Helena Garrote Carmena

Todas las puertas del edificio en el que vivíamos eran iguales. Todas pintadas de un atrevido verde botella, con un pomo gordo y plateado y una gran mirilla metálica. En algunas, a modo de bienvenida, había un pequeño Sagrado Corazón de latón, sujeto a la madera por un clavito en la corona y otro en el esternón.
En nuestra puerta no había representación divina, en su lugar teníamos una isla, una especie de isla del tesoro, o eso era lo que a mi me parecía esa protuberancia de un palmo de tamaño, cuyo relieve se palpaba sobre la pintura verde. Cuando llegaba a casa, mientras esperaba que me abriesen, recorría con el dedo los bordes irregulares de aquella ínsula desconocida y me imaginaba en ella, pescando y contemplando la puesta de sol, —el crepúsculo— como le gustaba a mi madre llamar a ese momento de la tarde, cuando el sol, a punto de desaparecer empapa el cielo de un rojo intenso.
Pasaron muchos años cuando un día, los vecinos —tras larga y acalorada deliberación en la escalera— decidieron que como había fondos suficientes se pintaría el portal de amarillo—para darle luminosidad— se instalarían nuevos buzones y se cambiarían las puertas por unas más modernas en color marrón, con pomo dorado y mirilla telescópica.
El día que se llevaron mi isla me sentí aliviada, y recordé a la mujer que nos esperaba en la cafetería, cuando de niña mi padre nos llevaba de paseo.
Algunos paraísos no son más que lugares inventados donde poder esconder nuestras pesadillas.