Neuronas y zapatos

Juan Alberto Campoy







La anécdota

Él se puso en mis zapatos y yo intenté ponerme en los suyos, pero me vinieron estrechos.

En el idioma español usamos las expresiones “ponerse en el lugar de otro” o “meterse en la piel de otro” para indicar que adoptamos el punto de vista de otra persona, generalmente de nuestro interlocutor. Ello se produce cuando sentimos empatía por alguien, cuando sentimos lo que él siente, en lugar de observarle con indiferencia o (peor aún) de juzgarle. “Uno no comprende realmente a otra persona hasta que no se mete en su piel y camina dentro de ella” le dice el integro abogado Atticus Finch a sus hijos en la novela “Matar a un ruiseñor”. Curiosamente, tanto en la novela de Harper Lee como en la versión cinematográfica, protagonizada por Gregory Peck, se utiliza esa expresión, “meterse en la piel de alguien” en lugar del coloquial dicho inglés “ponerse en los zapatos de alguien”, que tiene el mismo significado y resulta, a mi juicio, mucho más poético.

Nada más llegar a Carlingford, me dirigí, con ánimo alegre y decidido, al “Bed and Breakfast” donde tenía reservada habitación para los quince días siguientes, pero el efecto conjunto de dos errores de cálculo míos, previos al viaje, y la acción, impersonal e implacable, de la conocida ley de Murphy terminó por aguarme la fiesta. En otras palabras: la distancia entre la parada del autobús, donde acababa de apearme, y mi destino resultó ser bastante superior a la inicialmente prevista; las flamantes zapatillas deportivas que justo ese mismo día estrenaba, idóneas para el running, se revelaron absolutamente inapropiadas para un país con la climatología de Irlanda; a los pocos minutos de ponerme en camino (aquí entra en juego la mencionada ley) empezó a caer un diluvio de proporciones bíblicas; y, como resultado de todo ello, cuando, por fin, llegué a Grove House (así se llamaba mi B&B) mis deportivas se habían convertido en dos auténticas balletas. Me recibieron los propietarios, James y Wendy, que no pudieron ser más amables. Una vez en mi habitación, caí en la cuenta de que era bastante tarde y las tiendas estarían todas cerradas, por lo que deseché la idea de comprarme unos zapatos nuevos. Y como, por otra parte, no me atraía nada la perspectiva de coger una pulmonía, cosa que sin duda sucedería si no me desprendía cuanto antes de mis ultraempapadas zapatillas, decidí pasar el resto del día viendo televisión y esperar al día siguiente para conocer el pueblo. No había pasado mucho tiempo cuando James tocó a mi puerta y me mostró su asombro por el hecho de que no saliera a dar una vuelta por ahí. Le expliqué las circunstancias y se puso en mi lugar. ¡Y de qué manera! Me hizo saber que podía utilizar un par de zapatos suyos esa misma noche. Me quedé de una pieza. ¡Semejante acto de empatía con un desconocido! Le di las gracias de corazón, pero su gesto resultó inútil: sus zapatos me venían pequeños. Miento: su gesto, en realidad, fue muy útil, ya que constituyó el inicio de una gran amistad (Bogart, Casablanca, Warner Bros, 1942), amistad que todavía hoy perdura.

Transcurrida mi estancia de quince días, en los cuales pude apreciar las bellezas del pueblo y sus alrededores, y en los cuales Wendy y James se volcaron en atenciones conmigo, llegó el día de la despedida. Bien temprano, James y Wendy me acompañaron en su coche a la parada del autobús. Mientras éste llegaba, les hice entrega, como señal de amistad, de un regalo que había adquirido el día anterior: un CD de Zoe Conway, una conocida cantante de folk irlandesa. Para mi sorpresa, ellos también tenían algo para mí: un precioso cuadro de la majestuosa bahía de Carlingford. Guardo las vacaciones en Grove House en el lugar de mi memoria reservado a los más preciados recuerdos. Pero (siempre hay que poner algún pero que otro), volviendo al asunto de la empatía y de ponerse uno en el lugar del otro, pienso que, si ellos me hubieran regalado algo y yo no les hubiera correspondido, me habría sentido fatal. Me habría sentido en deuda con ellos, con la sensación de no haber sido agradecido, de sólo haber recibido y no haber dado nada a cambio. Afortunadamente no fue así y la despedida resultó perfecta. Pienso, sin embargo, que, si James y Wendy se hubieran puesto completamente (y digo completamente) en mis zapatos, quizá habrían evitado que yo corriera el riesgo de sentirme un desagradecido, y me habrían hecho entrega de su regalo un día antes (para que yo tuviera tiempo de reaccionar). Es verdad que yo tampoco lo hice (tampoco yo me puse –completamente- en sus zapatos).

Un poco más allá de la anécdota

En 1996 el neurobiólogo italiano Giacomo Rizzolatti descubrió las neuronas espejo. Estas neuronas se activaban cuando un macaco realizaba determinada acción y también cuando un macaco observaba a otro efectuar dicha acción. Posteriormente se comprobó que esas neuronas, conocidas como neuronas espejo, también existían (como era de esperar) en el ser humano, y que se activan no sólo cuando se realizan acciones, sino también cuando se expresan sentimientos. Las neuronas espejo influyen en algunas de nuestras capacidades cognitivas, como la empatía, y avalan la importancia de la educación a través del ejemplo (comúnmente, de padres a hijos).

Lo cierto es que el descubrimiento del señor Rizzolatti no fue el descubrimiento del Mediterráneo, pero poco le faltó. Se limitó a observar a través de un micróscopio lo que todos observamos sin necesidad de microscopio. Todos experimentamos un sentimiento de risa cuando vemos a alguien reir y un sentimiento de llanto cuando vemos a alguien llorar. De alguna forma, todos nos metemos en la piel de los otros mientras los vemos. Ahí radica la popularidad del cine: cuando vemos una película, el mundo exterior queda en suspenso y nos metemos en los zapatos de cada uno de los personajes que aparecen. Recuerdo que, de pequeño, cuando veía Los tres mosqueteros, yo creía ser uno más de ellos, el cuarto mosquetero, o el quinto si tomamos en cuenta a D’Artagnan. En una ocasión, al finalizar la película, no se me ocurrió otra cosa que colgarme de la lámpara de araña de casa de mis padres, con los resultados catastróficos previsibles. Así pues, el efecto que las acciones de los otros ejercen en nosotros es evidente. Otra cosa es que duren más allá de un cierto tiempo, una vez han quedado fuera de nuestro alcance visual. Hay unas conocidas imágenes de Hitler ensayando poses en el estudio fotográfico de su amigo Hoffmann. Está probando cuál de sus posturas causará más impacto, cuál llegará más hondo dentro del alma alemana. Sus gestos sólo desprenden soberbia, rencor e ira. Son los gestos propios de un perturbado. Y, sin embargo, es evidente que Hitler lograba su objetivo: conectaba (empatizaba) con un número muy grande de seguidores. Estos, probablemente, veían lo mismo que vemos nosotros: el problema es que se identificaban con esos sentimientos de rabia y de odio. Los hacían suyos. Y cuando volvían a sus casas seguían odiando a los judíos, a los eslavos, a los homosexuales y a casi todo el mundo. Esos mismos alemanes no solo acudían a ver las grandilocuentes, las pomposas manifestaciones nazis de Nuremberg. También iban al cine, donde se identificaban, durante una o dos horas, con un niño abandonado por sus padres, con unos jóvenes enamorados que sorteaban dificultades sin número, o con un viejo que recorría Alemania de punta a punta para encontrarse con su hermano moribundo. El problema es que su empatía por esos personajes duraba lo que duraba la película. La empatía es efectiva mientras tenemos delante a la otra persona (o a su representación, como sería el caso del cine). Una vez que la película ha acabado, las neuronas espejo se echan a dormir.

Las almas cándidas tendieron a creer que las neuronas espejo demostraban que el ser humano es bueno y empático por naturaleza, pero, desde mi punto de vista, esta extrapolación es muy aventurada; supone un verdadero salto en el vacío. Al final, son los valores morales los que determinan nuestro comportamiento. Como se definió a sí mismo Nicanor Parra, “somos un embutido de ángel y bestia”. Esperemos que, con educación (y con el ejemplo personal, por supuesto) el ángel gane la partida.

Una respuesta a “Neuronas y zapatos

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