Fernando Morote

Felipe Pomar
(1943)
No cabe ninguna duda de que el Perú es tierra de tablistas. Bueno, de surfistas, según el lenguaje de hoy. Pero si vamos a hablar en inglés debemos hacerlo con propiedad: surfer es la expresión correcta.
La tabla es hawaiana porque conectan su origen a la isla ubicada frente a la costa oeste de Estados Unidos, y la ropa de baño se llama bermuda por su similitud con la prenda usada comúnmente en el territorio caribeño del mismo nombre. Pocos asocian la existencia de esta disciplina a la ancestral práctica de nuestras culturas preincaicas, Moche y Chimú, cuyos pescadores cabalgaban el Océano Pacífico trepados en pequeñas embarcaciones, confeccionadas con juncos y sogas, bautizadas por los conquistadores españoles como caballitos de totora.
Los tiempos han cambiado mucho. Cuando empecé, necesitábamos tres personas para cargar las tablas; ahora, que la madera tosca ha sido reemplazada por la espuma sintética, revestida con fibra de vidrio, bastan dos dedos para levantarlas. No se habían adoptado aún los trajes de neopreno ni las múltiples quillas. Tampoco las pitas para el tobillo; si perdía el equilibrio, sólo me quedaba nadar y luchar contra la marea rebelde. No se disponía en esa época de una ayuda mínima; entraba bajo mi propio riesgo, consciente de que sólo dependía de mis brazos, piernas y pulmones para salvar el pellejo si algo grave ocurría.
Por una cuestión de aptitud natural, mi estilo era regular —el pie derecho atrás y el otro adelante—, lo que me permitía maniobrar mejor sobre las crestas que reventaban a mi izquierda. Algunas veces pasaba 8 horas metido en el agua. Esperaba tranquilo, flotando sentado, que la serie llegara. Cuando divisaba la cadena de montañitas ondulando en el horizonte, remaba para ponerme a recaudo, buscando la ubicación precisa de modo que pudiera despegar en un emocionante viaje a la orilla en lugar de terminar revolcado en los corales. En breve reconocía que el tumbo elegido me alzaba en vilo y una sombra inquietante envolvía mi cabeza. Estaba listo. Al final del día el yodo salado me dejaba los ojos ardiendo de dolor.
El litoral de Trujillo, pese a la extraordinaria belleza de Chicama, considerada la ola más larga del planeta, con tubos espectaculares, prácticamente perfectos, no me atraía demasiado. Destacaba, ante todo, como domador de bestias gigantes. A despecho de lidiar con paredes imponentes en las playas de Hawaii y California, mi adrenalina se multiplicaba descolgándome, a furiosa velocidad, de los monstruos amenazantes que conformaban las rompientes de Pico Alto y Punta Rocas al sur de Lima.
En 1965 tuve el honor y el privilegio de ser el primer campeón mundial en la historia de este deporte. De hecho, a partir de ese momento, nos establecimos como potencia de surfing a nivel internacional. Sin embargo, para variar, los peruanos caminamos siempre al revés: nos obstinamos por triunfar en aquello que no dominamos y menospreciamos el talento que nos vuelve grandes.
Tras haber ganado el título que me hizo famoso, me contactaron unos empresarios de Hollywood que querían explotar mi imagen. Entonces era un joven guapo y fornido; me prometieron éxito asegurado con las chicas. Yo les dije “no, gracias”. Con la pinta que me manejaba, ya lo disfrutaba. No me interesaba salir en las películas para tener variedad de aventuras sexuales.
La gente piensa que pituco y surfer son sinónimos de superficial y juerguero. Falla garrafal: no fumo ni tomo desde los 19 años. Aunque no puedo garantizar que dirijo mi comportamiento en torno a la espiritualidad, sigo un régimen saludable de alimentación y una filosofía de vida guiados por enseñanzas milenarias.
Lo que sí pedí, con intensa devoción, fueron nervios de acero para conservar la calma cuando me atreví a desafiar esa cumbre brutal del tamaño de un edificio, tipo almacén de doble planta, provocada por el tsunami que sucedió al terremoto de 1974, y que por un instante me llevó a sospechar que moriría en mi ley si no desaprovechaba la oportunidad de deslizarme encima de ella.
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