Estefanía Farias Martínez

Amancio nació en Puentedeume, aunque se lo llevaron a La Coruña siendo muy niño.
Siempre quiso ser escritor. Mientras trabajaba de taxista, aprovechaba los ratos muertos entre cliente y cliente para tomar notas. Se prometió a sí mismo que cuando se jubilara, escribiría su opera prima. Y así lo hizo. 847 páginas que le encumbrarían. Con los ahorros que tenía lo editó en pasta dura, encuadernación aterciopelada y cordón de oro como marcapáginas. Lo llevó él mismo a las librerías para que lo expusieran en sus estantes, pero aquella encuadernación magistral no se ganó ese derecho. Todos le rechazaban.
Meses después tuvo que trasladar las cajas que se amontonaban en el salón. Sólo un par de ellas estaban abiertas y el terciopelo de las portadas se apolillaba. Las llevó a la terraza del edificio. Había decidido hacer una hoguera y ver cómo se consumía todo su esfuerzo. Con la cerilla en la mano se sintió incapaz. Dejo allí las cajas y volvió a su casa.
No se merecía vivir. Desde la terraza del primer piso se lanzó a la calle de cabeza, no se hizo nada, así que volvió a subir y lo volvió a intentar; ni un rasguño. Cuando iba por la quinta vez los vecinos hacían corro a su alrededor “¡Ésta es la buena!”, decían, “¡Ánimo!”, pero nada. Después del octavo intento desistió.
Apesadumbrado, subió a la terraza y, comprendiendo que era una señal, encendió la cerilla y la echó sobre las cajas. Una mancha de aceite que había caído en una de ellas hizo que el fuego se extendiera, alcanzando la tubería de gas del edificio. Toda la manzana saltó por los aires: la obra maestra de Amancio se llevó consigo a cincuenta personas. Sin embargo, él, que no había tenido el valor de verla arder, estaba en el zoológico dando de comer a las focas.
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