Julio Ramón Ribeyro

Cuadro tercero
En el palacio del Virrey Amat
AMAT.— (Entrando, a su secretario) ¿Quién es ese hombre?
SECRET.— Santiago de Cárdenas, su Excelencia.
AMAT.— Sí, pero ¿quién es?
SECRET.— Hace quince días que solicita una audiencia de Usía.
AMAT.— ¿Es contribuyente? ¿Tiene algún oficio?
SECRET.— Es pajarero.
AMAT.— ¿Y para qué lo dejan entrar?
SECRET.— Ha inventado algo, no sé exactamente qué. Además, el Duque de San Carlos lo ha recomendado.
AMAT.— ¡El Duque de San Carlos! Debe de haber de por medio un asunto de faldas. Que se acerque. (Llega al sillón).
SANTIAGO.— (Profunda inclinación) A los pies de su Excelencia.
AMAT.— (A Santiago) Sea breve. (A su secretario) ¿Ha llegado mi barbero?
SECRET.— (Desolado) Su Excelencia, una mala nueva. Su barbero ha sufrido un accidente.
AMAT.— ¡Tengo que ir a comer a Miraflores, a casa de mi primo Amat de Ricoberti! ¿Qué cosa voy a hacer?
SECRET.— Hemos encargado que consigan un reemplazo.
AMAT.— A buena hora. (A Santiago) ¿Decía usted?
SANTIAGO.— Soy Santiago de Cárdenas, pajarero de oficio, ex grumete de la Marina Real e inventor por vocación y temperamento.
AMAT.— (Al secretario) Hermosa colección de títulos. (A Santiago) Continúe usted.
SANTIAGO.— He escrito una Memoria de 270 páginas que presento a consideración de su Excelencia. (Extiende el grueso manuscrito).
AMAT.— (Sin cogerlo) ¿Y qué quiere usted que haga con eso? ¿Que lo lea? Mi vista anda muy mal por estos tiempos y no leo sino las cosas que me entretienen.
SANTIAGO.— Le aseguro a su Excelencia que su lectura será sumamente ilustrativa.
AMAT.— ¿De qué se trata?
SANTIAGO.— Del arte de volar.
AMAT.— (Al secretario) Este hombre está loco. (A Santiago) ¿De volar decía usted? ¿Por los aires? (Imita con su mano al vuelo de una mariposa) ¿Así?
SANTIAGO.— De volar en un aparato de mi invención.
AMAT.— (Coge el manuscrito) ¡Y ello está contenido aquí!
SANTIAGO.— Con todo lujo de detalles.
(Ruido en la puerta de la izquierda. Voces confusas).
AMAT.— (A Santiago. Entregándole el manuscrito) Tenga un momento. (Al secretario) Le he advertido mil veces que no tolero interrupciones. ¿Qué batahola es ésa? ¡Que no me interrumpan!
SECRET.— Salgo en este momento a ver. (Sale por la izquierda).
AMAT.— Sucede que mi alto cargo se encuentra siempre bajo amenaza de imprevistos asuntos de Estado. Los Gobernadores, los Corregidores, los Oidores me asaltan sin interrupción y no me dejan un momento de reposo. Continúe usted que lo escucho con suma atención. (Vuelve el secretario) ¿Y qué hay de ese barbero que todavía no aparece?
SANTIAGO.— Decía a su Excelencia que después de diez años de estudios he logrado diseñar un aparato que pueda transportar al hombre por los aires.
AMAT.— (Distraído) Y dígame usted… ¿Cuál es su nombre?
SANTIAGO.— Santiago de Cárdenas, su Excelencia.
AMAT.— De Cárdenas, sí, sí… ¿un aparato, decía usted…?
SANTIAGO.— Para volar por los aires.
AMAT.— ¡Válgame Dios! ¿Y eso es posible?
SANTIAGO.— Puedo argumentar, si le place a su Excelencia.
AMAT.— ¡Por favor, nada de argumentaciones!
SANTIAGO.— Si pudiera usted leer mi Memoria y luego prestarme la ayuda suficiente para construir mi ingenioso instrumento…
AMAT.— (Sobresaltado) ¿Ayuda, dice usted?
(Por la derecha, aparece el secretario seguido del barbero, que trae sus implementos en una bolsa).
SECRET.— El barbero Esteban Gonzalves.
BARBERO.— (Profunda inclinación) Es un alto honor para mí poder servir a nuestro Excelentísimo Virrey.
AMAT.— (Al barbero) ¡Ya está usted aquí! ¿Sería capaz de despacharme en cinco minutos? (Saca su reloj) Tengo una reunión importante. Si se expide usted con fineza, lo recompensaré debidamente.
BARBERO.— A las órdenes de su Excelencia. ¿Cómo quiere que le haga la barba?
AMAT.— Sin chistar. (Al secretario) Que no se reciba una persona más esta mañana. Remita para otra ocasión las audiencias pendientes. (El secretario sale por la derecha mientras el barbero extrae de su bolsa una jabonera, una brocha, una navaja y un mandilillo blanco con el que cubre al Virrey como lo hacen los peluqueros de hoy y comienza su trabajo. Amat a Santiago) Lo escucho, señor de Cárdenas. (El barbero, al percibir la presencia de Santiago, deja caer su brocha) ¿Así empieza usted su trabajo?
BARBERO.— Mil perdones, Excelentísimo señor. (Recoge la brocha y jabona la cara del Virrey).
SANTIAGO.— Su Excelencia sabrá que el trabajo del inventor es muy sacrificado. He consumido toda mi bolsa en estudiar y llevar a cabo mi proyecto. Confío por lo tanto en que mi Memoria merecerá la atención de su Excelencia y la ayuda de la corona.
AMAT.— (Al barbero) No me vuele usted las patillas. (A Santiago) Naturalmente. Pero antes de tomar una determinación… (El Duque de San Carlos ingresa por la puerta de la derecha) No lo esperaba tan temprano, señor Duque. ¡Qué gratísima sorpresa!
DUQUE.— Como el asunto atañía directamente a su Excelencia me he preocupado en informarlo con prontitud. (Distinguiendo a Santiago) Veo que atiende usted a mi recomendado.
AMAT.— ¿A su recomendado? En efecto, me está contando cosas muy divertidas. Bueno, ¿y a qué conclusiones ha llegado usted?
DUQUE.— (Confidencial, sacando unos papeles) ¿Es necesario sujetarse a los planos y presupuestos del arquitecto Torrella?
AMAT.— Sin duda alguna. Quiero que este teatro sea un primor. Desde hace años abrigo la esperanza de tener un teatro en mi propio palacio para el uso exclusivo de mis actores preferidos.
DUQUE.— La verdad es que las arcas del Virreinato se encuentran un poco exhaustas y no veo la forma de financiar una construcción tan lujosa.
AMAT.— Pero, mi querido Duque, por algo es usted experto en finanzas y enviado especial de la Metrópoli. Hay que ver la forma de aumentar los ingresos.
DUQUE.— La única forma es creando nuevas contribuciones.
AMAT.— Cree usted todas las que juzgue convenientes. Pero eso sí, procure no gravar a la gente de sangre. Aquello siempre ocasiona dolores de cabeza.
DUQUE.— Gravaremos a la Iglesia.
AMAT.— En todo caso, no toque usted al alto clero. Limítese a los curas provinciales.
DUQUE.— ¿Y a los comerciantes?
AMAT.— Con ellos hay que proceder cautelosamente. Suprímales unos gravámenes y créeles otros nuevos, de modo que a la postre resulten dando más de lo que ahorran.
DUQUE.— ¿Y al pueblo?
AMAT.— ¡Oh, por él no se preocupe! Mi querido pueblo resiste todo. Le daremos espectáculos y algún buen escándalo que entretenga sus pasiones y apacigüe su humor.
DUQUE.— Pues si usted me da carta blanca en estos asuntos, le aseguro que su teatro será financiado con creces.
AMAT.— Enhorabuena, mi querido Duque. Y disculpe usted que lo haya recibido en este atuendo.
DUQUE.— La semana próxima tendré listo mi nuevo plan de impuestos. (Hace una reverencia y se retira por la derecha).
AMAT.— (Suspira) Oficio delicado es gobernar tierras tan grandes como incultas. Han pasado cinco minutos y aún no me quita de la cara esta lavaza.
BARBERO.— En el acto, excelentísimo señor.
AMAT.— (A Santiago) Prosiga usted, señor de… ¿Cómo me dijo?
SANTIAGO.— De Cárdenas, su Excelencia.
AMAT.— Me hablaba usted de…
SANTIAGO.— De un aparato volador cuyos detalles constan en esa Memoria.
AMAT.— ¿Pero se da usted cuenta exactamente de lo que dice?
SANTIAGO.— Su Excelencia, quienes me conocen pueden testimoniar de mi absoluta seriedad y mi buen juicio.
(El barbero tose).
AMAT.— ¿Qué le sucede?
BARBERO.— Disculpe, su Excelencia, pero sucede que desde hace quince años soy vecino del señor de Cárdenas.
AMAT.— Interesante referencia.
BARBERO.— Puedo testimoniar que el señor de Cárdenas es una persona honorable que se dedica a criar pájaros.
AMAT.— ¿Sabía usted que era inventor?
BARBERO.— Confieso humildemente que lo ignoraba.
AMAT.— ¿Es posible, señor de Cárdenas? ¡Es usted entonces, un inventor desconocido! ¡Jamás se ha visto un caso semejante! ¿Qué títulos ostenta usted para dedicarse a esa clase de trabajos?
SANTIAGO.— No ostento otros títulos que mi talento, y mis trabajos los he realizado siempre en medio del mayor secreto.
AMAT.— Su respuesta no me satisface. ¿No será su invento una patraña para llegar a mí y pedirme alguna sinecura? Será tal vez mejor que haga usted antes méritos suficientes para aspirar a una audiencia del Virrey. Además, su Memoria tiene un formato intimidante. Yo no estoy en la edad de leer. Yo releo.
SANTIAGO.— Pero, su Excelencia, permítame…
AMAT.— (Al barbero) ¿Terminó usted?
BARBERO.— En el acto, su Excelencia. (Le quita el mandil y le presenta un espejo para que se mire).
AMAT.— (Observándose) No está del todo mal. Tiene usted ingenio para su oficio. Déjele a mi secretario una tarjeta con sus señas personales. Pronto tendrá noticias mías. (El barbero comienza a guardar sus utensilios en su bolsa. Amat a Santiago) Vamos, señor, ¿todavía sigue usted allí?
SANTIAGO.— Esperando la decisión de su Excelencia.
AMAT.— (Se levanta) Admiro su constancia, señor de Cárdenas. Pero usted mismo es testigo de que pese a mi buena voluntad no he tenido tiempo de ocuparme de usted como lo merece. Haría usted bien en regresar en otra ocasión. (Desciende del estrado).
BARBERO.— (Que ha guardado sus utensilios) Beso los pies de su Señoría y declaro que ha sido para mí un altísimo honor el haber puesto mi arte a su servicio.
AMAT.— Vaya usted con Dios. (Sale el barbero. Amat al secretario) Vea usted si está lista mi carroza. (Comienza a caminar hacia la puerta de la izquierda).
SANTIAGO.— (Lo persigue) Su Excelencia, permítame insistir. Lo que esta Memoria contiene es el fruto de diez años de trabajo. Han sido diez años extremadamente duros y que he soportado con ejemplar paciencia. Pero ahora veo que tanto más difícil que crear algo, es merecer la atención de los poderosos. El talento inspira siempre recelo. Yo no pretendo, además, ninguna distinción ni beneficio.
AMAT.— (Impaciente) Pero, en suma, ¿qué cosa es lo que pretende usted?
SANTIAGO.— Que su Excelencia se digne echar una mirada a mi Memoria. (Extiende el manuscrito).
AMAT.— (Sin cogerlo) ¡Un aparato volador! Bonito trabajo van a tener mis profesores. (Al secretario que vuelve) Reciba usted esta Memoria, y hágala llegar a nuestro primer matemático, don Cosme Bueno y Larrazábal, para que presente su informe. (A Santiago) Está usted servido. (Sale por la puerta de la izquierda).
TELÓN
Cuadro cuarto
Informe de don Cosme Bueno
Salón de Actos de la Universidad de San Marcos. A la derecha, perpendicularmente al escenario, larga mesa verde destinada al cuerpo docente. Al fondo, siempre a la derecha, tribuna para el orador. Al centro, galerías para el público. Puerta a la izquierda.
Al levantarse el telón la parte alta de las galerías se encuentra ocupada por el público. Sigue llegando gente.
UN HOMBRE.— (A su vecino) ¿Qué va a suceder aquí?
VECINO.— ¿No lo sabe usted? Va a informar don Cosme Bueno.
UN HOMBRE.— ¿Sobre qué cosa?
VECINO.— Eso nadie lo sabe, ni tampoco interesa. Es suficiente con el discurso de sabio tan ilustre.
UN HOMBRE.— (Señalando) El Duque de San Carlos.
(Aparece por la derecha el Duque de San Carlos acompañado de Rosaluz y se emplazan en la primera fila de la galería).
VECINO.— ¡Hola! Y allí tenemos a Santiago. ¿Qué cosa querrá aquí este pajarero?
UN HOMBRE.— He oído decir que ha inventado algo.
DUQUE.— (A Rosaluz) Su novio está tan nervioso que ni siquiera nos ha visto.
ROSALUZ.— Yo también me encuentro muy nerviosa, señor Duque. Preferiría no haber venido.
DUQUE.— Ya le he advertido que esta ceremonia constituirá una gran sorpresa para usted.
(Por la derecha aparece el cuerpo docente compuesto por cinco miembros que llevan togas y cintas en el pecho. Avanzan con grave teoría y se acomodan en la mesa verde. Pausa. Expectativa. Los viejos miran hacia atrás como esperando la llegada de alguien. Murmullos en el público: «¡Allí está don Cosme Bueno!». Por la derecha aparecerá un hombre gordo, pequeño y calvo, cargado de gruesos libros y manuscritos. Se dirigirá sonriente hacia la tribuna y se emplazará en ella. Pausa).
COSME B.— Ilustrísimos señores profesores de la Real y Pontificia Universidad Mayor de San Marcos. (Al Duque) Excelentísimo representante de nuestro Virrey. (A Santiago) Señor. (Pausa) Henos aquí reunidos en esta Magna Asamblea para dar lectura al informe que luego de laborioso estudio he redactado sobre la Memoria presentada por Santiago de Cárdenas, pajarero, acerca de un nuevo sistema de navegación por los aires.
(En el público, murmullos y exclamaciones de sorpresa).
DIRECTOR DEL CUERPO DOCENTE.— (Agitando la campanilla) ¡Silencio! (A Cosme) Prosiga usted.
COSME B.— (Agitando el manuscrito de Santiago) Esta voluminosa Memoria de 270 páginas y 16 dibujos contiene una invención, según la cual, al hombre le sería posible dominar el aire como las aves y atravesar grandes espacios venciendo las leyes de la gravitación. Confieso que en mi larga vida de matemático y físico no he encontrado proyecto de suyo tan difícil y novedoso. No escapa, pues, al criterio de mi ilustrísimo auditorio la necesidad de examinar con atención los pormenores de esta teoría. (Coge el manuscrito de su informe) He dividido mi trabajo en dos partes: la primera versa sobre las objeciones teóricas al arte de volar. A la primera objeción teórica la llamo objeción de las alas infinitas. El señor de Cárdenas afirma que para que un hombre se sostenga en el aire basta dotarlo de un sistema de alas fabricadas de un material liviano. Estas alas, debido a su gran superficie, tendrían por objeto ofrecer resistencia a la fuerza de la gravedad e impedir la caída del cuerpo volátil. Ahora bien, por livianas que sean estas alas, tienen un peso, y para que ese peso no origine la caída, será necesario colocar otras alas para las alas. Pero a su vez, este nuevo juego de alas, que también pesa, requerirá otro juego de alas que las sostenga y éste a su vez otro y así indefinidamente. De este modo, el ingenio volador del señor de Cárdenas será un encadenamiento infinito de alas.
(Santiago levanta la mano para responder, pero el director del cuerpo docente le indica que se calle).
DIRECTOR.— No ha llegado su turno, señor de Cárdenas.
COSME B.— Segunda objeción, llamada objeción del cerro de aire. Los observadores de las grandes aves, entre otros, el Abate de Pluchet, en el tomo séptimo de su Espectáculo de la Naturaleza, sostiene que los grandes pájaros, para levantar el vuelo, necesitan correr y al mismo tiempo ir moviendo las alas de tal manera que vayan acumulando delante suyo masas de aire, masas que van formando un cerro sobre el cual se suben hasta alcanzar el espacio. (Movimiento de aprobación en el cuerpo docente) Ahora bien, al hombre le sería imposible correr y al mismo tiempo agitar las alas mecánicas y ergo, no pudiendo formar el cerro de aire, su vuelo será imposible.
UN HOMBRE.— Eh, inventor, ¿por qué no te dedicas a fabricar sombreros? (Risas).
COSME B.— La objeción tercera… carece de nombre. Me ha sido sugerida por uno de los sabios anatomistas del cuerpo docente de esta Universidad, a quien agradecemos sus utilísimos servicios. El secreto del vuelo de las aves reside en que las aves carecen de hiel.
SANTIAGO.— (Se levanta) ¡Protesto! (A Cosme Bueno) ¿A cuántas aves ha anatomizado usted? Yo he pasado mi vida ocupado en estos trabajos y puedo asegurar que todas las aves tienen hiel. Pero aun si no la tuvieran, el detalle carece de interés. Yo no trato de darle al hombre los atributos internos de las aves sino tan sólo sus atributos externos.
UN HOMBRE.— ¡Que se calle!
DIRECTOR.— (A Santiago) Debe usted esperar que el catedrático de Prima de Matemáticas termine su informe.|
COSME B.— Cuarta objeción, titulada objeción del silencio de los filósofos. Ni Aristóteles, ni Platón, ni Plotino, ni Santo Tomás, ni Duns Scoto, ni el Reverendo Padre Bernardino de la Orden Carmelita, se ocupan en sus sapientes tratados de la posibilidad en el arte de volar. Toda nuestra ciencia está contenida en los filósofos de la antigüedad. Nosotros no somos más que humildes glosadores dedicados a comentar e interpretar los textos inmortales. Quien intente salirse de este sendero se precipitará de las nubes de sus quimeras en el abismo del error. (Aplausos. Cosme Bueno prosigue) Quinta objeción, llamada objeción de la armonía de la naturaleza. (Pausa) Dios Creador ha distribuido los seres de tal manera y perfección que unos, los peces, tienen el dominio del mar; otros, las aves, el dominio del cielo; y al hombre pertenece el dominio de la tierra. Si Dios Creador hubiera querido dar al hombre el dominio del aire lo hubiera dotado de alas. Dentro de su omnipotencia divina aquello era posible.
SANTIAGO.— (Interrumpiendo) ¡Protesto! (A Cosme Bueno) ¿Pretenderá Vuesa Merced que el hombre no tiene el dominio del mar? ¿Cómo nos trasladamos de aquí a la Metrópoli sino a través de los océanos? ¡Y para ello no ha sido necesario que al hombre le salgan agallas! Ha sido suficiente inventar los bajeles y las carabelas.
(El director agita su campanilla. Santiago se sienta).
COSME B.— El señor inventor ignora, tal vez, que me encuentro en la parte teórica de mi discurso.
UN HOMBRE.— ¡Santiago se encuentra en las nubes!
VECINO.— ¡Baja volando, Santiago!
DIRECTOR.— ¡Orden, señores! (A Cosme) Continúe haciendo uso de la palabra, ilustre profesor.
COSME B.— Sexta objeción, llamada objeción teológica. La invención del señor de Cárdenas tiene un marcado sabor herético y sin duda altamente pecaminoso. En un pasaje de las Sagradas Escrituras, encontramos la siguiente sentencia: «El hombre ha sido creado para trabajar». Si el hombre se ocupa de remontar los aires desvirtúa los designios del Todopoderoso, quien lo ha creado exclusivamente para el trabajo. Tenemos, en la antigüedad el caso de Ícaro…
SANTIAGO.— ¿Y cree usted, señor catedrático, que volar no es un trabajo? Es uno de los trabajos más serios y difíciles a los que se puede aplicar el hombre. Tan difícil y serio es que nadie ha osado emprenderlo y quienes lo han osado…
UN HOMBRE.— ¡Que se calle!
DIRECTOR.— Por tercera vez, señor de Cárdenas, le ruego que no interrumpa. A la próxima nos veremos obligados a suspender esta Magna Asamblea. (A Cosme) Prosiga usted, ilustrísimo doctor.
COSME B.— Quienes han osado volar, justamente, como Ícaro, se precipitaron desde los aires y perecieron víctimas de sus quimeras. En este mito debemos ver una enseñanza. El Todopoderoso lo castigó por tratar de escaparse a su condición de criatura terrestre. Ícaro quiso hacer lo que al hombre le está, por ley natural y divina, negado. Compararse a los ángeles, arcángeles, serafines y querubines. Dios se opone al vuelo de los hombres y pretender lo contrario es no solamente absurdo sino herético. (Pausa larga).
ROSALUZ.— (Al Duque) ¿Cómo se atreve Santiago a enfrentarse a tales eminencias?
DUQUE.— (Risueño) Santiago, el pajarero, es muy ingenioso.
ROSALUZ.— Yo lo veo ridículo. No debe estar en sus cabales.
COSME B.— Señores: Nos ocuparemos ahora de las objeciones de orden práctico. Señores, les pido a ustedes que hagan un desmesurado esfuerzo de imaginación y que se representen al hombre atravesando los aires en un ingenioso instrumento. Admitamos que aquello sea posible. ¿Qué cosa sucedería? Después de larga reflexión he llegado a la conclusión de que sucederían cuatro cosas, es decir, cuatro accidentes inevitables. Primero: el aparato volador sería inmediatamente atacado por las otras aves. ¿Se imaginan ustedes la reacción de las águilas, cóndores, halcones al ver invadido su dominio por organismo volátil desconocido? Estas grandes aves agresivas y carnívoras se abatirían sobre el ingenio volador y lo derribarían a tierra. Estoy seguro que el señor de Cárdenas no ha considerado esta eventualidad. (Pausa) Pero existe un segundo peligro. Al atravesar los montes y quebradas y las selvas, como pretende nuestro inventor, para llegar hasta Portobelo, los nativos de aquellas regiones incultas y aun los cristianos inadvertidos, lanzarían saetas contra el ingenio volador y tiros de arcabuz hasta derribarlo. Y si por milagro o buena fortuna el ingenio volador saliera ileso de esta travesía, tendría aún que atravesar los mares para llegar a la Metrópoli. Pero sin duda alguna, al volar sobre el alto mar sería absorbido por el piélago, como sucede con las aves que se aventuran lejos de la costa o con los barcos que van a la deriva. (Pausa) En fin, un último y más grave accidente puede sobrevenir. No ignoran ustedes que las alturas del aire están más expuestas a los calores de la luz solar que la tierra firme. Si se sobrepasa cierta altura se corre el riesgo de las quemaduras. El ingenio volador del señor de Cárdenas sería inevitablemente consumido por el fuego. Caería al suelo entre grandes llamaradas y este final apoteósico sería la mejor prueba del carácter infernal y monstruoso de tal invención.
VECINO.— ¡Que saquen de aquí al pajarero!
DIRECTOR.— (Campanilla) ¡Pido calma, ilustre público! El profesor don Cosme Bueno aún no ha terminado su exposición.
COSME B.— No quiero dilatar más este discurso. Me parece que ha quedado suficientemente demostrado, con ejemplos y argumentos, el carácter irracional de la Memoria presentada por el señor de Cárdenas. Quiero agradecer a nuestro ilustrísimo Virrey quien ha encomendado a mis pobres luces la refutación de tan peregrina teoría y a mis leales colegas (señala al cuerpo docente, uno de cuyos miembros se ha quedado dormido), cuya comprensión y estímulo me han alentado en todo momento. Una vez más, esta ilustre Casa de Estudios, pozo de ciencia y de saber, sale en nombre de la verdad, para refutar a los advenedizos y audaces sostenedores de nuevas teorías.
DIRECTOR.— (De pie, agita su campanilla) ¡Silencio, señores, por favor! (El público se calla) Luego de este admirable discurso de nuestro catedrático de Prima de Matemáticas, don Cosme Bueno, discurso que pasará sin duda a los anales de esta universidad, tendremos ocasión de escuchar la respuesta del objetado, señor de Cárdenas…
EN LA GALERÍA.— ¡No! ¡Que no hable! ¡Que se calle! ¡Basta de cuentos! ¡Que lo echen afuera!
DIRECTOR.— (Agitando la campanilla) ¡Calma, distinguido público! No podemos contravenir los reglamentos de los debates. (A Santiago, que se levanta en el más profundo silencio) Tiene usted la palabra, señor de Cárdenas.
SANTIAGO.— Señores miembros del cuerpo docente. (A las galerías) Distinguido público. (Pausa) He querido dedicar mi invento a mi patria, el Perú, y a la ciudad de Lima, donde he nacido. Pero me ha bastado ingresar en esta ilustre sala, para sentirme extraño, como si no estuviera en mi país, sino más bien en un país extranjero. Todo inventor, por naturaleza, es un extranjero. Mi Memoria no ha tenido la acogida que esperaba ni entre los profesores de esta Universidad ni entre mi querido pueblo. Creo que no me entretendré en refutar los especiosos argumentos del profesor Cosme Bueno. Carecen de réplica porque carecen de realidad.
(Protestas en las galerías).
COSME B.— (Interrumpiendo) ¿Ha leído usted a Juanini?
SANTIAGO.— No, señor doctor. Ignoro quién es ese autor y probablemente lo ignoraré toda mi vida. Pero por más que este autor y otros que usted sabe de memoria digan, no cejaré en mi empeño. Para volar, felizmente, no es necesario saber griego ni latín. Lo que yo pido solamente es que se me dé la oportunidad de poner en prácticas mis teorías. Ustedes con sus retóricas y su arte de la discusión son capaces de probarlo todo o negarlo todo. Pero yo quiero medirme con ustedes en el terreno de los hechos. Es en ese terreno donde pienso salir victorioso.
DIRECTOR.— ¡Se matará usted! No queremos echar sobre nuestros hombros tamaña responsabilidad.
SANTIAGO.— El que muera o no, corre por mi cuenta. ¿Qué importancia tendría mi muerte? Además, y quiero insistir sobre esto, yo no sostengo que mi sistema de navegación sea perfecto. Debe tener muchos defectos, pero de ellos sólo podremos percatarnos cuando lo pongamos en práctica. Si tengo que sacrificarme, lo haré gustoso. Déjeme al menos la satisfacción de intentar un arte que quizá ocupe a todos los hombres del futuro.
COSME B.— (Al director) En vista de que el objetado no se constriñe a rebatir mis argumentos, sugiero, señor presidente, que se levante esta Magna Asamblea.
SANTIAGO.— ¡Protesto!… ¡Protesto en nombre de la razón!
COSME B.— ¡La razón, señor, está en los libros y usted no ha leído nada!
SANTIAGO.— ¡Protesto en nombre de la libertad de investigación!
COSME B.— ¡Hay cosas, señor, que no deben ser investigadas porque sus premisas son falsas y contrarían las leyes de la naturaleza!
SANTIAGO.— ¡Hago la promesa de autorizar el embargo de mis bienes, a favor de las personas que me faciliten los medios para llevar a cabo mi invento, y de pagar con presidio lo que adeudare!
COSME B.— ¿De qué presidio habla usted si no sobrevivirá a sus ensayos? ¡Su proyecto, en una palabra, es una locura!
EN LA GALERÍA.— ¡Una locura! ¡Eso es! ¡Santiago, el pajarero, ha perdido el seso!
DIRECTOR.— (Agita la campanilla) ¡Señores, se levanta la Asamblea!
(Alboroto en la galería. El cuerpo docente se pone de pie. El público también).
SANTIAGO.— (Gritando) ¡Una locura! ¡También decían que Colón estaba loco cuando se lanzó en tres carabelas a conquistar las Indias! ¡Y ahora ustedes viven, lucran, digieren, discuten y mueren en estas Indias inventadas por Colón! (El cuerpo docente comienza a abandonar la escena por la izquierda. El público abandona la galería abucheando a Santiago) ¿Una locura porque arriesgo mi vida? También es locura lidiar a los toros, bañarse en la mar, jugar a los dados, batirse en duelo. Y todo ello está consentido y autorizado por las leyes. ¡Locura es la de ustedes, señores doctores! ¡No hay locura más incurable que la prudencia!
(El público que sale se burla de Santiago).
UN CHUSCO.— ¡Santiago el volador!
OTRO.— ¡Santiago el loco!
OTRO.— ¡Santiago el mentiroso!
(El público abandona la sala. Quedan de pie, Santiago, y detrás suyo, Rosaluz y el Duque de San Carlos. Rosaluz sale rápidamente por la izquierda del Duque. Santiago queda solo, inmóvil al centro de la sala. Un bedel comienza a reacomodar las sillas. Sobre la mesa verde encuentra el manuscrito de Santiago, que han dejado olvidado. Tomándolo se acerca al pajarero).
BEDEL.— No olvide su manuscrito, señor inventor. Ya vamos a cerrar la puerta.
(Santiago despierta. Coge su manuscrito y se retira lentamente por la izquierda).
TELÓN
Cuadro quinto
En el portal de Botoneros
Mediodía. Santiago en su tienda da de beber a sus aves.
Escena primera
MARÍA.— ¿Está Ud. ahí, maese Santiago? Buenos días le dé Dios.
SANTIAGO.— Te esperaba, María. ¿Tienes alguna noticia?
MARÍA.— ¡Nada, vuesa merced! ¡Ni que lo hubiera tragado la tierra a su amigo Basilio! He recorrido todos los mesones que hay Abajo el Puente. ¡He entrado hasta en las tabernas! Por ningún sitio lo han visto. Dicen que a lo mejor la muerte se lo ha llevado a su madriguera.
SANTIAGO.— ¡Qué extraño! Desde la noche de la serenata no ha vuelto a dar señales de vida. Temo por él. En materia de amor es imprudente y no le arredran títulos ni pelucas.
MARÍA.— Si yo fuera dueña de mi tiempo, maese Santiago, seguiría buscándolo. ¡Pero, Ave María Purísima, con todo lo que tengo que hacer! De todos modos, si usted me necesita para algo ya sabe dónde encontrarme: en la Iglesia de las Nazarenas, en la misa de seis.
SANTIAGO.— Anda con Dios, María, y te agradezco de todo corazón tus servicios. (María comienza a salir) Espera… (Vacila) ¿Podrías darle una comisión a Rosaluz?
MARÍA.— (Se acerca) ¡Ay, maese Santiago! (Acongojada) Vuesa merced haría mejor en no pensar en ella. Mi ama ha cambiado mucho… Sobre todo ahora, que toda la ciudad se burla de usted y que hasta le inventan canciones… ¿Qué ha pasado, maese Santiago? Yo no entiendo de estas cosas, pero dicen por allí que es usted capaz de hacer volar a los hombres.
SANTIAGO.— Así es, María. He tenido la locura de afirmar eso. Y lo peor es que todavía lo sigo afirmando.
MARÍA.— Si es así, maese Santiago, ¿por qué no nos da unas alas a mí y a todos mis hermanos negros?
SANTIAGO.— (Sonriente) ¿Para qué?
MARÍA.— Nos iríamos volando y no volveríamos jamás. ¡Debe ser hermoso no tener dueño, como los pájaros, y volar libremente por toda la tierra!
SANTIAGO.— Lo que dices es cierto. Muchas cosas tienen que suceder. Tú y tus hermanos volarán libremente, como los pájaros.
MARÍA.— ¡Dios oiga a vuesa merced! Ahora me voy… Ya sabe para cualquier cosa, estoy en la Iglesia de las Nazarenas.
(Sale por la izquierda. Santiago queda en la puerta de su tienda, pensativo).
Escena segunda
SANTIAGO.— ¡Maese Gonzalves! (El barbero se detiene) ¿Puedo decirle dos palabras?
BARBERO.— ¡Ah, es usted, maese Santiago! ¿En qué puedo servirle? ¡Lástima que me encuentre tan ocupado!
SANTIAGO.— Es algo que le interesa.
BARBERO.— ¿Interesarme a mí?
SANTIAGO.— Veo que está perdiendo usted clientes por falta de espacio.
BARBERO.— No lo crea, maese Santiago. Ellos regresan siempre a mis manos.
SANTIAGO.— ¿Mantiene usted su oferta por mi local? Necesito una fuerte suma de dinero.
BARBERO.— ¡Ah, las vueltas que da el mundo! Me gusta verlo expresarse así. Pero, mi entrañable amigo, su local ya no me interesa. El Virrey me ha prometido uno más grande y mejor situado.
SANTIAGO.— Veo que le ha caído en gracia a nuestro honorable patrón. ¡Más valiera, en realidad, dedicarse a rapar barbas que a alimentar bellos sueños!
BARBERO.— Por simple curiosidad, ¿cuánto quiere usted por su local?
SANTIAGO.— Lo doy por doscientas onzas de oro.
BARBERO.— ¿Bromea usted, maese Santiago?
SANTIAGO.— Por ciento cincuenta.
BARBERO.— Prefiero esperar. Ya seguirá usted bajando. Día a día, conforme se aproxime el momento de su vuelo, la cifra disminuirá. Y cuando usted vuele ya no valdrá un céntimo. Hay que tener un espíritu comercial y esperar la mejor ocasión.
SANTIAGO.— ¿Y quién le ha dicho que voy a volar?
BARBERO.— ¡Tarde o temprano, usted terminará volando, maese Santiago! (Se retira).
SANTIAGO.— Pues si usted espera esa ocasión para adueñarse de mi local, le juro que no volaré.
BARBERO.— (Ingresando a su negocio) ¿Que no volará? Eso déjelo por mi cuenta.
(Entra a la barbería).
Escena tercera
(Al fondo a la derecha se escucha una voz que viene recitando).
Santiago, de pajarero
se convirtió en inventor,
ya no le pidan romero
para el pájaro cantor.
Santiago, dice el coplero,
gana el cielo con primor,
desde hoy, mi compañero
es Santiago, el volador.
(Aparece Basilio, con su laúd y la barba crecida. Santiago se lanza en sus brazos).
SANTIAGO.— ¡Si no vienes del infierno, no sé de dónde vendrás!
BASILIO.— No te equivocas demasiado. Ayer por la noche los calabozos de la Inquisición me vomitaron. Veo el sol después de cuarenta días y eso me tiene contento. La vida es maravillosa, Santiago, cuando se recupera la libertad.
SANTIAGO.— ¿Y me dirás, por ventura, a qué se debió tu encierro?
BASILIO.— Un vejete enamoradizo y celoso me salió al paso y porque mi voz le disgustó, me acusó de herejía y de contumelia. Me he librado de una azotaina pública porque abjuré in vehementi. ¡Pero don Mateo de Amusquíbar me las pagará! ¡Preparo contra él una canción que hará reír a toda la Ciudad de los Reyes!
SANTIAGO.— Ahora me explico por qué razón no te encontraba. ¿Sabes que te he hecho buscar por todas las fondas y las pensiones de la Villa? En estos últimos días he necesitado mucho de tu compañía. Todos están contra mí. Por momentos me siento abandonado. El día de la Asamblea en la sala de San Marcos no había en las galerías un solo rostro amigo que me alentara. Ni siquiera el de Baltazar.
BASILIO.— ¡Ah, el pobre Baltazar! Lo primero que hice anoche fue pasar por su celda de San Francisco. ¿Me creerás si te digo que ha perdido el juicio? Los monjes dicen que es por efecto del vino. Pero lo cierto es que ha esculpido una figura de darle susto a cualquiera. Él mismo debe haber quedado espantado de su obra. Está sin conciencia y no reconoce a nadie.
SANTIAGO.— ¡Válgame Dios! Los santos nos han dado la espalda. ¿Qué será de nosotros, Basilio? En este mundo no se puede vivir. Todo aquel que tiene algo nuevo que decir, algo grandioso que crear, despierta la envidia y la maledicencia de las gentes, y no le queda otro recurso que renunciar a sus designios o morir.
BASILIO.— (Señalando hacia la izquierda) ¡Mira, allí viene Rosaluz!
SANTIAGO.— ¡Por las diez mil vírgenes! ¡Y mi tienda está toda desarreglada!
(En ese momento asoma Rosaluz del brazo del Duque de San Carlos).
Escena cuarta
DUQUE.— En estos días estará lista mi carroza. Podremos entonces ir a pasear por la huertas de Miraflores y Chorrillos. Por aquellos lugares se dan las mejores frutas.
BASILIO.— (Con una reverencia) Buenos días, Rosaluz.
(Rosaluz no contesta el saludo y vuelve el rostro hacia el otro lado).
DUQUE.— ¿Conoces a ese mozo?
ROSALUZ.— No. Debe ser algún bohemio impertinente.
(Siguen caminando y desaparecen por la derecha. Santiago asoma en ese momento por la trastienda).
Escena quinta
SANTIAGO.— ¿Pasó ya?
BASILIO.— Parecía tener mucha prisa.
(Santiago sale a la vereda y mira hacia el lado por el cual ha desaparecido).
SANTIAGO.— (Pensativo) En efecto, demasiada prisa.
BASILIO.— (Recitando):
¿Qué cuidado me da a mí
que pases y no me hables,
si sabes que yo no como
con buenos días de nadie?
Anda vete, que no quiero
pasar por ti más fatigas;
si digo que no te quiero
¿qué más quieres que te diga?
SANTIAGO.— Basilio, ya estoy decidido.
BASILIO.— ¿A qué cosa, mi querido inventor?
SANTIAGO.— Te lo diré en dos palabras. ¿Te habrás enterado que Cosme Bueno rechazó mi Memoria?
BASILIO.— Algo he oído de eso en el camino.
SANTIAGO.— Bien, he escrito una nueva Memoria pero no está dirigida al Virrey, sino a su Majestad Felipe V.
BASILIO.— ¡Magnífico! ¡Con toda seguridad, en la Corte de Madrid te dispensarán mejor atención!
SANTIAGO.— Sí, pero necesito viajar a la Metrópoli.
BASILIO.— ¿Y cómo harás para ello? El viaje es largo y costoso.
SANTIAGO.— En estos días zarpa un bajel para Panamá. Pensaba enrolarme como grumete, pero es imposible. (En ese momento el barbero sale de su tienda y se detiene en la de Santiago. Al sentir las voces se detiene cerca de la puerta y escucha) El Duque de San Carlos iba a ofrecerme su ayuda, pero está visto que ya no le interesa verme fuera de Lima. ¡Lo que haré será vender mi tienda! Pero no al mezquino barbero, mi vecino. La daré a cualquier otro aunque sea a cien onzas de oro. (El barbero se retira hacia su negocio) Pero me faltará un poco de dinero. En ese problema me encuentro.
BASILIO.— ¡Habrá que conseguirlo de donde sea! Se trata de una empresa tan importante, que yo sería capaz de vender mi alma al diablo, si es que algún diablo quisiera hacerse cargo de ella. (Caviloso) ¿Qué cosa podríamos hacer?
SANTIAGO.— No sé, Basilio. Y lo peor es que sólo me quedan tres días para arreglar mi viaje.
BASILIO.— ¡Espera! (Se golpea la frente) Tengo una idea. ¿Sabes que en el calabozo para consolarme de mi dolor escribí una alegre comedia? ¡Iré a ofrecerla a Federico Meza! Estoy seguro que me dará, por los menos, unos cincuenta pesos ensayados.
SANTIAGO.— ¿Lo crees posible?
BASILIO.— Escucha: lo que te digo es posible. Federico Meza me dará aunque sea adelantado sobre palabra. Él siempre se ha interesado por mis coplas y es hombre de confianza.
SANTIAGO.— Al menos vale la pena hacer la tentativa.
BASILIO.— ¡Claro que vale la pena! Espérame en tu tienda pero a puerta cerrada. Yo vuelvo en un abrir y cerrar de ojos. Ten confianza en mí, Santiago, que todo esto se arreglará.
SANTIAGO.— ¡Te esperaré ansioso, Basilio!
(Basilio deja su laúd y sale rápidamente por la izquierda. Santiago lo ve alejarse y luego penetra en su tienda y cierra las puertas).
TELÓN
Cuadro sexto
En el portal de Botoneros
Escena primera
(Un grupo de chiquillos del pueblo aparece por la izquierda y se detiene delante del negocio de Santiago).
CHIQUILLOS.— (Cantando a coro):
Cuando voló una marquesa,
un fraile también voló,
pues recibieron lecciones
de Santiago, el volador.
¡Miren qué pava para el marqués!
¡Miren qué pava para los tres!
SANTIAGO.— (Sale de la tienda) ¡Fuera de aquí, granujas!… ¡Otra vez fastidiando la paciencia! ¡Los haré azotar si continúan burlándose de mí! ¡Bien harían sus padres en darles de comer en lugar de enseñarles canciones groseras!
(Los chiquillos corren hacia la derecha, riéndose).
UN CHIQUILLO.— ¿Cuándo nos enseña a volar, maese Santiago?
OTRO CHIQUILLO.— ¿Es cierto que su novia ha volado con un Duque?
SANTIAGO.— ¡Fuera, he dicho!
(El coro de muchachos desaparece. Santiago ingresa a su tienda).
Escena segunda
(De la barbería salen dos clientes acompañados por el barbero. El barbero echa una mirada hacia la tienda de Santiago y ve las puertas cerradas. Se acerca y queda caviloso. Se vuelve hacia la izquierda y llama a los dos clientes).
BARBERO.— ¡Eh, acérquense, señores! ¿No saben la última nueva? ¡Es algo verdaderamente inverosímil! (Los clientes aparecen intrigados) Pero sean discretos, que se trata de un importante secreto.
CLIENTE 1.— ¡Pero dígalo de una vez, maese Gonzalves!
BARBERO.— Hoy día, justamente a las doce, Santiago, el pajarero, volará.
CLIENTE 2.— Pero ¿cómo lo sabe usted?
BARBERO.— ¿No ven la puerta de su tienda? Está cerrada. Muy de mañana lo vi salir con un extraño instrumento sobre los hombros. Tomó el camino del puente. De fijo iba hacia el San Cristóbal.
CLIENTE 2.— ¿Y desde aquel cerro volará?
BARBERO.— ¡Sobre toda la Ciudad de los Reyes!
HOMBRE.— ¿Qué alboroto es éste, maese Gonzalves?
BARBERO.— Santiago volará a mediodía. Yo les cuento lo que he visto. Desde hace tiempo se traía algo entre manos.
CLIENTE 1.— ¡Habrá que ir a las faldas del cerro! (Pasa un grupo de hombres por la calle) Eh, señores, ¿no saben la buena nueva? ¡Santiago, el pajarero, va a volar a mediodía desde el Cerro San Cristóbal!
HOMBRE 1.— Pero ¿cómo? ¿Entonces Amat lo ha autorizado?
BARBERO.— Amat se lo ha prohibido. Pero Santiago quiere salirse con la suya. Repito: temprano lo vi tomar el camino del San Cristóbal.
HOMBRE 2.— ¡Se matará sin duda!
CLIENTE 2.— Eso habrá que verlo de cerca. ¡Vamos al San Cristóbal!
BARBERO.— ¡Miren! (Señalando hacia donde se presume se encuentra el cerro) ¿No ven ustedes un punto que se mueve?
CLIENTE 2.— ¡Es verdad! ¡Debe de ser Santiago! ¡Desde aquí distingo su sombrero!
BARBERO.— ¡Es Santiago que ya se apresta a ganar la cumbre!
TODOS.— ¡Vamos allá, señores!
(Salen por la izquierda. Dos hombres vienen por la derecha y se detienen ante la barbería).
HOMBRE 3.— ¿Qué alboroto es éste, maese Gonzalves?
BARBERO.— ¡Vayan al San Cristóbal! ¡Santiago, el pajarero, va a volar!
(Hombre 3, agitando los brazos, llama a un grupo que se encuentra a la izquierda, fuera del escenario).
HOMBRE 3.— ¡Vengan, señores! ¡Apúrense, Santiago está en la cima del San Cristóbal y se apresta a volar! ¿Usted no viene, maese Gonzalves?
BARBERO.— ¡Dense prisa, que se perderán el más grande fenómeno de esos tiempos!
(El barbero se esconde. Aparece Santiago).
SANTIAGO.— Por ventura, ¿qué cosa es lo que sucede?
HOMBRE 3.— (Reconociéndole) Pero ¿cómo? ¿Estás tú aquí?
SANTIAGO.— ¿A dónde va toda esa gente?
HOMBRE 3.— ¿Tú no eres el que iba a volar?
SANTIAGO.— ¿Volar yo? ¿Quién les ha contado ese cuento?
HOMBRE 3.— ¡Aquí está Santiago! ¡Todo es una mentira!
HOMBRE 4.— ¿Cómo? ¿Nos has engañado? ¡Qué vuele o lo matamos a pedradas!
HOMBRE 3.— ¡Llevémoslo al cerro!
(Se acercan amenazadores).
SANTIAGO.— ¿Quieren dejarme tranquilo, por ventura?
(Los hombres se acercan más).
HOMBRE 3.— ¡Llevémoslo al San Cristóbal!
SANTIAGO.— (Retrocediendo hacia su tienda) ¿Qué daño les he hecho yo para que me hostiguen?
HOMBRE 4.— Dijiste que ibas a volar y ahora tienes que hacerlo.
HOMBRE 3.— ¡Cuidado, que quiere encerrarse en su tienda!
(Hombre 3 corre y le cierra la puerta).
SANTIAGO.— ¡Han sido víctimas de un engaño! ¡Déjenme!
HOMBRE 3.— ¡No lo sueltes! ¡Que vuele! ¿Cómo nos vamos a dejar embaucar?
HOMBRE 4.— ¿Qué prefieres? ¿Volar o que te colguemos?
HOMBRE 3.— ¡Llevémoslo al San Cristóbal!
LOS DOS.— ¡Santiago está aquí! ¡Santiago está aquí!
(Santiago logra zafarse y corre hacia la derecha. Lo persiguen los gritos de: «cojan al loco Santiago», «queremos verlo volar», «piedras con él». Los gritos se pierden por la derecha. El barbero, en la puerta de su tienda observa la persecución. Gritan: «Allí se llevan a Santiago». «Ya lo cogieron al volador». Basilio aparece).
BASILIO.— ¡Santiago! ¡Santiago! (Al barbero) ¿Dónde está Santiago? ¿Es cierto lo que dice la gente?
BARBERO.— (Con parsimonia) La turba lo ha perseguido. Lo van a hacer volar desde el cerro San Cristóbal. (Señala hacia donde vienen gritando desaforados).
BASILIO.— (Con rabia) ¡Asesinos!
(Desaparece a la carrera por la derecha. El barbero se acerca a la tienda de Santiago y cuenta con los pasos la extensión de su fachada. Luego queda caviloso contemplando la puerta. Los gritos, a la izquierda, van disminuyendo en intensidad. Pronto, sólo se escucha el silencio. Al poco rato aparece Basilio con la capa desgarrada, cargando el cuerpo de Santiago. Lo deposita delante de su tienda y se arrodilla a su lado. Le cruza los brazos sobre el pecho y recita la Copla del Inventor. Mientras Basilio recita, el barbero ha salido con su cartelón que colocará en la puerta de la tienda de Santiago, en el cual dice con grandes letras: «Perfumería Real» — «Esteban Gonzalves»).
COPLA FINAL
Favores pidió a virreyes
y no los pudo lograr;
en medio de tantas leyes
fue su delito soñar,
soñar con poder volar.
Volando alcanzan la cima
miserables convenidos,
que sólo triunfan en Lima
los vestidos de bandidos.
Quienes no saben soñar
se arrastrarán por el suelo,
mientras tú llegas al cielo
con que soñaste al volar.
Y así a pesar de tu duelo
si tu sueño fue volar
nadie te podrá olvidar.
TELÓN
Lima, 1958
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