CARTAS CHILANGAS (XV)

Juan Patricio Lombera









Cartas al fondo de mi alma

V

Como toda pareja, también tuvimos nuestro gran pleito. Y no fue por una cuestión de celos o por una discusión política. De hecho, en aquellos días, solíamos ir juntos a las concentraciones de nuestros respectivos líderes. Gabriela me presentó a sus amigos y yo a los míos y debo decir que hubo bastante comunión en ambos casos. Contribuyó a esto el hecho de que prometimos no debatir sobre el tema, cuando estuviéramos en la concentración del rival. No se trataba de evitar el debate de ideas, siempre sano para la democracia según pensábamos en aquella época, sino solo de aparcarlos, puesto que nuestro enemigo era la dictadura del PRI. Cualquiera que lea esto podría pensar en una gran madurez del pueblo mexicano en su lucha, pero nada más lejos de la realidad.

Es cierto que los jóvenes del 68 habían marcado un punto de inflexión en la historia del país. Mas la respuesta salvaje del gobierno, que denotaba una gran inseguridad, acabó con los sueños de cambio de esa generación. Tal parecía que el PRI nunca caería y si lo hacía sería por medio de las armas. La crisis de 1982 se produjo después de que el presidente de México, sin el aval del congreso, pidiera unos préstamos millonarios para desarrollar la industria petrolera. Con la brutal caída de los precios, el país se encontró como la lechera del cuento. Esta fue la primera sacudida. Todo el mundo sabía de la corrupción de los políticos, pero no fue hasta que no llegó la crisis que la gente empezó a criticar los robos con rabia; especialmente al perro de la colina y al negro Arturo. Hasta ese momento, la corrupción se veía como un mal propio de nuestra idiosincrasia; una suerte de travesura de los mandatarios y su camarilla de turno. No obstante, la sociedad mexicana seguía muy dormida y bastó con que el nuevo presidente encarcelara a un ex ministro y al ex jefe de policía del Gobierno anterior, para que los ánimos se aplacaran e incluso surgieran ilusos que pensaran que aquello de la renovación moral sí iba en serio. El pueblo de México necesitaba otra sacudida y vaya que la tuvo.

El 19 de septiembre de 1985, yo me desperté a las 6 y media de la mañana. Era el primero en hacerlo en casa. Como todos los días, me prepare un nesquick que tomé con unas galletas. Recién terminado el desayuno sentí el temblor. Me coloqué debajo de una puerta como me habían enseñado y esperé a que pasara. Duró bastante, pero como ninguna de las paredes de mi edificio, se agrietó, no tuve miedo alguno. Un temblor más, pensé. No sería el primero y desde luego tampoco el último. Aquel día no tuvimos clase recuerdo. No sé que hice durante esa inesperada mañana libre, pero sí recuerdo el momento en que todo México dimensionó la tragedia. Subido a un helicóptero Jacobo Zabludovski, el periodista estrella de Televisa, famoso por tergiversar la verdad según muchos, captaba imágenes de la ciudad. Parecía que la hubiesen bombardeado. Escombros y humos por todas partes. En esas primeras horas, los gobiernos capitalino y federal lucieron por su ausencia e incompetencia. A pocas horas de ahí, había un equipo extranjero experto en rescates en tragedias. Ofrecieron su ayuda, mas esta fue rechazada, pues según las autoridades no hacían falta. Ante la incompetencia de sus autoridades, el pueblo de México se organizó por sí solo para remover los escombros y así siguió día tras día, incluso después de la aplicación del plan DNIII para la defensa nacional, incorporando al trabajo al ejército y la llegada de la ayuda internacional. Esta última sirvió para evidenciar la corrupción desaforada del régimen. En una época anterior a los tratados de libre comercio, en la que las negociaciones del GATT se encontraban trabadas en Punta del Este, conseguir en México productos tales como vinos o quesos europeos, sólo se podía hacer en tiendas especializadas a precios muy onerosos. De pronto, mientras que aún se removían los escombros de los edificios caídos y se buscaban supervivientes, aparecieron en los supermercados mexicanos toda clase de productos extranjeros a precios más que accesibles. El famoso tenor español Placido Domingo, que vivió toda su infancia en México, donó una gran cantidad de dinero, pero se negó a darlo al gobierno y se encargó el mismo de distribuirlo. En aquellos días, se le podía ver en Tlatelolco removiendo escombros de un edificio en el que moraban familiares. El Gobierno mexicano, molesto con el tenor censuró su siguiente película. De aquel negro mes de septiembre, recuerdo el salvamento milagroso de unos niños en una guardería y otra anécdota de un hombre que se había quedado atrapado en los escombros y vio una mano entre las rocas. Acerco su propia mano para asir la del otro y darle ánimos cuando sintió que sólo tenía entre sus dedos una extremidad amputada.

Después de una de esas reuniones nos fuimos a casa de Gabriela, aprovechando que sus padres estaban de vacaciones. Hicimos el amor con mejor pericia que las anteriores y nos dormimos en la cama de sus padres. Fue en el desayuno cuando me soltó la bomba.

-Tengo que decirte una cosa -me dijo seria.
-Miedo me das -respondí en broma.
-Me voy de México.

Casi escupo el café.

-¿Qué? ¿Cuándo?
-En verano. Al terminar los estudios. Lo tenemos hablado desde hace 2 años.
-Y ¿por qué no me lo dijiste antes?
-¿Para qué poner esa espada de Damocles sobre nuestra relación?
-Claro, tú te vas. Conocerás a otras personas y te lo pasarás muy bien y a mí dejas clavado, pensando en ti.
-Créeme que no fue mi intención hacerte daño y créeme también si te digo que te amo y te voy a echar mucho de menos, pero tengo que seguir con mis estudios…
-Y con tu vida.
-Yo no dije eso.
-Bueno, sólo dime una cosa. ¿Sentías algo por mí o sólo querías hacer un experimento y ver que se sentía salir y coger con un proletario comparado con los niños fresas con los que has andado?
-Cállate, imbécil.

Sus palabras fueron acompañadas de una sonora bofetada que casi me tumba de mi asiento.

Me levanté sin emitir sonido alguno y sin acariciarme la mejilla por más que me doliera.

-Adiós.

Me dirigí a la puerta. Voltée con la intención de verla a los ojos por última vez, pero ella estaba llorando, lo cual me hizo sentir incómodo. Tenía el pomo de la puerta en la mano y sin embargo no atinaba a girarlo.

-Perdóname -me dijo limpiándose la mejilla con un kleenex.

Me la quedé viendo y pensé que finalmente debería de alegrarme del futuro promisorio que a ella le esperaba aunque yo me quedara jodido en la ciudad.

-Perdóname tú, me gané la bofetada a pulso.

Se acercó con pasos lentos y calculados, cuando estaba a un palmo de mi cara me empujó hacia la puerta y me empezó a besar.

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