Lala González

The Garland (1871)-Dante Gabriel Rossetti
Era una tarde cualquiera. Sentada a la mesa de un bistro cualquiera, tomaba el café vespertino, sola, como de costumbre. Llevaba puesto el vestido blanco que había comprado en el bazar de lxs Lolas. Ese lugar mágico donde lxs personas como ella mostraban sus colores reales sin temores ni dolores. En su cabello rizado había bordado siete margaritas y una cinta amarilla. En su cuello pendía el talismán de plata que le había regalado su abuela Arabela y otro, un cuarzo blanco con una acuamarina que había encontrado en el ático de la casa de su tía Salomé. Tres sortijas, dos en la mano izquierda y una en la derecha, las tres habían sido de su madre Cruz Merlinda. En sus orejas colgaban los zarcillos de plata de su bisabuela, Gardenia. Allí, café servido, sola, sonreía Samsara.
Recuerdo bien, era un sábado, lo recuerdo porque yo regresaba de llevar ofrenda al río. Venía cantando para adentro toda la paz que había recuperado al dejar la calabaza inundada de miel en la piedra de siempre. Me había sumergido por largo tiempo en las aguas de mi casa, dejando solo la cabeza al aire, por aquello de respirar para poder vivir. Uno de esos sábados benditos en los que no logro descifrar quien corona a quién. Cuando regresaba del río, la vi, sola, sonriendo con sus ojos cerrados.
Parecía un espejismo en medio de un desierto. Sus rizos danzaban con la brisa y su rostro se iluminaba e iluminaba. Mi paz, esa que traía del río, se desbordó inundando mis ojos. Quise besarla, como siempre, mas me detuve a observarla desde la acera de al frente. No quise robar su momento. Vicariamente yo lo vivía también. Mi cuerpo reaccionó a sus latidos, como siempre.
Samsara sintió mi respiración entrecortada, podía reconocer hasta mis silencios, desde lejos. Con los ojos aun cerrados, me extendió su mano izquierda, invitándome a sentarme a su mesa. No pude seguir evitándola, crucé la calle adoquinada y sin hablar me senté a su lado. Cerré los ojos. Nuestras manos se encontraron y se besaron, así, como se besan las almas en fuego de quietud. Nada ni nadie podría perturbar nuestra eternidad momentánea.
Cosas inverosímiles suceden cuando Samsara y yo entramos en nuestra eternidad momentánea. Por ejemplo, aquella tarde de noviembre en casa de Belinda. Aquella primera vez eterna y momentánea. Yo estaba sentada en el suelo de la sala, justo al lado de la torre de libros en arameo. Leyendo a Clarice Lispector y conjurando amor y amores en mi libreta anaranjada. Esos amor y amores entre personas que solo saben de almas de fuego en quietud. Amor y amores sin géneros, sin etiquetas, sin nichos de normalidad. Esos amor y amores que vuelan en el cielo de la transgresión.
Aquella tarde, cuando su sonrisa cruzó mi vientre por vez primera, cinco mariposalias, dos color violeta y tres amarillas, salieron de mi entrepierna y se posaron en la cabeza de Samsara. Fue ese primer orgasmo el que marcó el principio de todos nuestros momentos eternos momentáneos. Pero eso no fue todo lo que sucedió… hasta la vecina del quinto piso llegó la ola de querencia. La pobre mujer que hasta ese día su vagina había estado desolada y deprimida, comenzó a florecer. De su vulva salían cánticos de sirena y sus pezones, sus rosados pezones sabían a guayaba. Nunca más sintió soledad en su cuerpa, mucho menos en su alma.
¿Ven? Inverosímil, pero pasó y pasa. Sucede siempre. Siempre sucederá.
En otra ocasión, jugábamos en la mar. Nos reíamos como párvulas en recreo. Como esas muchachitas que se ocultan bajo la escalera de la parroquia para conquistar sus pieles, para plantar bandera en sus temblores y derramarse en los dedos de su compañera de viaje, mientras su compañera también tiembla y se derrama en reciprocidad. Es que siempre que se trata de temblores y derramamientos entre mujeres, hay reciprocidad. ¡Cuán bello es eso de amarnos entre nosotras!
La mar, cómplice de nuestras peripecias fortuitas, nos arrastraba la una a la otra. Mis piernas se enlazaban a su cintura con libida ternura. Nuestras vulvas se acoplaban perfectamente, como piezas de rompecabezas. Era el ir y venir de las olas la danza perfecta para ese momento sagrado de placer. Nos dejamos llevar. Fuimos agua. Fuimos mar. Fuimos concha nacarada que pare perlas. Y obviamente, lo inverosímil sucedió.
Todas las personas en la playa comenzaron a abrazarse. Todas. Cada cual se miraba en la cuerpa de la otra persona. Eran espejos y reflejos en reciprocidad. No hubo géneros, ni etiquetas, ni nichos. Solo cuerpas reconociéndose en otras cuerpas. Amándose en otras cuerpas mientras eran otras cuerpas. Amor y amores en reciprocidad. Así, como cuando nos amamos las mujeres. Como cuando nos amamos entre personas que solo desean amar.
Inverosímil tal vez, pero pasó. Pasa. Siempre sucede. Sucederá.
Entonces regreso a este otro momento de infinitud momentánea. Sentadas a la mesa del bistro, besándonos el alma con las manos, en las manos. Ojos cerrados, pechos abiertos, cuerpas enervadas por la quietud de nuestro fuego/cielo. Se podían escuchar nuestros gemidos. Se podían confundir con cantos gregorianos quizá hasta con lenguas angelicales, esas de las que hablan en los Corintios. «Si yo hablase lenguas angelicales y no tengo Amor de nada vale.». A veces la Biblia me comprende. A veces yo no la entiendo.
Allí, en otro orgasmo sagrado. Orgasmo sin lenguas, sin vulvas nacaradas, sin pezones de guayaba, sin vientres de mariposalias… Un orgasmo a través de las manos que se besan, que besan el alma y revienta en el clítoris. Todxs lxs que estaban en el bistro, lxs de la acera de al frente, las monjas en el convento a tres cuadras, los perros en la esquina, los gatos en el techo, el conductor del tranvía que bebía un cubata en la barra de la otra esquina, la maestra virgen del virgo minusvalido, los párvulos del liceo… en fin, todas las personas que circundaban el bistro, hasta cinco cuadras después, se unieron a nuestro canto angelical. Fue un orgasmo común, comunal, descomunal. Un orgasmo como todos los orgasmos entre mujeres. Como entre personas sin género, sin etiquetas, sin nichos. Orgasmos en reciprocidad y Amor y amores.
Inverosímil, lo sé, pero pasó. Pasa. Pasará.
La próxima vez que sientan un golpe de fuego y quietud en sus cuerpas, no lo duden… es que Samsara y yo, nos estamos amando. Así, como nos amamos.