El mago (I)

Ingmar Bergman







EL MAGO
(El rostro)

PERSONAJES

Vogler: Max von Sydow
Manda (Aman): Ingrid Thulin
Vergérus: Gunnar Björnstrand
Abuela: Naima Wifstrand
Spegel: Bengt Ekerot
Sara: Bibi Andersson
Ottilia: Gertrud Fridh
Simson: Lars Ekborg
Starbeck: Toivo Pawlo
Egerman: Erland Josephson
Tubal: Ake Fridell
Sofia: Sif Ruud
Antonsson: Oscar Ljung
Henrietta: Ulla Sjöblom
Rustan: Axel Duberg
Sanna: Birgitta Pettersson

REALIZADORES

Guión Ingmar Bergman
Director Ingmar Bergman
Ayudante de dirección Gösta Ekman
Director de fotografía Gunnar Fischer
Música Erik Nordgren
Música dirigida por E. Eckert-Lundin
Decorados P. A. Lundgren
Trajes Manne Lindholm y Greta Johansson
Maquillaje Börje Lundh y Nils Nittel
Sonido Aaby Wedin y Ake Hansson
Compilador Oscar Rosander
Supervisor de producción Alian Ekelund

Duración: 102 minutos

Producida por Svensk Filmindustri; distribuida en los Estados Unidos por Janus Films, Inc., y en Gran Bretaña con el título «El rostro» por Contemporary Films Ltd.

En una tarde de verano cargada de truenos prontos a estallar, en julio del año 1846, un coche grande se detiene junto a un camino situado justo al sur de Estocolmo. El sol abrasador cae implacable sobre los pantanos, el bosque y las negras nubes que se ciernen en el cielo hacia el Este.

Cuatro viajeros se hallan sentados alrededor del coche. La quinta viajera —una vieja encorvada— camina examinando el suelo como si buscara algo.

El cochero, que es el más joven del grupo, acaba de regresar del bosque con agua para los caballos. Cerca del estribo del coche está sentado un hombre grande, pelirrojo, comiendo jamón. Junto a él tiene su caja de víveres, abierta.

Un poco a un costado, solos, se hallan sentados los otros dos. Uno de ellos es alto con el rostro delgado y pálido, cabellos lacios negros, barba y cejas negras. Sin sombrero, lleva puesto un traje de viaje lleno de polvo y fuma una pipa corta que enciende continuamente. El otro más bajo, de aspecto delicado, también lleva un traje para viaje, y parece más un adolescente que un hombre.

El coche está pesadamente cargado de cajas y canastas; tiene aspecto bastante confortable, pero ha conocido épocas mejores. Los caballos son fuertes, pero no están muy bien cuidados. La viejita acaba de hacer un hoyo en el suelo con un palo. Se arrodilla y busca algo en el agujero con la mano. Parece bastante satisfecha, extrae algo que tiene el aspecto de una piedra negra. Mira con cautela por encima del hombro para ver si los demás la observan, pero cuando ve que nadie parece prestarle atención mete su hallazgo en un pequeño bolso de cuero que lleva consigo.

Una urraca, notablemente grande de tamaño, mira fijamente a la anciana. Ésta se enfada y aprieta contra sí el bolso. La urraca no se mueve de su sitio y parece mofarse de ella. La anciana escupe en el suelo y se aleja rápidamente.

El Sol cae quemante en el borde del bosque y todo está muy quieto. Los viajeros suben al coche mientras el cochero trepa al pescante y azuza los caballos. Los elásticos del vehículo crujen y rechinan mientras el carruaje toma lentamente el camino estrecho, surcado.

En el bosque, los rayos de sol tiemblan en los árboles como lanzas arrojadas al aire, pero el crepúsculo es pesado.

El hombre grande —el que estaba comiendo— sonríe con buen humor mientras se monda los dientes. La vieja hace una inspiración y tose un poco.

TUBAL: ¿Y bien?
ABUELA: ¿Qué?
TUBAL: ¿Encontró lo que buscaba?
ABUELA: No.
TUBAL: Se equivocó de lugar.
ABUELA: Sé muy bien dónde estaba la horca. Era aquí mismo, aquí mismo. Justo antes de la casa de peaje, en el borde del bosque.
TUBAL: Usted siempre con sus raíces de mandrágora, dedos cortados y otras cosas del demonio. (Sonríe con una mueca bondadosa)
ABUELA: Y en el bosque los espíritus andaban sueltos, aullando o suspirando, según su estado de ánimo. Había un ruido tan grande que las gentes tenían miedo de entrar en el bosque después de la caída del sol. Lo recuerdo muy bien.
TUBAL: Usted y sus espíritus.

Ríe con amabilidad, cruza las manos sobre su chaleco y eructa con discreción. Pero la abuela se pone iracunda.

ABUELA: Oye, Albert. ¿Por qué tienes a ese Tubal de ayudante? Deberías librarte de él. ¿Oyes lo que te dice tu abuela?

Albert (que aparentemente ha escuchado las opiniones de su abuela en anteriores ocasiones) simula que no la oye. Pero el estado de ánimo de Tubal parece cada vez mejor.

TUBAL: Me gustaría saber cómo podría funcionar sin Tubal el Teatro de Salud Magnético de Vogler. Por ejemplo, ¿quién fue que nos sacó de apuros en nuestra última venta de entradas en Copenhagen? De noche. Con riesgo de mi vida. Después que nuestra gira dinamarquesa había sido un fracaso. Lo pregunto, pero nadie contesta.
ABUELA (enfadada): ¿Y quién elabora nuestras medicinas?
TUBAL: ¿Quién es el que las vende?
ABUELA: Después de todo, los remedios son nuestra ganancia segura.
TUBAL: Hace mucho que estarían en quiebra si las gentes supieran lo que pone usted en sus remedios.
ABUELA (muy enfadada): «Lo que es bueno para uno no siempre es agradable al paladar»… Eso es lo que mi madre siempre decía.
TUBAL: En todo caso, soy yo el que toma la responsabilidad.
ABUELA: Y las ganancias.
TUBAL: No empiece con ésas, abuelita. Yo sé algunas cosas; las sé.
ABUELA (un poco más humilde): El Señor lo va a castigar, Tubal, el Día del Juicio.
TUBAL: Usted, que ha vendido su alma al diablo, no debería pronunciar el nombre de Dios con su boca pecadora.
ABUELA: En casa de mi padre hay muchas mansiones, dice la Biblia.
TUBAL: Si es así es porque el diablo ya tiene una abuela.
ABUELA: ¿Oyes, Albert? ¿Debe dejarse que ese enorme buey insulte así a tu abuela? Pégale en la trompa, o por lo menos dame mi remedio para el pecho. Tengo tos…

La abuela tose convincentemente y toma un sorbo de un pequeño frasco de plata. Luego se acurruca en su rincón. Sus ojos brillan vigilantes en el crepúsculo.

Tubal se rasca la nariz y mira a sus compañeros de viaje con amistoso desdén.

Albert intenta varias veces, infructuosamente, encender su pipa. El jovencito parece dormir en su rincón.

El coche se balancea y cruje; los elásticos y los ejes chillan.

Los árboles se inclinan fuera del bosque hacia ellos. El camino está mojado y cenagoso después de las lluvias.

De la superficie del agua surge una niebla muy tenue. El día se hunde en la noche.

La abuela abre los ojos.

ABUELA: ¿Oyen?
TUBAL: Quizá sea un fantasma.
ABUELA: Fue un grito. Lo oí claramente.

Todos escuchan. A través del silencio y de los ruidos del coche, se oye un grito como un lamento. Es prolongado y aterrador, pero aún distante.

TUBAL: Es un zorro.
ABUELA (lo imita): ¡Es un zorro! Un zorro en dos piernas gastadas, ensangrentado, con la cabeza colgando, quizá, de unos pocos tendones. Un zorro sin ojos, pero con un agujero podrido que hace las veces de boca… Los he visto, los he visto. Y sé lo que sé.

El carruaje se detiene con una sacudida.

El cochero, Simson, entra dando un salto, por la portezuela que cierra de un violento portazo. Tiene las piernas cubiertas de barro y el rostro pálido.

SIMSON: ¿Por qué no ponen al diablo sentado en el pescante en este bosque y que los fantasmas y los vampiros le aúllen en sus oídos?

Se calla y señala hacia el bosque.

Un fantasma brilla entre los árboles, aferrándose a los troncos con brazos descarnados. De cuando en cuando, lanza un alarido triste, inhumano.

ABUELA (habla entre dientes): «Herida en el ojo, sangre en la boca, sin dedos, cuello roto, te llama hacia abajo, te llama que vayas, más allá de los muertos. Los vivos. Los muertos vivos, más allá de las manos levantadas…»

Súbitamente el fantasma ha desaparecido como tragado por la oscuridad del bosque, o la tenue niebla que surge de los pantanos.

Albert Yogler baja del coche y entra en el bosque y busca al aparecido.

Halla al vampiro sentado en un charco con una mueca sonriente dirigida a él. Está medio desnudo; las ropas le cuelgan en harapos sobre los descarnados huesos. Es un hombre alto y su espalda se bambolea como si la tuviera quebrada.

SPEGEL: ¡Buenos noches, señor! Me llamo Johan Spegel. Como puede ver estoy muy enfermo. ¿Podría mitigar mis sufrimientos y darme un poco de coñac? Aunque el coñac es mi enfermedad, también es mi consuelo.

Se pone de pie con dificultad, y se queda frente a Vogler, tambaleante y respirando penosamente.

SPEGEL: Soy actor y en la actualidad pertenezco a la renombrada compañía Stenborg. Pero la enfermedad ha puesto fin a mi carrera.

Vogler le ofrece un pequeño frasco de plata que contiene el remedio para el pecho de la abuela. El actor empieza a temblar como si tuviera fiebre, pero consigue llevarse el frasco a la boca y beber. El blanco de sus ojos inflamados está vuelto hacia arriba. Se inclina hacia adelante, permanece encogido unos minutos y luego se endereza. Devuelve el frasco con un intento de cortés inclinación, pero casi se desploma. Vogler lo toma prestamente de la cintura y lo lleva al coche. Spegel se detiene.

SPEGEL: ¿Es usted actor también?

Vogler mueve negativamente la cabeza.

SPEGEL: ¿Por qué entonces está disfrazado, señor? Lleva usted una barba postiza y sus cejas y pelo están teñidos. ¿Es usted un estafador que tiene que esconder su verdadero rostro?

Vogler ríe súbitamente.

El moribundo abre los ojos y aprieta los labios en una sonrisa astuta. Obliga a Vogler a acercársele más.

SPEGEL: Descansemos un momento y respiremos. Ahora cae el crepúsculo y éste es el último día de vida.

Vogler desea seguir, pero el actor lo detiene con inesperada fuerza y le pone la mano en el hombro.

SPEGEL: Siempre he ansiado un cuchillo. Una hoja con la cual abrirme las entrañas. Para separar mi cerebro, mi corazón. Para liberarme de mi substancia. Para cortarme la lengua y la virilidad. Una hoja afilada de cuchillo que rasparía todas mis suciedades. Entonces el llamado espíritu podría ascender fuera de este esqueleto sin sentido.

Murmura algo ininteligible y mira a su alrededor. Vogler lo conduce con suavidad hacia el coche. Tubal se acerca a ellos y juntos ayudan al actor a subir y lo sientan en el piso del carruaje.

La abuela protesta un poco, pero mueve los pies para hacerle sitio.

Simson, el cochero, trepa al pescante y pone en movimiento los caballos.

El coche se balancea a través del barro y las pálidas zonas de niebla.

El actor está moribundo, pero se halla en calma y sin dolor. De vez en cuando bebe un largo trago del frasco de plata.

Tubal ha empezado a comer de nuevo, y masca con tranquilidad, rítmicamente. La abuela mira vigilante desde su rincón. Vogler enciende su pipa. Aman ha abierto un libro y simula leer.

SPEGEL (cortésmente): ¿Qué clase de libro lee, señor?
AMAN: Es una novela. Sobre fulleros.
SPEGEL: ¿Colegas, entonces?
TUBAL: Aquí no hay fulleros.
SPEGEL: Ninguno. (Ríe)
AMAN: Sin embargo, es un libro interesante. (Lee) «El timo es tan frecuente que aquellos que dicen la verdad generalmente son tildados de mentirosos de la peor especie».
SPEGEL: El autor presume entonces que existe una cosa grande general llamada verdad en alguna parte allá arriba. Esto es una ilusión.
AMAN: ¿Ilusión?
SPEGEL: Por supuesto. La verdad está hecha a medida; el mentiroso más hábil crea la mentira más útil.
TUBAL: ¡Eso es lo que recibe usted por su lectura, señor Aman!
AMAN: El señor Tubal debería mascar sus palabras antes de hablarlas.
TUBAL: Ese asunto de la verdad me interesa en grado sumo.
SPEGEL: Sí, es una pasión hermosísima.
TUBAL: Naturalmente existen verdades. Por ejemplo, si yo digo: «Las nalgas están atrás y la cabeza está encima del cuello», ésa es una verdad absoluta y me gustan esas verdades.
SPEGEL: «Las nalgas están atrás y la cabeza está encima del cuello». Esa es una verdad dudosa.
TUBAL: ¿Por qué dice eso?
SPEGEL: Ciertamente porque en usted parecería que es al revés.
TUBAL: Es usted un hombre divertido, señor, y es casi una lástima que tenga que morir.
SPEGEL: También tendrá usted que morir, aunque ahora no lo crea.
TUBAL: ¡Un asunto del futuro, señor! Y el futuro me preocupa tan poco como el pasado. Soy un «lirio del campo», vivo para hoy. ¿No lo advierte usted?

Spegel va a contestarle, pero un violento temblor le sacude todo el cuerpo.

TUBAL: Ahora va a morirse.

Vogler se inclina sobre el actor. El rostro de Spegel está impasible y casi sin vida.

SPEGEL: Si desea registrar el momento exacto, mire con detenimiento, señor. Tendré mi cara abierta a su curiosidad. ¿Qué siento? Miedo y bienestar. Ahora la muerte ha llegado a mis manos, mis brazos, mis pies, mis entrañas. Trepa hacia arriba, hacia adentro. Obsérvenme detenidamente. Ahora se detiene el corazón, ahora se apaga mi conciencia. No veo ni Dios ni ángeles. Ahora ya no puedo verlos más a ustedes. Estoy muerto. Ustedes se preguntan. Yo voy a decírselo. La muerte es…
TUBAL: Eso fue interesante. (Come)

Vogler deja al actor en el piso y lo cubre con un amplio manto.

TUBAL: ¡Arruinados, buscados por la policía y ahora con un cadáver en el coche! (Masca) Hubiéramos podido hacer una entrada mejor en la capital.

Tubal suspira y eructa, se limpia loe migas de pan del chaleco, cruza las manos sobre el vientre y cierra los ojos.

En la casa sur de peaje, la barrera ha sido bajada y el cochero detiene los caballos.

Un hombre de uniforme sale de la casa de peaje y abre la portezuela del coche. Tubal salta afuera y empieza una conversación animada con él. El hombre mueve negativamente la cabeza.

Tubal trata de sobornarlo. Pero todo es en vano.

De la casa salen otros dos hombres uniformados. Uno de ellos sube al pescante y toma las riendas; el otro empuja a Tubal dentro del coche, cierra la puerta de un golpe y se sube al estribo.

Tubal se deja caer en su rincón y hace un gesto de impotencia con las manos.

El coche empieza a andar y rueda bastante rápidamente a través de las calles tortuosas bordeadas de casas bajas y jardines.

No hay muchas personas afuera; en las ventanas ya se ven lámparas encendidas.

En la distancia se oye la campana de una iglesia que da él cuarto de hora y luego la hora.

El coche baja cuidadosamente por una corta pendiente, luego bordea una casa de piedra de dos pisos y entra en un patio.

Los viajeros se bajan y miran a su alrededor. El patio es amplio, con empedrado y cerrado en dos de los costados por la casa principal, un edificio pesado pero elegante. Del lado opuesto hay cocheras, despensas y lavandería. El cuarto costado consiste en una alta cerca que da a un jardín.

La ventana de la planta baja que corresponde a la cocina está iluminada y las criadas de la casa se asoman para ver a los recién llegados.

Un hombre de librea sale por la puerta, cuelga un farol y empieza a quitar los arreos de los caballos.

El hombre de uniforme ha entrado en la casa pero regresa casi inmediatamente. En voz baja y cortés pide a los viajeros que lo sigan.

Las criadas conversan y ríen entre ellas y la cocinera apoya su grueso cuerpo contra el marco de la ventana.

Tubal le dirige una mirada significativa que la deja sin respiración.

El cochero y el hombre de librea, que es alto y desgarbado con un rostro desagradable y un largo bigote, llevan los caballos a las caballerizas.

Vogler, su ayudante taciturno, Tubal y la abuela son conducidos a través de un zaguán hasta una escalera de piedra que suben, y de ahí a un pequeño cuarto cuadrado con las paredes completamente revestidas de roble y con pocos muebles. El hombre de uniforme les ruega que se sienten y luego los deja solos.

La abuela repentinamente tiene un ataque de tos, pero nadie le presta atención. Cada cual está sumido en sus propios pensamientos.

Tubal está junto a la ventana y se balancea sobre los pies varias veces, lo cual hace crujir sus zapatos. Vogler ha extraído su corta pipa, pero la chupa sin encenderla. Su joven ayudante se halla sentado con las piernas cruzadas y mira en derredor con escaso interés.

TUBAL: Todos ustedes quédense callados y yo hablaré. Sobre todo, deseo que abuelita no abra la boca.

La abuela tose.

TUBAL: Otra cosa. La abuela puede estropear las cosas. Abuelita sabe lo que quiero decir.
ABUELA: ¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!
TUBAL: Las mesas vuelan, las sillas se caen, las velas y los faroles se apagan y demás. Conocemos las tretas de abuelita. ¿Abuelita será buena ahora y se dominará?
ABUELA: ¡Ay, ay!
TUBAL: Por el bien de todos.
ABUELA: Sí, comprendo. Tal vez.
TUBAL: Jesús querido, esta vieja me pone nervioso. ¿Recuerda lo que ocurrió en Ostende?
ABUELA: No; no me acuerdo.

La abuela lo recuerda muy bien y ríe entre dientes maliciosamente. Tubal la mira pensativo, pero no sin respeto.

TUBAL: Las tretas de abuelita están anticuadas. Ya no divierten porque no tienen explicación. Abuelita: debería estar muerta.
ABUELA: Fue maravilloso en Ostende. A la mujer del alcalde se le metió un ratón bajo la falda, lo cual nunca le había ocurrido antes y al alcalde le crecieron cuernos de cornudo.
TUBAL: Y yo fui a dar a la cárcel y a Vogler le cobraron multa y a abuelita la azotaron en la plaza del mercado. Sí; fue maravilloso en Ostende.

Tubal se compone la garganta. El buen humor de la abuela lo ha estimulado a pesar de todo. Le da unas palmaditas a la anciana en la mejilla. En ese momento se abre la puerta y el hombre uniformado les ruega que pasen al cuarto contiguo.

La biblioteca es una habitación oscura, rectangular, con las paredes llenas de libros desde el piso hasta el cielo raso. Detrás del escritorio está sentado el Real Consejero Médico, Anders Vergérus. Tiene alrededor de cincuenta años, pero parece mayor, el pelo gris acero, cortado muy corto, cejas negras y una barba corta, espesa; el rostro es pálido, irregular. Está vestido con ropas oscuras, impecables, casi elegantes. Es extremadamente miope y lleva lentes gruesos que a menudo le ocultan los ojos. Junto al escritorio está sentado otro hombre, algo más joven y un poco gordo. Está vestido con el uniforme de un oficial. Es el jefe de policía, Frans Starbeck. De tiempo en tiempo, se pasa la mano por el cabello ondeado con un ademán coqueto. Su rostro tiene una expresión de sarcasmo que ocasionalmente se trueca por una de súbita inseguridad.

En un sillón confortable se halla el cónsul Abraham Egerman, el joven dueño de casa, de rostro suave, aniñado, y una sonrisa atrayente. Su mirada está llena de curiosidad y de interrogantes. Cuando entran los desconocidos se pone de pie cortésmente.

El lacayo arrima varias sillas. El hombre uniformado habla en secreto al jefe de policía. Egerman se vuelve a Vergérus.

EGERMAN: ¿Qué le parece? Quizá deberíamos de presentarnos.
VERGÉRUS (se levanta): Por supuesto.
EGERMAN: Soy el cónsul Abraham Egerman y deseo darles la bienvenida a mi casa. Yo —también mi mujer— estoy enormemente interesado en el mundo espiritual. Por lo tanto, le pedimos al jefe de policía Starbeck que arreglara este encuentro en mi casa.
STARBECK (sonriente): Frans Starbeck, jefe de policía. Arreglé este encuentro y espero que mis hombres los hayan tratado con la cortesía debida.
VERGÉRUS (cortante): Vergérus. Consejero Médico Real.

Se produce una larga pausa. Miradas nerviosas. Expectativa. Tubal se compone la garganta.

TUBAL: En nombre de mi amo, mis compañeros de viaje y yo mismo, permítanme agradecerles esta distinguida recepción.

Otra pausa. Tubal saca coraje de alguna parte.

TUBAL: Lo correcto es que ahora nosotros nos presentemos a nuestra vez.

Los tres caballeros junto al escritorio ríen amablemente, pero ninguno de ellos se mueve para estrechar las manos de los visitantes.

TUBAL: Primero y principal, éste es el jefe y director de la compañía, Albert Emanuel Vogler, un nombre célebre en el continente europeo, donde se le ha considerado desde hace muchos años el principal de los discípulos de Mésmer. (Vergérus mira detenidamente a Tubal) El señor Vogler ha desarrollado y perfeccionado la ciencia del magnetismo animal en forma brillante. La enfermedad que el señor Vogler no puede aliviar con su mesmerismo no se conoce todavía. ¡Todo es completamente científico! Naturalmente.
VERGÉRUS: Me alegro mucho de conocerlo, señor Vogler.

Los hombres se inclinan en un saludo. Vogler contesta a su vez, con una inclinación de cabeza.

TUBAL: Éste, señores, es el joven pupilo y principal discípulo del señor Vogler, el señor Aman. Ha demostrado poseer las dotes más notables.

Los hombres se inclinan en un saludo. Aman devuelve el saludo.

TUBAL: La venerable anciana es la abuela del señor Vogler, otrora famosa cantante de ópera. ¿Quién no recuerda a la condesa Ágata de Macopazza?

El jefe de policía deja escapar un «¡Ah!» y besa la mano de la abuela. La anciana devuelve el saludo con mucha dignidad.

TUBAL: Yo soy de poca importancia en este grupo. Mi humilde ser ha encontrado una carrera para toda la vida al servicio del noble espíritu que lleva el nombre de Albert Emanuel Vogler. Considérenme sólo como la mano obediente, la herramienta silenciosa.

Los tres hombres se miran entre ellos pero mantienen su comportamiento correcto, rígido. El cónsul Egerman se vuelve hacia Vogler con una condescendiente sonrisa.

EGERMAN: ¿Le molestaría al señor Vogler sentarse unos minutos para discutir algunas cuestiones generales concernientes a sus actividades?

Vogler mueve negativamente la cabeza. Egerman pide a los visitantes que se sienten mientras él mismo toma asiento. Starbeck se instala detrás del amplio escritorio. El consejero médico permanece de pie, pero se quita los lentes y se enjuga el rostro. De pronto se encuentra con la mirada de Vogler.

STARBECK: ¡Doctor Vogler! Ha anunciado usted en el periódico de la ciudad, un espectáculo que promete toda clase de sensaciones.

El jefe de policía se inclina sobre la mesa y lee en voz alta unas líneas en un diario abierto.

STARBECK (lee): «Maravillas sensacionales nunca vistas. Actos de magia basados en las filosofías de Oriente. Magnetismo que otorga salud. Estremecimientos de los sentidos que repercuten en la columna vertebral». (Levanta la mirada) ¿Es éste el anuncio del señor Vogler?
TUBAL: ¡Señor! Esas frases disparatadas cuya composición ofendería a cualquier mentalidad educada no son obra de la mano del doctor Vogler.
VERGÉRUS (interrumpe): Agradeceríamos que el «doctor» Vogler contestara él mismo las preguntas del jefe de policía.
TUBAL: El señor Vogler, infortunadamente, carece del don de la palabra. Es mudo, señores.

El consejero médico parece reflexionar sobre esta respuesta. Cruza las manos en la espalda y mira sus zapatos con seriedad. El cónsul Egerman enciende un cigarro. El jefe de policía levanta la vista de sus papeles con una expresión sarcástica en el rostro.

STARBECK: Señor Aman… (Aman lo mira) Quizá el señor Aman también carece del don de la palabra.
AMAN: No.
STARBECK: No le he oído decir nada hasta ahora.
AMAN: No me han pedido que lo hiciera, señor.

Aman habla con desdén. Vergérus se muestra súbitamente atento y se vuelve sonriente hacia el joven.

VERGÉRUS: De modo que se dedican ustedes a sesiones de magia.
AMAN: No hemos dicho eso.
VERGÉRUS: Su amigo, el señor Tubal…
AMAN: Un juego, nada más. Utilizamos varias clases de aparatos, espejos y proyectores. Es muy sencillo y completamente inofensivo.
VERGÉRUS: Otra pregunta. ¿El señor Vogler sana a los enfermos?
AMAN: Eso no lo hemos dicho.
VERGÉRUS: Usa el magnetismo animal de Mésmer. Conozco el método bastante bien. No sirve para nada.

Aman no contesta, pero mira al consejero médico con una expresión ausente. Vergérus da un paso adelante.

VERGÉRUS: Nos hemos enterado de que el señor Vogler recientemente, pero con otro nombre, ha realizado una gira por Dinamarca. Allí se hizo pasar por médico y arreglaba consultas en las posadas. Los pacientes eran colocados en un cuarto escasamente iluminado y se los sometía al magnetismo de acuerdo con los principios de Mésmer. Este tratamiento provocó temblores y ataques de nervios de todas clases. Algunas personas quedaban inconscientes.
AMAN: ¿Por qué pregunta cosas que ya sabe?
VERGÉRUS: Por lo que yo puedo vislumbrar parece haber una notable división en las actividades del señor Vogler.
STARBECK: ¿Qué quiere decir, señor?
VERGÉRUS: En primer lugar tenemos al idealista doctor Vogler que practica la medicina de acuerdo con los métodos bastante dudosos de Mésmer. Luego tenemos al mago, un poco menos que idealista, que arregla toda clase de tretas de acuerdo con recetas enteramente caseras. Si he comprendido los hechos correctamente, las actividades de la compañía Vogler oscilan inescrupulosamente entre estos dos extremos.

Egerman que ha estado sentado en silencio, fumando su cigarro, toma parte en la conversación. Su tono es en extremo cortés.

EGERMAN: Dígame una cosa. ¿El señor Vogler pretende tener poderes sobrenaturales?

Tubal se adelanta un paso y levanta la mano en un ademán de rechazo.

TUBAL: Este interrogatorio es penoso tanto para ustedes como para nosotros, señores. Hágasenos responsables si hemos hecho algo fuera de la ley…
STARBECK: Eso es exactamente lo que tenemos la intención de averiguar.

El jefe de policía vuelve la cabeza. Una mujer muy pálida, muy delgada y delicada, ha entrado en el cuarto, y se ha detenido junto a la puerta. Es Ottilia Egerman.

OTTILIA: Disculpen, no sabía…
EGERMAN: ¡Querida, siéntate! Señores, les presento a mi mujer.

Los hombres hacen un saludo. La señora de Egerman toma la mano extendida de su marido y se sienta junto a él. Starbeck ríe con sarcasmo, se acaricia la boca y después se acomoda el pelo en forma afectada.

STARBECK: Lo que hemos oído decir sobre este asunto no inspira mucha confianza.
VERGÉRUS: Señor Tubal, ¿sería tan amable de traerme esa lámpara que está en aquella mesa?

Tubal sostiene la lámpara. Vergérus lo toma suavemente del brazo y lo conduce adonde está Vogler, que se halla sentado con la cabeza inclinada y las manos descansando sobre las rodillas.

VERGÉRUS: Míreme, señor Vogler.

Vogler levanta la cabeza y mira a Vergérus. El rostro del magnetizador está torcido de ira. La señora de Egerman que se halla sentada más cerca de Vogler, vuelve la cabeza con súbito temor.

VERGÉRUS: ¿Por qué está usted tan furioso, señor Vogler? (Vogler lo mira) No tiene razón para odiarme. Sólo quiero descubrir la verdad. Ése debía ser el deseo de usted también. (Vogler no contesta) Abra la boca. (Vogler obedece) Saque la lengua. (Vogler obedece)

Vergérus se inclina sobre Vogler y cuidadosamente le aprieta la garganta y la tráquea.

VERGÉRUS: Lamento decirle, señor Vogler, que no encuentro razón alguna para su mudez.

Vergérus le quita la lámpara a Tubal y la coloca sobre la mesa. Vogler tiene lágrimas en los ojos. Se las seca con el dorso de la mano.

STARBECK: Además su anuncio declara que puede usted «provocar terribles visiones entre los espectadores».
TUBAL: ¡Señor! Es nuestra linterna mágica. Un juguete ridículo y totalmente inofensivo.
VERGÉRUS: No estoy muy seguro de que eso a que alude sea un juguete. (A Vogler) ¿Posee usted el poder de provocar visiones, señor Vogler?
TUBAL: ¡Protesto!
STARBECK: ¿Y por qué, si me permite preguntárselo?
TUBAL: El señor Vogler es un hombre famoso, señor Starbeck. Un gran hombre y un científico distinguido. Lo trata usted como si fuera un charlatán.
VERGÉRUS: Sobre todo, las personas con quienes anda son las que ensombrecen un poco los méritos científicos del señor Vogler. (A Vogler) ¿Provoca usted visiones, señor?
TUBAL (enfadado): Protesto más enérgicamente.
STARBECK (cortante): Si no se queda usted quieto le pediré que salga del cuarto.
VERGÉRUS: Y bien, señor Vogler. ¿Sí o no?

Todos miran atentamente a Vogler.

VERGÉRUS: Sí o no. (Vogler asiente con la cabeza) De modo que es sí. ¿Puede provocar este estado en cualquier persona? (Vogler asiente con la cabeza; Tubal suspira) ¿Por ejemplo, en mí? (Tubal se deja caer y menea la cabeza) Vamos a hacer inmediatamente un experimento, señor Vogler. Estoy a su disposición.
OTTILIA: (exclama): ¡No, eso no!
VERGÉRUS: ¿Y por qué no, señora?
OTTILIA: Disculpen, disculpen.

Aman coloca una silla en el centro de la habitación y hace una seña a Vergérus para que se siente.

VERGÉRUS: ¿Ningún otro arreglo adicional? ¿Ningún imán? ¿Ninguna luz oscura, misteriosa? ¿Ninguna música secreta detrás de los cortinajes?

El jefe de policía y Egerman se han colocado de modo que pueden ver claramente la cara de Vergérus, iluminada por la lámpara de la mesa. Aman se coloca detrás de Vergérus, le pone las manos sobre los hombros.

Vogler se queda sentado tranquilo, expectante. Se inclina un poco hacia adelante y fija los ojos en Vergérus quien le devuelve la mirada. Los demás permanecen inmóviles. El reloj de pared deja oír un click y da una campanada, rápidamente. Se produce un largo silencio.

VERGÉRUS (con tranquilidad): ¿Qué quiere que rea, señor Vogler? ¿Algo que dé miedo o algo excitante?

Se calla y sigue mirando con calma al magnetizador. La mirada de Vogler está absolutamente fija y casi inexpresiva.

VERGÉRUS: ¡Deben ser vasos débiles! Vasos débiles y almas débiles. Se está usted reventando. Tenga cuidado y termine su experimento. (Pausa) Cree que lo odio, pero eso no es cierto. Hay una sola cosa que me interesa. Su fisiología, señor Vogler. Me gustaría hacerle la autopsia. (Pausa) Pesar su cerebro, abrirle el corazón, explorar un poco su circuito nervioso, sacarle los ojos.

Vergérus se ha vuelto pálido y los ojos se le agrandan. Está sentado con los brazos cruzados. A pesar de que su postura es tensa, su voz permanece completamente controlada.

EGERMAN (de pronto): Deténgase ahora, antes que sea demasiado tarde.
VERGÉRUS: ¿Demasiado tarde? Demasiado aburrido, quiere decir. (Se pone de pie) Señor Vogler, ha fracasado, pero debe estar agradecido por su fiasco. Es usted inofensivo.
OTTILIA: ¿Por qué miente?

Vergérus se vuelve y le clava la mirada. Luego se quita los lentes.

VERGÉRUS: No la comprendo, señora.
OTTILIA: Pero hemos visto que miente. Sintió usted algo que lo asustó terriblemente, pero no se atreve a decirnos lo que fue.
VERGÉRUS: Perdóneme, señora, pero no tengo nada que ocultar y ningún prestigio que proteger. ¿Quién sabe? Tal vez lamento no haber sido capaz de sentir nada.

Vogler se reclina hacia atrás en la silla y se tapa los ojos con la mano. Parece exhausto. Vergérus se vuelve hacia él con una sonrisa.

VERGÉRUS: Seguramente me ha de perdonar mi pequeña broma, señor Vogler. Estoy convencido de que su linterna mágica provoca las más asombrosas visiones.

El jefe de policía se levanta de su asiento detrás del escritorio y recoge sus papeles. Tiene aspecto de estar aturdido y un poco molesto.

STARBECK: ¿Todo anda bien? Entonces sólo se necesita el permiso del jefe de policía para que realice su espectáculo magnético.
TUBAL: ¡Señor!
STARBECK (levanta la mano): ¡Cálmense! Tendrán su permiso. (Pausa) Con una condición.
TUBAL: ¡Por supuesto! (Preocupado) ¿Y es?
STARBECK: Que el señor Vogler dé una función privada de su programa mañana a las diez en el gran vestíbulo.
TUBAL (desesperado): ¡Señor Starbeck!
STARBECK: Sólo como una verificación. En pleno día. ¿Tiene alguna objeción, señor Tubal?

Tubal guarda silencio.

STARBECK: Magnífico.

El señor y la señora de Egerman se han puesto de pie.

EGERMAN: La comida será servida dentro de una hora.
TUBAL (perplejo): Es un honor demasiado grande…
EGERMAN (sonriente): Discúlpenme. El señor Vogler y su compañía comerán en la cocina. La cocinera les mostrará sus cuartos. (Al lacayo) Rustan, lleva a nuestros huéspedes a la cocina.
TUBAL: Preferiríamos alojamos en la ciudad.
EGERMAN (cortésmente): Es el deseo del jefe de policía que el señor Vogler y su compañía sean huéspedes de esta casa.

Egerman le vuelve la espalda a Tubal. Rustan hace una seña a los visitantes para que lo sigan. Mientras bajan las escaleras oyen carcajadas detrás de ellos.

(Sigue leyendo...)

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Una respuesta a “El mago (I)

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