Fernando Morote

José María Eguren
(1874-1942)
Las tribulaciones cotidianas de las ciudadanos comunes y corrientes no corresponden a mi naturaleza pacífica. A espejo de ser tímido y callado, disfruto dando paseos solitarios por el malecón y parques aledaños, dejando que la brisa marina despeine mi abultado penacho. Francamente no me atrae el contacto humano. Desconfío de la gente demasiado sociable, me espantan las multitudes. Tampoco vivo escondido. Descarto el matrimonio porque detesto los conflictos. No me veo lidiando con esposa e hijos. Para gozar del afecto familiar, me bastan y sobran las hermanas y los sobrinos.
Muertos mis padres recalé en el célebre balneario limeño de Barranco, el mejor lugar sobre el planeta donde puede vivir un espíritu bohemio como el mío. Desde allí camino, de lunes a viernes, hasta mi aburrida oficina en el Ministerio de Educación. Quince kilómetros de ida y vuelta que, a costas de agotar el cuerpo, representan un bálsamo encantador por el paisaje urbano-campestre que abre ante mis ojos un espectáculo fenomenal. Me acompaña la belleza purpurina de amaneceres y ocasos, el aroma cadmio de flores y árboles, la acrobacia fosca de insectos y aves.
La educación oficial nunca satisfizo mis expectativas y exigencias. La fidelidad a mi elevado rango intelectual, y el refinamiento de mi sensibilidad, me llevó a optar por una formación autodidacta. Soy un dudador conspicuo. Nadie tiene que darme nada. No espero ayuda del gobierno ni busco publicidad en las agencias. Huyo tanto del mercantilismo literario cuanto de la figuración fatua. No necesito endosos ni recomendaciones. No me muero por alcanzar la fama. Mi motivación es la acción creativa, pura y llana.
Los chicos de Colónida, menores que yo la mayoría, me apoyan generosamente. Publican y elogian mis poemas en su revista, lo cual es un alivio porque he sufrido continuos rechazos editoriales. Mi sangre bulle con la misma intensidad y fuerza que la de ellos, sólo que yo la expreso en términos peculiares, con características originales. Abraham es un provocador, César un estoico y José Carlos un iluminado. Yo exploro la veta de la dulzura plástica. A veces critican que no me comprometo en la lucha contra los desafíos nacionales. No encuentro por qué tendría que hacerlo. Mi alma es tranquila y risueña. No poseo brío aventurero. No soy tempestuoso ni beligerante. Tiendo al culto de la inocencia y la contemplación idílica. Soy en esencia inofensivo y juguetón. Si todos nos ponemos combativos o corrosivos, no habría diferencias. La individualidad brillaría por su ausencia. Sin variedad, en las letras o en cualquier otra disciplina, no existe la gracia.
Me gusta sugerir antes que explicar. Escribo en clave. No hallo sentido en la lógica. El mundo de carne y hueso es un pantano venenoso. Para refugiarme de él, construyo mi propio universo, uno mágico y onírico en el que otorgo vida a objetos inanimados, invento palabras y recurro a arcaísmos. Apuesto por lo exótico y lo fantástico. Diseño a caligrafía lo que pinto con pinceles. Retrato en versos lo que capto con mi lente fotográfica. Ensayo rimas siguiendo el ritmo de la música. Eludo la cuestión erótica y me entrego al placer de los colores y los sonidos. No pocos piensan que mi poesía es infantil.
Entiendo que mis imágenes y metáforas confunden al más erudito. Acepto que la lectura inicial de mis textos es intrincada. Luego, cuando le agarran el truco, es posible que experimenten cierto deleite. Excediendo lo visible, si entienden o deliran, el arrebato ajeno escapa a mi dominio. Depende de lo que cada uno albergue dentro de sí mismo. En eso radica el enigma del arte.
Me ruboriza decirlo, pero mi estilo sintetiza la gran distancia que separa a un mero escritor de un artista completo. Es una realidad indiscutible que mi propuesta estética avasalla la estrechez mental, metacarpiana, del vulgo. No en vano he sido catalogado como el primer —quizás el único y verdadero—, simbolista en la literatura latinoamericana.
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