DIÁLOGOS EN LA TAZA: “El semáforo humano”

Fernando Morote







Reynaldo Nonone Vivanco
(1915-1997)

Mi apellido sonaba a mote despectivo, pero en realidad poseía origen francés. Mi familia provenía de una raza que entonces se consideraba igualmente un grupo social por representar sinónimo de ignorancia y pobreza. Chinchano de cuna, mi metro ochenta de estatura y la gallardía de mis movimientos físicos me hacían lucir como un auténtico molino de viento.

Si Valdelomar arrastraba fanáticos para verlo caminar por el Jirón de la Unión, yo también los detenía en los alrededores de la Plaza San Martín: ninguno quería perderse el espectáculo, digno de revista musical, de observarme dirigiendo el tráfico vehicular. Los turistas acudían a tomarse fotos conmigo, la gente no formaba colas para entrar al cine Colón sino para contemplarme en acción. Yo era un simple policía de tránsito, sólo un cabo, un suboficial de bajísimo rango; sin embargo, mi estampa y carisma inspiraban veneración. Sin duda me erigí en una peculiar atracción de la capital.

Dos Presidentes de la República descendieron de su limosina para estrecharme la mano en señal de admiración, respeto y gratitud; no hubo ocasión ni títulos que traicionaran mis nervios para aplicar papeletas hasta a sus propios edecanes. Imponía mi personalidad siendo amable. Saludaba caballerosamente con una venia y hablaba adecuadamente. No hallaba necesidad de gritar, insultar o amenazar. Obligaba a cumplir la ley a ricos y pobres, influyentes y anónimos, sin discriminar a nadie. Cualquiera que cometiera una infracción se llevaba su multa pegada al parabrisas. No abusaba ni perdonaba. Mi misión era velar por la seguridad integral de peatones y conductores; a los niños les regalaba dulces y otras golosinas.

Me esforzaba por irradiar una imagen de elegancia, prestancia y plasticidad en el ejercicio de mis funciones. A ello se debe mi modo ceremonial, la educación siempre por delante. El uniforme verde, bien planchado, cruzado con correas y cartucheras de cuero blanco, impecables guantes y casco de explorador del mismo color, combinaban a la perfección con las botas negras super lustradas y los pantalones bombachos.

Plantarse con un silbato en la boca en medio de la pista atravesada por automóviles, camiones y tranvías no es tarea fácil por elemental que parezca. Escuchar reclamos airados y recibir bocinazos agresivos es una ofensa que pocos seres humanos están dispuestos a aguantar como recurso para ganarse la vida. Resolver congestiones mecánicas, lidiar con la ausencia total de cultura cívica, manejar crisis emocionales de pilotos acalorados u ofuscados, es trabajo reservado para un menospreciado tombo de esquina. Con la modernización e incremento del parque automotor, me transformé en una especie de director de orquesta liderando la sinfonía vial de la ciudad. Al pasar el tiempo me convertí en una figura emblemática en las calles del centro de Lima.

Me enorgullece ser un ejemplo de pulcritud exterior y comportamiento incólume. Me jacto de haber impartido justicia de manera inflexible e imparcial en todo momento. Me empeñé por dejar grabada entre la población la certeza de que la Guardia Civil del Perú nunca fue más benemérita que cuando yo fui uno de sus miembros. Mi labor es un legado a las generaciones actuales acerca del valor de la decencia en el servicio público.

Aunque quizás merezco que rueden películas y escriban libros sobre la leyenda que he construido, sólo una polka menciona mi nombre en su letra. ¿Por qué la masa me ha fondeado en el olvido? Entiendo que a las autoridades y los políticos no les conviene recordarme, peor aún resaltarme, porque soy símbolo de corrección y honestidad.

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