La plaza del diamante (I)

Mercè Rodoreda






1

La Julieta vino expresamente a la pastelería para decirme que, antes de rifar el ramo, rifarían cafeteras; que ella ya las había visto: preciosas, blancas, con una naranja pintada, cortada por la mitad, enseñando los gajos. Yo no tenía ganas de ir a bailar, ni tenía ganas de salir, porque me había pasado el día despachando dulces, y las puntas de los dedos me dolían de tanto apretar cordeles dorados y de tanto hacer nudos y lazadas. Y porque conocía a la Julieta, que no tenía miedo a trasnochar y que igual le daba dormir que no dormir. Pero me hizo acompañarla quieras que no, porque yo era así, que sufría si alguien me pedía algo y tenía que decirle que no. Iba de blanco de pies a cabeza; el vestido y las enaguas almidonadas, los zapatos como un sorbo de leche, las arracadas de pasta blanca, tres pulseras de aro que hacían juego con las arracadas y un bolso blanco, que la Julieta me dijo que era de hule, con el cierre haciendo como una concha de oro.

Cuando llegamos a la plaza ya tocaban los músicos. El techo estaba adornado con flores y cadenetas de papel de todos los colores: una tira de cadeneta, una tira de flores. Había flores con una bombilla dentro y todo el techo parecía un paraguas boca abajo, porque las puntas de las tiras, por los lados, estaban atadas más arriba que en el centro, donde todas se juntaban. La cinta de goma de las enaguas, que tanto trabajo me había costado pasar con una horquilla que se enganchaba, abrochada con un botoncito y una presilla de hilo, me apretaba. Ya debía de tener una señal roja en la cintura. De vez en cuando respiraba hondo, para ensanchar la cinta, pero en cuanto el aire me salía por la boca la cinta volvía a martirizarme. El entarimado de los músicos estaba rodeado de esparragueras que hacían de barandilla, y las esparragueras estaban adornadas con flores de papel atadas con alambre delgadito. Y los músicos, sudados y en mangas de camisa. Mi madre muerta hacía años y sin poder aconsejarme y mi padre casado con otra. Mi padre casado con otra y yo sin madre, que sólo había vivido para cuidarme. Y mi padre casado y yo jovencita y sola en la Plaza del Diamante, esperando a que rifasen cafeteras, y la Julieta gritando para que la voz pasase por encima de la música, ¡no te sientes, que te arrugarás!, y delante de los ojos las bombillas vestidas de flor y las cadenetas pegadas con engrudo y todo el mundo contento, y mientras estaba en Babia una voz que me dice al oído: ¿bailamos?

Casi sin darme cuenta contesté que no sabía y me volví para mirar. Me topé con una cara que de tan cerca como la tenía no vi bien cómo era, pero era la cara de un muchacho. Es igual, me dijo, yo sé mucho y la enseñaré. Pensé en el pobre Pere que en aquellos momentos estaría encerrado en el sótano del Colón cocinando con delantal blanco, y dije tontamente:

—¿Y si mi novio se entera?

El muchacho se puso todavía más cerca y dijo riendo, ¿tan jovencita y ya tiene novio? Y cuando se rió los labios se le estiraron y le vi todos los dientes. Tenía unos ojitos de mono y llevaba una camisa blanca con rayitas azules, arremangada sobre los codos y con el botón del cuello desabrochado. Y aquel muchacho de pronto se volvió de espaldas se puso de puntillas y miró de un lado a otro y se volvió hacia mí y dijo, perdone, y se puso a gritar: ¡Eh!… ¿habéis visto mi americana? ¡Estaba al lado de los músicos! ¡En una silla! ¡Eh!… Y me dijo que le habían quitado la americana y que volvía en seguida y que si quería hacer el favor de esperarle. Se puso a gritar. ¡Cintet! …

¡Cintet! La Julieta, de color de canario, con bordados verdes, salió de no sé dónde y me dijo: tápame que me tengo que quitar los zapatos… no puedo más… Le dije que no me podía mover porque un joven buscaba la americana y que estaba empeñado en bailar conmigo me había dicho que le esperase. Y la Julieta me dijo, baila, baila… Y hacía calor. Los chiquillos tiraban cohetes y petardos por las esquinas. En el suelo había pipas de sandía y por los rincones cáscaras de sandía y botellas vacías de cerveza y por los terrados también encendían cohetes. Y por los balcones. Veía caras relucientes de sudor y muchachos que se pasaban el pañuelo por la cara. Los músicos tocaban, contentos. Todo como en una decoración. Y el pasodoble. Me encontré yendo abajo y arriba, como si viniese de lejos estando tan cerca, sentí la voz de aquel muchacho que me decía, ¿ve usted como sí sabe bailar? Y sentía un olor de sudor fuerte y un olor de agua de colonia evaporada. Y los ojos de mono brillando al ras de los míos y a cada lado de la cara la medallita de la oreja. La cinta de goma clavada en la cintura y mi madre muerta y sin poder aconsejarme, porque le dije a aquel muchacho que mi novio hacía de cocinero en el Colón y se rió y me dijo que le compadecía mucho porque dentro de un año yo sería su señora y su reina. Y que bailaríamos el ramo en la Plaza del Diamante.

Mi reina, dijo.

Y dijo que me había dicho que dentro de un año sería su señora y que yo ni le había mirado, y le miré y entonces dijo, no me mire así, porque me tendrán que levantar del suelo y fue cuando le dije que tenía ojos de mono y venga a reír. La cinta en la cintura parecía un cuchillo y los músicos, ¡tararí!, ¡tararí! Y la Julieta no se veía por ninguna parte. Desaparecida. Y yo sola con aquellos ojos delante, que no me dejaban. Como si todo el mundo se hubiese convertido en aquellos ojos y no hubiese manera de escapar de ellos. Y la noche avanzaba con el carro de las estrellas y la fiesta avanzaba y el ramo y la muchacha del ramo, toda azul, girando y girando… Mi madre en el cementerio de San Gervasio y yo en la Plaza del Diamante… ¿Vende cosas dulces? ¿Miel y confitura?… Y los músicos cansados dejaban las cosas dentro de las fundas y las volvían a sacar de dentro de las fundas porque un vecino pagaba un vals para todo el mundo y todos como peonzas. Cuando el vals se acabó la gente empezó a salir. Yo dije que había perdido a la Julieta y el muchacho dijo que él había perdido al Cintet y dijo, cuando estemos solos, y todo el mundo esté metido dentro de sus casas y las calles vacías, usted y yo bailaremos un vals de puntas en la Plaza del Diamante… gira que gira, Colometa. Me le miré muy incomodada y le dije que me llamaba Natalia y cuando le dije que me llamaba Natalia se volvió a reír y dijo que yo sólo podía tener un nombre: Colometa. Entonces fue cuando eché a correr y él corría detrás de mí, no se asuste… ¿no ve que no puede ir sola por las calles, que me la robarían?… y me cogió del brazo y me paró, ¿no ve que me la robarían, Colometa? Y mi madre muerta y yo parada como una tonta y la cinta de goma en la cintura apretando, apretando como si estuviese atada en una ramita de esparraguera con un alambre.

Y eché a correr otra vez. Y él detrás de mí. Las tiendas cerradas con la persiana ondulada delante y los escaparates llenos de cosas quietas, tinteros y secantes y postales y muñecas y tela extendida y cacharros de aluminio y géneros de punto… Y salimos a la calle Mayor, y yo arriba, y él detrás de mí y los dos corriendo, y al cabo del tiempo todavía a veces lo explicaba, la Colometa, el día que la conocí en la Plaza del Diamante, arrancó a correr y delante mismo de la parada del tranvía, ¡pataplaf!, las enaguas por el suelo.

La presilla de hilo se rompió y allí se quedaron las enaguas. Salté por encima, estuve a punto de enredarme un pie en ellas y venga correr como si me persiguieran todos los demonios del infierno. Llegué a casa y a oscuras me tiré en la cama, en mi cama de soltera, de latón, como si tirase una piedra. Me daba vergüenza. Cuando me cansé de tener vergüenza, me quité los zapatos de un puntapié y me deshice el pelo. Y Quimet, al cabo del tiempo todavía lo explicaba como si fuese una cosa que acabase de pasar, se le rompió la cinta de goma y corría como el viento…


2

Fue muy misterioso. Me había puesto el vestido de color de palo de rosa, un poco demasiado ligero para aquel tiempo, y tenía la piel de gallina cuando esperaba a Quimet en una esquina. Desde detrás de una persiana de librillo, al cabo de un rato de hacer el pasmarote, me pareció que alguien me miraba porque vi cómo los librillos de un lado se movían un poco. Había quedado con Quimet en que nos encontraríamos junto al Parque Güell. Salió un niño de un portal, con un revólver en el cinturón y una escopeta apuntada y pasó rozándome la falda y gritando, meeequi… meeequi… Bajaron las maderas de la persiana, la persiana se abrió de par en par, y un joven en pijama me hizo pst… pst… con los labios, con un dedo haciendo gancho, me hacía señas de que me acercase. Para estar más segura me puse un dedo en el pecho como señalándome, y, mirándole, dije bajito, ¿yo? Sin oírme me entendió y dijo que sí con la cabeza, que la tenía preciosa, y atravesé la calle y me acerqué a él. Cuando estuve al pie del balcón el joven me dijo: entra, que echaremos una siestecita.

Me puse de mil colores y me di la vuelta enfadada, sobre todo conmigo misma, y con angustia, porque sentía que el joven me miraba la espalda y me atravesaba la ropa y la piel. Me puse de manera que el joven del pijama no me viese, pero tenía miedo de que, estando así medio escondida, el que no me viese fuese el Quimet. Pensaba en lo que pasaría, porque era la primera vez que teníamos que encontrarnos en un parque. Por la mañana no había dado pie con bola pensando en la tarde porque tenía un desasosiego que no me dejaba vivir. Quimet me había dicho que nos encontraríamos a las tres y media y no llegó hasta las cuatro y media; pero no le dije nada porque pensé que a lo mejor lo había entendido mal y que la que se había equivocado era yo y como él no dijo ni media palabra de excusa… No me atreví a decirle que los pies me dolían de tanto estar parada porque llevaba zapatos de charol, muy calientes, y que un joven se había tomado algunas libertades. Empezamos a subir sin decirnos ni una triste palabra y cuando estuvimos arriba de todo se me pasó el frío y la piel se me volvió a poner lisa como siempre. Le quería explicar que había reñido con el Pere, que todo estaba arreglado. Nos sentamos en un banco de piedra en un rincón escondido, entre dos árboles cargados de hojas, con un mirlo que salía de abajo, iba de un árbol a otro dando pequeños gritos, un poco roncos, y estábamos un rato sin verle hasta que volvía a salir de abajo cuando ya no pensábamos en él, y volvía a hacer lo mismo. Sin mirarle, por el rabillo del ojo, veía a Quimet que miraba las casas, pequeñas y lejos. Por fin dijo, ¿no te da miedo este pájaro?

Le dije que me gustaba mucho y él me dijo que su madre siempre le había dicho que los pájaros negros traían desgracias, aunque fuesen mirlos. Todas las demás veces que me había visto con Quimet, después del primer día en la Plaza del Diamante, la primera cosa que me preguntaba, echando la cabeza y el cuerpo hacia adelante, era si ya había reñido con el Pere. Y aquel día no me lo preguntaba y yo no sabía de qué manera empezar a decirle que ya le había dicho al Pere que lo nuestro no podía ser. Y me dolía mucho habérselo dicho, porque el Pere se había quedado como una cerilla cuando después de haberla encendido la soplan. Y cuando pensaba que había reñido con el Pere tenía una pena dentro y esa pena me hacía darme cuenta de que había hecho una mala acción. Seguro: porque yo que me había sentido muy tranquila por dentro, cuando me acordaba de la cara que había puesto el Pere, sentía como un dolor muy hondo, como si en el medio de mi paz de antes se abriese la puertecita de un nido de escorpiones y los escorpiones saliesen a mezclarse con la pena y a hacerla punzante y a derramárseme por la sangre y a ponérmela negra. Porque el Pere, con la voz estrangulada y las niñas de los ojos con un color empañado que le temblaba, me dijo que le había deshecho la vida. Que le había convertido en un poco de barro, en nada. Y mirando al mirlo fue cuando el Quimet empezó a hablar del señor Gaudí, que su padre le había conocido el día que le aplastó el tranvía, que su padre había sido uno de los que le habían llevado al hospital, pobre señor Gaudí, tan buena persona, mira qué muerte más miserable… Y que en el mundo no había nada como el Parque Güell y como la Sagrada Familia y la Pedrera. Yo le dije, demasiadas ondas y demasiados picos. Me dio un golpe en la rodilla con el canto de la mano que me hizo levantar la pierna de sorpresa y me dijo que si quería ser su mujer tenía que empezar por encontrar bien todo lo que él encontraba bien. Me soltó un gran sermón sobre el hombre y la mujer y los derechos del uno y los derechos de la otra y cuando pude cortarle le pregunté:

—¿Y si una cosa no me gusta de ninguna manera?
—Te tendrá que gustar, porque tú no entiendes.

Y otra vez el sermón: muy largo. Salió a relucir mucha gente de su familia: sus padres, un tío que tenía capillita y reclinatorio, sus abuelos y las dos madres de los Reyes Católicos que eran, dijo, las que habían marcado el buen camino.

Y entonces, que al principio no acabé de entenderlo, porque lo mezcló con otras cosas que decía, dijo, pobre María… Y otra vez las madres de los Reyes Católicos y que a lo mejor nos podríamos casar pronto porque ya tenía dos amigos buscándole piso. Y que me haría unos muebles que en cuanto los viera me caería de espaldas porque para algo era ebanista y que él era como si fuese San José y que yo era pomo si fuese la Virgen.

Todo lo decía muy contento y yo estaba pensando en lo que había querido decir cuando había dicho, pobre María… y me iba apagando del mismo modo que se iba apagando la claridad, y el mirlo sin cansarse saliendo siempre de abajo y yendo de un árbol a otro y volviendo a salir de abajo como si fuesen muchos mirlos los que lo hicieran.

—Haré un armario que servirá para los dos, con dos cuerpos, con madera de haya. Y cuando tenga el piso amueblado haré la cunita del nene.

Me dijo que los niños le gustaban y no le gustaban. Que eso iba a lunas. El sol se ponía y donde no daba, la sombra se volvía azul y rara. Y Quimet hablaba de maderas, que si una madera, que si otra, que si la jacaranda, que si la caoba, que si el roble, que si la encina… Fue entonces, me acuerdo muy bien y me acordaré siempre, cuando me dio un beso y así que empezó a darme el beso vi a Nuestro Señor en lo más alto de su casa, metido dentro de una nube inflada, rodeado de una cenefa de color de mandarina que estaba descolorida en una punta, y Nuestro Señor abrió los brazos muy abiertos, que los tenía muy largos, cogió la nube por los bordes y se encerró como si se encerrase dentro de un armario.

—Hoy no teníamos que haber venido.

El primer beso se juntó con otro y todo el cielo se nubló. Yo veía la nube que iba escapándose poco a poco y salieron otras nubes más flacas y todas se pusieron a seguir a la nube gorda y Quimet sabía a café con leche. Y gritó, ¡ya cierran!…

—¿Cómo lo sabes?
—¿No has oído el pito?

Nos levantamos, el mirlo escapó asustado, el aire me movía la falda… y bajamos, caminito abajo. Sentada en un banco de azulejos estaba una niña que se metía los dedos en la nariz y después pasaba el dedo por una estrella de ocho puntas que había en el respaldo del banco. Llevaba un vestido del mismo color que el mío y yo se lo dije a Quimet. No me contestó. Cuando salimos a la calle le dije, mira, todavía entra gente… y me dijo que no me preocupase, que pronto les echarían. Íbamos calle abajo y en el momento en que estaba a punto de decirle, ¿sabes?, ya he reñido con el Pere, se paró en seco, se me puso delante, me cogió por los brazos y me dijo, mirándome como si fuese una persona de mala ley, pobre María…

Estuve a punto de decirle que no se preocupase, que me dijese lo que le pasaba con la María… pero no me atreví. Me soltó los brazos, se me puso al lado otra vez, y hala para abajo, hasta que llegamos a Diagonal-Paseo de Gracia. Empezamos a dar vueltas alrededor de un montón de casas, y yo no podía más con mis pies. Cuando hacía media hora que dábamos vueltas me volvió a coger por los brazos, estábamos debajo de un farol, y cuando yo creía que me iba a decir otra vez pobre María, y aguantaba la respiración esperando que lo dijese, dijo con rabia:

—¡Si no llegamos a bajar pronto de allá arriba, entre el mirlo y todo lo demás, no sé lo que hubiera pasado!… ¡Pero no te fíes, porque el día que te pueda coger te baldaré!

Seguimos dando vueltas a las casas hasta las ocho, sin decirnos ni una palabra, como si fuésemos raudos de nacimiento. Cuando me quedé sola miré al cielo y sólo era negro. Y no sé… todo ello fue muy misterioso…


3

Me le encontré plantado en la esquina, por sorpresa, un día que no tenía que venir a buscarme.

—¡No quiero que trabajes más para ese pastelero! ¡Me he enterado de que va detrás de las dependientas!

Me puse a temblar y le dije que no gritase, que no podía dejar la casa así, de cualquier manera, y sin educación, que, pobre hombre, no me decía nunca ni palabra y que vender dulces me gustaba y que si me hacía dejar de trabajar haber qué… Me dijo que en el invierno, una tarde, cuando ya era oscuro, había venido a verme trabajar… Y dijo que mientras yo acompañaba a una clienta a escoger una caja de bombones al escaparate de la derecha, el pastelero me seguía con los ojos, no a mí, sino a mi trasero. Le dije que iba demasiado lejos y que valía más lo dejásemos si no tenía confianza en mí.

—Sí que tengo confianza, pero no quiero que el pastelero se divierta.
—¡Te has vuelto loco —le dije—, es un señor que sólo piensa en su negocio! ¿Oyes?

Me enfadé tanto que la cara me ardía. Me cogió por el cuello con una mano y me zarandeó la cabeza. Le dije que se retirase y que si no me hacía caso llamaría a un guardia. Estuvimos tres semanas sin vernos y cuando ya me arrepentía de haberle dicho al Pere que entre nosotros todo se había acabado, porque el Pere al fin y al cabo era un buen muchacho que nunca me había dado ningún disgusto, volvió a comparecer, más tranquilo que el tronco de un árbol, y la primera cosa que me dijo, con las manos en los bolsillos, fue, y la pobre María a paseo por tu culpa…

Íbamos hacia la calle Mayor por la Rambla del Prat. Se paró delante de una tienda que tenía muchos sacos en la puerta, metió la mano dentro de un saco lleno de arvejas, dijo, qué arvejas más bonitas… y seguimos andando. Se había quedado con unas cuantas arvejas en la mano y cuando yo estaba más distraída me las metió en la espalda por el cuello de la blusa. Me hizo pararme delante de un escaparate lleno de ropa hecha, ¿ves?, cuando estemos casados te haré comprar delantales como ésos. Yo le dije que parecían del hospicio y él dijo que eran como los que llevaba su madre y yo le dije que tanto me daba, que yo no quería llevarlos porque parecían del hospicio.

Dijo que me presentaría a su madre, que ya le había hablado de mí y que su madre tenía muchas ganas de ver cómo era la novia que su hijo había escogido. Fuimos un domingo. Vivía sola. Quimet estaba de pensión para no darle trabajo y decía que así eran más amigos, porque, juntos, no se llevaban bien. Y su madre vivía en una casita hacia los Periodistas y desde la galería se veía el mar y la niebla que a veces lo tapaba. Era una señora menuda como una ardilla, peinada de peluquería, con muchas ondas. Tenía la casa llena de lazos. Quimet ya me lo había dicho. Encima del Cristo de la cabecera de la cama, un lazo. La cama era de caoba negra con dos colchones y una colcha crema con rosas encarnadas y todo alrededor haciendo ondas ribeteadas de encarnado. En el tirador de la mesita de noche un lazo. En los tiradores de cada cajón de la cómoda, otro lazo. Y un lazo en cada tirador de cada puerta.

—A usted le gustan mucho las cintas —le dije.
—Sin cintas una casa no es una casa.

Y me preguntó si me gustaba vender dulces, y le dije que mucho, sí señora, sobre todo rizar las puntas del cordel con el filo de las tijeras, y que estaba deseando que llegasen las fiestas para poder hacer muchos paquetes y sentir el ric-rac de la máquina registradora y la campanilla de la puerta.

—Vaya broma —dijo.

A media tarde Quimet me dio un codazo que quería decir, vámonos. Y cuando ya estábamos a la puerta de entrada, su madre me preguntó, ¿y el trabajo de la casa, también te gusta?

—Sí, señora, mucho.
—Tanto mejor. Entonces dijo que nos esperásemos, volvió adentro y vino con unos rosarios de cuentas negras y me los regaló Quimet, cuando estuvimos algo lejos me dijo que la había conquistado.
—¿Qué te dijo cuando estabais solas en la cocina?
—Que eras muy buen muchacho.
—Ya me lo figuraba.

Lo dijo mirando al suelo y dando un puntapié a una piedrecita. Le dije que no sabía qué hacer con los rosarios. Dijo que los metiese en un cajón, que a lo mejor algún día me servirían: que no se debía tirar nada.

—A lo mejor le servirán a la nena, si tenemos una…

Y me dio un pellizco en la molla del brazo. Mientras me lo frotaba, porque me había hecho daño de verdad, me preguntó si me acordaba de no sé qué y dijo que pronto se compraría una moto, que nos vendría muy bien porque cuando estuviésemos casados recorreríamos todo el país, y que yo iría detrás. Me preguntó si yo había ido alguna vez en una moto con algún muchacho y le dije que no, que nunca, que me parecía muy peligroso, y se puso contento como un pájaro, y dijo ¡qué va, mujer!…

Entramos en el Monumental a hacer el vermut y a comer pulpitos. Allí se encontró con Cintet, y Cintet, que tenía los ojos muy grandes, como de vaca, y la boca un poco torcida, dijo que había un piso en la calle de la Perla bastante bien de precio pero abandonado, porque el dueño no quería quebraderos de cabeza y que las reparaciones tendrían que ser a cuenta de los inquilinos. El piso estaba debajo del terrado y esto nos gustó mucho y más todavía cuando el Cintet nos dijo que el terrado sería todo para nosotros. El terrado sería todo para nosotros porque los vecinos de los bajos tenían patio interior y los del primer piso, por una escalera de caracol iban a un pequeño jardín que tenía lavadero y gallinero. Quimet se entusiasmó y le dijo a Cintet que no lo debían dejar escapar de ningún modo y Cintet dijo que al día siguiente iría allí con Mateu y que fuésemos nosotros también. Todos juntos. Quimet le preguntó si sabía de alguna moto de segunda mano, porque un tío de Cintet tenía un garaje y Cintet trabajaba en el garaje de su tío y Cintet le dijo que ya lo miraría. Charlaban como si yo no estuviese allí. Mi madre: no me había hablado nunca de los hombres. Ella y mi padre pasaron muchos años peleándose y muchos años sin decirse nada. Pasaban las tardes de los domingos sentados en el comedor sin decirse nada. Cuando mi madre murió, ese vivir sin palabras aumentó todavía más. Y cuando al cabo de unos cuantos años mi padre se volvió a casar, en mi casa no había nada a lo que yo pudiera cogerme. Vivía como deben de vivir los gatos: de acá para allá, con la cola baja, con la cola alta, ahora es la hora de tener hambre, ahora es la hora de tener sueño; con la diferencia de que un gato no ha de trabajar para vivir. En casa vivíamos sin palabras y las cosas que yo llevaba por dentro me daban miedo porque no sabía si eran mías…

Cuando nos despedimos en la parada del tranvía, oí que Cintet le decía a Quimet, no sé de dónde la has sacado, tan mona… y oí la risa de Quimet, ja, ja, ja…

Dejé los rosarios en la mesita de noche y me asomé a mirar el jardín de abajo. El hijo de los vecinos, que estaba de soldado, tomaba el fresco. Hice una bolita de papel, se la tiré y me escondí.


4

—Haces bien en casarte joven. Necesitas un marido y un techo.

La señora Enriqueta, que vivía de vender castañas y boniatos en la esquina del Smart en el invierno, y cacahuetes y chufas por las fiestas mayores en el verano, siempre me daba buenos consejos. Sentada delante de mí, sentadas las dos cerca del balcón de la galería, de cuando en cuando se subía las mangas; para subírselas, callaba, y cuando las tenía arriba volvía a charlar. Era alta, con boca de pez y una nariz de cucurucho. Siempre, en verano y en invierno, llevaba medias blancas y zapatos negros. Iba muy limpia. Y le gustaba mucho el café. Tenía un cuadro colgado con un cordel amarillo y rojo, que figuraba unas langostas con corona de oro, cara de hombre y pelo de mujer y toda la hierba de alrededor de las langostas, que salían de un pozo, estaba quemada, y el mar del fondo y el cielo de arriba eran de color de sangre de buey y las langostas llevaban corazas de hierro y mataban a coletazos… Afuera llovía. La lluvia caía muy fina sobre todos los terrados, sobre todas las calles, sobre todos los jardines, sobre el mar como si no tuviese bastante agua, y a lo mejor sobre las montañas. Apenas se veía y era el principio de la tarde. Colgaban gotas de lluvia en los alambres de tender la ropa y jugaban a perseguirse, y, a veces, alguna caía y antes de caer se estiraba, se estiraba, como si le costara desprenderse. Ya hacía ocho días que llovía; una lluvia fina, ni demasiado fuerte ni demasiado floja, y las nubes estaban tan llenas que su hinchazón se les arrastraba por los terrados. Mirábamos la lluvia.

—Me parece que el Quimet te conviene más que el Pere. Tiene un establecimiento, mientras que el Pere trabaja por cuenta ajena. El Quimet es más despabilado y se sabe ganar mejor la vida.
—Pero algunas veces parece triste y dice, pobre María…
—Pero se casará contigo, ¿verdad?

Yo tenía los pies helados porque llevaba los zapatos mojados, y tenía la frente muy caliente. Le dije que el Quimet se quería comprar una moto y me dijo que ya se veía que era muy moderno. Y fue la señora Enriqueta la que me acompañó para comprar la tela para hacerme la ropa de novia, y cuando le dije que a lo mejor nos quedábamos con un piso cerca de su casa, se puso muy contenta.

El piso estaba abandonado. La cocina olía a cucarachas y encontré un nido de huevos alargados de color de caramelo, y el Quimet me dijo, busca que todavía encontrarás más. El papel del comedor era un papel con rayitas que hacían aros. El Quimet dijo que quería un papel verde manzana, y papel de color de nata en la habitación del niño, con una cenefa de payasos. Y una cocina nueva. Le dijo al Cintet que avisase al Mateu, que le dijese que le quería ver. El domingo por la tarde fuimos todos al piso. El Mateu se puso en seguida a deshacer la cocina, y un peón, con los pantalones llenos de remiendos, se iba llevando capazos llenos de cascotes y los vaciaba en un carretón que había dejado en la calle. Pero el peón ensuciaba la escalera y salió una vecina del primer piso y le dijo que no se fuesen sin barrer porque no quería romperse las piernas de un resbalón… y el Quimet, de cuando en cuando decía, a ver si nos roban el carrito… Empezó a mojar con el Cintet las paredes del comedor y con una rasqueta arrancaban el papel. Al cabo de un rato de trabajar nos dimos cuenta de que el Quimet no estaba. El Cintet dijo que cuando el Quimet no tenía ganas de hacer alguna cosa se escurría como una anguila. Fui a la cocina a beber agua y el Mateo tenía la camisa calada por la espalda y la cara le brillaba de sudor y golpeaba sin parar con el martillo contra la escarpa. Fui otra vez a arrancar papel. Y el Cintet me dijo que cuando el Quimet volviese se haría el distraído y que estaba seguro de que volvería tarde. El papel costaba mucho de despegar y debajo de la primera capa salió otra, y luego otra, hasta cinco. Cuando ya había oscurecido y nos lavábamos las manos volvió el Quimet y dijo que mientras ayudaba al peón a cargar los escombros en el carretón se había encontrado con un cliente… Y el Cintet dijo, y se te ha pasado el tiempo, claro… Y el Quimet sin mirarle decía que allí había más trabajo de lo que habían pensado, pero que ya saldrían adelante. Cuando íbamos a bajar la escalera el Mateo dijo que me harían una cocina que parecería la cocina de una reina. Y entonces el Quimet quiso subir al terrado. Allí corría mucho el aire y se veían muchos terrados, pero el mirador del primer piso nos tapaba la vista de la calle. Nos marchamos. Entre nuestro rellano y el del primer piso la pared estaba pintarrajeada: nombres y monigotes. Y entre los nombres y los monigotes había unas balanzas muy bien dibujadas con las rayas hundidas en la pared como si las hubiesen hecho con la punta de un punzón. Uno de los platillos colgaba un poco más abajo que el otro. Pasé el dedo alrededor de uno de los platillos. Fuimos a hacer el vermut y a comer pulpitos. A media semana me volví a pelear con el Quimet por aquella manía que le había cogido al pastelero.

—Si le vuelvo a ver mirándote el trasero con aquellos ojos, entraré y me va a oír —gritaba. Estuvo dos o tres días sin aparecer, y cuando volvió, le pregunté si se le había pasado y se me puso como un gallo de pelea y dijo que había venido a pedirme explicaciones, porque me había visto paseando con el Pere. Le dije que me habría confundido con otra. Dijo que era yo. Le juré que no era verdad y él juraba que sí. Al principio se lo discutí normalmente, pero como no me creía me hizo gritar y me dijo, al ver que gritaba, que todas las mujeres estaban locas y que no valían ni un real y entonces le pregunté en qué sitio me había visto con el Pere.
—En la calle.
—¿Pero en qué calle?
—En la calle.
—¿Pero en cuál? ¿Pero en cuál?

Se fue dando grandes zancadas. No dormí en toda la noche. Al día siguiente volvió y me dijo que le tenía que prometer que no saldría nunca más con el Pere y para acabar de una vez y no oír más aquella voz, que cuando estaba rabioso no parecía la suya, le dije que no saldría más con el Pere. En lugar de ponerse contento se enfureció como un demonio, me dijo que ya estaba harto de mentiras, que me había puesto una trampa y que yo había caído en ella como un ratón, y me hizo pedirle perdón por haber salido a pasear con el Pere y por haberle dicho que no había salido y al final me hizo llegar a creer que había salido con el Pere y me dijo que me arrodillase.

—¿En medio de la calle?
—Arrodíllate por dentro.

Me hizo pedirle perdón arrodillada por dentro por haber salido a pasear con el Pere al que, pobre de mí, no había visto desde que reñimos. El domingo fui a rascar papel. El Quimet no vino hasta la hora de terminar porque había tenido que trabajar en un mueble que tenía entre manos. El Mateu estaba a punto de acabar la cocina. Otra tarde, y lista. Toda de baldosas blancas hasta donde llegaba la mano con el brazo estirado. Y encima de los fogones, brillantes baldosines encarnados. El Mateu dijo que todas las baldosas venían de la obra. Dijo que era su regalo de boda. El Quimet le abrazó, y el Cintet, con sus ojos de vaca pasmada, se frotaba las manos. Fuimos todos juntos a tomar el vermut y a comer pulpitos. El Cintet dijo que si necesitábamos anillo él conocía a un joyero que nos lo daría muy barato. Y el Mateu dijo que él conocía a otro que nos lo daría a mitad de precio.

—No sé qué arte te das, le dijo el Quimet.

Y el Mateu, todo colorado y con sus ojos azules, reía contento y nos miraba poco a poco, primero a uno, después a otro.

—Manitas que tiene uno.


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