las gentes.
También en la criatura el instinto dirige a la razón.
[…]
Temo que la nueva generación, proveniente toda del mismo molde —molde demasiado lindo, en mi opinión— no será nunca capaz de borrar su marca.
Arte por amor al arte. ¿Por qué no?
Arte por amor a la vida. ” “ “ ”
Arte por amor al placer. ” “ “ ”
¿Qué importa, en tanto sea arte?
El artista a los diez, a los veinte, a los cien años de edad es siempre el artista, pequeño, mediano, grande. ¿No tiene sus horas, sus momentos? Siendo un hombre, y viviendo, nunca es impecable. Un crítico le dice : ¨Allí está el norte¨. Otro le dice : ¨El norte es el sur¨. Soplan sobre el artista como si fuera una veleta.
El artista muere; los herederos caen sobre su trabajo; todo se reparte: derechos de autor, subastas, y el resto. Allí queda, completamente despojado.
Pensando en esto, me despojo a mí mismo de antemano. Es un consuelo.
[…]
Cézanne pinta un paisaje brillante: fondo ultramarino, verdes subidos, ocres resplandecientes; una hilera de árboles, con sus ramas entrelazadas, que permiten, sin embargo, una mirada sobre la casa de su amigo Zola, con sus persianas color bermellón que parecen anaranjadas por el reflejo amarillo de las paredes. El verde esmeralda expresa la delicada verdura del jardín, mientras, en contraste, las profundas notas de ortigas de color purpúreo, en el fondo, orquestan el simple poema. Es en Médan.
Un pretencioso transeúnte echa una mirada atónita sobre lo que piensa es un lastimoso revoltijo de algún aficionado y , sonriendo como un profesor, le dice a Cézanne: “¿Pinta usted?”.
“Ciertamente, pero no mucho…”
“Oh, se ve. Mire usted, soy un exalumno de Corot; si usted me lo permite puedo arreglar todo eso con unos pocos toques hábiles. Valores, valores… ¡eso es todo!”
Y el vándalo desparrama impúdicamente sus imbecilidades sobre la brillante tela. Grises sucios sobre sedas orientales.
“¡Qué feliz debe ser usted, señor!”, exclama Cézanne. “Cuando usted hace un retrato no dudo que pone usted el brillo en la punta de la nariz, tal como lo pinta en las patas de la silla”.
Cézanne toma su paleta y, con su cuchillo, raspa todo el barro del señor. Luego, después de un momento de silencio, suelta un tremendo… y, volviéndose hacia el señor le dice: “¡Oh, qué alivio!”.
[…]
Es tiempo de terminar toda la charla. La impaciencia del lector aumenta y acabaré, pero no sin escribir al final un peque;o prefacio.
Pienso (en otro sentido que el de Brunetière) que actualmente la gente escribe demasiado. Lleguemos a un entendimiento sobre este tema.
Hay muchos, muchísimos que saben cómo escribir; esto es indiscutible. Pero muy pocos, extremadamente pocos tienen idea alguna de lo que es el arte de escribir, ese arte tan difícil.
Lo mismo es cierto para las artes plásticas, y sin embargo todos han metido mano en ellas.
No obstante, es deber de todos probar, practicar.
Junto al arte, arte puro —concedida la riqueza de la inteligencia humana y todas sus facultades— hay muchas cosas que decir, y deben ser dichas.
Este es todo mi prefacio. No era mi deseo escribir un libro que tuviera la más mínima apariencia de obra de arte (no sería capaz de escribirlo); pero como hombre bien informado de muchas cosas que he visto, leído y oído en todo el mundo, el mundo civilizado y el bárbaro, he querido escribir desnudamente intrépidamente, desvergonzadamente… todo eso.
Es mi derecho, y los críticos no pueden impedirlo, por atroz que sea.
Atuana, Marquesas, enero-febrero de 1903
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