Fernando Morote

Alex Olmedo
(1936-2020)
El tenis no ha sido creado para los cholos ni para los pobres. En Estados Unidos la situación no es diferente, pero la democracia es el ejercicio de lo práctico; no se complican y hacen lo que les conviene. Se enteraron de que triunfé siendo todavía un niño en un campeonato de adultos en Arequipa, me trajeron a Los Ángeles, me educaron, me alimentaron, me dieron empleo y me prepararon para jugar por su escuadra nacional.
No es que el resto careciera de talento, sucedía que el mío era excepcional. La velocidad de mis movimientos, la precisión de mis reflejos y la contundencia de mi saque constituían un poder inigualable. Ágil como un tigre, feroz como una pantera, me desplazaba con gran facilidad de una esquina a otra, corría desde la línea del fondo hasta la red en un segundo, no había rincón donde no llegara o donde no pudiera colocar la bola. Descomponía a mis adversarios con lanzamientos a los extremos, mi variedad de golpes los confundía y mis servicios cortados los pescaba en falso. De ese modo los desarmaba primero, para rematarlos luego, cuando estaban con la lengua afuera. Al estirar el brazo, para devolver sus intentos de respuesta, mis venas saltadas dibujaban un mapa del rio Marañón atravesando los Andes, y los pobres acababan rindiéndose a la violencia de mi mano derecha.
Me llamaban “El Cacique”. Los pelitos parados, tipo militar, y la piel cetrina brillando sobre mi atuendo de punta en blanco, les recordaba a cada momento mi ascendencia inca. Mi estilo, similar a una danza de guerra sobre el rectángulo, era un auténtico espectáculo para los aficionados. Lo cual, dicho sea de paso, me abrió las puertas para levantar decenas de admiradoras en las giras. En alguna ocasión pequé de sobrado, me tildaron incluso de bipolar: un día era el héroe, destrozando sin piedad a mis oponentes mejor calificados, y al siguiente perdía el interés, me mostraba displicente y lucía aburrido. La irregularidad de mi desempeño se debía a que ciertos rivales no significaban ningún desafío y eso me desmotivaba en exceso. Sin embargo, aprendí de ellos las lecciones que no rescaté de mis técnicos.
Aunque muchos dinosaurios en la prensa especializada, y un grupo de racistas entre el público común, cuestionaron la decisión de incluirme en la selección, los dirigentes sabían que conmigo tenían el éxito asegurado. Fui el único miembro extranjero, en la historia de la federación norteamericana, integrando su equipo de élite para la Copa Davis. Después de estudiar y trabajar un período de tiempo en el sur de California, cumplía con las exigencias formales de la ciudadanía, y el Perú por entonces ni soñaba con participar en la competencia. No había en realidad obstáculo que me impidiera representarlos en el torneo. Los locutores de radio y televisión, en sus transmisiones vía satélite, recalcaban insistentemente mi origen.
1959 fue mi año de oro. No existían en esa época las canchas de pista sintética, sólo las tradicionales de arcilla y césped. Tampoco había llegado la era delirante de los abiertos y los atletas profesionales (aplaudidos como ídolos de rock, explotados como máquinas de producir dinero); de hecho, no ofrecían mayor atracción en el circuito. Los que dominábamos la escena éramos los amateurs. Gané Wimbledon y Australia casi sin sudar. Nunca tuve que disputar 5 sets, liquidaba por lo general en 3, rara vez en 4.
Es divertido observar la actitud en un sector de los fanáticos. Mientras recogía pelotas y fungía de sparring, nadie apostaba un centavo por mi futuro. No bien me convertí en figura, gracias a la inversión de los que no eran mis compatriotas, se acercaron todos a designarme socio honorario de sus exclusivos clubes. La hipocresía clasista es una de las payasadas más cómicas —y tristes— que contamina el planeta.
Ya en el retiro, dediqué mi experiencia a ser instructor en un hotel de Beverly Hills. En mi nómina de alumnos destacaron estrellas de Hollywood como Katharine Hepburn, Robert Duval, Kirk Douglas y José Ferrer, con quienes me ligó además una larga amistad. El día que fui inducido al Salón de la Fama, y mi nombre se inscribió en el muro de las leyendas mundiales, pude taparle la boca a los idiotas que acusaron al gobierno de haberme concedido los Laureles Deportivos por alzar diversos trofeos en favor de un pueblo ajeno. Ignoran de manera irresponsable que no he dejado de ser peruano un minuto de mi vida.
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