Fernando Morote

José Santos Chocano
(1875-1934)
Cuánto desperdicio de tiempo y energía con esa estúpida manía de encasillar a los escritores en escuelas: si soy modernista o romántico, o lo que sea, ¿a quién le importa? Lo que en serio cuenta es el poder y la solvencia de mis textos, que emanan fuego hasta en las comas y los signos de interrogación. Mi poesía —viril, rítmica y violenta— es soberbia, igual que mi temperamento. Aunque a veces componía páginas bellas, por naturaleza fui reacio a los discursos bonitos. Mis versos no se pueden comparar con las canciones melosas de Abba sino con las sinfonías estridentes de Led Zeppelin.
¿Arrogante, petulante y déspota? No me molesta que me califiquen a su regalado gusto. ¿Polémico, díscolo y fosforito? Por favor no confundan los términos. Entiendo que el complejo de inferioridad impide a la masa distinguir al que proclama sin prejuicios su propio valor. Elogiado y apreciado a lo largo del continente, tuve muchas mujeres: sucesivas y simultáneas, oficiales y clandestinas, familiares y desconocidas, adolescentes y maduras. Soy el Poeta de América, no jodan. ¿Qué cosa quieren? En lugar de criticar, aplaudan a los que colocaron al Perú a la altura de la antigua Grecia donde rendían culto y veneración a sus vates vivos.
Siempre apoyé a dictadores autoritarios y colaboré con regímenes fuertes. Nuestro país, a gritos silenciosos, pedía rigor y disciplina, especialmente luego de haber perdido la guerra del Pacífico y sufrido la ignominia de la ocupación. Teníamos que reconstruir la nación, pero sobre todo el espíritu. Lo que algunos llamaban civilización y democracia, a mí me parecía ignorancia y cobardía. Esa posición me granjeó detractores y encierros. En una ocasión salvé el cuello de ser puesto ante el pelotón de fusilamiento. Uno de mis carceleros llegó más tarde a ser Presidente de la República, claro indicio de que las almas que tocaba recibían una bendición.
No es que despreciara al vulgo, sólo reconocí su incapacidad de observar una conducta responsable. Por lo tanto, había que azotarlo —hablando en sentido figurado—, empujarlo al orden contra su voluntad, si era necesario. No es tampoco que añorara la Colonia, sucede que soy producto de la fusión de ambas culturas. Me enorgullezco de ello y me declaro un patriota a muerte, un Inca de las letras en esta extraordinaria tierra. “Los Caballos de los Conquistadores” es un homenaje a la inversa, lamento que apenas una pequeña minoría goce el privilegio de comprender ese concepto audaz.
Nunca nadie sabrá a ciencia cierta si maté con intención al periodista mequetrefe ese, o se trató de un fatal accidente. Es verdad que hubo una cachetada primero y un forcejeo con la pistola después. Sin embargo, el chico no tenía derecho a acusarme de defensor de los tiranos. Explosivo como él sabía que yo era, habría sido sensato de su parte no provocarme. La Historia se encargará un día de resolver el misterio.
Fui absuelto en los tribunales. No me enviaron a prisión. Me recluyeron en el hospital del ejército gracias a mis conexiones con las altas esferas políticas. El detalle radicaba en que no era militar ni estaba enfermo. ¿Qué hacía entonces allí? La gente confirmó que gozaba de la protección gubernamental. La sanción social resultó abrumadora. Perdí credibilidad y confianza, por no decir respeto y admiración. No soporté el hielo y me largué. Terminé buscando tesoros escondidos en Chile, empeñando mi corona de oro —la que me ofrendaron en un acto sin precedentes en la Municipalidad de Lima— para subsistir.
Aquel funesto y fatídico tranvía, recorriendo las calles de Santiago, fue mi insospechado sarcófago. Las puñaladas que me asestó ese hombre salido de la nada (unos lo tildan de enajenado anónimo, otros de enemigo personal) extienden una sombra de duda acerca de mi probidad profesional. Siendo diplomático en Europa me vi involucrado en un escándalo relacionado a un fraude o malversación de fondos (evito la palabra estafa porque la encuentro muy fea).
Sólo les recuerdo esto: la vida y la obra de un artista no tienen por qué entrar en conflicto, son dos asuntos completamente diferentes.
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